No sé cuánto rato me hubiera quedado allí echada, viendo los últimos vestigios de luz escurrirse en las sombras del suelo, si Brock y Dory no hubieran ido a visitarme. Oí el sonido de la cerradura de casa, pero parecía venir de muy lejos. Por un momento pensé que era el eco de la llave que Liam había girado en la pulsera y tendí la mano para detenerlo.
—Puede que todavía esté por aquí —les expliqué a Brock y Dory cuando me encontraron arrastrándome—. En las sombras.
Brock movió la mano en las sombras para demostrarme que no había nada. Dory encendió la luz y las sombras se escurrieron hacia los rincones. Le pedí a gritos que la apagara y chillé de nuevo cuando Brock intentó llevarme escaleras arriba, a mi habitación.
—Allí no —rogué—. No puedo dormir en esa cama.
Me llevaron a la habitación trasera de la planta baja, al antiguo dormitorio de Phoenix, que antes también había sido el de Matilda. Liam nunca había entrado allí, ni siquiera la vez que le pedí que fuera a buscar una manta. Y ahora sabía por qué. La estructura de hierro de la cama impregnaba la habitación del olor del metal. Sentí frío en la muñeca; tenía las huellas dactilares de Liam marcadas en mi piel como si fueran cinco astillas de hielo clavadas en mi carne. Brock me preparó un bálsamo para la herida mientras Dory me desvestía y me metía en la cama.
—No te preocupes, cielo —me tranquilizó una y otra vez—, ahora estás a salvo.
Pero después de que me vendara el brazo y me diera unas cucharadas de un té amargo, oí que susurraban algo en la cocina:
—Me temo que las sombras le han penetrado la piel —dijo Brock.
—¿Y se extenderán? —preguntó Dory.
—No lo sé —respondió—. Tendremos que vigilarla.
De manera que eso era lo que sentía debajo de la piel, era como una droga que corría por mis venas. Caí entonces en la oscuridad que había bajo mis párpados. Sentí que esta se esforzaba en ahogarme, envolverme. Cuando era pequeña mis padres me llevaron a una playa en Montauk y una ola me absorbió y me revolcó como si fuera una lavadora hasta que ya no supe dónde estaba la superficie. La oscuridad en que me sumergía ahora era similar, pero más profunda que el océano. ¿Estaba Liam en algún lugar de aquella oscuridad esperando para ahogarme por haberlo rechazado? Nadé, cada vez más hondo, pasando junto a los rostros fosforescentes de otros nadadores ahogados; rostros medio devorados de cuyas cuencas oculares salían cangrejos, y las anguilas se retorcían donde antes habían estado sus lenguas. Pero no vi a Liam.
Cuando salí a la superficie, en la habitación de Phoenix, las olas chocaron contra la gran cama de hierro como una marea que retrocede. Dory estaba ahí, intentando que bebiera un poco de té o caldo. Liz Book también vino a verme y me dijo que todos los que habían enfermado ya se encontraban bien (Flonia, Nicky y los demás estudiantes de la clase de Liam); hecho que demostraba que Liam había sido la causa de su enfermedad. La única que seguía recuperándose era Mara.
—Debía de absorber su fuerza vital cuando venía a trabajar en los manuscritos de LaMotte —comentó Liz—. Pobrecilla, después de todo lo que ha pasado… Me siento tan responsable… ¡No puedo creer que yo misma me haya dejado seducir por un conquistador a mi edad! —Me acarició la mano y, a pesar de que estábamos solas en la habitación, se inclinó para susurrarme algo al oído. Quizá Liz sospechaba que las sombras nos estaban escuchando—. Era encantador, cielo. Nadie puede culparte por haberte enamorado de él. Nadie te culpa en absoluto, te lo aseguro.
Pero Liz se equivocaba. Las sombras sí que me culpaban. Las oía susurrar. Sus voces cobraban volumen a medida que el día hacía crecer sus lenguas, y su aliento salado me lamía los oídos. Eran ásperas como lengua de gato. «Tú le diste vida —susurraban—. Eres una criatura de la oscuridad. Aquí está tu hogar. Entre nosotros».
—No —gimoteé, pero ya me estaba hundiendo de nuevo en las aguas negras que había debajo de mis párpados, donde los cadáveres putrefactos de los ahogados esperaban para recibirme.
