Tardamos un buen rato en salir del bosque. Frank no podía apoyar la pierna derecha (más tarde sabríamos que se la había fracturado por dos sitios), pero tampoco quería dejar su bate de béisbol.
—¿Estás de broma? ¡Está firmado por el gran Bucky Dent!
—Está bien —dije, levantando el bate en una mano y sosteniendo a Frank con la otra—. ¿De dónde lo has sacado?
Me refería a cómo había podido coger el bate antes de correr hacia el bosque en nuestra búsqueda, pero él respondió explicándome una larga historia de cómo había conseguido que Bucky Dent le firmara el bate en el estadio Fenway Park después de que Bucky se anotara tres home runs para ganar a los Red Sox en un partido clasificatorio de la temporada de 1978.
—Ostras, Frank, siendo un brujo, ¿no podías haber traído algo más mágico para salvarme?
—¿Más mágico? ¿Es que no me has oído, mujer? Este bate está firmado por el mismísimo Bucky Dent. ¡Es más que mágico!
Frank siguió alabando las virtudes del bate, olvidándose del dolor (tal como yo esperaba). Y cuando alcanzamos la casa y vimos que Brock, Dory y Diana corrían a nuestro encuentro, añadió:
—Tenía el bate en el maletero. Siempre lo llevo ahí por si me topo con algún loco en la carretera. Así que cuando vi que aquel ave de rapiña te perseguía en dirección al bosque fui a cogerlo.
Hizo aquel comentario con la voz suficientemente alta para que los otros lo oyeran y todavía lo repitió una vez más cuando Diana nos llevó al hospital. De hecho, Frank lo repitió tantas veces que pensé que estaba en estado de shock, pero después comprendí que solo intentaba preservar su identidad en secreto, sin mencionar que había sido testigo de un episodio sobrenatural. Cuando se lo llevaron al quirófano, me guiñó un ojo y me hizo prometerle que cuidaría del bate de Bucky Dent.
Me quedé en el hospital hasta que vino Soheila.
—Dile a Frank que me he ido para asegurarme de que su bate está a salvo —dije, levantándome.
Soheila me miró sorprendida, pero tomó asiento dispuesta a esperar a que Frank recobrara la conciencia.
Los días siguientes todo el mundo me miraba de un modo extraño. Creo que temían que todo aquello me hubiera impactado mucho y que pronto caería en una depresión similar a la que había sufrido cuando desterré a Liam. Cuando les expliqué a Liz y a Diana lo que había sucedido, ambas me miraron con aire de culpabilidad.
—Así que no era Liam quien estaba consumiendo a los estudiantes —comentó Diana—. Ni a Liz.
—Debería haberme dado cuenta de que después de estar con Mara siempre me sentía más cansada —añadió Liz—. Tendría que haberme percatado de qué criatura era.
Cuando fui a visitar a Soheila después de las vacaciones, esta me dijo que se sentía mal por no haber reconocido la verdadera naturaleza de Mara.
—No te culpes —le dije—. Mara me explicó que ni siquiera Liam la reconoció. ¿Qué era ella exactamente?
—Un liderc —respondió, cogiendo la Demonología de Fraser de la estantería y abriéndola para mostrarme una ilustración de una gallina con cabeza de mujer—. Es una especie de súcubo húngaro, pariente lejano de nuestro lilitu. Adoptan forma de ave para cazar a su presa, por lo general de gallina, pero a veces también se transforman en cuervos, y se alimentan de la fuerza vital de sus víctimas a través del contacto cercano, nunca a través del sexo.
—Uf, eso es un alivio. —No me gustaba la idea de que Mara hubiera mantenido relaciones sexuales con todas sus víctimas—. Así que quizá fue ella quien me estaba debilitando, y no Liam, ¿verdad?
—Sí, podría ser, pero eso no quita que Liam fuera un íncubo y que tú te estabas acostando con él. Tarde o temprano te hubiera consumido.
«¿Cuánto podría haber tardado en suceder aquello?», me pregunté. Sabía que Soheila (al igual que Diana, Brock, Dory y Liz) temía que sufriera una crisis nerviosa si creía que había desterrado a Liam por nada. Pero yo no pensaba caer en ninguna crisis nerviosa, siempre y cuando me mantuviera ocupada, claro.
