Me llevé la caja dentro y la deposité encima de la mesa de la cocina, pero tras repensarlo acabé escondiéndola en una estantería de la despensa, junto con los productos de limpieza y las trampas para ratones que había comprado y que nunca había tenido el valor de utilizar. «Estupendo —pensé—, no me atrevo ni a utilizar una ratonera, y ¿ahora voy a ser capaz de condenar a mi amante para toda la eternidad?». ¿Cómo iba a poder valerme de una trampa para íncubos con el hombre al que…?
¿Amaba?
¿Amaba a Liam? Nunca se lo había dicho. Le había dicho que lo deseaba, pero jamás «te quiero».
¿Verdad?
Abrí la despensa de nuevo y saqué un cubo, unos guantes de goma y una botella de amoníaco. Llené el cubo con agua caliente y jabón y salí al porche. Era obvio que no quería pensar en nada, pues limpiar el vómito me pareció una actividad preferible.
Froté el suelo hasta que los tablones del porche empezaron a desconcharse y hube vertido una buena ración de lágrimas en el agua sucia. Llevé de nuevo el cubo y la esponja a la cocina, los limpié en la pica y volví a colocarlos en la despensa. Recogí entonces la caja que Brock me había entregado, la puse en la mesa de la cocina y la abrí. Me metí las pulseras de hierro en los bolsillos delanteros de los vaqueros y me colgué la cadena con la llave al cuello, deslizándola bajo la blusa, donde se apoyó sobre mi esternón, fría y pesada como mi corazón. Después, me senté en el sofá del salón (no en la biblioteca, donde Liam y yo habíamos visto pelis y hecho el amor tantas veces) y esperé a que él regresara a casa.
En cuanto me quedé quieta, mi mente se activó de nuevo. «¿Y si todo esto es un error?», protestó una voz ansiosa en mi cabeza. Incluso si era cierto que un íncubo rondaba por el campus, no había ninguna prueba concluyente de que fuese Liam. Podía ser otro cinéfilo con la talla 48 de zapato y una camisa de J. Peterman, uno que no fuera mi Liam.
Oí el clic de la llave en la cerradura. ¡Allí tenía otra prueba de su inocencia! La cerradura y la llave de casa eran de hierro, de manera que si Liam fuera un íncubo no las podría tocar, ¿no? Emocionada por mi razonamiento, me levanté de un salto y salí corriendo a recibirlo en la puerta. Él estaba en el recibidor, tenía la cabeza gacha y un mechón de pelo le cayó encima de los ojos mientras cerraba la puerta. Vi que deslizaba la llave de nuevo en su cartera (una cartera de cuero con el logo de Eddie Bauer estampado en la solapa). A continuación se quitó los guantes de cuero forrados de cachemir (de la marca Lands’ End), los dobló con cuidado y los metió en el bolsillo de su abrigo (L. L. Bean). Y entonces lo comprendí: sus dedos nunca tocaban la llave, ni la cerradura ni el pomo.
—¡Callie! No te había visto. ¿Qué sucede? Cualquiera diría que acabas de ver a un fantasma.
Dio un paso al frente y yo retrocedí.
—Oye… —dijo con su voz ronca—. ¿Estás enfadada porque llego tarde? ¿Has recibido mi mensaje?
—Sí —respondí, metiéndome las manos en los bolsillos—. ¿Qué quería la decana?
—Ni idea. En serio, creo que empieza a chochear… o al menos todavía no se ha recuperado del todo. Primero quería proponerme empezar un programa de lectura de poesía; tenía una lista de poetas y quería saber mi opinión sobre su obra y sus personalidades. Le expliqué que no conocía a muchos poetas americanos personalmente. Entonces la llamaron y me hizo esperar mientras respondía al teléfono. Y después quería que llamásemos a algunos de esos poetas. Ha sido muy raro… pero no tanto como el modo en que me estás mirando ahora mismo.
Dio otro paso al frente y tendió el brazo hacia mí; un rayo de luz que se colaba por la claraboya proyectó una cortina lívida en sus facciones. Sabía que si permitía que me tocara todo habría acabado: flaquearía, dejaría que me besara y haríamos el amor ahí mismo, en el suelo del recibidor. ¿Y cuál era el problema si de verdad era un íncubo? Era mi íncubo.
Saqué las manos de los bolsillos y cuando se acercó con los ojos llenos de deseo y preocupación, con un movimiento rápido le puse los brazaletes en las muñecas.
El efecto fue instantáneo. Liam cayó de rodillas como una marioneta a la que acaban de cortarle los hilos, y sus muñecas, rodeadas de hierro, golpearon estrepitosamente el suelo de madera. Pronunció mi nombre como un grito de agonía.
—Bien —dije con frialdad—. Todavía puedes hablar. Creo que me debes una explicación.
Liam levantó la cabeza poco a poco y con dolor, y me miró a través de las fosas oscuras en que se habían convertido sus ojos. Su piel, siempre pálida, estaba casi translúcida. El único color en su rostro procedía de la luz que entraba a través de la claraboya, que se extendía por el suelo a su alrededor como una candileja.