«Ahora somos tus amantes demonios», susurraron. Se abalanzaron sobre mí estirando sus tentáculos cubiertos de ventosas y sus bocas hambrientas, y yo me entregué, contenta de satisfacer su avidez.
No obstante, una de las veces, en lugar de sumergirme en la oscuridad me encontré de pie en una pradera verde y vi que el sol del amanecer acariciaba el rocío en las briznas de hierba. Yo llevaba un vestido largo, cuyo dobladillo estaba empapado a causa del rocío. Delante de mí, donde el sol todavía no había penetrado la bruma, había un hombre joven, cuyas piernas emergían de la neblina como dos juncos saliendo del agua; su holgada camisa blanca parecía el ala de un cisne que intentaba disipar la bruma. Se volvió hacia mí con el rostro borroso a causa de la niebla, pero en ese instante un rayo de sol lo alcanzó y perfiló las facciones de Liam en la bruma blanca. Él abrió los brazos y yo salí corriendo para abrazarlo. Por un momento sentí la fuerza de sus brazos estrechándome y la calidez de sus labios, pero de pronto ya no estaba, Liam había desaparecido de nuevo. Desperté aferrada a las sábanas y sollozando. Por primera vez me levanté de la cama y corrí al patio trasero; mis pies descalzos se hundieron en la nieve medio derretida. El jardín y el bosque estaban cubiertos de una neblina blanca que parecía ascender de la nieve fangosa, como si la tierra estuviera exhalando un aliento largamente contenido. Liam estaba ahí en el bosque, lo sabía. No estaba en la oscuridad, sino vagando por algún lugar de las Tierras Fronterizas. Estuve a punto de echar a correr hacia el bosque, pero Brock me retuvo y me arrastró de nuevo a la casa. Yo estaba demasiado débil para resistirme, de manera que tendría que recobrar las fuerzas.
Empecé a beber todo el té y todo el caldo que Dory me ofrecía y a zamparme el pan y los bollos que Diana preparaba. Notaba que la cama de hierro incomodaba a Diana, así que pedí que me dejaran estar con ella en la cocina, y después en el salón. En cuanto fui capaz de permanecer sentada en el sofá, empecé a recibir más visitas. Soheila vino a verme el primer día caluroso del año, que resultó ser el primer día de primavera. Me trajo las galletas de almendra y el agua de rosas típica del Año Nuevo persa. Lo cierto es que su visita me alegró, porque tenía que hacerle algunas preguntas.
—Liam me dijo que si yo llegaba a amarlo, se convertiría en humano —le expliqué cuando Dory nos dejó a solas—. ¿Es cierto?
Soheila suspiró profundamente; un suspiró parecido al canto de una lechuza, que me recordó que tiempo atrás había sido un espíritu del viento.
—Sí, es verdad. Así es cómo me convertí en lo que soy ahora, ni totalmente humana ni totalmente súcubo. Pero lo que no te dijo es que amarlo acabaría contigo del mismo modo que lo hizo con Angus. Yo no supe que lo estaba matando hasta que fue demasiado tarde, pero Liam… el íncubo sabe lo que le sucedió. Él estaba allí. Él lo remató. Así que si de verdad te amaba no te hubiera pedido que sacrificaras tu vida por la suya.
Pensé en ello mientras Soheila bebía un sorbo de té y probaba una galleta. Miré por la ventana, donde los carámbanos se estaban derritiendo en los aleros de la casa, en un goteo constante que producía un sonido similar al de la lluvia.
—Pero me arrebató la llave de la mano y la giró en la pulsera de hierro. Hacia la derecha. Si la hubiera girado a la izquierda se habría liberado. —«O yo habría caído en la oscuridad con él», pensé, aunque no lo dije en voz alta, pues me daba vergüenza admitir que yo misma había estado dispuesta a destruirme—. ¿Por qué lo hizo?
—No lo sé —contestó Soheila, jugueteando con unas migas de galleta. De pronto parecía incómoda—. Puede que se equivocara. Casi todos los de mi especie tenemos un mal sentido de la dirección. Mis primas no podrían ir a la peluquería ni a sus clases de tenis sin GPS.
Fruncí el ceño.
—Pero sois descendientes de los espíritus del viento…
—¿Y crees que el viento sabe en qué dirección está soplando? —repuso con un destello en los ojos—. ¿O que le importa el árbol que derriba? ¿O la destrucción que deja a su paso? ¿Acaso has olvidado que el íncubo levantó una tormenta que zarandeó el avión de Paul en pleno vuelo?
