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Consideré la posibilidad de comentarle a Frank mi sospecha, pero si lo hacía también tendría que decirle que Soheila era un súcubo. Y no quería revelar su secreto, sabiendo lo que ella sentía por Frank. A no ser, por supuesto, que Soheila fuera la que estaba consumiendo a los estudiantes.

Empecé a hacer un seguimiento de los jóvenes que enfermaban y comprobé si mantenían algún contacto con Soheila. Tanto Nicky como Flonia estaban en la clase de Introducción a la Mitología de Oriente Medio que ella impartía, y también Scott Wilder, quien se puso tan enfermo que tuvo que pedir la excedencia. Y, por supuesto, la decana también estaba en contacto constante con Soheila. Pero cuando acudí a Liz para compartir con ella mis sospechas, la encontré totalmente recuperada.

Tenía la mirada nítida de nuevo, la piel suave y sonrosada y el cabello canoso recogido en un moño impecable. Vestía un traje de tweed verde manzana y una blusa rosa para celebrar que se aproximaba la primavera, pero su abrigo de piel todavía colgaba del respaldo del sofá en que solía sentarse y de vez en cuando Liz tendía la mano para acariciarlo.

—¿Está mejor Ursuline? —pregunté, mirando el brillante abrigo con cierta inquietud.

—¡Sí, sí! Fingió que era un perro y la llevamos a la clínica de los Goodnough. Se lo pasó tan bien que he accedido a dejarla pasar unas horas a la semana en el parque para que pueda ver a Abby y Russel con su rottweiller Roxy, siempre y cuando se comporte, claro. —Liz inyectó una nota de severidad en su voz, pero le dio unas palmaditas cariñosas al abrigo.

Me pregunté si Ursuline disfrutaría de las horas que pasaba en forma de abrigo, pero pensé que sería grosero mencionarlo. De modo que le expliqué que sospechaba que la «gripe» que asolaba el campus podía estar causada por un súcubo.

—Supongo que sería posible, pero el único súcubo que hay en el campus es… ¿No estarás pensando en Soheila? ¡Ella nunca haría algo así! ¡Y mucho menos a los estudiantes!

De pronto me sentí culpable por haber sugerido esa posibilidad, pero insistí.

—Si no es Soheila, ¿podría ser que hubiera un súcubo o un íncubo en el campus del que no tuviéramos constancia? O sea, no siempre sabéis quién es una criatura sobrenatural y quién no, ¿verdad?

Liz frunció el ceño.

—No; me temo que no siempre podemos saberlo. En tu caso, por ejemplo, sospechamos algo cuando nos explicaste que habías rescatado a un pájaro del matorral. No obstante, si alguien realmente quisiera ocultar su verdadera naturaleza… Dios mío, sería espantoso que yo hubiera contratado a un súcubo o un íncubo que estuviera consumiendo a los estudiantes. ¡Jamás me lo perdonaría! —Parecía muy afligida—. Voy a revisar meticulosamente el historial de las últimas contrataciones. Le pediré a Mara Marinka que me ayude… si no la necesitas.

—Claro —dije. A pesar de que Mara me era de gran ayuda, las sesiones con ella resultaban incómodas y agotadoras, y más ahora que se estaba centrando en los pasajes eróticos de Dahlia LaMotte. Además, me iría bien volver a tener las tardes libres.

Cuando se lo dijimos a Mara y esta se ofreció a llevar a cabo ambas tareas, no me hizo mucha ilusión, pero me dije que estaba siendo mezquina. Era obvio que la joven necesitaba el dinero que pudiera conseguir con aquellos trabajos.

A medida que el semestre avanzaba se fue reduciendo el número de estudiantes que caían enfermos y muchos de los convalecientes se empezaron a recuperar. Las excepciones fueron Nicky, que se había puesto tan enferma que se había instalado de nuevo en casa de su abuela, y Mara, que no asistió a clase el último día antes de las vacaciones de primavera. Me envió un mensaje de texto desde la enfermería diciéndome que sentía haberse perdido la clase y que ese día no podría ir a trabajar en los manuscritos de LaMotte. Mi primera reacción fue sentirme aliviada; podría irme a casa y aprovechar para echar una cabezadita. Pero después me sentí tan culpable por esa reacción que fui a visitarla a la enfermería al terminar la clase. Lesley Wayman estaba en la habitación de Mara, sacudiendo las almohadas y estirando las sábanas.

—Pobrecilla —dijo la enfermera Wayman, al tiempo que apoyaba una mano maternal en la frente pálida de la muchacha—. Cuando llegó ayer por la noche estaba tan débil como un gatito. Debería haber venido antes.