A medida que los días se hacían más largos y más calurosos sometí a la Casa Madreselva a una orgía de limpieza primaveral. Metí todos los libros y la ropa de Liam en cajas y las dejé en el desván. Quité el polvo, fregué y limpié todas las ventanas. Mientras ponía orden en mi escritorio, encontré una llave que encajaba en la cerradura del cajón, y dentro hallé otra llave de hierro, idéntica a la que Brock me había hecho para desterrar a Liam a las Tierras Fronterizas. De manera que alguien ya lo había enviado ahí antes y, de algún modo, liberado de nuevo. Me pregunté por qué y cuándo habría sucedido.
Cuando limpié la despensa, descubrí un bulto oscuro junto a la fregona y comprendí que se trataba del cangrejo de sombra. Le lancé un cubo de lejía encima y la sombra se arrugó hasta convertirse en una fina capa de polvo gris que enseguida limpié a conciencia. Entonces corrí escaleras arriba y me encontré a Ralph sentado en la cesta, acicalándose.
—¡Has vuelto!
Corrí a la cocina y cogí un Mini Babybel para darle algo de comer. Ralph aprovechó mi ausencia para abrirse paso hasta mi portátil y tecleó: «¿Se ha ido el íncubo?».
De modo que él lo había sabido desde el principio… ¡Y encima sabía escribir! Ahora comprendía por qué siempre intentaba saltar al ordenador. Le conté toda la historia mientras se llenaba la barriga comiendo queso, y después escribió una palabra más: «¡Perdón!».
—No te preocupes, compañero, al menos te he recuperado —dije, frotándole la barriguita—. No creo que te hubiese gustado convivir con un íncubo. —Pero Ralph ya se había quedado dormido y roncaba a pata suelta, señal de que no había vuelto a caer en coma.
Después de fregar toda la casa y de haber hecho una lista de las reparaciones que tendría que acometer en verano, me centré en mis alumnos. Me ocupaba de nuevo de la clase de Escritura Creativa, de manera que tenía trabajo de sobra. Había temido que los chicos se pasaran el día lamentando la ausencia de Liam, pero la primera vez que Scott Wilder (que ya había regresado de su excedencia médica, más adormilado que nunca) mencionó el nombre de Liam, Nicky le lanzó una mirada glacial y nadie se atrevió a volver a sacar el tema. De todos modos, detecté la influencia de Liam en sus redacciones; parecían más abiertos y sensibles al uso de la lengua que cuando me había encargado de la clase en otoño. Liam les había dado la confianza necesaria para que experimentaran y encontrasen sus propias voces. Especialmente Nicky.
La muchacha había escrito una serie de poemas sobre una joven atrapada en un palacio de hielo custodiado por guardianes. Cada poesía relataba una historia diferente y en cada una de ellas reconocí la presencia de la historia familiar de Nicky, de las heroínas románticas sobre las que habíamos leído en clase y, sobre todo, de los miedos que la muchacha albergaba respecto a su futuro.
«Cuando veo el modo en que se han torcido sus sueños —escribió—, me pregunto cómo podré yo apaciguar mi destino».
Faltaban pocos días para el 2 de mayo, el cumpleaños de Nicky, y seguía sin saber cómo desactivar la maldición de los Ballard. Para no quitarle el ojo de encima, la contraté para que ocupara el puesto de Mara y me ayudase en mis investigaciones. Le mostré las tablas que Mara había elaborado para analizar los manuscritos de LaMotte y Nicky se rio cuando le expliqué el sistema de asteriscos que la joven había utilizado.
—Era un chica rara —comentó sacudiendo la cabeza—. Y un tanto mojigata. Se quedaba atónita cuando le decía que había dormido en casa de Ben, pero, por otro lado, siempre se sentaba muy cerca, ¿sabe a qué me refiero? Y me hacía preguntas muy embarazosas. Suponía que intentaba comprender nuestra cultura, pero a veces daba la sensación de que pretendía absorber todas mis experiencias. De todos modos, me da pena que le haya caducado el visado. ¿Cree que volverá algún día?
—No —respondí, esperando que así fuera—. Creo que ya hizo todo lo que tenía que hacer en Fairwick.
Nicky completó las tablas de Mara, pero también hizo su propio hallazgo a partir de los cuadernos.
—Creo que Dahlia LaMotte basó una de sus novelas en mi familia —me dijo la última semana de abril—. Es una que nunca llegó a publicar, La maldición de los Bellefleur.
