No era una respuesta demasiado convincente, pese al acento empleado por la desenvuelta cuarentona. Por mucho que protestase Helen, resultaba innegable que se alegraba de haber heredado un millón de dólares, libres de cargas e impuestos, pensó Bludin.
—Y usted, ¿por qué hereda veinticinco mil dólares? —preguntó Zane de repente.
Bludin se encogió de hombros.
—Eso es lo que me gustaría saber —respondió—. Jamás, al menos conscientemente, tuve la menor relación con Koldicutt.
—Digo lo mismo —exclamó Marion—. Como otros muchos, conocía el nombre de Koldicutt, pero jamás tuve la menor relación con él: ni le había visto personalmente, ni hablé con él ni siquiera tuve un empleo en alguna de sus empresas.
—Pero es innegable que él tuvo que conocerles a ustedes dos —dijo Zane.
Bludin se encogió de hombros.
—Sobre este particular, sé lo mismo que ustedes —contestó.
—¿Y usted, señora Williams? —preguntó Helen.
Fay estaba derrumbada sobre un diván.
—Fui ama de llaves del señor Koldicutt hace algunos años. Tuve que abandonar el empleo una temporada, debido a mi delicado estado de salud. Él pagó todos los gastos de clínica y demás, pero cuando me hube repuesto, ya había tomado otra ama de llaves.
Bludin estudió a la mujer mientras hablaba. Fay contaba unos cincuenta años, o quizá menos, porque, acaso, la vida había causado en ella un envejecimiento prematuro. Se veían numerosos hilos blancos en su pelo y arrugas en su cara que, ahora ajada y cansada, diez años antes debía de haber poseído un encanto singular.
Pero ahora, Fay no era sino una mujer sin espíritu, desanimada y carente de estímulos. Bludin sospechó que las relaciones de Fay con Koldicutt, años atrás, habían sido muy distintas de las que ella manifestaba fueron.
—¿Ibbetson? —preguntó Bludin, casi mecánicamente.
—Mi padre fue cajero del señor Koldicutt —respondió el joven cegato—. Es todo lo que sé.
La mano de Helen, cubierta de anillos, más vistosos que valiosos, se apoderó del brazo de Ibbetson, con gesto claramente posesivo.
—Mi mujer era prima de Koldicutt —declaró Zane.
—¿Y usted, señorita Koldicutt?
—El apellido lo dice bien claro: hija de un difunto hermano del ya difunto Hyram —contestó Millie.
—Estamos hablando de nosotros, pero no hemos encontrado todavía la solución para el problema más acuciante. Nos hallamos aislados en una casa solitaria, con dos cadáveres en ella y un esqueleto en el foso —dijo Helen—. ¿Cómo pedir socorro?
—¿Alguno de los presentes sabe si hay armas? —dijo Bludin—. En una noche tranquila como ésta, las detonaciones se escucharían desde muy lejos. Alguien se alarmaría y, entonces, llamaría a la policía.
—Mi hermano detestaba las armas de fuego —contestó Helen.
—Pues como no peguemos fuego a la casa…
—Hay cuadros de gran valor, de las mejores firmas.
—Mi vida vale mucho más —gruñó Zane.
—Por ahora, si te estás quieto, no corres ningún peligro. Además, tenemos al señor Simmons con nosotros…
—¿Dónde está? —preguntó Bludin.
Sobrevino una pausa de silencio. La pregunta del joven quedó incontestada.
—Quizá tiene algo que ver con lo que pasa —apuntó Helen.
—Yo no recuerdo haberle visto desde que descubrimos la falta del cadáver de Koldicutt —declaró Ibbetson.
—Una cosa es casi segura: cuando el puente saltó por los aires, Simmons ya no estaba entre nosotros —dijo Marion.
—Entonces, no hay más que hablar; es cómplice de la broma —afirmó Zane.
—¿Broma? —dijo Fay desmayadamente—. ¿Llama usted broma a todo lo que está pasando?
—El nombre es lo de menos —exclamó Bludin—. Quizá Simmons se marchó sin advertirnos…
—No se oyó ningún ruido de coche —dijo Helen.
—Estaba ya aquí cuando llegamos —manifestó Lila Zane—. De modo que muy bien, sabiendo lo que iba a pasar, dejó su coche lejos del parque.
—Es probable —convino Bludin—. Propongo que lo busquemos…
—¿Por qué no tomamos antes un poco de café? —sugirió Helen—. Nos entonaría bastante, más que el alcohol. Si seguimos bebiendo así, acabaremos por emborracharnos.
—No es mala idea, señora Koldicutt.
Helen miró a Bludin de un modo singular. El joven fingió no haber captado la intención de aquella mirada. «Que se dedique a Ibbetson», pensó. En aquella situación, lo que menos tenía era ganas de un devaneo.
