—Pero ¿qué broma es ésta? —gritó Helen, colérica.
Bludin se acarició el mentón pensativamente. Sí, Helen parecía tener razón. Si era una broma, resultaba preciso convenir que era muy pesada.
—¿Quién diablos se ha llevado el cadáver? —gruñó Zane.
—Esto no me gusta —dijo Marion a media voz.
—El difunto tenía también fama de humorista —recordó Bludin.
Torrance se volvió hacia el abogado.
—Oiga, Simmons, esto ya es demasiada burla. Yo me marcho de aquí…
—Espera un momento, Billy —dijo Peggy—. Esté o no el muerto, tenemos que cobrar un buen pico.
—A mí me gustaría que el muerto estuviese aquí —dijo Ibbetson.
—Es la primera vez que oigo decir a alguien que tiene ganas de ver a un muerto —rió Millie.
—Señor Simmons, puesto que el muerto no está, ¿hemos de cavar la sepultura? —preguntó Torrance.
—¿Dónde está el mayordomo? —gritó Helen—. Elphins era carne y uña con su amo. Él tiene que saber qué ha sido del cadáver.
—Sería conveniente que fuésemos a buscarlo —propuso Lila Zane con cierta timidez.
—¿Qué hay del resto de la servidumbre? —preguntó Peggy.
—Se despidieron hoy —respondió Simmons—. Elphins tenía instrucciones concretas al respecto.
—De modo que, salvo él y el difunto, no había nadie más en la casa.
—No.
—Pues yo no he oído ruido de coches, así que tiene que estar por alguna parte —exclamó Torrance resueltamente—. ¿Me acompañas, Millie?
—Claro —accedió la aludida.
Bludin, suspicaz, levantó los paños negros que cubrían el túmulo. Debajo no había sino un gran tablero, sostenido por dos caballetes, apoyados directamente en el suelo.
—¿Qué esperaba encontrar? —preguntó Marion—. ¿Quizá un falso fondo en el ataúd?
—No hay distancia suficiente —contestó él—. Alguien se ha llevado el cadáver.
—Pues Koldicutt era bastante pesado.
—Y Elphins no tenía nada de alfeñique.
—¿Sospecha de él?
—Todos estábamos en el salón. Elphins era el único que faltaba —contestó Bludin.
Marion asintió. En torno a ellos, hervían los comentarios.
La única que guardaba silencio era Fay Williams, tímida y azorada, con el bolso en las manos y una mirada de continuo temor en sus ojos acuosos. Bludin se preguntó qué relación había unido en el pasado a Fay con el muerto, para que éste le dejase cien mil dólares.
De repente, se oyó un terrible alarido.
Varias cabezas se volvieron hacia la puerta. El chillido se repitió, haciendo vibrar los cristales.
Bludin se lanzó fuera de la estancia y corrió hacia las habitaciones posteriores. De pronto, se tropezó con Lila Zane.
—A… ahí… —decía la mujer—. Elphins… muerto…
Detrás de Bludin sonó una interjección. Bludin pasó a la cocina.
Había un cuerpo humano tendido en el suelo, pero no era Elphins. Elphins estaba colgado del techo de la cocina, con la cabeza ladeada, medio palmo de lengua fuera y las manos caídas a lo largo de los costados.
Bludin sintió una horrible náusea. En la puerta de la cocina sonaron varias interjecciones.
Peggy Lorenz estaba ausente. A ella le tenía sin cuidado lo que sucedía en otro lado de la casa.
No le importaba nada la desaparición del cadáver ni la falta del mayordomo. Había otra cosa que le interesaba mucho más.
Su bolso era grande y capaz. Ya lo había llevado así deliberadamente.
En semejantes circunstancias, sabía que la vigilancia en la casa sería nula o mínima. Fue al gran salón y se acercó al enorme aparador donde se guardaba la cubertería.
Era de oro. Koldicutt había sido siempre un fanfarrón, pagado de su dinero. La vajilla era de la mejor porcelana de Sajonia y, naturalmente, sólo se podía utilizar con cubiertos de oro.
Ella conocía el lugar donde se guardaban los cubiertos. Agarró el tirador del cajón y dio un seco tirón.
En el mismo instante, brotó un tremendo fogonazo. Sonó un cañonazo y Peggy creyó que la partían por la mitad. Pero fue una sensación brevísima, el tiempo que duró su corto vuelo desde el aparador hasta un par de metros de distancia. Cayó de espaldas y ya no se movió.
El estampido llegó hasta la cocina. Todos los que estaban contemplando el cuerpo de Elphins volvieron la cabeza.
—¿Dónde ha sido eso? —preguntó Helen.
—En el salón… —contestó alguien.
—¡Falta Peggy! —gritó Torrance.
Bludin apartó un par de cuerpos con los brazos y echó a correr. Atravesó el vestíbulo y llegó al salón. Desde la puerta vio el cuerpo de Peggy tendido en el suelo, con los brazos abiertos y el vientre destrozado por la descarga.