Cuando la leí, creí comprender por qué no se había publicado nunca: la tensión romántica que caracterizaba la escritura de LaMotte apenas estaba presente en aquella novela y, además, no tenía un final feliz. Contaba la historia de dos hombres ambiciosos que unían fuerzas para ganar el control de los ferrocarriles en un pequeño pueblo al norte del estado de Nueva York. Andre Bellefleur, que se perfila como el más despiadado de los dos, se deshace de su socio, Arthur Rosedale. La mujer de este último se suicida, y antes de marcharse al Oeste, Rosedale lanza una maldición sobre las mujeres Bellefleur para que deseen acabar con sus vidas después de dar a luz a un sucesor.
—Es como lo que pasa en mi familia —afirmó Nicky—, salvo por los suicidios; las Ballard preferimos una decadencia lenta. Cuando era pequeña, mi abuela me habló un día de una maldición y me dijo que por ese motivo mi madre se comportaba como lo hacía. Nunca la creí, pero últimamente… Bueno, después de todas las cosas raras que han estado sucediendo en el pueblo, ya no me cuesta tanto creer que pueda existir una maldición. Pero ojalá supiera cómo hacerla desaparecer.
Nicky también se percató de unas notables semejanzas entre los Bellefleur y los Ballard: Andre Bellefleur tenía un bastón con cabeza de lobo que la muchacha aseguraba que era idéntico al que habían tenido en la familia antes de que su abuela lo empeñase; un antiguo secreter de color rosa con unos cupidos grabados que seguía en la habitación de su abuela, y la misma peca marrón en sus ojos azules. Yo también encontré una reliquia de mi propia familia en el manuscrito. Arthur Rosedale tenía un reloj de bolsillo de ónix negro con un árbol grabado que se parecía mucho al broche que mi abuela llevaba. Al pensar en Adelaide, detecté otras similitudes entre la historia de Hiram Scudder y la de mi familia. Scudder se había marchado a buscar fortuna al Oeste, al igual que el abuelo de mi abuela. Frank me había explicado que uno de los alias que Scudder había utilizado era Stoddart. Busqué en las ediciones antiguas de las novelas de Dahlia LaMotte que tenía y encontré el nombre «Emmeline Stoddart» escrito en las guardas.
No hacía falta ser un genio para deducir lo siguiente: mi abuela era una descendiente de la bruja que había maldecido a los Ballard, y eso significaba que ella podía anular la maldición. Después de haberla regañado la última vez que la vi, no estaba segura de que pudiera convencerla. Además, Adelaide era la última persona con que me apetecía hablar en ese momento. Si sus informadores le habían explicado que un íncubo había invadido el campus, no dudaría en interrogarme al respecto o en regodearse con uno de sus «te lo dije». Pero ¿qué otra opción tenía? El destino me estaba brindando la oportunidad de acabar con la maldición de los Ballard, algo que las brujas de Fairwick llevaban décadas intentando. Solo tenía que tragarme el orgullo.
Recordé que mi abuela solía venir a Nueva York alrededor del primero de mayo para asistir a una reunión de la junta de La Arboleda. Le envié un email para proponerle que nos reuniéramos cuando estuviera en la ciudad. Tardó tanto en contestar que pensé que no iba a hacerlo, pero entonces, unos días antes de final de mes, recibí una invitación formal por correo en la que me invitaban a asistir a un cóctel que se celebraría en La Arboleda la tarde del 30 de abril. Me invitaban a alojarme y comer en el club bajo solicitud expresa de Adelaide Danbury. Mi abuela había escrito una frase al final de la nota: «Tendré tiempo para reunirme contigo media hora antes del cóctel en la biblioteca». Pasar una noche en La Arboleda era lo último que deseaba, pero comprendí que rechazar la invitación no era una opción si realmente pretendía que mi abuela levantara la maldición de los Ballard.
De camino a la ciudad me pregunté qué más me pediría Adelaide a cambio y cuánto estaría yo dispuesta a ceder. Lo más probable era que mi abuela me pidiera que me marchara de Fairwick.
