Los coches iban llegando a la mansión, brillantemente iluminada, y en la entrada, Elphins, el mayordomo, recibía cortés y respetuosamente a los invitados, a quienes expresaba con dolidas palabras su más sentido pésame.
Porque, aunque el aspecto exterior de la casa así parecía indicarlo, allí no se iba a celebrar una fiesta, sino un funeral. Y el abogado del difunto iba a dar lectura al testamento, para cuyo trámite acudían los herederos desde diversos puntos del país.
Había trajes oscuros o negros, pero poco dolor en los semblantes. Seriedad, sí, pero tras esta expresión, un observador atento hubiese podido percibir una gran alegría.
Pues el muerto había sido un hombre de enorme fortuna y ahora, todos los que llegaban a la mansión de Cutson’s Hill, lo hacían con ánimo de atrapar un buen pellizco de la riqueza que en vida había poseído el difunto.
Una elegante muchacha, de pelo castaño y ojos ambarinos, vestida con un traje gris oscuro, adornado con unos vivos blancos, llegó a la casa. Elphins la recibió cortésmente.
—¿Su nombre, señora, por favor?
—Señorita Marion Ford —contestó la recién llegada.
Elphins anotó el nombre en una libreta.
—No tenía el honor de conocer a la señorita —manifestó.
—Tampoco yo supuse jamás que el honorable y excéntrico Hyram W. Koldicutt llegase a acordarse de mí en su testamento. En realidad, ni siquiera sé por qué me han citado aquí. ¿Lo sabe usted?
—Es la primera noticia que tengo sobre el particular, señorita —contestó el mayordomo gravemente—. Perdón, señorita…
Otro coche llegaba en aquel momento, atravesando el puentecillo que salvaba el amplio arroyo artificial que formaba parte de la decoración del extenso jardín circundante. Marion subió ágilmente los seis escalones que había hasta la entrada y franqueó el umbral de la casa.
Era enorme, lujosa, la mansión propia de un hombre adinerado, aunque, por lo que ella sabía, Koldicutt había empleado a veces métodos muy poco ortodoxos para conseguir su fortuna. Ahora, se dijo Marion, no era más que un poco de carne fría y carente del hálito vital.
Sí, allí estaba Koldicutt, en su ataúd, sobre un túmulo forrado de negros paños y flanqueado por seis enormes candelabros, con los cirios encendidos. A Marion le chocó que cada uno de los cirios tuviese un color: blanco, amarillo, rojo, azul, verde y negro. Un capricho más del excéntrico individuo llamado en vida Hyram W. Koldicutt, pensó.
El rostro del muerto reflejaba todavía la dureza y la energía que le habían hecho famoso. «¿Y de qué le había servido tanto dinero?», se preguntó la muchacha filosóficamente. Koldicutt había empezado a trabajar muy temprano. A los treinta años ya se había creado una posición. Y a los cincuenta, cuando más fuerte se le veía, cuando más seguro estaba de sí y de sus millones, ¡paf!, un ataque cardíaco y al otro barrio.
—Demasiado dinero, a veces, es malo.
—Tiene usted razón, señorita.
Marion lanzó una ligera exclamación de sorpresa. Había hablado a media voz, sin darse cuenta, abstraída en sus pensamientos.
El joven que estaba a su lado sonrió.
—Lo siento, pero no pude evitar el comentario… a su comentario —dijo—. Permítame, señorita; me llamo Bat Bludin.
—Marion Ford —sonrió ella—. Encantada, señor Bludin.
—Es un placer. ¿Pariente? —El mentón de Bludin señaló hacia el féretro.
—No. ¿Usted?
—Tampoco. Es curioso. Recibí una carta, solicitando mi presencia en la lectura del testamento. Pero jamás, que yo sepa, había tenido relación con el difunto.
—Lo mismo me sucede a mí y me encuentro, supongo, tan sorprendida como usted. ¿Qué dirán los herederos, señor Bludin?
Marion tenía la vista fija al otro lado del vestíbulo, en donde se divisaba un numeroso grupo de hombres y mujeres, charlando a media voz. La mayoría eran jóvenes; había un par de mujeres muy guapas y también se veía a una exuberante cuarentona, que fumaba en una larga boquilla.
Un hombre alto y delgado, vestido de negro, cruzó el vestíbulo, salió al exterior y cambió unas palabras con el mayordomo. Elphins consultó su libreta y dio la contestación que el otro aguardaba.
—Entonces, ya están todos —dijo Simmons, el abogado del muerto—. Sirva algo de beber en el salón principal.
—Sí, señor.
El mayordomo entró y cerró la puerta con gran prosopopeya. Jermyn Simmons se dirigió a los presentes.