Marion se puso en pie.
—Yo haré el café… —De pronto, se tapó la boca con una mano—. ¡El cadáver de Elphins está todavía en la cocina! —exclamó.
—Habrá que descolgarlo —rezongó Bludin.
Esperó unos instantes, pero ninguno de los hombres se ofreció para ayudarle en tan macabra tarea.
—Está bien, lo haré yo.
Bludin abandonó la salita y se encaminó hacia la cocina. Marion le seguía de cerca.
—Pro… procuraré no mirar, pero yo le ayudaré —dijo valerosamente.
—Usted es mucho más decidida que los hombres que se han quedado en la sala —alabó él.
—No todos son iguales, Bat. ¿Le importa que le llame por el nombre de pila?
—Me encanta, Marion —sonrió Bludin.
Entró en la cocina y se desvió a un lado, para buscar un cuchillo con el que cortar la soga de la que aún pendía el cadáver. Cuando lo hubo encontrado, se volvió y dijo:
—Marion, procure no mirar.
Pero entonces se dio cuenta de que ella tenía la vista hipnóticamente fija en el ahorcado.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Marion tendió una mano hacia el cadáver.
—No… no es Elphins… —tartamudeó.
—¿Qué? —Bludin saltó hacia delante, ya que, desde el lugar en que se hallaba, sólo podía ver las espaldas del ahorcado. Al hallarse frente al muerto, elevó la vista. Un segundo después, dejó escapar una exclamación de sorpresa.
Marion tuvo necesidad de apoyarse en la jamba de la puerta.
—No… no lo entiendo —dijo con voz débil.
Bludin apretó los labios. De pronto, salió de la cocina y echó a andar hacia la estancia en que se hallaban los otros.
—Señora Koldicutt —dijo.
Helen se volvió en el acto.
—Dígame, amigo mío —sonrió.
—Necesito que venga a la cocina.
—¿Por qué?
—Usted era hermana del difunto Hyram…
—Nunca lo he negado. A veces él, sin embargo, se avergonzaba de mí. Hubiera sido capaz de tirar hasta la primera piedra a la adúltera de la Biblia —dijo Helen mordazmente.
—No lo dudo, pero ahora necesito que identifique el cadáver que hay en la cocina.
—¿Por qué? El muerto es Elphins, todos lo hemos visto…
—Señora, parece ser que el que hay ahora en la cocina, colgado por el cuello de una soga, es su hermano. O fue su hermano, mejor dicho.
* * *
Helen abrió la boca, estupefacta. Los otros lanzaron diversas exclamaciones, con un denominador común: asombro e incredulidad al mismo tiempo.
—¡No puede ser! —dijo Helen al cabo.
Bludin le tendió una mano.
—Venga, por favor. Sea valerosa —solicitó.
Ella inspiró con fuerza.
—Fred, tú no me ayudas nada a tener valor —se quejó dirigiéndose al miope.
—Cariño, yo no me he visto jamás en estos líos… —Ibbetson se defendía casi ridículamente—. Si… siento mucho lo que pasa, pero… ¿qué puedo hacer yo?
—Es preciso que seamos animosos —dijo Bludin—. La situación no es buena, lo reconozco, pero si perdemos el valor, aún nos sentiremos mucho peor. Lamentándolo mucho, el difunto señor Koldicutt ya no puede hacer daño a nadie.
—Ya lo hizo bastante en vida —comentó Helen mordazmente—. Vamos allá, señor Bludin.
Se volvió hacia Ibbetson.
—En cuanto a ti, caballerito, ya hablaremos —añadió, cortante.
Marion estaba en la puerta de la cocina. Al llegar junto a ella, Helen titubeó un poco y luego avanzó un par de pasos.
Bludin la contemplaba expectante. El protuberante seno de la dama se dilató ampliamente.
—Sí, es él —dijo Helen, al cabo.
—¿Su hermano?
—Sí.
—¿Hyram W. Koldicutt?
—¿Quiere que se lo dé por escrito? —exclamó Helen con voz crispada. De súbito, giró sobre sus talones y dio la espalda al ahorcado—. ¡Oh, no sé si Hyram murió de muerte natural o asesinado…, y si lo asesinaron, me gustaría estrechar la mano del hombre que lo envió al infierno!
Bludin y Marion se quedaron muy sorprendidos de aquella inesperada explosión de cólera. Al cabo de unos instantes, Helen hizo un esfuerzo por sonreír.
—Les ruego me dispensen, no he podido reprimirme —se disculpó.
—Son las circunstancias, señor…
—Llámeme Helen. No soy tan vieja y, además, detesto las ceremonias.
—Está bien, Helen. Por favor, dígame, ¿dónde le parece que podemos llevar mejor el cadáver de su hermano?
—Hay una cámara mortuoria, ¿no?