Aparté la mirada sintiendo cierta culpabilidad. Había olvidado eso.
—Créeme, Callie, tienes suerte de haber sobrevivido. Mira lo que les hizo a esos estudiantes. ¿Serías capaz de amar a una criatura que se alimenta de críos?
—¿Quién se está alimentando de críos? —preguntó una voz desde el recibidor. Frank Delmarco, seguido de una nerviosa Dory Browne, entró en el salón. Se quitó una gorra de los Yankees y se repantigó en el sofá—. Creía que eso estaba prohibido desde que Swift escribió aquel manifiesto.
—Frank. —Soheila sonrió nerviosa—. Pensaba que te habías ido a pasar las vacaciones a la ciudad.
—Sí, pero cuando me enteré del brote de canibalismo infantil volví corriendo. ¿Qué pasa, McFay? Parece como si alguien te hubiera pegado un puñetazo en el estómago.
—Pobre Callie —intervino Dory, como si yo no estuviera ahí—. Han deportado a Liam Doyle a Irlanda por evasión de impuestos.
—¿En serio? —preguntó Frank, ladeando la cabeza hacia mí—. Nunca hubiera vinculado a Liam al fraude fiscal, pero bien es cierto que muchos hombres se han arruinado por su afición a la ropa cursi.
—Frank, no seas grosero —lo reprendió Soheila—. Callie lo está pasando muy mal.
—Estoy aquí, vale —señalé, cansada de que hablaran de mí como si fuera invisible.
—Sí, claro que estás aquí —comentó Frank, sonriéndome—. Me alegro de que no te hayas fugado a Irlanda. Estarás mucho mejor sin él, McFay. Vales más que una docena de Liams.
—Sí, tiene razón —afirmó Soheila, mirándome con curiosidad. Entonces se levantó y dijo—: Te dejo en buenas manos, Callie. Tengo que hacer algunas visitas más. Es una tradición persa visitar a todos los buenos amigos en Año Nuevo. —Le dedicó una sonrisa demasiado forzada a Frank, como si posara para una foto, y luego le pidió a Dory que la acompañase a casa de Diana.
Frank la observó marcharse con expresión de asombro.
—Nunca le pillo el paso. Pasa del frío al caliente como si nada. ¿Qué clase de criatura es ella?
—¿No lo sabes? —pregunté, sorprendida de que la inteligencia de Frank no hubiera identificado la verdadera naturaleza de Soheila.
—No. Mis jefes creen que es algún tipo de divinidad antigua, pero su designación exacta está muy protegida. Es una de las razones por las que estoy investigando a Fairwick. Los seres sobrenaturales deberían estar claramente identificados para que uno pueda saber con quién está tratando. Mira lo que sucede cuando no se sabe. ¿Qué era Liam en realidad? ¿Un vampiro? ¿Un hombre lobo? Siempre me pareció un tanto greñudo.
—Un íncubo —respondí con cierto remilgo, con tal de distraerle del interrogatorio acerca de Soheila. Pobrecilla, estaba claro que Soheila pensaba que Frank estaba interesado en mí y se había hecho a un lado con elegancia porque ella no podía tenerlo. Tendría que decirle que no había nada entre nosotros. Pero de ninguna manera podía dejar que Frank supiera que Soheila era un súcubo.
—Caray, un íncubo. Eso son palabras mayores. No me extraña que siempre estuvieras tan cansada. Y sus alumnos… Debe de ser difícil de asimilar…, saber que el profesor iba tras ellos.
—Si has venido para regodearte…
—No, de hecho he venido porque he descubierto algo interesante sobre Hiram Scudder. En caso de que todavía quieras deshacer la maldición de Nicky.
—¡Pues claro que sí! —repuse, pese a que desde el día que fui a casa de Nicky Ballard casi no había pensado ella.
—Después del suicidio de su mujer, Hiram Scudder se fue al Oeste. Cambió de nombre varias veces y se movió de un lado a otro, por eso resulta tan difícil seguirle la pista. Pero creo que lo he ubicado en Colorado con el nombre de Stoddart, y ahora estoy intentando descubrir adónde fue cuando se marchó de allí.
—Bien hecho. Seguro que encontrarás algo. Si hay alguien que pueda hallar un modo de anular esa maldición, ese eres tú.