«Perfecto —pensé, mientras dejaba atrás el gran letrero del maleficio que había a las afueras de Bovine Corners—, podría vivir sin eso». De hecho, quizá fuese lo mejor. A pesar de que ya no lloriqueaba cada vez que algo me recordaba a Liam (su taza preferida, la última gota de whisky irlandés, el olor de la madreselva), todavía dormía en la habitación de Phoenix y seguía despertándome en plena noche, buscándolo. Y aún no me había armado del valor suficiente para entrar en su estudio y limpiarlo. El solo hecho de pasar frente al supermercado donde comprábamos los quesos, o del anticuario de Glenburnie donde me había comprado el anillo, ya casi hizo que me saliera de la carretera. ¿No sería mejor que me alejara de todo lo que me recordaba a él? ¿Alejarme de la tentación de salir corriendo al bosque, al umbral que separaba los dos mundos, para liberarlo? ¿Y no sería mejor trabajar en una universidad que no atrajera a criaturas succionadoras de vida? Aunque le había dicho a Liz Book que no se culpara por no haber detectado que Mara Marinka era un liderc o que Liam era un íncubo, ¿no debería la universidad controlar más al profesorado y sus alumnos? Adelaide tenía razón; era irresponsable que la gente no supiera con quién estaba tratando. De manera, que cuando llegué a la Interestatal 17 ya había decidido que si mi abuela me pedía que me marchara de Fairwick como condición para desactivar la maldición de Nicky, lo aceptaría. A pesar de lo mucho que lo echaría de menos.
Una vez tomada la decisión, puse un audiolibro de la nueva novela de Charlaine Harris y solo pensé en los problemas de Sookie Stackhouse hasta que llegué a Manhattan. (¡Al menos yo no me había enamorado de un vampiro!, me felicité, recordando que habían pasado cuatro meses desde que había hecho el trato con Anton Volkov y que este todavía no me había molestado ni una vez). El tráfico de la hora punta acaparó toda mi atención hasta que aparqué en un párking de la calle Cuarenta y tres.
Arrastré la maleta hasta la recepción, me registré y un botones de avanzada edad me escoltó escaleras arriba hasta una habitación pequeña pero elegante, empapelada con un estampado de flores azules y con muebles tapizados en un muaré azulado. Los espejos eran antiguos y de plata deslustrada, y en ellos mi reflejo me pareció el de una desconocida, una persona que apenas recordaba. ¿De verdad era yo esa mujer pálida con el cabello cobrizo suelto y con aspecto de náufraga? Parecía una fotografía antigua de mí misma descolorida por el sol. ¿Cuándo me había sucedido aquello? ¿Y cuándo me había mirado al espejo por última vez? Llevaba tanto tiempo evitando cruzarme con mi propia mirada que pensé que mi reflejo se había descolorido por falta de uso.
Miré el reloj y comprobé que todavía faltaban unas horas para mi cita con Adelaide. De manera que llamé a mi antigua peluquera, Elan, y le pregunté si tenía un hueco en la agenda, aunque sabía que siempre tenía todo reservado con meses de antelación.
—Pues justo me acaban de llamar para reservarte una hora. Una tal señora Danbury —respondió—. Le dije que no teníamos ningún hueco libre, pero me pidió que te llamáramos si había alguna cancelación, y acabamos de recibir una… Estaba a punto de llamarte.
Detecté la confusión en la voz de Elan; un efecto secundario bastante común después de hablar con Adelaide. Me molestó que mi abuela intentara organizarme la vida (¿cómo sabía que necesitaba un corte de pelo?), pero ¿qué sentido tenía mostrarme orgullosa y tener un aspecto horrible?
—¿A qué hora tienes libre? —pregunté.
—Dentro de media hora.
—Perfecto, ahí estaré.
Dos horas y media después estaba en La Arboleda con un corte de pelo que lo había revivido y un par de bolsas de Bergdorf. Tenía el tiempo justo para ponerme el vestido lila de Jil Sander y los zapatos de salón Christian Louboutin que me acababa de comprar y de repasarme el maquillaje antes de reunirme en la biblioteca con Adelaide, o más bien el tiempo justo para llegar cinco minutos tarde y no sentir que estaba dispuesta a acatar todas las órdenes de mi abuela.
Adelaide frustró mi pequeño gesto de rebelión llegando exactamente seis minutos tarde y me encontró mirando embobada las enormes estanterías que cubrían las paredes de la biblioteca. La única biblioteca que había visto la mitad de impresionante que aquella era la de J. P. Morgan.
—El comité de iniciación me ha hecho demorar —me dijo, acercando la mejilla para que le diera un beso—. La nueva generación no puede tomar ninguna decisión por sí misma.
Por costumbre, apoyé los labios en su fría mejilla antes de recordar que me había propuesto no hacerlo. Adelaide sonrió y tomó asiento en uno de los sillones tapizados en seda que había junto a la chimenea. El traje de lana de color crema que llevaba, con el broche de ónix sujeto en la solapa, encajaba totalmente en aquel entorno; mientras que mi vestido lila, que me había parecido maravilloso en los almacenes Bergdorf, de pronto parecía demasiado llamativo.
—¿Has estado enferma? —preguntó, sirviéndome un poco de té de una tetera de porcelana—. Parece que has adelgazado.
