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No tuve mucho tiempo para pensar en la discusión, ni en el sorprendente destello de violencia que había vislumbrado en los ojos de Liam, porque quince minutos después de que este se marchara Mara se presentó en casa. Cualquier otro estudiante de primer curso habría aprovechado mi ausencia en la universidad para tomarse la tarde libre, pero Mara no.

—Supuse que usted querría avanzar un poco más con los manuscritos de Dahlia LaMotte. Son tan fascinantes… —explicó.

Normalmente le hubiera dicho que tenía razón, pero esa tarde lo que menos me apetecía era catalogar las fantasías románticas de una solterona ermitaña, y todavía menos con Mara, que siempre acababa topándose con los fragmentos más eróticos de las novelas. No era mi intención que la muchacha leyera los pasajes más eróticos de los manuscritos; solo le había pedido que tomara nota de cuántas páginas escribía LaMotte cada día. Quería averiguar si escribía más a medida que el libro progresaba, si a veces se bloqueaba y cuánto tiempo se tomaba entre libro y libro. Pero era imposible evitar que Mara leyera con avidez y casi siempre elegía las escenas más picantes para leerlas en voz alta y me pedía explicaciones embarazosas de algunos términos sexuales. Siempre que se topaba con una palabra que desconocía, se sentaba a mi lado, demasiado cerca, y me señalaba el término en cuestión. A veces me parecía que intentaba incomodarme a propósito, como si quisiera insinuarse. Mara hacía que las tardes se hicieran largas e incómodas, pero ese día descubrió algo muy interesante.

—Me he dado cuenta —empezó, levantando la vista de su cuaderno de hojas amarillas en el que llevaba la cuenta de la páginas— de que hay una correlación entre el rendimiento de la señorita LaMotte y las escenas de sexo.

—¿En serio? —pregunté, impresionada por su uso de «correlación».

—Sí, mire… —Se acercó y se arrodilló a mi lado. Me puso el cuaderno amarillo en el regazo y me señaló lo que había encontrado, rozándome con el brazo—. He marcado con asteriscos los fragmentos en que se produce una interacción romántica: un asterisco para una mirada sugerente, dos para un beso y tres para el acto sexual en sí…

—Vale, ya lo entiendo. ¿Y cuál es exactamente la correlación que ves?

—Eche un vistazo al recuento de páginas. Entre las escenas de miradas sugerentes y las de besos, la señorita LaMotte escribía entre diez y quince páginas al día. Y la secuencia se repite en todas sus novelas, ¿lo ve? Las he catalogado todas con el mismo método.

Mara comenzó a pasar las páginas del cuaderno, todas marcadas con varios asteriscos. «Eso son muchísimos besos», pensé, intentado recordar la última vez que Liam me había besado. ¿Habría sido la última de verdad?

—Y entre el primer beso y el acto sexual escribía entre veinte y treinta páginas al día —continuó la joven—. El número aumenta a veces hasta las sesenta páginas diarias a medida que se acerca la escena de sexo.

—¿En serio? —pregunté. Aquel descubrimiento hizo que dejara de pensar en los besos de Liam. Cogí el cuaderno y me moví un poco para que Mara no estuviera tan cerca de mí—. Eso es interesante…

—Lo que de verdad es interesante es que después de la escena de sexo el recuento de páginas disminuye de nuevo. A veces incluso pasaba unos días sin escribir, como si estuviera exhausta.

Hojeé las páginas, cada una de las cuales analizaba una de las novelas de Dahlia LaMotte. Mara tenía razón: había un patrón repetido. Era como si la autora se motivara a medida que aumentaba la tensión sexual entre sus personajes y como si después de hacer el amor esta sufriera una especie de bajón poscoital.

—Mara, has hecho un descubrimiento muy importante. Muchas gracias.

La muchacha me dedicó una sonrisa extraña y las mejillas se le ruborizaron. Casi estaba guapa. «Pobre chica —pensé—, necesita que le den ánimos. Debería esforzarme un poco más con ella… Invitarla un día a cenar a casa con algunos estudiantes más…». Pero esa noche no; esa noche solo me apetecía meterme en la cama y dormir.

—Me gustaría revisar todo esto y pensar en lo que has descubierto —dije, poniéndome en pie—. Ahora demos por terminada la jornada.

Mara pareció decepcionada, pero inmediatamente recobró el ánimo.