—Por favor, tengan la bondad de pasar al salón principal —dijo—. Se va a proceder a la lectura del testamento, aunque antes, de acuerdo con las condiciones impuestas por el difunto, habré de pasar lista, para comprobar que están presentes todos los herederos.
—Una cosa muy propia de mi hermanito —dijo la exuberante cuarentona—. Para cobrar, hay que formar y marcar el paso. Uno, dos…; uno, dos…
—Por favor, Helen —dijo un joven con gafas de cristales de un centímetro de espesor—, un poco más de respeto a los muertos…
—Calla, cegato —dijo Helen Koldicutt desgarradamente—. Tú no ves la mitad de las cosas que ven los demás, y no lo digo en el sentido puramente físico…
Fred Ibbetson enrojeció vivamente.
—Por favor.
—Anda, tonto, vamos adentro, vamos a ver qué es lo que nos cae esta noche. —Helen se colgó confianzudamente del joven, a quien pasaba quince o dieciséis años al menos—. Y vamos a ver también qué condiciones nos impone mi ex querido hermanito para cobrar la pasta.
Sonaron algunos murmullos. Diez personas, además del abogado, penetraron en el salón. Bludin contempló los valiosos cuadros y los muebles de lujo y se dijo que, al menos, el difunto había tenido buen gusto en lo referente a decoración.
«O, por lo menos, permitió que le asesorase un experto en arte», pensó.
El abogado carraspeó.
—Señora Helen Koldicutt —recitó.
—Aquí —dijo la rubia, moviendo una mano.
—Robert y Lila Zane.
—Presentes —contestó un hombre de mediana edad y aspecto insignificante, junto al cual se sentaba una mujer de similares características.
—Peggy Lorenz.
—Hola —dijo una hermosa morena, de veintiocho años y rostro malicioso.
—Millie Koldicutt.
—Sí, estoy —manifestó otra joven, de pelo pajizo y cuerpo escultural.
—Billy Torrance.
—Presente —dijo un hombre de treinta y cuatro años, figura atlética, rostro duro y mirada ceñuda.
—Fay Williams.
—Sí, señor —murmuró una mujer de cincuenta años, de aspecto modesto y expresión resignada.
Elphins entró empujando un carrito con bebidas, que empezó a repartir de inmediato, mientras Simmons pronunciaba los últimos nombres. Bludin tomó un high-ball con whisky y hielo, mientras que Marion se pronunciaba por el jerez.
Entonces, al terminar de pasar lista, Simmons dijo:
—Señoras y caballeros, quiero que sepan una cosa. Les he citado aquí, obedeciendo instrucciones de mi difunto cliente, quien, hace algunos meses, me entregó su testamento en un sobre sellado, junto con otro en el que se contenían dichas instrucciones. Por tanto, me creo en la obligación de declarar que no conozco el contenido del testamento. Sólo sé, por la lectura de la carta previa, que siete de los presentes tenían parentesco con el difunto Hyram Koldicutt.
—Yo, su hermana —dijo Helen.
Simmons inclinó la cabeza.
—Lo sé, señora…
—Señorita —rió ella—. No me he casado. Se está muy bien soltera, créame.
Bludin miró a Fred Ibbetson, que parecía embobado por lo que hacía y decía la cuarentona. «El amor es ciego», pensó, divertido.
—En cuanto a las otras tres personas no parientes —siguió el abogado—, imagino que el difunto tuvo sus motivos para considerarlas herederos y que lo explicará en el testamento. Pero aquí hay algo más todavía.
Simmons leyó el papel que tenía en la mano, parpadeando repetidas veces, como si no se acabara de creer lo que había allí escrito. Al fin, se llenó los pulmones de aire y dijo:
—Tras la lectura del testamento, se procederá al entierro del difunto, en el lugar ya señalado en el jardín. Los hombres cavarán la tumba, mientras las mujeres les alumbran con los seis cirios que hay en el túmulo. En dicho lugar están ya las herramientas necesarias para cavar la tumba, más la lápida con la inscripción correspondiente. ¿Está claro?
Sonó una risita.
—Abogado, ¿quién va a filmar la escena? —pregunto Peggy Lorenz.
—¡Cavar! —se estremeció Robert Zane.
—Son millones —le recordó su mujer a media voz.
—Será divertido —comentó Helen.
Los otros dijeron su parecer, nada favorable a lo que ordenaba el difunto, aunque resignados a cumplir su voluntad. Al cabo de unos minutos, Simmons anunció que iba a proceder a la apertura del sobre que contenía el testamento.
* * *
Simmons, meticuloso, hizo que el sobre pasara de mano en mano, a fin de que todos los presentes pudieran apreciar que los sellos estaban intactos.