—¿Significa eso que tiras la toalla? —preguntó Frank, inclinándose para mirarme con los ojos entornados—. No es muy propio de ti.
Me encogí de hombros.
—Bueno, es que tal vez me vaya una temporada fuera. A algún lugar más cálido. Puede que no esté hecha para… este clima. —Me temblaba la voz y advertí, avergonzada, que estaba al borde de las lágrimas.
—Sí, la verdad es que pareces casi muerta de frío —comentó.
Bajé la vista y vi que inconscientemente había escondido las manos en las mangas de mi sudadera para ocultar los moretones.
—¿Preparo un poco de té caliente? —ofreció Frank, levantándose—. Así podremos charlar un poco más sobre tus planes.
Antes de que pudiera objetar, ya se había ido a la cocina. Oí el sonido del agua corriente y la puerta de la nevera y supuse que Frank me estaba dando tiempo para que me serenara; cosa que habría estado bien si la puerta principal no se hubiera abierto en ese preciso instante.
—¿Hola? ¿Profesora McFay? —preguntó la voz de Mara desde el porche.
—Estoy aquí, Mara —respondí, apresurándome hacia la puerta. Quería evitar que entrara y decirle que estaba demasiado enferma para recibir visitas.
Mara estaba en el porche, sosteniendo un ramo de claveles rosa de aspecto anémico. Me sentí culpable por querer desembarazarme de ella cuando la pobre muchacha se había tomado la molestia de comprarme flores. De todos modos, si la dejaba entrar, su visita podía alargarse una hora o más.
Salí para saludarla.
—Son preciosas, Mara —dije. Y tras respirar hondo añadí—: ¡Caray, parece que ha llegado la primavera! Sentémonos un rato en el balancín antes de que vuelva a la cama. Llevo días encerrada.
Señalé el balancín del porche y Mara se sentó justo en medio, depositando las flores a su lado y dejándome muy poco espacio. En lugar de embutirme al otro lado, preferí apoyarme en la barandilla.
—Te agradezco la visita, Mara, pero me habían dicho que seguías en la enfermería. ¿No deberías estar descansando? —Lo cierto es que hacía muy mala cara. Estaba pálida, excepto por dos manchas en las mejillas del mismo tono rosa que los claveles. Se sentó en el borde del balancín, con las piernas tiesas como si le diera miedo marearse por el balanceo del asiento.
—Estoy mucho mejor —dijo fríamente—. Me han dicho que no se encontraba bien… y que el señor Doyle había tenido que abandonar el país. Pensé que estaría triste.
La idea de que alguien me compadeciera, en especial Mara Marinka, me superaba. Sentí un dolor agudo detrás del ojo derecho y me masajeé la sien.
—Eres muy amable, Mara, pero la verdad es que me encuentro bastante bien…
La muchacha no me estaba escuchando y tenía los ojos clavados en mi muñeca, pues la manga había dejado al descubierto los moretones negros que Liam me había causado. Mara se acercó y me tocó la muñeca. Intenté apartarme, pero la barandilla me lo impidió.
—¿Él le hizo esto? —preguntó en voz baja, y su aliento me rozó el rostro.
—No es nada, Mara. Fue un accidente.
Sacudió la cabeza, sin apartar los ojos de mi muñeca, y empezó a apoyar los dedos, uno a uno, encima de las marcas. Sus yemas, húmedas y extrañamente esponjosas, se adhirieron a mi piel como ventosas.
—No —dijo, y la punta de su lengua asomó entre sus dientes amarillentos—. No fue un accidente. Intentó arrastrarte con él a las Tierras Fronterizas. Y tú… —levantó la vista; sus ojos se habían teñido de un amarillo sulfuroso. Había visto esos ojos antes, pensé extrañada— estabas dispuesta a irte con él. ¡Devoción total! Todavía puedo olerla. —Se sorbió la nariz y entonces, horrorizada y asqueada, vi que su lengua áspera y rosa salía súbitamente de su boca a una distancia imposible y me lamía la muñeca.
Chillé e intenté apartarla de un empujón, pero era como presionar una espuma. Mi mano izquierda se hundió en su carne esponjosa. Comenzó a acercarse mi mano a la boca, que se estaba abriendo cada vez más. Sus labios parecían de goma y dejaban al descubierto una fila de dientes afilados y amarillentos por detrás de la primera hilera. Unas plumas negras comenzaban a crecerle en el cuerpo y tenía la lengua cubierta de ventosas que se pegaban a mi piel y tiraban de ella.