—Sí, tuve un… virus —contesté, bebiendo un sorbo del humeante té—. Pero ya estoy recuperada. Bien, hay algo que me gustaría hablar contigo…
—Espero que te estés cuidando —continuó, como si no hubiera oído mi respuesta—. Las universidades pueden ser un criadero de gérmenes, especialmente con todos los extranjeros que Liz Book deja entrar. Me he enterado de que tuviste un pequeño roce con uno de ellos.
Me pregunté si se refería a Liam o a Mara, y quién sería su informador, pero no pensaba morder el anzuelo.
—Deberías sentir más compasión por las personas que se ven obligadas a abandonar sus hogares; tu abuelo, Hiram Scudder, tuvo que marcharse de Fairwick.
Adelaide sonrió.
—Buena chica. Me preguntaba cuánto tardarías en descubrirlo. Pero, por favor, no confundas a tu tatarabuelo Hiram con los desechos que actualmente llegan a nuestras costas en busca de caridad gratuita. Hiram rehízo la fortuna familiar en una sola generación. Pero ¡mira a los patéticos Ballard! Siguen desmoronándose en su vieja mansión.
—Porque Hiram los maldijo y tú has permitido que la maldición continué. La pobre Nicky no tuvo nada que ver con lo que su tatarabuelo le hizo a Hiram Scudder.
—¿Y también has descubierto lo que le sucedió a Adele, la mujer de Hiram? Tu tatarabuela.
—Sí —dije, escarmentada—. Se suicidó. Y estoy segura de que fue terrible…
—Su hija, mi madre, se la encontró colgada de una lámpara en el salón. Después de aquello nunca fue… feliz. Y todo fue por culpa de Bertram Ballard.
—Pero Nicky no tiene ninguna culpa. Es una chica inocente y su madre también lo fue.
Vislumbré un destello de emoción en su rostro. Las finas líneas que tenía alrededor de los ojos se arrugaron y le tembló el labio inferior. ¿Estaba a punto de llorar? Nunca había visto a mi abuela derramar una sola lágrima. Pero si estuvo al borde las lágrimas, enseguida recuperó la compostura.
—No está en mis manos levantar la maldición. Solo la más joven de la familia puede hacerlo.
—¿Quieres decir que yo sí que puedo? Pensaba que mi poder había quedado neutralizado por la contaminación de la sangre de hada —señalé en tono burlón.
Ella frunció los labios.
—Puede que me equivocara en eso, o tal vez tu madre te desencaminó a propósito, pero siento que tienes el potencial para muchísimo más poder del que nunca imaginé… —Se inclinó hacia mí y entornó los ojos—. Y puede que hasta de otras cualidades de las que jamás sospecharás. Pero, obviamente, tu potencial debe cultivarse del modo adecuado. Si aceptaras tu lugar legítimo aquí en La Arboleda…
—¿Pretendes que me una a vuestro club?
Adelaide rio, como para disimular el sentimiento que había estado a punto de mostrar un momento antes.
—¡No lo digas como si te estuviera pidiendo que te unieras a la mafia! La Arboleda es una institución muy honorable y venerable. Mira a tu alrededor… —Movió la mano, enjoyada con relucientes diamantes, en dirección a las estanterías repletas de libros encuadernados en cuero; la estructura de la estantería brillaba al resplandor del fuego—. La membresía ofrece muchas comodidades: un lugar precioso donde alojarse cuando estás en la ciudad, relación con algunas mujeres muy bien situadas en el mundo académico y el de los negocios, y también con algunos hombres; nos acabamos de asociar con un club de élite masculino que hay en Londres y que cuenta con unos miembros impresionantes y unas instalaciones fantásticas. Y, lo mejor de todo, los miembros de La Arboleda tienen acceso a esta biblioteca. Te sorprendería todo el conocimiento que se almacena en estos libros.
Alcé la vista a los tomos encuadernados en cuero. Los lomos dorados parecían guiñarme el ojo con promesas de secretos apasionantes.
—¿Y no tendría que hacer nada malo para unirme al club? ¿Sacrificar a alguien o algo así?
Mi abuela rio.
—Desde el siglo XVIII no sacrificamos ni a animales.
—Está bien saberlo —repuse—. Pero ¿cuáles son exactamente las obligaciones que conlleva ser miembro del club?