Todavía flotaba en el aire una nubecilla de humo azulado. El olor a pólvora quemada resultaba inconfundible.
Sonó un agudo chillido. Millie presenció el espantoso cuadro y casi se desmayó.
Bludin hizo un esfuerzo sobre sí mismo y avanzó unos cuantos pasos. Contempló unos instantes a la muerta y luego volvió los ojos hacia el cajón abierto a medias y con el frontis volado por las postas, que luego se habían incrustado en el pecho y estómago de Peggy.
Agachó la cabeza un poco. Al fondo, pudo ver dos cañones de escopeta, muy cortos, poco más que los cartuchos que habían contenido. La trampa era evidente. Había funcionado cuando alguien quiso abrir el cajón.
Pero en el fondo del cajón, sujeto con una chincheta, había un papel escrito. Bludin alargó la mano y sacó el papel.
—¿Dice algo? —preguntó Helen desde la puerta.
—Sí —contestó Bludin—. Habla del castigo a una urraca…
—No me extraña. Peggy lo era. Siempre robaba cosas en todos los lugares. Y no era cleptómana, porque también habría robado en los grandes almacenes y ahí sabía que hay policías y detectives que la hubieran puesto en un brete. Pero si usted la hubiese recibido en su propia casa, al irse ella, habría echado de menos la falta de un reloj o una cámara fotográfica o un encendedor o, incluso, hasta su billetera. Peggy era así, ladrona.
—Entonces, buscaba algo en el cajón.
—Claro: los cubiertos de oro.
Bludin silbó.
—Cubiertos de oro, ¿eh?
—Tienen que estar por alguna parte. Mire el bolso de Peggy: ahí cabe la mitad de la tierra del jardín. Siempre usaba bolsos de ese tamaño, ¿comprende?
Bludin recordó algunas de las frases del testamento. Ciertamente, Peggy no había abandonado sus costumbres de ladrona. Urraca, la calificaba el muerto, con indudable sarcasmo.
—Será mejor que alguien traiga una manta —solicitó.
Torrance trajo la manta a los pocos momentos.
—Pobre Peggy —murmuró—. Aunque fuese una ladrona, no merecía morir de esa manera.
Bludin asintió. Después de cubrir el cadáver, salió de la estancia y miró a los que estaban allí congregados.
—Es preciso avisar a la policía —dijo.
—¿Fred? —indicó Helen.
—Sí, al momento.
Ibbetson fue al despacho del difunto dueño de la casa. Un instante después regresaba, con el rostro lleno de terror.
—¡Han cortado los hilos! ¡Estamos incomunicados!
* * *
Bludin frunció el ceño.
—Esto es ya más que una broma pesada —dijo—. Han muerto dos personas y es preciso que la policía tome cartas en el asunto.
—Hendon Village está a doce kilómetros. Hay algunas residencias campestres en la zona, pero están muy alejadas unas de otras —declaró Helen—. A mi hermano le gustaba la soledad, en sus fines de semana.
—El pueblo no se ve desde aquí.
—No. ¿Acaso pensaba hacer señales luminosas?
—Hubiera sido una buena idea, ¿no le parece?
—Bien, pero si no hay teléfono en cambio sí hay automóviles. Y me parece, aparte de los dos o tres del difunto, cada uno tenemos el nuestro —intervino Marion.
En aquel momento y como si fuese una respuesta a aquellas palabras, se oyeron una serie de violentas detonaciones. En la casa saltaron un par de cristales.
Chillaron algunas de las mujeres. Bludin corrió hacia la puerta principal y salió a la veranda.
—¡El puente! —exclamó.
—¡Rayos! —juró Torrance.
Había algunos postes con faroles en el jardín. Bludin se acercó al lugar donde había estado el puente, del que no quedaban apenas rastros.
El riachuelo artificial era muy ancho, al menos medía seis metros.
—Mi hermano era muy caprichoso —dijo Helen, con su inevitable boquilla entre los dientes.
—Habrá algún medio de salvar ese arroyo —supuso Bludin.
—Es una corriente artificial. Rodea el jardín por completo.
—¿Y tiene la anchura igual en todos los sitios?
—Y otro tanto de profundidad —rió la cuarentona.
—Ese arroyo se puede salvar a nado —dijo Torrance fanfarronamente.
—¡Animo, tarzán! —exclamó Millie.
Torrance empezó a quitarse los zapatos. Era un sujeto fornido, de amplió tórax, bastante presuntuoso.
—Supongo que las damas no se sentirán ofendidas por verme en calzoncillos —dijo.
—Nos volveremos de espaldas —exclamó Helen riendo. Pero no hizo el menor gesto por pasar de las palabras a los hechos.
Al fin, Torrance quedó solamente con los calzoncillos.