—Es que no quería faltar a clase ni al trabajo —intervino Mara, moviendo sus labios azulados—. Podría perder la beca y ser deportada.

La enfermera Wayman chasqueó la lengua.

—Qué tontería, cielo. Nadie te va a quitar ninguna beca porque estés enferma. ¿Verdad, profesora?

—Por supuesto que no —respondí, dándole unas palmaditas en la mano a Mara.

—Pero estábamos progresando tanto en la catalogación de los libros de Dahlia LaMotte… Podría seguir yendo a su casa durante las vacaciones para recuperar el tiempo perdido.

—No te preocupes por eso, Mara. Los manuscritos seguirán allí después de vacaciones, y deberías aprovecharlas para descansar.

—Sí, eso también quiero hacer yo —comentó Lesley Wayman, acompañándome a la puerta—. Me voy a pasar toda la semana tumbada en el sofá.

—Supongo que ha sido bastante duro para usted que tantos estudiantes hayan caído enfermos a la vez.

La enfermera Wayman bostezó y arqueó la espalda, masajeándose el sacro con una mano. Ese gesto me hizo sentir dolor en mi propia espalda.

—Al menos no ha sido una gripe intestinal y la gran mayoría de jóvenes se han recuperado con un poco de descanso. Aunque me han dicho que Nicky Ballard está bastante mal. Seguro que la idiota de su madre la tiene todo el día ocupándose de su abuela en lugar de dejarla descansar.

—Sí, quizá debería pasarme por su casa para ver cómo evoluciona —dije, viendo esfumarse la posibilidad de echar una cabezadita esa tarde.

—Si lo hace, ¿le importaría llevarse estos complementos de hierro? Los pedí para Nicky y llamé a JayCee para que viniera a recogerlos, pero me dijo que estaba demasiado ocupada. —La enfermera resopló—. ¿Se lo puede creer? ¿Demasiado ocupada para venir a buscar las vitaminas de su hija enferma? Fui al colegio con JayCee, que por entonces era una chica muy maja, y odio tener que hablar mal de ella, pero… —Sacudió la cabeza y cerró la boca como si quisiera reprimir sus críticas.

Accedí a llevarme las vitaminas y le deseé unas buenas vacaciones.

—Lo mismo le digo —contestó—. Descanse un poco y ponga un poco de carne en sus huesos. Todavía está bastante paliducha.

Antes de salir del campus le envié un mensaje a Liam para avisarle que llegaría a casa más tarde. Me respondió que tenía una cita con la decana y que él llegaría sobre las cinco. Salí por la puerta sudeste, pasé de largo por mi casa intentando no pensar en las ganas que tenía de echarme una siesta y enfilé la calle Elm. Al sol, la casa de los Ballard se veía más destartalada que nunca, a pesar de que algunos alegres azafranes asomaban a través de los restos de nieve que quedaban frente a la casa. Me pregunté quién los habría plantado. Estaba claro que en algún momento alguien se había preocupado de alegrar un poco la casa. También me percaté de que pilas de periódicos viejos, bien atadas con cordel, estaban fuera preparadas para la furgoneta del reciclaje. Puede que Nicky hubiera hecho un poco de limpieza mientras estaba allí; un esfuerzo encomiable, pero seguramente no era el mejor modo de recuperarse.

Llamé a la puerta y esperé. Oí una radio encendida en la casa (WFAI, la emisora de la universidad) y de vez en cuando un golpazo. Volví a llamar y oí que alguien maldecía. Entonces la puerta se abrió de golpe y JayCee Ballard, con un cigarrillo sin encender entre los dedos, frunció el ceño al verme.

—A ver si lo adivino: ha venido para ver cómo está Nicky. ¿Es que no tenéis más estudiantes de los que preocuparos en esa maldita universidad?

—¿Por qué lo dice? ¿Ha venido alguien más a visitarla?

Encendió el pitillo y entre el humo vi que entornaba los ojos y sonreía con malicia. A continuación, cruzó los brazos encima del descolorido logo de Phish estampado en su ajustada camiseta de tirantes.

—Por lo que veo, aún no sabe que su novio se ha pasado por aquí esta mañana como si nada. ¡Hasta ha traído magdalenas! ¿Se lo puede creer? ¡Un hombre en la cocina! Si no me hubiera mirado tanto las tetas habría dicho que era gay.

—Ah, ¿Liam ha estado aquí? —pregunté, intentando disimular mi sorpresa—. Me dijo que intentaría pasarse, pero no sabía que ya lo había hecho. A mí también me gustaría ver a Nicky. Le he traído unas vitaminas. —Extraje el frasco del bolsillo y JayCee me lo arrebató de un manotazo.

