Era la primera vez que vivía con un hombre. Cuando Paul y yo nos conocimos vivíamos en residencias con compañeros de habitación, y cuando me mudé a mi apartamento él se fue a vivir a California. Habíamos pasado largos períodos de vacaciones juntos, pero nunca habíamos mezclado nuestras pertenencias en un mismo lugar.
Liam no tenía muchas cosas (llevaba años viajando ligero, me dijo), pero su presencia impregnó la casa: un olor a limpio y salado como el mar, la fragancia penetrante del whisky irlandés que tomaba mientras contemplaba la puesta de sol desde el porche cuando daba por terminada la jornada, y algo dulce y evasivo, como el aroma de la madreselva con la brisa de verano. Las repisas de las ventanas, los boles y los cestos vacíos se llenaron de los tesoros que encontraba durante sus paseos: una ramita retorcida de madreselva que parecía un trozo de madera erosionado por el mar, unas piedras grises y redondas, un nido de pájaro; el tipo de cosas que coleccionaría un niño de doce años o un naturalista del siglo XIX… o, tal como pensaba a veces, el tipo de cosas que un animal salvaje llevaría a su guarida.
No quería que sintiera que estaba viviendo en casa de alguien en lugar de en su propia casa, de manera que el fin de semana antes del inicio de las clases le pedimos prestada la camioneta a Brock y salimos a rastrear los anticuarios de la zona para convertir uno de los dormitorios vacíos en su despacho. En Bovine Corners encontramos una silla de Stickley Morris y un secreter de estilo victoriano. El pueblo todavía me asustaba un poco después de aquella noche en que lo crucé con el coche, pero la verdad es que tenían algunas antigüedades preciosas y una tienda tradicional en la que vendían quesos artesanales, pan recién hecho, mermeladas y confituras caseras. Seguramente podríamos haber comprado todo lo que necesitábamos allí, pero hacía un día soleado, la temperatura estaba por encima de los cero grados por primera vez en semanas y las colinas más allá de Bovine Corners parecían llamarnos.
Continuamos conduciendo hacia el este, por el condado de Delaware, a través de campos cubiertos de nieve y montañas resplandecientes por el sol, que según Liam le recordaban a su casa. Pasamos junto a tierras de labranza y pequeños y solitarios pueblos cuyas casas de estilo victoriano y neogriego estaban descoloridas y ruinosas. Muchas de las granjas que había en las afueras de aquellos pueblos se veían abandonadas. Los techos de los establos estaban curvados como el lomo de un caballo al que se ha montado durante mucho tiempo con demasiada dureza; algunos se habían derrumbado por completo y parecían enormes esqueletos de mastodonte que se pudrían en los campos.
En el camino de regreso nos detuvimos en otro anticuario.
—Es muy bonito —dijo Liam cuando me vio mirando un precioso anillo antiguo de diamantes y esmeraldas.
La anciana que llevaba la tienda aprovechó la oportunidad para abrir la vitrina.
—Sí, desde luego el caballero tiene muy buen ojo. Esta es mi mejor pieza. La adquirí en la finca Trask, en la zona de Glenburnie. Es un anillo de la época victoriana, con montura de plata y una esmeralda de un quilate flanqueada por dos diamantes de medio quilate. —Extrajo el anillo de su caja de terciopelo y se lo entregó a Liam. Este levantó el anillo hacia la débil luz del sol invernal y lo movió en el aire hasta que desprendió unas chispas de brillo en la polvorienta tienda. A continuación, me cogió la mano y deslizó el anillo en mi dedo anular. Era justo de mi talla.
—Es precioso —comenté, levantando la mano hacia la luz. Las antiguas piedras destellaron como si contuvieran una chispa de vida olvidada. Entonces eché un vistazo a la etiqueta del precio—. Pero es muy caro. —Empecé a quitarme el anillo, pero Liam ya le había susurrado algo a la anciana, que sonreía como una colegiala. Me cogió la mano de nuevo y volvió a colocarme el anillo en el dedo.
—Es tuyo —dijo—. Quiero que lo tengas.
Me miré la mano. Me lo había puesto en la derecha, no en la izquierda, de manera que no era una alianza de compromiso. De todos modos, era un anillo de diamantes.
—Liam, es precioso, pero no estoy segura…
Me hizo levantar la mano hacia la luz y una chispa de brillo de los diamantes le iluminó los ojos.