—El señor Koldicutt me lo entregó en presencia de mis dos socios en la oficina legal y declaró que este sobre contenía su testamento —dijo Simmons—. Y ahora…
Simmons rasgó el sobre y extrajo una hoja de papel. Diez pares de ojos se clavaron, con distintas emociones, en el documento.
El abogado se aclaró la voz. Luego, empezó a leer:
—«He sido asesinado. Mis herederos, parientes en distintos grados, tienen prisa por cobrar su parte de herencia. Y cobrarán esa parte, desde luego, suponiendo que vivan para ello…»
—Es una broma estúpida —gritó Billy Torrance.
—Billy —rió Helen—, ¿negarás a un muerto el derecho a expresar su opinión? Aunque hacía años que no me relacionaba con mi hermano, le conocía bastante bien y sé que, desde que consiguió el primer dólar, vivió con la obsesión de ser asesinado. Por tanto, no resulta extraño que lo diga en su testamento. Pero, por favor, continúe, abogado.
—Gracias, señorita Koldicutt —dijo Simmons. Una vez más carraspeó y siguió—: «Y cobrarán esa parte, desde luego, suponiendo que vivan para ello, porque yo les he condenado a muerte y morirán de la muerte acorde con sus circunstancias personales, a menos que renuncien al dinero que les corresponde. A mi hermana Helen le dejo un millón, libre de impuestos, aunque ya me imagino que lo hará polvo con sus amantes. A los demás, cuatrocientos mil dólares, que disfrutarán si abandonan sus costumbres. En cuanto a Fay Williams, no tengo nada contra ella, sino gratitud por la devoción que puso al servirme y le dejo una manda de cien mil dólares».
Simmons tomó un sorbo de agua.
Continuó:
—«Veinticinco mil dólares, libres de cargas e impuestos, a Bat Bludin y a Marion Ford. Aunque ellos no lo saben, me ayudaron mucho en cierta ocasión que no deseo mencionar. No tengo nada contra ellos, sino gratitud, por lo que las amenazas anteriores no les afectan en absoluto. ¿Cómo causar daño a quienes me hicieron bien? Y, por último, cincuenta mil dólares al fiel Elphins, que me ha servido con tanto afecto en los últimos años».
Simmons terminó la lectura y paseó la vista por los rostros de los presentes. Fay Williams, con un pañuelo en la nariz, lloraba silenciosamente.
Bludin y Marion se sentían desconcertados.
—¿Qué ayuda prestó usted a Koldicutt, señorita? —preguntó el joven.
—No lo sé. No tengo ni la más mínima idea. Aunque había oído, lógicamente, el nombre de Koldicutt, jamás tuve el menor trato personal con él. Ni siquiera estuve empleada en alguna de sus empresas.
—A mí me pasa algo parecido —dijo Bludin pensativamente—, pero mire el resto de los herederos.
Marion rió con moderación.
—Parece un gallinero —comentó.
Había voces y frases de todos los calibres y para todos los gustos. Tres hombres y cuatro mujeres rodeaban excitadamente al abogado, protestando con gran acaloramiento de lo que consideraban una calumnia. Simmons se defendía como podía, asegurando que no tenía nada que ver con aquel excéntrico testamento. Los herederos juraban y perjuraban que no se habían confabulado para asesinar a Koldicutt.
—Y yo les creo a ustedes, señoras y señores —casi gritó el abogado—; pero, comprendan, me he limitado a leerles el testamento. Por otra parte, recuerden, él no les niega la parte correspondiente de la fortuna; sólo dice…
—¿Cuándo podremos disponer del dinero? —preguntó Millie Koldicutt abruptamente.
—A partir de mañana, mis socios y yo iniciaremos los trámites para convertir en contante la fortuna del difunto. Pero, mientras tanto, podrán disfrutar de créditos en el Banco… siempre que cumplan la primera condición.
—Es verdad —dijo Zane—, hay que enterrarlo.
—Bueno, en tal caso, no perdamos más tiempo —exclamó Billy Torrance.
Y se encaminó hacia la salida.
—Usted también tiene que cavar —dijo a Bludin.
—Estoy dispuesto —contestó el interpelado gravemente.
—¡Eh, las mujeres, vengan a por los candelabros!
Sonaron algunas risitas. Helen apretó la mano del miope.
—No temas, susurró.
Ibbetson le dirigió una mirada de carnero degollado. Bludin captó el gesto y contuvo la sonrisa.
Los componentes del grupo se dirigieron hacia la cámara mortuoria. Al llegar allí, se oyó una serie de gritos de asombro.
¡El ataúd estaba vacío!