—¿Podemos seguir trabajando mañana? —preguntó.

—Claro —contesté, a pesar de que el día siguiente tocaba libre. Quizá fuera mejor que me volcara en el trabajo para distraerme y dejar de torturarme con la discusión con Liam.

Después de que Mara se marchara, me preparé una sopa y me la llevé arriba para tomarla en mi habitación. La casa se me antojaba vacía sin Liam. Fui a su estudio y miré por la ventana al otro lado de la calle para comprobar si había luz en la habitación que Liam solía ocupar en la posada. No estaba iluminada. ¿Se habría ido a otro lugar? ¿O habría pedido otra habitación? ¿O puede que estuviera allí durmiendo a pierna suelta, nada perturbado por nuestra discusión?

Antes de salir del estudio me percaté de que Liam había apilado sus piedras redondeadas en un montón, como si hubiera estado diseñando una tumba. Me pareció tan espeluznante que esparcí las piedras y me llevé una a mi dormitorio; redonda y fría, me resultaba relajante en la palma de la mano.

A pesar de lo cansada que estaba, esa noche me costó dormir. Incluso el manuscrito subido de tono de El asaltante vikingo no logró distraerme. Había llegado a la parte en que pagan el rescate y la heroína regresa con su prometido de la realeza. Pero la noche antes de su liberación, su raptor vikingo entra en su habitación por última vez…

… Como una tormenta en el mar que llegaba para hacer zozobrar mi decisión.

—¿Te hará esto tu joven noble? —gruñó, hundiendo su rostro hirsuto entre mis senos y lamiéndome los pezones hasta endurecérmelos—. ¿Y esto? —Me agarró las caderas y apretó su hombría contra mí, pero enseguida retrocedió, mofándose de mí.

Me adelanté hacia él, ansiosa por sentirlo al fin dentro de mi. Él siempre había evitado esta última intimidad entre nosotros, para preservar mi doncellez para mi futuro esposo. Pero poco me importaba ya lo que este pudiera pensar en nuestra noche de bodas. Le rodeé las caderas con las piernas y tiré de él hacia mí, rogándole que me penetrara.

—Ay, muchacha —gimió cuando al fin entró en mí—. Me has vencido. Ahora soy yo tu prisionero.

Y a pesar de que sabía que, según la lógica de esas novelas, el vikingo y la joven irlandesa acabarían juntos en la última página, las lágrimas acudieron a mis ojos cuando el raptor le entrega la llave de su celda como regalo de despedida y ella lee la nota atada a ella con una cinta escarlata.

Te entrego la llave de tu libertad, muchacha, pero ¿puedes tú devolverme la llave de mi corazón?

Cuando apagué las luces, el lado de la cama de Liam (¿cómo podíamos habernos adjudicado lados tan deprisa?) pareció separarse como la grieta de un glacial donde podía caer al mínimo descuido. Permanecí tumbada, tensa, repasando una y otra vez la discusión, intentando hallar la manera de que terminara de un modo diferente, pero siempre arribaba al mismo resultado: dudaba de que Liam y yo estuviéramos bien juntos, le decía a Nicky que mi relación con él podría ser un error y acababa en el despacho de Frank permitiendo que me metiera la mano en el escote. Podía intentar explicarle a Liam que solo pretendía descubrir por qué estaba tan cansada y delgada, pero ¿acaso el motivo de mi insomnio y mi pérdida de peso no podía ser que había cometido un error? Quizás habíamos ido demasiado rápido. ¿Qué sabía de Liam en realidad? Siempre había una parte de él que se guardaba para sí mismo. Al principio lo había atribuido a la tristeza que sentía por la muerte de Jeannie, o a su parte de poeta atormentado, pero cuando apartó el brazo esa tarde y levantó el puño pensé que iba a pegarme. ¿Habría intuido esa violencia desde el principio? ¿Acaso estaba buscando el modo de finiquitar mi relación con Liam? ¿Por ese motivo había acudido a Frank con la idea de los vampiros? Porque estaba claro que yo misma podría haber mirado en mi escote para comprobar si tenía marcas de colmillos.

