33

Fue un enero inusualmente frío en todo el país, con récord de bajas temperaturas en la mayoría de ciudades, desde Nueva York hasta Florida. Las cosechas de cítricos se echaron a perder, los manatís se acurrucaban alrededor de las corrientes calientes procedentes de los tubos de las centrales eléctricas y tuvieron que alojar a las tortugas marinas que estaban anidando en habitaciones de hotel para que no se congelaran. No obstante, en Fairwick el frío era glacial. Durante la mayor parte del mes la temperatura no sobrepasó los diez grados bajo cero. ¿Quién no querría invernar? Todos los días dibujaba la sombra de Ralph y quemaba el papel mientras repetía el hechizo para un viaje seguro, pero él seguía totalmente dormido. Cuando lo dejaba de nuevo en su cesta, me venían ganas de acurrucarme otra vez en la cama, en lugar de arrastrarme por la nieve para impartir una clase a un grupo de universitarios adormilados en una aula sobrecalentada.

Me decía que era normal que quisiera meterme en la cama cuando regresaba a casa del campus y que los fines de semana solo tuviera ganas de tumbarme en el sofá de la biblioteca con Liam. No nos pasábamos el día haciendo el amor; a veces leíamos y él preparaba té y tostadas de canela a las cuatro de la tarde. Y otras veces veíamos películas antiguas. A Liam, tal como había supuesto por su página de Facebook, le encantaban las mismas comedias románticas que a mí, clásicos como La fiera de mi niña, Sucedió una noche e Historias de Filadelfia. Y también sus homólogas modernas como Annie Hall, Algo para recordar y Tienes un email. Se las sabía casi de memoria y, aun así, todavía parecían sorprenderle.

—Al principio no se gustan, pero luego se enamoran. Aunque no dejan de discutir ni cuando se están enamorando. ¿Por qué? ¿De verdad tienen que empezar no gustándose para acabar juntos? —preguntó.

—Bueno, así el argumento es más interesante —contesté—. Sería demasiado fácil si se gustaran desde el principio y las cosas que les molestan del otro… Pues, quizás eso sea lo que buscan en realidad, pero les asusta comprobar que existe.

—¿Y por eso siempre salen con otras personas al principio? ¿Por qué han dejado de buscar a la persona correcta y se han acostumbrado a estar con la equivocada?

—Puede ser —contesté, preguntándome si estaría pensando en mi relación con Paul, o en la suya con Moira.

Cuando llegamos a la parte de Tienes un email justo antes de que Tom Hanks aparezca en Riverside Park y Meg Ryan descubra que su amigo secreto es en realidad el hombre que ha puesto en peligro su negocio, Liam me preguntó:

—Si te mintiera sobre algo importante y pretendiera ser alguien que no soy, ¿serías capaz de perdonarme?

—Ostras, no me digas que eres un espía de la Sociedad de Adoradores de Dahlia LaMotte y que has estado practicando sexo apasionado y salvaje conmigo solo para tener acceso a sus manuscritos —bromeé.

Esperaba que la referencia al «sexo apasionado y salvaje» lo distrajera o incluso lo animase, pero en lugar de eso se puso todavía más nervioso. Se levantó y empezó a caminar de un lado a otro delante de las estanterías.

—Todos estos libros que lees y sobre los que escribes, tus romances, ¿crees que dicen la verdad sobre el amor? —Cogió una copia de Evelina de la estantería y añadió—: ¿Podría alguien leerlos para aprender a estar enamorado?

—No son manuales de instrucciones —repuse, empezando a enfadarme. No tenía energías para un debate filosófico sobre la naturaleza del amor, o puede que me hubiera tocado el punto débil. A veces me preguntaba si el verdadero motivo por el que leía romances era para descubrir qué significaba estar enamorada, pero otras veces me preocupaba que el hecho de leer todas esas historias románticas me hacía sentirme insatisfecha con el amor en la vida real—. No hay ningún manual. La gente aprende con la experiencia. Se precisa tiempo. No se puede estudiar como si fuera economía o aprendieras a tocar el piano…

Puede que mi mención a la economía con el correspondiente recordatorio de Paul fuera lo que le sacó de quicio.