—Ya sabes… lo que soy… ¿Qué más… quieres saber? —jadeó, apretando los dientes.
Me arrodillé para mirarlo directamente a los ojos.
—Quiero saber por qué me elegiste a mí y qué pretendías hacer conmigo. Después de consumirme hasta matarme, ¿te hubieras ido a buscar otra víctima?
Sacudió la cabeza despacio, como un animal herido.
—Yo no te… escogí. Tú… me escogiste a mí. Me… deseabas. —Respiró hondo y sus palabras parecieron salir con mayor facilidad—. Me deseabas lo suficiente como para encarnarme… A pesar de que me dijiste que me fuera, sentí la pena que albergabas por lo que me había sucedido y oí que contestabas a mi pregunta…
—¿Qué pregunta?
—Te pregunté qué más querías de mí y entrelíneas me dijiste… me dijiste que querías decencia y comprensión y un hombre que realmente se tomara la molestia de conocer a la mujer a quien intenta seducir. —Me miró—. ¿Acaso no te he dado todo eso, Callie? Me importas. E intenté ser todas esas cosas que pedías.
Sacudí la cabeza.
—Yo no pedí mentiras. Todo lo que me has explicado de tu vida es mentira. Toda esa historia de Jeannie y Moira… ¡Te lo has inventado todo!
—Tenía que ser otra persona para poder conocerte mejor. Y en cuanto a la historia de Jeannie… Eso es lo que me pasó a mí, con los detalles cambiados para adecuarla a los tiempos actuales. Es cierto que me enamoré de una chica de mi pueblo que tenía un toque de hada en su interior y que podía abrir la puerta del Reino de las Hadas, pero una mujer seductora me engatusó. La conoces. Y ya has visto lo poderosa que es.
—¿Fiona? ¿La Reina de las Hadas?
—Sí, ella… Me secuestró y me convirtió en su prisionero. Me retuvo tanto tiempo en el Reino de la Hadas que perdí mi humanidad… Me convertí en una sombra… Y ahora solo el deseo de un humano puede encarnarme, y solo el amor de un humano puede darme un alma. Pero de todos modos escapé… Cuando exiliaron a las hadas del Viejo Mundo y juntos nos dirigíamos hacia la puerta, me escapé y vine a buscarte, Cailleach…
Recordé el sueño: la larga marcha, mis compañeros desvaneciéndose a mi alrededor, el jinete oscuro en el caballo blanco acercándose a mí, sus manos… Levanté la vista y miré a Liam. Sus ojos oscuros eran los mismos y las manos también. Sentí la llave de hierro, caliente ahora, quemándome la piel. «Si la giras hacia la derecha lo desterrarás a las Tierras Fronterizas, si la giras hacia la izquierda lo liberarás».
—¿Estás diciendo que… que soy la reencarnación de aquella chica que amaste hace siglos? ¿Y por eso me deseas? ¿Porque te recuerdo a ella?
Liam sacudió la cabeza.
—Su espíritu vive en tu interior… Y sí, al principio esa fue la razón por la que vine hasta ti, pero entonces te conocí… conocí a la persona que eres ahora, Callie McFay. En tu interior tienes una parte de la antigua Cailleach, pero eres mucho más. Te he estado observando desde que eras una niña. Te visitaba cuando estabas triste y te sentías sola y te contaba historias para aliviar tu dolor. Lo único que he hecho es intentar ser lo que tú querías que fuese para que me amaras y así pudiera ser humano de nuevo.
—Pues entonces está claro que no te amo —dije, señalando los brazaletes de hierro en sus muñecas—. De lo contrario esos no te afectarían.
La ira asomó a sus ojos y le arrebató la fachada de humanidad. Sentí que la fuerza reencarnada que había acudido a mí como una criatura de las sombras y la luz de la luna ardía con furia.
—No, no me amas… todavía no… Pero estás a punto. Lo siento. —Liam levantó una mano. Era evidente que le costaba, pero de todos modos la levantó y la acercó a mi rostro.
«No podrá moverse», había dicho Brock. De manera que si se estaba moviendo significaba que aquel hierro no le hacía tanto efecto… y quizá la razón fuera que yo casi lo amaba. ¿Tan duro sería amarle de verdad? Si lo hiciera, él recuperaría su humanidad y podríamos estar juntos.
Me acercó a él, con la mano temblorosa por el esfuerzo, y cuando sus labios rozaron los míos sentí que le ardían; me quemaron la piel como un hierro caliente, pero no me importó. Separé los labios y noté que su calor me inundaba. Me estaba abriendo poco a poco, del mismo modo que un niño arranca los pétalos de una flor de madreselva para chupar el néctar del estambre. Estaba absorbiendo mi fuerza vital…
—¡No! —grité, empujándolo—. Me mentiste. —Yo misma percibía la duda en mi voz y mi determinación se tambaleaba—. ¿Cómo voy a confiar en nada de lo que me digas?