Pateé las sábanas, que se habían enredado tanto como mis pensamientos, y estas cayeron al suelo y quedaron esparcidas a la luz de la luna como un montón de nieve. ¿Seguía nevando? Me levanté y fui hasta la ventana. No. Ya no nevaba y había salido la luna, cuyo resplandor había convertido los árboles nevados en esqueletos; sus sombras se extendían por la extensión blanca del patio trasero en dirección a la casa.

Una de las sombras se soltó del borde del bosque y se escabulló por el jardín. Un cangrejo de sombra, pensé. Corrí escaleras abajo, me puse el abrigo por encima del camisón y me calcé las botas de piel. La cesta de pesca que Soheila me había dado estaba en la cocina, colgada en la puerta trasera.

Abrí la puerta con cautela y observé las sombras en busca de algún movimiento. Aquella criatura podría estar merodeando por ahí cerca, intentando hallar el modo de entrar para acabar con Ralph. Podría haberse escondido en la sombra en forma de cuña que proyectaba la propia puerta, que se extendió por el suelo de la cocina en cuanto la abrí. Deslicé la nasa de mimbre por encima de la sombra y cuando estuve segura de que no había entrado nada, salí y cerré la puerta.

El patio trasero estaba cubierto de una capa de nieve virgen cuya superficie congelada destellaba al claro de luna, salvo en las zonas ensombrecidas. En un extremo del jardín veía las sombras de los árboles, otras que llegaban hasta el centro junto a la fuente de los pájaros, otras con forma alargada a sotavento de un viejo muro de piedra, a unos pasos de la puerta de la cocina, y un enredo de siluetas que proyectaba un arbusto que había junto a la pared. Estudié todas aquellas sombras con detenimiento, comparándolas con el objeto que las proyectaba en busca de algún bulto o movimiento sospechoso. No había nada.

El viento sopló en el patio, hizo que la nieve suelta se deslizara por la superficie helada y meneó las ramas de los árboles. Me pareció que una de las siluetas alargadas que proyectaba el arbusto se hinchaba. Di un paso, pisando la sombra del muro de piedra, y sentí que algo me rozaba el tobillo.

Bajé la vista y descubrí al cangrejo escabulléndose hacia la puerta. Me lancé sobre él con la cesta abierta en las manos… y fallé. El cangrejo me esquivó y corrió de nuevo hacia el bosque. Me levanté y salí tras él, pero tropecé en la nieve. Aquella criatura era lo suficientemente ligera para moverse por la superficie, pero mis pies se hundían con torpeza. Si el cangrejo llegaba al bosque nunca lo pillaría y Ralph languidecería y se moriría en las Tierras Fronterizas. Vi entonces que ya estaba casi en el linde del bosque, a punto de fundirse con una gran sombra en forma de hombre…

Al ver que la sombra se acercaba a mí, retrocedí y solté la cesta.

Levanté la vista, temiendo encontrarme con algún monstruo horrible, pero para mi sorpresa lo que vi fue el rostro de Liam, pálido y oculto entre las sombras.

—¡Liam! ¿Qué haces aquí?

—No podía dormir sin ti, así que salí a dar un paseo por el bosque. Entonces oí un ruido procedente de la casa y pensé que alguien estaba intentando entrar. ¿Y tú? ¿Qué estás haciendo?

—¿No podías dormir sin mí? —repetí, ignorando su pregunta—. Pues yo tampoco podía dormir sin ti.

Liam dio otro paso hacia donde acababan las sombras. La luna le iluminaba el cabello y los hombros de su jersey de color crema, pero su rostro permanecía en la penumbra y un tanto difuso, como si estuviera bajo el agua o disolviéndose, pero enseguida advertí que ese efecto se debía a las lágrimas que asomaban a mis ojos.

—Ay, Liam, lo siento mucho. No creo que nuestra relación sea un error. No me interesa Frank Delmarco ni nadie más. Solo me interesas tú.

Se acercó, quedando totalmente iluminado por la luna, y su cuerpo adquirió una forma nítida. Me abrazó y noté que tenía los brazos helados, pero cuando deslicé las manos por debajo de su jersey y le besé sentí que una chispa de calor se encendía en su interior. Él gimió y comenzó a acariciarme la espalda por debajo del abrigo. Cuando se topó con mi piel, jadeó y me levantó. Le rodeé las caderas con las piernas. A continuación me empujó contra un pino, que nos espolvoreó de nieve y proyectó algunas sombras sobre Liam. Cuando me penetró, olí el fuerte aroma a pino. El árbol se bamboleó a nuestro ritmo, uniéndose a nuestro gemidos y jadeos, como si el propio árbol, el bosque y la noche entera participasen en nuestro éxtasis.