—Los diamantes me recuerdan a la nieve iluminada por la luna la víspera de Año Nuevo —dijo, y se inclinó para susurrarme algo al oído—: y la esmeralda es del color de tus ojos cuando hacemos el amor.
Sentí la calidez de su aliento recorrerme la espalda.
—Pues entonces será mejor que me lo quede —dije, con voz temblorosa de deseo—. No puedo dejar que nadie más lleve consigo esos recuerdos.
Esa noche, cuando hicimos el amor deslicé las manos alrededor del poste de la cama, del mismo modo que había hecho la noche antes de Año Nuevo. La luna iluminó el anillo y proyectó un ramillete de luces de diamantes y esmeraldas en el rostro de Liam. Le hizo parecer insustancial, como si pudiera disolverse en tropecientos átomos y desvanecerse ahí mismo. Solté el poste de la cama y me agarré a sus brazos, sus sólidos y fuertes bíceps, y recordé lo que me había dicho aquella noche.
«Espera», había dicho.
Y eso hice.
Por supuesto, mis alumnos se percataron del anillo enseguida.
—Profesora, ¿se ha prometido durante las vacaciones? —preguntaron Flonia y Nicky a la vez.
—Lo lleva en la otra mano —intervino Mara, colándose entre Flonia y Nicky y estirando el brazo para tocarme la mano—. Si estuviera prometida lo llevaría en la izquierda, ¿verdad, profesora?
—Sí —admití, sorprendida de que Mara supiera una cosa así. Por lo visto, a Nicky también le extrañó.
—¿Cómo sabes eso, Mara? —preguntó.
—Lo leí en una revista de la decana Book. «La mano izquierda indica que ya estás ocupada». —Mara movió su mano para tocarme la izquierda, y luego la volvió a colocar en la derecha y ahí la dejó—. «Y la mano derecha indica que estás al mando». —Reconocí el eslogan de una campaña publicitaria que habían lanzado unos años atrás. En ese momento me molestó, porque a pesar de que el anuncio parecía promover una imagen de mujer independiente y capaz, también sugería que las mujeres que no se podían permitir comprar un anillo caro no contaban con esas cualidades. Aunque también me habían entrado ganas de salir a comprar un anillo. Y todavía recordaba otra de las frases del anuncio: «Tu mano izquierda cree en el príncipe azul. Tu mano derecha cree que los príncipes son para los cuentos de hadas»—. Así que debe de habérselo comprado usted misma, ¿verdad, profesora?
Debería haberme alegrado por aquella oportunidad de escabullirme de las preguntas entrometidas de mis alumnas, pero cuando vislumbré la decepción en sus ojos sonreí con misterio y, sacando mi mano de debajo de la de Mara, moví los dedos en el aire para que los diamantes y la esmeralda se iluminaran con la luz.
—Puede que sí, puede que no —contesté. Mis alumnas me miraron embelesadas mientras les indicaba que se sentaran con una gesto exagerado que hizo que el anillo destellase de nuevo—. Y ahora, a trabajar. Teníais que leer Drácula durante las vacaciones.
Las exclamaciones de asombro pronto dieron paso a las protestas de mis alumnos, que se quejaron de la pasividad de Lucy Westenra en la novela. Y esa era precisamente la reacción que esperaba.
Quería que perdieran la paciencia con la indefensión de las heroínas de las novelas góticas para que pudieran apreciar y valorar a los personajes del género de vampiros moderno, como Buffy Cazavampiros y Sookie Stackhouse. También deseaba que dejaran de preguntarse quién me había regalado el anillo, pero no lo conseguí, saboteada también por Liam, quien se presentó al final de la clase con un libro que me había olvidado «en casa».
Creo que la noticia de que «estaba viviendo con» y «casi prometida con». Liam Doyle no tardó más de cinco minutos en propagarse por el campus.
—No sabía que querías mantenerlo en secreto —dijo Liam más tarde, cuando le comenté el tema en casa—. Yo, en cambio, quiero proclamarlo a los cuatro vientos. ¿Por qué quieres mantenerlo en secreto?
No tenía respuesta para su pregunta y no me apetecía discutir. De pronto me sentía cansada del estrés y de la emoción de volver al trabajo después de unas largas vacaciones.
—No sé, puede que tengas razón y que eso sea lo correcto —dije, ladeando la cabeza y frotándome el cuello. Además de cansada, me dolía todo. Quizás estaba tan irritable con Liam porque estaba cayendo enferma.