—Sí, tiene razón, pero él había decidido que lo sepultasen en el parque.
—Ese sitio está al otro lado del foso.
—Oh —murmuró el joven. De pronto tomó el cuchillo—. Salgan un momento, por favor; lo que va a pasar aquí no resultará agradable.
Las dos mujeres abandonaron la cocina. Bludin trepó a una silla y cortó la soga.
El muerto cayó con sordo choque. En el vestíbulo, el carillón de un gran reloj empezó a sonar musicalmente.
Bludin contó hasta diez campanadas. Luego, mientras alzaba a pulso el nada liviano cuerpo de Koldicutt, pensó que iba a ser una noche muy larga.
* * *
—De modo que en la casa no hay armas —dijo Bludin.
—No; puedo asegurarlo —contestó Helen.
—Eso se contradice con la escopeta que mató a Peggy Lorenz.
—Quizá, para una ocasión así, mi hermano juzgó necesario emplear una escopeta.
—Una actitud un tanto incongruente, ¿no le parece?
El muerto había vuelto de nuevo al ataúd y Marion había preparado café. Después de tomar un par de tazas, Bludin se dirigió hacia la puerta.
Marion le siguió.
—¿Adónde va? —preguntó.
—Quiero ver si encuentro un arma de fuego. El hombre que vive en una residencia campestre, aislada, suele tener una pistola o una escopeta, para defenderse de posibles merodeadores. No resulta congruente vivir en el campo y no tener un arma, ¿comprende?
—Sí, parece lógico, aunque Helen dijo que su hermano las detestaba…
—Entonces, ¿por qué preparó la trampa de la escopeta?
Ya habían llegado a la puerta del gran salón comedor. Marion puso una mano en el antebrazo del joven.
—¿Sí? —dijo él, volviéndose hacia Marion.
—Tenga cuidado, puede haber más trampas —avisó la chica.
—Tranquilícese, seré cuidadoso.
Entraron en el salón. Marion se estremeció al ver el bulto cubierto por una manta. Algunos hilos de sangre salían por debajo y el color rojo empezaba ya a oscurecer.
Bludin se acercó al cajón donde había estado la trampa y se inclinó para examinarla con más detenimiento. Al cabo de unos instantes metió la mano, forcejeó un poco y acabó sacando el arma homicida.
Los cañones habían sido recortados extraordinariamente, de modo que su longitud era apenas mayor que la de los cartuchos. La culata había sido igualmente cortada a ras de la recámara. En el fondo del cajón había un par de piezas salientes, que habían accionado los gatillos cuando una mano tiró del mismo hacia fuera.
Los restantes cajones permanecían cerrados. Aquel arma, aunque mutilada, podía servir en caso necesario. Lo interesante era encontrar algunos cartuchos.
—A saber dónde estarán —dijo, meditabundo.
—Podemos buscar —sugirió ella, comprendiendo las intenciones del joven.
Y alargó la mano hacia el tirador de un cajón, pero Bludin contuvo su gesto.
—Cuidado —dijo—. Vamos a abrir todos los cajones, pero de modo que no nos suceda nada si hay alguna trampa.
—¿Con qué, Bat?
—Una cuerda servirá. El cordón de una cortina, por ejemplo. Lo ataremos y ataremos sucesivamente y así podremos examinar los cajones sin peligro.
La idea era sensata. Bludin fue a la cocina, buscó unas tijeras y cortó el cordón de una cortina. Después de atarlo al primer tirador, hizo que pasara por la pata de una mesa. Así podía tirar, estando situado lateralmente con respecto al cajón.
No hubo más disparos. Marion respiró aliviada.
Pero, después de un largo rato de exploración, tuvieron que darse por vencidos: en aquella estancia, al menos, no había ningún cartucho de escopeta ni de ningún otra arma.
—Tendremos que seguir buscando por el resto de la casa.
Era Marion la que había hablado. Bludin no contestó.
Ella le observó atentamente; estaba muy pensativo.
—¿Sucede algo? —preguntó.
—Pues… sí, sucede que hay dos cosas que me gustaría aclarar —respondió él—. ¿Sabemos si es cierto que el abogado se marchó?
—Podemos comprobarlo; los coches están en el parking de la parte trasera de la casa. ¿Cuál es la otra cosa en que pensaba, Bat?
—Elphins. En el primer momento creímos que era él, pero luego resultó que era una broma macabra. ¿Dónde está? ¿Ha muerto? Y si se esconde, ¿por qué lo hace?
—Bat, vayamos primero a ver si está el coche del abogado —propuso Marion sensatamente.
—El caso es que yo no lo conozco…
—Haremos que cada uno de los presentes identifique el suyo. Helen, además, debe de conocer los de su difunto hermano.
—Es una buena idea —sonrió Bludin.