—¿Y entonces de qué sirven? —preguntó, lanzando Evelina por los aires. Y se marchó furioso de la biblioteca.

—¡Oye! ¡Es una edición de 1906! —protesté. Pensé salir tras él, pero de pronto me sentía demasiado cansada; cansada de los arrebatos de Liam y agotada físicamente.

Me acurruqué en el sofá y me tapé con la manta de alpaca que Phoenix había comprado. Todavía olía a Jack Daniel’s y Shalimar. Pensar en Phoenix me hizo sentir lástima de mí misma. Todo el mundo me abandonaba: Phoenix, Paul, y ahora Liam. Y ya había empezado a sollozar cuando este regresó, arrepentido y oliendo a aire libre. Cuando apoyó su frente contra la mía, noté que la tenía helada.

—Lo siento —se disculpó—. ¿Quieres que acabemos de ver la peli?

—No —contesté, pasándole los brazos alrededor del cuello—. Creo que necesitas un poco más de experiencia en el arte del amor.

—¿Sí? —dijo, levantándome en brazos y dirigiéndose a las escaleras—. ¿Así?

—Curso básico de Rhett Butler. Sí, justo así.

A medida que enero daba paso a febrero, tenía que admitir que mi fatiga constante no se podía deber únicamente a los efectos de mucho sexo. Me pasaba algo. Puesto que todavía no tenía un médico de cabecera en la zona, decidí acudir a la enfermería de la universidad antes de clase. Me encontré con una sala de espera abarrotada, repleta de estudiantes con los ojos llorosos que se sorbían la nariz y una enfermera agobiada.

—¿Qué sucede? —pregunté al registrarme. Reconocí los nombres de algunos chicos en la hoja de registros: Flonia Rugova, Nicky Ballard y también Richie Esposito, a quien recordaba de la clase de Escritura Creativa—. ¿Es gripe porcina?

La enfermera, Lesley Wayman, según su identificación, levantó un dedo para indicarme que me esperara mientras estornudaba.

—No —contestó—. Esta ya casi ha pasado. Es otra cosa. La doctora Mondello cree que se trata de mononucleosis infecciosa, aunque de momento las pruebas han dado negativo.

—¿Cuáles son sus síntomas? —quise saber.

—Fatiga, sudores nocturnos, anemia…

—Yo estoy muy cansada, pero no he notado sudores nocturnos… —comenté, y me sonrojé levemente al recordar lo mucho que sudaba en realidad debido a mis actividades nocturnas. Y no sabía si estaba anémica o no, aunque nunca lo había estado antes.

—Tome asiento —dijo la enfermera Wayman—. La doctora le atenderá lo antes posible.

Me senté en una incómoda silla de plástico, la única libre, y saqué una pila de redacciones pendientes de corrección. En aquella sala había suficiente silencio para trabajar tranquilamente; de hecho, el único ruido que se oía era el zumbido de la calefacción por aire y el débil susurro de los MP3 que varios estudiantes llevaban conectados a los oídos. Corregí dos redacciones, sumando el chirrido de mi bolígrafo rojo al silencioso ambiente, antes de darme cuenta de algo muy extraño: estaba en una sala repleta de universitarios y nadie estaba hablando. Lo más normal sería que en un grupo de chicos entre dieciocho y veinte años, que estudiaban en la misma universidad, alguien tuviera algo que decir, ¿no?

Levanté la vista y los observé. Justo delante de mí, repantigado en una silla demasiado pequeña, había un muchacho con el cabello greñudo, perilla y un piercing de plata en la nariz. Lo reconocí de la clase de Liam, pero no recordaba su nombre. ¿Wes? ¿Will? ¿Waylon? Era un nombre que empezaba por W, o quizá la W que llevaba tatuada en el cuello me confundía. Tenía los ojos cerrados y movía la cabeza al ritmo de la música que se escapaba tenuemente de sus auriculares de plástico… No; meneaba la cabeza porque se había quedado dormido. Cada vez que su cabeza se inclinaba hacia delante la levantaba por reflejo y emitía un sonido ahogado. Dolía ver aquellos movimientos, pero también era un tanto gracioso. Miré alrededor para comprobar si alguien más se había percatado de sus meneos, pero todos los demás dormían o tenían la mirada perdida u observaban la nevada por la ventana con expresión distraída. Aparte de que nadie hablaba, tampoco leían ni escribían ni dibujaban. La única persona que tenía un libro en el regazo era Flonia Rugova, que estaba sentada en el único sofá de aspecto cómodo que había en aquella sala de espera. Me levanté y me acerqué a ella. Le toqué el hombro y se estremeció.