—Una cuota de mil dólares al año —respondió en tono burocrático—. Y es obligatorio asistir a las reuniones trimestrales del Consejo en el Samhaim, el solsticio de invierno, y Beltane, el de verano, que este año se celebrará en Fairwick, de manera que será cómodo para ti. Ah… y tienes que llevar a cabo algún servicio comunitario.
—¿Qué tipo de servicio comunitario? —pregunté con recelo. Algo me decía que no consistía en visitar residencias de ancianos ni en leer libros a invidentes.
—Eso varía según el miembro. Como yo soy quien propone tu entrada al club, yo sería la persona que tendría que decidir qué servicio es el más apropiado. Y se me ha ocurrido el trabajo perfecto para ti.
Me estremecí al pensar en lo que podría ser, pero hice de tripas corazón y se lo pregunté.
—Me gustaría que fueras nuestra proveedora de información confidencial en la Universidad de Fairwick —contestó.
—Una espía.
—Llámalo como quieras. Ya has visto lo mal dirigido que está el campus y los peligros que conlleva que la universidad esté tan cerca de la puerta del Reino de las Hadas. Ya hace tiempo que en La Arboleda pensamos que debemos tomar las riendas respecto a controlar el tráfico entre los dos mundos. Alguien tiene que hacerlo. Y esa es la razón por la que la reunión del Consejo se celebrará allá este año.
—Pero ya tenéis algún espía ahí, ¿verdad?
—Sí, pero no sabemos por cuánto tiempo más podremos confiar en él. En Fairwick, los agentes tienden a volverse… nativos. Por supuesto, es probable que tú ya lo hayas hecho también, pero le expliqué a la Junta que ya habías tenido experiencia de primera mano con «extranjeros hostiles», de manera que creía que nos podrías ofrecer un informe honesto de lo que sucede en Fairwick.
—¿Y la Junta aceptó tu propuesta?
—La Junta nunca ha rechazado ninguna de mis propuestas.
—¿Y cómo se utilizaría la información que proporcionase? —quise saber—. Nunca permitiría que nadie saliera perjudicado por alguno de mis informes.
—Nadie perjudicará a nadie que no haya dañado a un humano. Ya verás que en La Arboleda somos bastante justas. Así pues, ¿qué me dices?
Vacilé. Detestaba la idea de espiar a mis amigos y compañeros de trabajo, pero todavía más la posibilidad de que Nicky Ballard cayera víctima de una vieja maldición. Además, mi abuela tenía razón: las cosas estaban fuera de control en Fairwick y puede que la universidad necesitara una mano que la guiase. Si mi decisión no estaba influenciada por el hecho de que podría quedarme en Fairwick, cerca de Liam, no podía negarme, ¿verdad?
—Vale —dije—. Lo haré. Con la condición de que me enseñes a levantar la maldición.
—Desde luego. Solo necesito que pongas la mano encima de este libro y repitas después de mí. —Señaló un volumen delgado que había encima de la mesa. Apoyé la mano encima y noté que el cuero desgastado estaba caliente—. Por la presente declaro que yo, Cailleach McFay, acataré las normas de La Arboleda. A cambio, conoceré el secreto de la maldición de los Ballard.
Repetí las palabras. El cuero se calentó más a medida que hablaba y el dorado de la cubierta empezó a brillar. Las ramas del árbol dorado parecían bambolearse y las hojas se arrugaron y salieron volando como una lluvia de chispas hacia el fuego. Una de esas chispas me cayó en la muñeca. Aparté la mano y sacudí la ceniza ardiente, pero ya me había dejado una marca con forma de árbol.
—Oye, ¡no me dijiste que me dejaría una marca!
—Desaparecerá —respondió Adelaide en tono displicente—. Pero su poder no. Y ahora ven conmigo. La Junta nos está esperando. Todo el mundo tiene muchas ganas de conocerte.
Tal como me había dicho mi abuela, la marca de mi muñeca desapareció y la iniciación no implicaba ningún sacrificio animal ni rito satánico, sino que solo era una breve ceremonia de toma de juramento durante la cual me dieron un grimorio de hechizos para principiantes, entre los que se incluía la revocación de una maldición familiar. Después sirvieron abundante champán y estuve charlando con un grupo de mujeres encantadoras y sofisticadas (algunas de las cuales reconocí como figuras destacadas de la televisión, el periodismo y el mundo editorial), así como con algunos hombres altos, apuestos y rubios, que habían venido del club desde Londres para asociarse con La Arboleda. Una de las mujeres era Jen Davies, que aparentaba ser la mujer que vi en el bar la última vez que estuve en el club. Hacia el final del cóctel se las ingenió para hablar conmigo a solas.