—Ya se las doy yo. Ahora está durmiendo. La visita de su novio la ha dejado agotada. Si descubro que hay algo raro entre ellos, demandaré a la universidad por acoso sexual.

—Liam nunca se aprovecharía de una alumna —repuse—. Le importan demasiado para…

—Usted lo has dicho, «demasiado». Se ha pasado media hora en la habitación de Nicky. Ella dice que han estado hablando de sus poemas, pero pude verlo en sus ojos. Ese Liam tiene mirada hambrienta, ya me entiende.

Muy a mi pesar, me sonrojé.

—Sí, está claro que me entiende —se burló JayCee—. Le aconsejo que mantenga a su hombre satisfecho para que no venga por aquí en busca de carne más joven.

Y tras darme ese sabio consejo, JayCee me cerró la puerta en las narices. Estuve a punto de volver a llamar, pero decidí que no valía la pena. Bajé los escalones del porche y crucé el patio para salir de la casa. En aquel momento me percaté de que había unas huellas bastante grandes que concordaban con la talla 48 de las botas de nieve de la marca L. L. Bean que tenía Liam. De manera que JayCee no había mentido. Bueno, no había nada malo en visitar a una alumna enferma. Era justo el tipo de acto considerado propio de Liam, incluso la parte de las magdalenas. ¿Y entonces por qué me sentía rara? Desde luego no me tomaba en serio los insinuaciones obscenas de JayCee. Liam nunca se aprovecharía de una alumna de ese modo. No obstante, había algo acerca de aquella visita que me inquietaba…

—¡Hey! ¡Hey!

Ese grito, que bien podría haber sido el graznido de un ave migratoria, me trajo los pies al suelo mientras recorría la calle Elm. Me volví y vi que una mujer menuda de mediana edad, vestida con un jersey rojo chillón y tejanos, me saludaba desde el porche de una casa de madera. Reconocí la casa como una de las que visitamos el Día de Acción de Gracias con Dory para comprobar las tuberías porque sus propietarios pasaban el invierno en Florida. La autocaravana que había en el camino de entrada demostraba que ya habían regresado.

—¡Hola! —dije, sosteniendo la mano encima de los ojos para que no me deslumbrara la luz—. ¿Se dirige a mí?

La mujer bajó los escalones con sus pantuflas rojas y miró consternada la nieve que cubría el sendero.

—Ay, cielo —dijo, avanzando con cautela—. Hemos vuelto antes de lo previsto y nos olvidamos de decirle a Brock que nos despejara el camino y encendiera la calefacción. ¡Y acabamos de descubrir que alguien ha entrado a robar! Harald está hablando por teléfono con el sheriff. ¿Te lo puedes creer? ¿Aquí en Fairwick? Soy Cheryl Lindisfarne, por cierto, pero todo el mundo me llama Cherry. —Se detuvo ante mí y me tendió la mano.

—Callie McFay. Trabajo en la universidad. Y, de hecho, estuve en su casa con Dory Browne después de la tormenta de hielo de Acción de Gracias para comprobar que las tuberías estuvieran bien. Todo parecía correcto entonces.

—Oh, cielo, odio tener que decirte esto, pero por las fechas de los cargos fraudulentos a nuestra tarjeta de crédito, ¡el intruso ya estaba en casa en Acción de Gracias! En diciembre hallamos unos cargos extraños en nuestra American Express y cancelamos todas las tarjetas. Pero ¡quién sabe qué otra información se puede haber llevado! ¡Puede que nos haya robado la identidad!

La mujer miró recelosa a un lado y a otro de la calle, como si unos clones de Cheryl y Harald Lindisfarne pudieran estar transitando a sus anchas y a plena luz del día por la calle Elm.

—Menudo disgusto —comenté, sin estar segura de qué quería que hiciera yo con su problema—. Pero si no han recibido ningún cargo fraudulento más, puede que el problema ya esté solucionado…

—¿Tú crees? —preguntó, apoyando una mano en mi brazo—. Ese sinvergüenza se comió todo el jamón y las conservas de melocotón que preparé el verano pasado. Pero fue muy limpio; lavó todos los frascos y volvió a poner en su sitio los DVD de la colección de Harald. Mi marido es muy cinéfilo…

—¿Volvió a poner las películas en su sitio? —pregunté—. ¿Y entonces cómo saben que las cogió?