—Profesora McFay, ¿de dónde sale? No la había visto.

—Pues llevo quince minutos aquí, pero yo tampoco te había visto. Estaba corrigiendo unos trabajos. Diría que no me has visto porque estabas absorta en tu libro, pero aunque no soy una experta en checo, sé que no se lee del revés.

Flonia bajó la vista al libro que tenía en el regazo: Poemas de Czeslaw Milosz.

—Ah —dijo—. Lo estoy leyendo para un estudio independiente que estoy haciendo con el profesor Doyle y el profesor Demisovski. Es muy bueno, pero de algún modo leo dos líneas y me quedo mirando al vacío. —Bostezó—. No sé qué me ocurre, pero me paso el día durmiendo y tengo unos sueños muy raros que…

—¿Flonia Rugova?

Pensé que Flonia se había interrumpido a media frase porque la enfermera Wayman la había llamado, pero no hizo ningún ademán de levantarse ni de haber reconocido su nombre. Y cuando bajé la vista vi que se había quedado frita.

—¿Flonia? —Le toqué el antebrazo. Tenía la piel fría—. Creo que es tu turno.

—¡Ay! —exclamó, despertando sobresaltada. El color de sus mejillas se había oscurecido y me miró como si no me reconociera.

—¿Señorita Rugova? —La enfermera se había acercado—. La doctora Mondello ya puede recibirla.

Flonia me sonrió y se levantó. El libro de poemas cayó al suelo. Lo recogí y se lo di.

—¡Czeslaw Milosz! —exclamó, como si fuera la primera vez que lo veía—. Me encanta. ¡Muchas gracias!

La doctora Mondello, una mujer alta de pelo muy corto y ojos grandes de mirada profesional, me escuchó atentamente mientras le describía mis síntomas y ella me auscultaba el corazón y los pulmones. Me examinó la garganta y los oídos, me palpó las glándulas y me sacó una muestra de sangre. Después me formuló las preguntas habituales.

—¿Dificultad para respirar?

—No —respondí, recordando mis jadeos cuando hacía el amor con Liam.

—¿Palpitaciones cardíacas?

—No creo. —Aunque en ese momento el corazón me latía con fuerza al pensar en Liam.

—¿Mareos?

—Tampoco. —No creía que la sensación de desvanecimiento que sentía cuando miraba a Liam a los ojos fuera relevante clínicamente.

—¿Pérdida de peso?

—¡Ojalá! Últimamente como tanto como un camionero.

—¿En serio? Me ha parecido que los pantalones le van un poco holgados. ¿Se ha pesado?

Negué con la cabeza y me pidió que me subiera a la báscula. Pesaba dos kilos y medio menos que la última vez que me había pesado, que fue justo antes de Navidad.

—¿Suele comer en la cafetería?

—No. ¿Por qué? ¿Cree que podría ser algún tipo de intoxicación alimentaria?

—No, nadie ha tenido problemas digestivos, pero estoy recibiendo muchos casos de anemia. Me preguntaba si en el campus servían alguna comida que absorba el hierro de la sangre. Algunos alimentos son inhibidores de la absorción de hierro, como el vino tinto, el café, el té, las espinacas, las acelgas, los boniatos, los cereales integrales y la soja. ¿Últimamente ha consumido grandes cantidades de alguno de ellos?

—No, creo que no —contesté.

La doctora suspiró.

—Y tampoco ninguno de los pacientes que presentan anemia. Me temo que era una idea un tanto loca. —Se rio de sí misma con naturalidad—. Pero no tan loca como la primera.

—¿Y esa cuál fue? —quise saber.

—Vampiros —respondió, arqueando las cejas en expresión burlona—. Cuando empecé a ver tantos pacientes con anemia lo primero que pensé fue que a todos estos chicos les estaban chupando la sangre.