—¡Huy, son de lunares! —comentó Helen.
Torrance emitió un bufido. Luego sacó el pecho y se golpeó un par de veces, haciéndolo sonar como un tam-tam.
—Estás en forma, macho —dijo Millie, palmeándole fuertemente en la espalda.
De repente, Bludin se sintió acometido por una extraña premonición.
—Torrance —llamó.
El hombre se volvió.
—¿Qué pasa? —dijo, petulante.
—No intente el cruce. Ya hallaremos un medio de comunicarnos con Hendon Village. Si los hilos del teléfono han sido cortados, podemos empalmarlos y…
Torrance hizo una mueca de desprecio.
—Sólo son seis metros —dijo.
Y se lanzó de cabeza al agua.
Emergió. Cuando sacó la cabeza fuera, aullaba terriblemente.
El agua remolineaba y hervía de un modo extraño. Torrance se agitaba epilépticamente. De pronto, pareció reaccionar y nadó furiosamente hasta la orilla más próxima, que era la opuesta a la que se hallaban los aterrados espectadores de la escena.
Agarrándose a las hierbas de la orilla, consiguió salir. Entonces, todos los presentes pudieron ver numerosos peces agarrados a distintos puntos del cuerpo de Torrance. El hombre y los peces se agitaban espantosamente.
—¡Pirañas! —gritó alguien.
Marion creyó que se desmayaba. Un cuerpo humano rodó al suelo a su lado, pero nadie hizo caso de Fay Williams.
Los alaridos de Torrance eran espeluznantes. De pronto, vencido por el dolor, se inclinó a un lado, su pie izquierdo resbaló en la hierba mojada y cayó al agua.
Cientos de voraces carniceros se lanzaron al asalto de la presa. Millie, arqueada hacia delante, vomitaba.
Marion se volvió. No quería presenciar aquella escena horripilante.
Una mano asomó fuera del agua. Apenas quedaba ya carne; los huesos blanqueaban espeluznantemente.
Bludin puso una mano en el brazo de Marion y se la llevó hacia la casa. Helen y Robert Zane ayudaban a Fay a recobrarse.
Ibbetson parecía como alelado, convertido en una estatua que apenas alentaba.
—Vamos, tú, pasmado, ayúdanos —gritó Helen.
Millie caminaba como una beoda hacia la casa. Bludin condujo a Marion hasta otra sala y la dejó sentada en un sillón.
—Voy a ayudar a los otros —dijo.
Millie entró en aquel instante. Tenía los ojos extraviados.
—¿Hay algo de beber? —preguntó roncamente.
—En el salón…
—¡No! —chilló la joven, estremeciéndose de pensar solamente en Peggy Lorenz.
—Iré yo —dijo Bludin.
Bludin entró en el salón y puso copas en la mesita, que ya tenía botellas de sobra. Luego la hizo rodar hasta la otra estancia.
—Marion, sirva bebidas —indicó.
La muchacha se puso en pie, algo más recobrada. Bludin se dirigió de nuevo al vestíbulo.
Lila Zane entraba en aquel momento.
—Vaya allí —dijo el joven.
Zane y Helen entraron instantes después, sosteniendo a Fay Williams. Bludin ocupó el puesto de Helen, quien le dirigió una mirada de gratitud.
El último en entrar fue Ibbetson, quien parecía como anonadado por lo sucedido. Marion empezó a repartir bebidas.
Al cabo de unos momentos, todos se encontraron algo mejor.
—Es preciso hacer algo práctico —dijo Helen.
—Los hilos del teléfono no se pueden empalmar. Faltan al menos dos docenas de metros del tendido exterior —manifestó Bludin, que ya había realizado una exploración en ese sentido.
—Hacer fuego… —sugirió Marion.
—Tendríamos que quemar el parque —declaró Helen—. La casa queda en una hondonada con respecto a Hendon Village, sin contar con las colinas que hay a cinco kilómetros.
—Helen, ¿cómo se le ocurrió a tu hermano llenar el foso de pirañas? —preguntó Zane.
Helen se encogió de hombros.
—Lo conocías tan bien como yo —respondió—. Era despiadado en los negocios y fanfarrón y orgulloso con los de su misma sangre, lo que no le impedía mostrarse como un puritano en determinadas ocasiones.
—Pero ¿no te habló nunca de las pirañas?
—¿Te lo dijo a ti? ¿A quién relataba sus actos, por nimios que fueran? Nosotros no le importábamos en absoluto.
—Pero les ha nombrado herederos —intervino Marion.
—Claro, no tenía otro remedio.
—Y les acusó de haberlo asesinado —dijo Bludin.
—Estaba loco. Al menos, en lo que a mí se refiere, su fortuna me importa un rábano. Jamás le pedí un solo centavo y no iba a acelerar su muerte sólo por heredarle, cuando el dinero es algo que no me ha preocupado jamás —contestó Helen rotundamente.