—Pues porque ya no están en orden alfabético… Ay, cielo, ¡quizás era un ladrón analfabeto! Puede que se haya hecho delincuente porque nunca recibió una educación adecuada. Yo colaboro como voluntaria en un programa de alfabetización, ¿sabes? —añadió—. En Florida trabajo con inmigrantes recién llegados, y aquí con trabajadores extranjeros. Dios, ¿crees que podría haber sido uno de los hombres a los que doy clase?

Afortunadamente la nueva conjetura quedó interrumpida por la aparición en el porche de un hombre rechoncho, bajo y calvo, vestido con shorts caquis, unos tirantes rojos y una camiseta que proclamaba «Jubilado migratorio y orgulloso de ello».

—El sheriff está de camino, cariñín —anunció mientras se dirigía hacia nosotras—. Dice que tenemos que hacer una lista de todo lo que ha desaparecido. Tú tendrás que encargarte de la despensa, ¿de acuerdo, cariñín?

—Ay —dijo Cherry, apretándome el brazo—. Será mejor que ponga manos a la obra. Gracias por escucharme. ¡Tenía que contárselo a alguien! Y me alegro de haberte conocido. Dory me dijo que teníamos a una profesora nueva muy amable. Tendrías que unirte a nuestro club de lectura y al cine club de Harald. Vemos tanto clásicos como películas modernas. Mis favoritas son las comedias románticas…

Estaba buscando un modo educado de despedirme, pero las palabras «comedias románticas» captaron mi atención.

—¿Qué películas vio el ladrón? —pregunté, interrumpiendo la crítica que Cariñín estaba haciendo de la nueva película de Nancy Meyers.

A ella le sorprendió mi grosería, pero se recuperó y se volvió hacia su marido.

—¿Tú te acuerdas, Harald?

—He redactado una lista para la policía —respondió él, sacando un papel doblado del bolsillo de sus shorts—. Veamos… —Mientras se ajustaba las gafas a la nariz bronceada, reprimí el impulso de decirle que se diera prisa—: La bella y la bestia, la francesa, no la de Disney, Sucedió una noche, Historias de Filadelfia, Tienes un email y Cuando Harry encontró a Sally.

—Vaya. ¡Por lo visto le gustan las comedias románticas! —exclamó Cariñín—. Seguro que sufre de mal de amores e intentaba descubrir cómo recuperar a su novia. ¡Esas películas son manuales de instrucciones en el arte del amor!

—Sí, pueden extraerse valiosas enseñanzas de ellas —asentí. Por ejemplo, cómo mentir a tu novia, pensé con amargura—. Y los cargos en la tarjeta de crédito, ¿recuerdan de qué empresas eran?

—Y tanto —respondió Cherry—. L. L. Bean, Lands’ End y J. Peterman. Son las marcas preferidas de Harald, así que al principio no nos dimos cuenta. Pero cuando revisamos los recibos vimos que los pantalones eran de un par de tallas más pequeñas de cintura que los de Harald, y los zapatos mucho más grandes…

—¿De qué talla? —inquirí.

—¡Un cuarenta y ocho!

—Ah —dije, sintiendo que me daba un vuelco el corazón—. Eso es… muy grande. Supongo que no hay muchos hombres con esa talla de zapato.

—¡Desde luego que no! Será una buena pista para la policía. Pero, pobrecita, ¡te has quedado pálida! Seguro que saber que el ladrón estaba en la casa cuando viniste no te hace ninguna gracia. No te culpo por ello, ¿sabes? De algún modo, te hace sentir violada, ¿no?

—Así es —le dije a Cherry con franqueza—. Creo que… que será mejor que me vaya a casa.

—Sí, cielo. Vete a casa y prepárate una taza de té bien azucarado. Y cierra la puerta con llave. Quién sabe, ese sinvergüenza podría seguir merodeando por la zona.

Emprendí el camino de vuelta a casa, repasando lo que me habían dicho los Lindisfarne. El día después de que yo echara al íncubo de mi casa, alguien se coló en su casa y utilizó su tarjeta de crédito para comprarse ropa de la misma marca que usaba Liam, y menos de dos semanas después Liam Doyle se presentó en Fairwick.

Cuando doblé la esquina para tomar mi calle vi que había tres mujeres sentadas en mi porche. Dos de ellas eran las mismas que habían venido la noche de la tormenta de hielo: Diana Hart y Soheila Lilly. La tercera era Fiona Eldritch.

Al subir los escalones del porche sentí que las piernas me pesaban. Llevaba días sintiéndome cansada, ¿verdad?

—No es necesario que hagáis una intervención —dije—. Sé lo que habéis venido a decirme. Liam Doyle es el íncubo.