—¿Qué eres? —pregunté, aunque de pronto la reconocí: era el cuervo negro que me había atacado. Esa era su verdadera identidad: una monstruo con plumas que absorbía la fuerza vital de sus víctimas, tal como había hecho con Nicky, Flonia y Liz Book.
Tenía que alejarme de ella antes de que me dejara seca; ya podía sentir que me estaba absorbiendo la vida. Pero como no podía empujarla, me encaramé a la barandilla y me impulsé hacia atrás. Caí unos dos metros de espalda y si la nieve no hubiera amortiguado el golpe me habría hecho polvo la columna. Mara se lanzó encima de mí abriendo los brazos, convertidos ahora en alas con plumas negras, y soltando un graznido furioso. Estaba dispuesta a acabar conmigo.
Rodé a un lado antes de que me alcanzara. Me puse de pie tan rápido como pude y al incorporarme agarré un puñado de nieve fangosa… y algo más: una piedra con un agujero en el centro. La piedra mágica que había introducido en el adorno de hielo en noviembre había caído al suelo y ahora estaba en mi mano. Mientras aquella criatura revoloteaba a mi alrededor para atacarme, pensé en cómo valerme de la piedra, pero no tenía tiempo y tampoco recordaba ningún hechizo, ni siquiera el que servía para defenderse de los ataques aéreos. La criatura batía las alas y se preparaba para abalanzarse sobre mí.
Me volví y eché a correr a ciegas, resbalando en la nieve. Oía aquel aleteo monstruosos a mi espalda. La criatura se había transformado en un pájaro mucho más grande que el que había visto en las anteriores ocasiones. Quizás el tamaño variaba en función del hambre que tenía, ¡en cuyo caso estaba muy hambrienta! Había sentido su ansia cuando me chupaba la muñeca y no creía que nada pudiera detenerla si caía en sus garras. Pero ¿cómo iba a escapar? Veía la casa de huéspedes al otro lado de la calle, pero si corría hacia allí, Mara me alcanzaría a medio camino. Me la imaginé picoteándome como un buitre que arranca a tiras la carne de un animal atropellado. A mi derecha tenía la hilera de pinos que rodeaban el bosque. Si llegaba hasta ahí me seguiría, pero no le resultaría fácil internarse por los estrechos huecos entre los árboles. Al menos lograría frenarla.
Tras tomar la decisión, me lancé hacia la derecha entre dos árboles y me rasguñé el hombro contra una áspera corteza. Oí el graznido furioso de la criatura y me volví justo a tiempo para ver cómo se estrellaba contra los árboles; cayeron plumas negras por todas partes. Se desplomó en la nieve y por un instante pensé que había perdido el sentido, pero al punto se recompuso y, plegando sus asquerosas alas, avanzó entre los árboles.
Corrí bosque adentro, alejándome del sendero para que no pudiera extender sus enormes alas, que se abrían unos dos metros. Aquel pájaro no era tan grande cuando me atacó el día de Navidad, y entonces ya era mayor que cuando me agredió en el solsticio, que a su vez era más grande que la criatura que se había lanzado en picado en el camino del pabellón Bates la primera vez que la vi… Pero ¿de verdad había sido esa la primera vez que la había visto? Esos ojos amarillos, ese graznido lastimero… eran los mismos que los de aquel pajarillo que había visto atrapado en el matorral y que yo misma había liberado. ¡Había dejado a ese monstruo suelto en Fairwick! Tenía que acabar con él.
Eché un vistazo atrás, con la esperanza de que lo hubiera perdido en el laberinto de árboles, pero estaba justo detrás de mí, planeando por encima de los árboles. Se había hecho tan grande que tapaba el sol por completo. Estaba buscando una zona despejada para lanzarse en picado sobre mí. De manera que tenía que guiarlo hasta el matorral, donde los arbustos eran frondosos y las parras tan densas que quedaría atrapado. Tenía que llevarlo hasta las Tierras Fronterizas, de donde había venido.