—Lo que es correcto es lo nuestro, tú y yo. Nos complementamos perfectamente. ¿Cómo iba alguien a lamentar nuestra felicidad cuando todo el mundo puede ver lo bien que estamos juntos? —Me masajeó la nuca—. Tienes los músculos agarrotados. ¿Por qué no te das un buen baño mientras yo preparo la cena?
Me pareció tan buena idea que seguí su consejo. A pesar de que la discusión había sido breve, me pareció que Liam todavía se sentía inquieto, pues mientras estaba en la bañera vino y se ofreció a enjabonarme el pelo.
Se sentó en el borde de la bañera y me frotó el cuero cabelludo con un champú de lavanda y me masajeó la nuca y los hombros. A continuación, cogió el jabón y comenzó a frotarme la espalda.
—Mmm… Creo que lo haría mejor si estuviera dentro de la bañera.
Oí que su ropa se deslizaba hasta el suelo y enseguida se metió en la bañera detrás de mí, rodeándome con sus piernas. Me masajeó el cuero cabelludo y el cuello, y sus dedos fueron eliminando la tensión como por arte de magia, y nunca mejor dicho. Me enjabonó la espalda, trazando anchos arcos en mis omóplatos.
—Mmm —ronroneé, recostándome en su pecho. El jabón que tenía en la espalda me hacía resbaladiza.
Me rodeó entonces con los brazos y me enjabonó los pechos, al tiempo que me pellizcaba suavemente los pezones. Gemí y deslicé el trasero hacia atrás, entre sus piernas, y sentí su súbita erección. Me levantó las caderas, inclinándome hacia delante, y me penetró desde atrás, a tal velocidad y tan profundo que sentí despertar una parte de mí que nunca nadie había alcanzado. Solté un grito, una especie de gañido que nos sorprendió a los dos.
—¿Te he hecho daño? —me jadeó al oído.
—No… —contesté, aunque no estaba completamente segura de si lo que sentía era placer o dolor. Solo sabía que deseaba más.
Al día siguiente me levanté temprano; quería ir al despacho de la decana antes de clase para asegurarme de que era yo, y no uno de los estudiantes, quien le explicaba que Liam y yo estábamos viviendo juntos.
—Me alegro por ti, cielo —dijo sonriendo, al tiempo que aceptaba la taza de té que Mara le ofrecía. Esta la estaba ayudando a clasificar las solicitudes de admisión—. Parece un buen hombre. Tuvimos mucha suerte de que nos enviara su solicitud justo cuando perdimos a la pobre Phoenix. —Se estremeció y se cubrió los hombros con un chal. Se la veía mayor; había perdido peso y tenía el cabello tan fino que le podía ver parte del cuero cabelludo. «Se está desvaneciendo», había dicho Frank. Y lo cierto era que parecía que la decana pudiera fundirse con el tono apagado del papel de pared de su despacho—. Supongo que tú también has tenido suerte.
—¿Suerte? —pregunté.
—Sí, si Phoenix no se hubiera ido, no hubieras conocido a tu nuevo chico.
Me quedé mirándola, sorprendida de que insinuara que había sido una suerte que la pobre Phoenix hubiera sufrido una crisis nerviosa.
—Creo que lo que la decana quiere decir —intervino Mara, apoyando la mano en el frágil hombro de Liz—, es que todos somos muy afortunados por haber conseguido a un profesor tan competente para sustituir a la pobre señorita Phoenix, mientras ella descansa y se recupera.
—Sí, eso es exactamente lo que quería decir, Mara. Gracias, querida —afirmó la decana, dándole unas palmaditas en la mano—. También fue una suerte que estuvieras aquí para ayudarme durante las vacaciones con las solicitudes para el año que viene. Normalmente las leo todas yo misma y las envío al departamento de admisiones con mis recomendaciones, pero este año no me sentía con fuerzas, así que Mara me las ha leído. Tiene una voz muy relajante.
Intenté no mostrarme incrédula, pero no pude evitar preguntarme lo que el acento de Mara podría haber hecho con esas solicitudes.
Y también procuré disimular lo mucho que me sorprendía que la mano de la muchacha continuase apoyada en el hombro de la decana. Quizás en su país ese tipo de contacto físico entre una joven y una señora mayor era más común, y quizá Mara viera a la decana como una especie de abuela, pero yo había crecido en la era del acoso sexual y el contacto físico fácil me incomodaba.