Después entramos en casa, Liam me llevó a la cama y nos quedamos tumbados bien pegados uno al otro. No podía quitarle las manos ni los ojos de encima, como si tuviera que convencerme de que era real. Cuando cerraba los ojos lo veía disolverse entre las sombras y los abría sobresaltada, como si fuera yo quien estaba cayendo en la oscuridad.

Cuando desperté por la mañana me dolía todo el cuerpo, pero en cuanto Liam se pegó a mi espalda, me volví excitada e hicimos el amor otra vez.

Llegué tarde a clase y tan dolorida que estaba segura de que caminaba raro.

—¿Te has reconciliado con el poeta? —me preguntó Frank cuando pasé por delante de su despacho.

Miré a un lado y otro del pasillo antes de contestarle para asegurarme de que Liam no andaba por ahí; no quería que me viera de nuevo con Frank.

—Todo bien. Solo tuvo un arrebato de celos, pero le aseguré que no había motivo para sentirse celoso y nos reconciliamos —respondí con una ancha sonrisa, intentando reprimir una mueca de dolor; me dolían hasta los labios de tanto besuqueo.

—Perfecto —dijo Frank—. Entonces no le importará que entres y te sientes aquí un momento, ¿no? Tengo que hablarte de algo importante.

Me volví para echar otro vistazo al pasillo y vi que Frank sonreía cuando lo miré de nuevo. Entonces entré en su despacho y me dejé caer en la silla delante de su mesa, deseando de inmediato haberme sentado con más delicadeza.

Frank fue a cerrar la puerta.

—Creo que no es buena idea —objeté.

—No podemos arriesgarnos a que alguien nos oiga —repuso, sentándose en el borde de la mesa—. Nos estamos jugando mucho más que los delicados sentimientos de tu novio.

Abrí la boca para protestar de nuevo, pero comprendí que acabaríamos antes si no le llevaba la contraria.

—¿De qué se trata?

—Ayer hice algunas averiguaciones sobre nuestros vampiros residentes y no creo que sean ellos quienes se estén alimentando de los alumnos.

—¿Por qué? ¿Porque te lo dijeron ellos?

—No. Porque los estuve vigilando toda la noche y la única sangre que bebieron era importada.

—¿Importada?

—Vaya, que no era local. Anoche tres personas fueron a su casa, todas mayores de veintiún años, y ofrecieron sus servicios voluntariamente.

—Pero… ¿por qué iba a hacer alguien una cosa así?

—Una era una mujer de mediana edad de Woodstock que está escribiendo una novela romántica paranormal. Se considera la persona más afortunada del mundo por haber encontrado unos vampiros tan caballerosos; eso fue lo que me dijo cuando salió de la casa, casi al amanecer. Los otros dos eran una pareja de Manhattan que están buscando darle un poco de chispa a su matrimonio…

—Vale, vale, creo que no quiero saber más.

Frank sonrió.

—Te entiendo. Hay algunas imágenes que yo también prefiero olvidar.

—Pero solo porque los vampiros no acecharan a ningún estudiante anoche no significa que no lo hagan nunca.

—No, pero también me pasé por la enfermería y estuve charlando con la enfermera del turno de noche. Ningún alumno presenta marcas de mordiscos, y cuando hablé con Flonia Rugova no recordaba ningún ataque de vampiro, ni de modo consciente ni inconsciente.

—¿Cómo está Flonia? —quise saber.

—Está muy débil y parece que sufre pérdida de memoria inmediata, pero se está recuperando. Le dije a la enfermera que sería mejor que no recibiera más visitas.

—Pero si no es cosa de los vampiros, ¿quién…?

—No lo sé. Voy a hacer un seguimiento del progreso de Flonia. ¿Y tú cómo te encuentras?

—Bien, bien. Creo que no era más que un virus, pero ya lo he pasado. —Me levanté y le dediqué una sonrisa mecánica para evitar estremecerme del dolor que sentía entre las piernas—. Estoy mejor que nunca.

No obstante, no podía dejar de preguntarme: si no era un vampiro, ¿quién o qué estaba consumiendo a los estudiantes? ¿Un súcubo?