Seguí dando tumbos por el bosque, ni quisiera segura de estar siguiendo la dirección correcta. La última vez que había mirado el cielo, el sol estaba a mi espalda. Si torcía a la izquierda estaría yendo en dirección norte, la que había tomado la primera vez que hallé el matorral. Esquivé un árbol y giré para corregir la dirección… y oí el aleteo prácticamente encima de mí. Algo afilado me arañó la mejilla: el pajarraco había sacado las garras para cogerme. En ese instante vi el matorral delante de mí, las ramas desnudas y retorcidas del arbusto de madreselva formando un arco. Me zambullí debajo de una rama muy baja y oí que el bicho chocaba contra los arbustos y soltaba un chillido furioso. Había plumas negras por todas partes, como hollín de una explosión infernal. Levanté la vista y vi que la criatura se incorporaba, arrastrando un ala rota. Su asqueroso pico amarillo me seguía de cerca. Agaché la cabeza y me arrastré hacia el interior del matorral, apartando algunas parras para bloquear el paso a mi espalda.
Había encontrado el matorral, pero mi plan no tenía mucho futuro ya que mientras fuera más grande que aquel pájaro no podría guiarle hasta un espacio lo suficientemente pequeño para atraparlo. Por el contrario, yo misma quedaría atrapada entre las parras como una mosca en una telaraña y la criatura podría devorarme a su antojo. De todos modos, me arrastré entre el sotobosque, hundiéndome más y más en lo que empezaba a sospechar que sería mi tumba. En ese lugar ya habían muerto otras criaturas, otros pájaros y ratones, pero a medida que avanzaba me topé con criaturas más grandes y extrañas: un animal con aspecto de conejo pero con colmillos largos, esqueletos de murciélago con diminutos cráneos humanos, y una cola de pez unida a un torso humano. ¿Una sirena? ¿Cómo habría ido a parar una sirena a ese sitio? Debía de haber agua al otro lado de la puerta, y eso significaba que ya estaba cerca del umbral que separaba los dos mundos. Quizá si pudiera conducir a Mara hasta la puerta podría hacer que la atravesara. Aquel día era el equinoccio. Si la puerta se abría durante el solsticio, puede que también lo hiciera en el equinoccio, ¿no? Y yo era una guardiana… con una piedra mágica en el bolsillo. Valía la pena intentarlo. De hecho, quizás era mi única posibilidad de evitar que Mara me matase. Pero primero tenía que encontrar la puerta.
Me detuve un instante a escuchar; hacía un rato que no oía al pájaro detrás de mí. ¿Lo había perdido? ¿O había dado la vuelta para salirme al paso por delante? En el matorral se oían sonidos sutiles: el crujido de ramitas, el goteo de la nieve derritiéndose y también un débil y distante rumor de oleaje: el sonido del mar en un bosque en tierra firme, como si los matorrales fueran las espirales de una concha marina. Me arrastré en dirección a aquel ruido, impulsada tanto por el extraño misterio como por la escasa posibilidad de escapar. A medida que avanzaba me percaté de que la nieve era cada vez más fina y el suelo más blando, y mis manos se hundieron de pronto en arena. Alrededor de mí, colgadas entre las parras, había conchas y espinas de peces que se balanceaban y tintineaban como carrillones. Había llegado a un claro circular.
Me levanté y miré en derredor. Era el claro al que me había llevado Liam la víspera de Año Nuevo. Delante de mí estaba la entrada en forma de arco, aunque en lugar de verse iluminada por la luna, en aquel momento estaba cubierta de una bruma verde azulada, el color del mar. Di un paso… y oí otro paso detrás de mí.
Me volví y me encontré frente a la criatura de mis peores pesadillas. El pájaro había empezado a transformase de nuevo en humano, pero se había quedado a medias. Se sostenía en pie sobre dos piernas, pero terminadas en garras escamosas, y su cuerpo estaba salpicado de plumas negras. Tenía un brazo humano que le colgaba roto a un costado, y el otro, un ala que batía con furia. Su rostro era el de Mara, salvo por un pico amarillo espeluznante que abrió para chillarme, al tiempo que serpenteaba su larga lengua cubierta de ventosas como un gato furioso.
—Mara —dije, procurando que no me temblara la voz—. Este mundo no es el lugar adecuado para ti. ¿No preferirías volver?
Graznó y batió más fuerte el ala.
—¿Tú qué sabes? En ese mundo nos estamos muriendo de hambre. Allí no hay comida. En cambio aquí… —Su asquerosa lengua serpenteó y se retorció por encima del pico mientras daba un paso en mi dirección—. Aquí hay tanta abundancia que la desperdiciáis. Esos jóvenes toman drogas que merman su fuerza vital, conducen coches cegados por el alcohol, practican el sexo como entretenimiento y trasnochan fingiendo estudiar. ¿Por qué no debería beberme su fuerza vital cuando ellos mismos despilfarran sus vidas?