—Quería que supieras que lamento haber delatado a tu amiga en la prensa. Era mi servicio comunitario de iniciación y pensé que no estaría mal delatar a una idiota embustera de la clase alta. Pero a medida que he podido conocerla mejor…
—¿Conocerla mejor? —pregunté.
—Sí, la he estado visitando en McLean. Por cierto, se está recuperando muy bien y participa en un taller de escritura que organizan allí. Ahora está trabajando en una novela; una novela acerca de brujas y hadas. Acaba de conseguir un contrato fantástico. Y aunque pueda resultar irónico, se venderá como ficción.
Sabía que yo también tenía que visitar a Phoenix. Se merecía una explicación; no había sido mi íncubo quien la había llevado a esa situación, sino Mara, que la había estado consumiendo hasta dejarla débil. Y el demonio que Phoenix había visto fuera de casa el día que se la llevaron a McLean, también debió de ser Mara.
—De todos modos —continuó Jen—, no me gustó que me utilizaran como instrumento de tortura. Muchos miembros jóvenes del club tampoco están de acuerdo con la manera en que se hacen las cosas aquí: el prejuicio contra las hadas y los demonios, toda esa postura antiinmigración, etcétera. De manera que hemos formado un pequeño grupo ad hoc para promover cambios. Si te interesa unirte…
Al final de la velada ya había accedido a asistir a una reunión informal (y secreta) del grupo que Jen llamaba Plantón. Cuando subía la escalera hacia mi habitación, la cabeza me daba vueltas por el champán y por las diversas alianzas opuestas con que tendría que lidiar los siguientes meses. Mi vida iba a ser muy complicada. Cuando abrí la puerta de mi habitación comprendí cuán complicada sería en realidad. En uno de los sillones tapizados de moaré azul que había junto a la ventana estaba Anton Volkov tomándose una copa de champán.
Abrí la boca para chillar, pero al punto la cerré. ¿Quién acudiría en mi ayuda? Me percaté de que Volkov llevaba un alfiler de corbata con la insignia de La Arboleda.
—¿Eres miembro? —pregunté, entrando en la habitación—. Pensaba que en el club no admitían a criaturas sobrenaturales…
—No se admiten hadas ni demonios, pero los nocturnos nos mantuvimos neutrales durante la Gran División. Y como resultado hemos sido capaces de ofrecer muchos servicios útiles a ambos grupos. Aunque yo no soy un miembro, solo soy un asociado.
—¡Eres el informador! —caí en la cuenta de repente.
—Prefiero considerarme un enlace entre La Arboleda y Fairwick.
—¿Y qué estás haciendo aquí? ¿Has venido a buscar tu parte del trato? —pregunté, intentando que no me temblara la voz. Anton estaba lo suficientemente cerca para que yo notara el magnetismo de su presencia. Y también para que en cuestión de segundos pudiera atacarme y dejarme seca. Y eso no era lo que yo quería que hiciera; quería vivir—. Mira —dije—, me aseguraste que no harías nada con lo que no estuviera de acuerdo y yo no quiero… que me muerdas ni convertirme en vampiro.
Sonrió y se inclinó hacia delante en su sillón. Me rozó el cuello con un dedo, justo debajo de la oreja, y dibujó una línea hasta mi clavícula. Me estremecí.
—Es una pena… pero eso no es lo que te iba a pedir. Lo que quiero… Lo que nosotros, los nocturnos de Fairwick, queremos es tener un portavoz en La Arboleda. Un aliado que de fe de nuestra «buena conducta». Serás la encargada de informar al club de lo que sucede en Fairwick y queremos asegurarnos de que les dices que nos comportamos según las directrices de La Arboleda; que solo bebemos sangre de voluntarios adultos y no estamos convirtiendo a nadie en vampiro.
—Pero si estáis respetando todas esas normas, ¿por qué necesitáis hacer un trato especial conmigo para que informe de la verdad?
Anton se encogió de hombros y depositó la copa vacía en una mesilla. Observé que tenía marcas de labio rojas en el borde, pero no creí que fueran de pintalabios.
—Digamos que otra opinión en nuestro favor procedente de una guardiana podría resultarnos útil en el futuro. Sospechamos que las relaciones entre La Arboleda y Fairwick entrarán en crisis. Y me temo que el poder de La Arboleda está creciendo, mientras que el de Fairwick está menguando. No queremos vernos atrapados por el fuego cruzado. —Se levantó y me ten dio la mano—. ¿Qué me dices? ¿Trato hecho?