—Ya casi hemos revisado todas las solicitudes, ¿verdad? —Liz alzó la vista y la miró esperanzada, como una niña que pregunta si todavía tiene que tomar la desagradable medicina.
—Casi, decana Book. Nos quedan unas pocas, pero creo que podremos acabar de revisarlas hoy.
—Perfecto, Mara. Pero a partir de entonces ya no tendré suficiente trabajo para ti. Puede que alguien más necesite una ayudante…
—¿Qué me dice de usted, profesora McFay? —preguntó la joven—. Está escribiendo un libro, ¿verdad? Debe de resultarle difícil en combinación con sus responsabilidades docentes.
—Es verdad, Callie, estás escribiendo un libro sobre Dahlia LaMotte, ¿verdad? ¿Qué tal va?
—Ah, muy bien… —mentí. La verdad es que llevaba varias semanas sin trabajar en él—. Hay bastante material por organizar.
—Bien, Mara podría ayudarte. Te la asignaré como ayudante de investigación, ¿vale?
La decana me sonrió y después a Mara; era la primera expresión animada que veía en su rostro desde que había entrado en su despacho. No cabía duda de que la alegraba poder matar dos pájaros de un tiro.
Y, francamente, hube de admitir que me vendría muy bien un poco de ayuda. Era el segundo día del semestre y las redacciones que les había encargado en clase a mis alumnos el día anterior ya llenaban mi bolsa. Quizá pudiera pedirle a Mara que las corrigiera. Aunque su manera de hablar no era muy fluida, su dominio de la lengua escrita era excelente, y se mostraba muy disciplinada y rigurosa con la gramática y la ortografía. Además, también podría pedirle que catalogara los manuscritos de Dahlia LaMotte.
—Eso sería fantástico —contesté—. Si le parece bien a Mara, claro —añadí, mirando a la muchacha. Habíamos estado hablando de ella como si fuera una prenda intercambiable.
No obstante, Mara parecía casi tan satisfecha como la decana Book.
—Será un honor trabajar para usted —dijo, con su acento formal y acartonado—. Me alegra poderle servir de ayuda.
Todavía me preocupaba un poco que algunas de mis alumnas, en especial aquellas que se sentían atraídas por Liam, pudieran tener celos de nuestra relación, pero no detecté nada de eso en clase. Ese mismo día, después de clase, Nicky Ballard se acercó para decirme que se alegraba de que ya no estuviera sola en «esa casa» y que pensaba que el profesor Doyle era perfecto para mí.
—Los dos han sido muy amables conmigo. Tengo muchas ganas de empezar el proyecto con ustedes dos. He escrito mucho durante las Navidades. —Nicky, que parecía descansada y feliz, no mostró ningún indicio de celos, a pesar de que yo sabía que se había encaprichado de Liam.
La única persona que no vio con buenos ojos mi nueva relación romántica fue Frank Delmarco, que me acorraló en el despacho del departamento a finales de semana.
—Me he enterado de que estás viviendo con el señor Poesía. Ha sido una decisión bastante rápida, ¿no te parece? ¿No acabas de romper con otro tipo? ¿Crees que es buena idea empezar a vivir con otro hombre tan pronto? Además, casi no lo conoces.
—¿Y tú quién te crees que eres? ¿Mi madre? —repuse enfadada, en parte para cubrir mi incapacidad de responder a sus preguntas.
Era consciente de que Liam y yo íbamos demasiado rápido. A veces me daba la sensación de que me había subido a una de esas cintas transportadoras que mueven a los pasajeros a través de los aeropuertos. ¿Cómo habíamos llegado hasta ahí tan pronto?, me preguntaba cuando regresaba a casa y me encontraba a Liam encendiendo la chimenea en la biblioteca y ofreciéndome una copa de vino mientras él acababa de preparar la cena. (Sabía que debería ofrecerme a cocinar de vez en cuando, pero había empezado a trabajar con Mara por las tardes y siempre llegaba a casa agotada). Después de cenar, nos acurrucábamos en el sofá delante del fuego y pensaba: «¿Qué más da? ¿Por qué cuestionar la felicidad?». Y cuando más tarde, ya en la cama, observaba el rostro de Liam encima de mí, pálido a la luz de la luna que se colaba por las ventanas cubiertas de hielo, pensaba: «Lo único que tenemos es el ahora, este momento, así que nunca debería ser demasiado pronto para ser feliz, ¿no?».