—¿Tan malas son las mentiras cuando se dicen por amor?
Sonreí con tristeza y le toqué la mano. En ciertos puntos el hierro le había quemado la piel, donde no había hueso, solo oscuridad; la sombra de la que procedía y a la que regresaría si yo no hacía algo pronto. Extraje la llave de la blusa. Si lo liberaba podríamos estar juntos y cuando lo amase se convertiría en mortal. Y podríamos estar juntos sin que me consumiera…
Ya había introducido la llave en la cerradura de la pulsera izquierda, pero me detuve y miré los fosos oscuros en que se habían transformado sus ojos.
—Los estudiantes —dije—. Y Liz. Te has estado alimentando de ellos.
Liam se estremeció.
—¡No! —gritó—. Yo nunca…
—Y, entonces, ¿por qué han enfermado todos? Flonia, a quien ves cada día; Nicky, a quien fuiste a visitar; incluso el pobre Scott Wilder… —Sentí un escalofrío al recordar el primer día que fui a la enfermería—. Todos los estudiantes que estaban enfermos iban a tu clase y tenías tutorías en privado con ellos. Les estabas consumiendo. —Se me retorció el estómago. Intenté hallar algo en sus ojos que me convenciera de que estaba equivocada, pero no había nada en ellos salvo oscuridad, y cuando intentó protestar su voz no fue más que un débil crujido de ramas secas.
—Jamás he hecho algo así, Callie, te lo juro. No me he aprovechado de ninguno de mis alumnos.
¿Cómo iba a creerle? Ya me había mentido lo suficiente.
Giré la llave hacia la derecha. Chilló y su grito me dolió, pero me obligué a encajar la llave en el brazalete de su otra mano. No obstante, antes de que lo hiciera, me aferró la muñeca y sentí el mismo dolor frío que había sentido cuando el cangrejo de la sombra me atacó. Ambos estaban hechos de lo mismo. Lo miré a la cara y vi que las sombras se estaban extendiendo desde sus ojos, devorándole la piel. Se estaba disolviendo, convirtiéndose de nuevo en la oscuridad de la que estaba hecho. ¿Cómo podía amar yo a esa oscuridad?
Pero mientras lo veía disolverse supe que era precisamente esa oscuridad lo que me atraía, lo que deseaba incluso más que la criatura civilizada en que se había convertido para ganarse mi amor. Lo había reprendido por haberme mentido, pero de pronto fui consciente de que yo tampoco había sido sincera. Todo aquello que le había dicho que quería eran mentiras. Lo deseaba tal como era ahora mismo: una criatura de la oscuridad. ¿Y en qué me convertía eso sino en otra criatura de la oscuridad? Bajé la vista a mi mano, a la que seguía aferrado. Mi propia piel se disolvía bajo su contacto, fundiéndose con él. Sentí que tiraba de mí, como una resaca que me arrastrara hacia el mar. Puede que no fuera capaz de amar al hombre en que se había convertido, pero quizá sí que podría amar a la criatura que era en realidad. Tal vez aquello no sería suficiente para mantenernos juntos en la luz, pero quizá bastaría para mantenernos unidos en la oscuridad.
Y todo lo que tenía que hacer para lograrlo era… nada. Si no giraba la llave en la segunda cerradura me disolvería con él.
Bajé la mano… y esperé, con los ojos fijos en él, que comprendió la decisión que había tomado. En lo poco que quedaba de sus ojos vislumbré sorpresa y oí un grito ahogado que salía de lo que restaba de su boca. Entonces me soltó la muñeca y tendió los brazos hacia mí. Cerré los ojos y dejé caer la llave para agarrarme a él… Cuando nos abrazamos sentí que la oscuridad me rodeaba acompañada del sonido del aleteo. Abrí los ojos y vi un páramo de sombras; sin color, sin luz, sin calor. Unas formas fantasmagóricas revoloteaban a mi alrededor como murciélagos, pero todas tenían un rostro humano o casi humano. Eran mis compañeros de la larga marcha. Ahí era donde se desvanecían antes de alcanzar la puerta que conducía al Reino de las Hadas. Habían contado conmigo, su guardiana, para que les abriera la puerta al Reino, pero yo les había fallado. En lugar de acompañarlos, me había marchado al bosque con mi amante demonio. Y ahora había regresado para unirme a ellos. Parecía lo correcto.
Un tirón me trajo de vuelta al mundo real, al recibidor de la Casa Madreselva. Estaba agachada junto a Liam, que todavía no se había disuelto por completo en las sombras. Sostenía la llave en la cerradura de la segunda pulsera, la introdujo… y la giró a la derecha.
—¿Por qué? —chillé.
—No puedo permitir que te destruyas por mí.
Esas fueron sus últimas palabras antes de que sus labios se disolvieran. Intenté abrazarlo, pero ya se había ido; no quedó más que una sombra que se fundió en el rayo de luz azulada que se extendía por el suelo.