Le estreché la mano, que estaba helada, al tiempo que me preguntaba si aquello era algo que yo deseaba, y enseguida pensé en lo mucho que cabrearía a mi abuela.
—Sí —asentí—. Trato hecho.
Al día siguiente, mientras conducía de nuevo hacia Fairwick bajo una intensa lluvia, pensé en todos los secretos que tendría que guardar a lo largo de los siguientes meses: la identidad de Frank, la naturaleza de súcubo de Soheila, mi membresía en La Arboleda, el trato hecho con los vampiros… Para una chica que siempre había valorado la verdad eso suponía muchas mentiras. Pero, tal como mi abuela había dicho, tenía cualidades que jamás habría imaginado.
Al menos había una verdad que sí que podía decir. Me había pasado media noche leyendo mi grimorio nuevo, prestando especial atención a la parte que explicaba cómo revocar una maldición familiar. Me había sorprendido y aliviado descubrir que no implicaba ningún sacrificio sangriento ni ofrendas extrañas. Solo tenía que decirle una frase a Nicky y sentirla de verdad:
«Te perdono por el dolor que tu familia le causó a la mía y te libero del dolor que os hemos causado».
Bastante sencillo, aunque lo más seguro es que, cuando lo dijera, Nicky pensara que había perdido la cordura.
Aparqué delante de la Casa Madreselva pensando en el poder del perdón y en el dolor que sin saberlo causamos a los otros. En mi cabeza oí la pregunta que Liam me había hecho: «¿Tan malas son las mentiras cuando se dicen por amor?».
Observé mi casa unos instantes antes de apearme. Tampoco estaba tan mal después de un invierno tan largo: le faltaban algunas tejas del techo y a los aleros les vendría bien una mano de pintura. Y también tendría que cambiar los postigos. No obstante, unos narcisos crecían frente a la fachada y los arbustos de madreselva se estaban llenando de capullos verdes. Ese era mi hogar, para bien o para mal. Mi tatarabuelo se había marchado del pueblo como un hombre amargado y arruinado, pero de algún modo yo había regresado y, contra todo pronóstico, todo me había salido bien.
Bajé del coche, pero en lugar de entrar en casa crucé el jardín y caminé a través de un hueco que había entre los árboles hasta el sendero. El suelo estaba húmedo por la lluvia, pero al menos ya no había nieve. Seguí el camino hasta el claro que había en medio del matorral de madreselva. Las ramas arqueadas estaban oscurecidas por la lluvia y junto al verde primaveral parecían vidrieras.
«Como una catedral», había escrito Dahlia LaMotte al final de El visitante oscuro cuando Violet Grey y William Dougall se encuentran en un claro apartado del bosque. En el libro publicado la escena acaba con Violet aceptando la propuesta de matrimonio de Dougall, pero en el manuscrito había un fragmento más:
Aparté la vista de mi amante terrenal y observé a mi amante demonio que se alzaba entre la bruma, más allá de los árboles. Vislumbré el deseo en su rostro, un anhelo correspondido en mis propias venas y tendones. Estaba hecho de una oscuridad que se comunicaba con la oscuridad que había en mi interior. Si me llamaba, lo seguiría. Pero no lo hizo, sino que levantó la mano para despedirse o bendecirme, nunca lo sabré, y se desvaneció entre las sombras de las que había venido.
En ese momento una tenue neblina se elevó del suelo y cubrió la entrada en forma de arco. Me acerqué y la neblina se esparció, me rodeó y me acarició el rostro. Sentí que se regodeaba en la llave de hierro que todavía llevaba colgada del cuello y en las marcas de la muñeca que Liam me había dejado cuando había estado dispuesta a seguirle hacia la oscuridad.
«Estaba hecho de una oscuridad que se comunicaba con la oscuridad que había en mi interior».
Sí, Dahlia tenía razón. La verdad era que reconocía una parte de mí misma en el íncubo. En lo más profundo de mi ser había un lugar oscuro que había permanecido cerrado y oculto desde que era una niña, y solo ahora empezaba a despertar. El íncubo lo había despertado. Y aunque no me había enamorado del hombre civilizado en que se convirtió, creía que podía haber amado a esa criatura salvaje de las sombras y la luz de luna.
Cerré los ojos e inhalé el aroma del aire salado y la madreselva.
—No —dije, respondiendo a la última pregunta que Liam me había hecho—. No es tan malo mentir por amor.
Entonces, con la cara húmeda por la niebla, me volví y me fui a casa.