—No son todos así —repuse, dando un paso atrás en dirección a la puerta. Olía el aroma del aire salado mezclándose con la madreselva. ¿Es que siempre era verano en el Reino de las Hadas? Quería volverme y mirar, pero no podía bajar la guardia—. Y yo tampoco soy así. No me drogo, ni conduzco borracha…
—¡Ja! ¡Tú eres la peor de todas! Estabas deseando que ese íncubo te dejara seca…
—¿Sabías que Liam era un íncubo? —pregunté.
—¡Sí! Lo reconocí de inmediato, pero él no me reconoció a mí. Estaba tan concentrado en seducirte que apenas veía a nadie más. Y tú… tú estabas dispuesta a seguirle hasta la oscuridad. Lo huelo en ti. —Estiró la lengua y me rozó los moretones de la mano derecha—. Tienes esas marcas porque tu carne se estaba disolviendo con la suya, y eso solo pudo pasar porque tú deseabas irte con él. ¿Sabes lo que haré? —Estiró el pico en lo que supuse que era una sonrisa—. Después de acabar contigo dejaré tus restos en las Tierras Fronterizas. Así podrás pasar la eternidad en ese infierno con tu novio.
—¿De verdad es tan horrible? —pregunté, volviéndome ligeramente para echar un vistazo a través de la puerta. Entonces Mara se abalanzó sobre mí, como sabía que haría. Saqué la mano del bolsillo, deslizando la piedra mágica en uno de mis dedos y grité el hechizo de apertura—: Ianuam sprengja!
Un viento frío sopló a través de la entrada arqueada y unas sombras se extendieron hacia mí, olisqueándome, ávidas de mi calor, de mi carne… de mi vida. ¿Estaría él allí?, me pregunté inclinándome hacia la puerta, pero entonces oí el aleteo a mi espalda y me lancé hacía la derecha justo cuando el ala de Mara me rozaba la cara. Debería haberse escabullido a través de la puerta, pero en lugar de eso un destello de luz rajó el aire por encima de nosotras, seguido de un crujido y un grito parecido a «por Bucky Dent», y Mara se desplomó a mis pies.
Confundida, miré y vi a Frank, detrás del cuerpo arrugado de Mara empuñando un bate de béisbol.
—Madre mía, Frank, ¿qué haces aquí?
—Salvarte la vida, McFay. De nada. —Se acercó y me tendió la mano, pero el ala de Mara lo golpeó en el pecho y lo empujó contra un árbol. A Frank le crujieron los huesos.
Mara se abalanzó sobre mí. Esta vez no tuve tiempo de esquivarla y me cayó encima a escasos centímetros de la puerta abierta. Me sujetó por el cuello con la mano y batió el ala en el aire. Abrió su asquerosa su pico amarillo como si fuera de plastilina, e hizo rechinar sus afilados dientes. Me salpicó la cara con saliva putrefacta. Cerré los ojos y recé para que acabara rápido.
De pronto, la presión de su peso desapareció tan repentinamente que sentí una extraña ligereza en el pecho. ¿Así era la muerte? Abrí los ojos y vi a Mara suspendida en el aire, encima de mí, atrapada en una madeja de sombras… Empezó a girar en dirección a la puerta. Rodé hacia un lado justo a tiempo de ver cómo desaparecía en el otro mundo. No obstante, la sombra se quedó suspendida en el umbral, serpenteando.
—¡Rápido, ciérrala! —chilló Frank.
Eché un vistazo a la piedra mágica que tenía en el dedo… y me la quité.
Una ráfaga de viento sopló en el claro, succionando todo el aire a través de la puerta. Frank me cogió y se aferró al tronco de un árbol para evitar que saliéramos volando hacia el otro mundo. Había un remolino justo delante de la puerta; la espiral de sombra que había desterrado a Mara se retorció en el aire y rápidamente cobró forma. Por un momento distinguí el rostro de Liam flotando sobre mí. Sentí el roce de unos labios, percibí el aroma de la madreselva en el aire… Pero la espiral de sombra se disipó enseguida y, con un fuerte crujido y gran estruendo, la puerta se cerró.