31

Liam tenía razón cuando dijo que las cosas serían diferentes a partir de Año Nuevo. A pesar de que las clases no empezaban hasta la segunda semana de enero, el pueblo empezó a recobrar vida esa primera semana. Se notaba por el ruido de las palas y los alegres gritos de «¡Feliz Año Nuevo!», a medida que mis vecinos regresaban de las vacaciones y se encontraban la entrada de sus casas bloqueada por la nieve. Se evidenciaba también en el cambio de letreros en las tiendas del pueblo, que pasaron de ¡CERRADO POR VACACIONES! a ¡OFERTAS ESPECIALES DE AÑO NUEVO! Nuestro idilio estaba llegando a su fin.

También percibí un cambio en Liam. Al principio supuse que estaba intentando compensar su arrebato de posesividad concediéndome el espacio que había exigido, pero más tarde comprendí que él era quien estaba inquieto y precisaba ese espacio. Por la mañana, salía a dar largos paseos solo, en busca de inspiración para escribir un nuevo poema, me dijo. Pero cuando regresaba parecía todavía más agitado que antes. Un día, mientras lo observaba desde la ventana de mi despacho, vi que regresaba a casa con el ceño fruncido, como enfadado con el bosque por no darle el material para su poema. Y otro día, cuando entró en la cocina y lo saludé, me miró con los ojos de sorpresa de un zorro al que hubieran pillado robando un pollo. Pensé que lo único que sucedía era que necesitaba un poco de tiempo para él mismo. Yo empecé a pasar más tiempo en mi despacho y en la «habitación de Dahlia LaMotte», para intentar ponerme al día con mi libro, pero estaba demasiado distraída. Quizás era porque Ralph seguía inconsciente; había empezado a temer que nunca despertaría, de manera que cuando Brock me trajo el coche del taller de su primo, se lo mostré.

—Si todavía fuera de hierro, podría volver a soldarlo —dijo con pesar—. Pero no se me dan tan bien las cosas de carne y hueso. Deberías llevárselo a Soheila; ella tiene más mano para estas cosas.

Le dije que lo haría.

Hacia el final de esa semana recibí unos correos de Soheila Lilly y de Frank Delmarco en los que anunciaban que el viernes tendrían horas de visita disponibles. Decidí llevar a Ralph ante Soheila y luego hablar con Frank respecto a lo que había descubierto para averiguar si Abigail Fisk era la responsable de la maldición. El viernes, después de desayunar, le dije a Liam que tenía que ir a buscar unos papeles a la universidad. Temí que se ofreciera a acompañarme, pero me dijo que le apetecía quedarse escribiendo y me preguntó si me importaba que trabajara en mi escritorio. Le gustaba la vista desde aquella ventana y me aseguró que tendría cuidado en no desordenarme los papeles. Le contesté que no me molestaba en absoluto y él me dio un beso antes de desaparecer escaleras arriba, pero lo cierto es que ese intercambio me dejó un tanto incómoda. Parecía ridículo que tuviera que pedirme permiso para utilizar un pequeño espacio en una casa enorme, y también era una estupidez que tuviera que irse a cambiar de ropa a la posada cuando había tres o cuatro armarios vacíos en el piso de arriba. Pero si le sugería que se trajera algunas de sus cosas a casa, ¿pensaría que le estaba pidiendo que se instalara conmigo? ¿Era eso lo que deseaba Liam? ¿Y yo? Salí de casa y me prometí que lo hablaríamos esa noche.

Todavía me dolía el tobillo, pero me sentaba bien moverme al aire libre. Entré en el campus por la puerta sudeste, que estaba abierta, y subí por el camino hasta el patio central. Vi algunos estudiantes que habían regresado antes por sus trabajos en el campus o para prepararse para el nuevo semestre. Uno de ellos era Mara Marinka.

—Buenos días, profesora —me dijo—. Feliz Año Nuevo. Veo que va un poco coja. ¿Se ha lesionado?

—Sí, es que la noche de fin de año acabé en una fiesta rave bastante loca —bromeé, pero la mirada atónita de la muchacha me hizo arrepentirme de aquel sarcasmo—. Es broma, Mara. Me torcí el tobillo esquiando. ¿Qué tal las vacaciones?

—Muy productivas, gracias. He estado trabajando en la oficina de admisiones, revisando las solicitudes. Le sorprendería comprobar la cantidad de estudiantes que quieren estudiar en Fairwick. ¡Personas muy cualificadas e interesantes! Me siento muy afortunada de estar aquí.

El hecho de despertarme sola el día de Navidad en una habitación de hotel me había parecido patético, pero las vacaciones de Mara parecían todavía más deprimentes.

—Espero que no hayas trabajado todos los días.

—¡No, no! La decana Book fue muy amable y me invitó a su casa para celebrar las fiestas.

—¿Sí? ¿Y qué hicisteis?

—Bebimos ponche de huevo, decoramos el árbol de Navidad y ellas cantaron villancicos. Fue divertido. La decana Book es muy amable y la señorita Hart prepara unas tartas y unas galletas deliciosas. —Mara se frotó el estómago—. Me temo que he ganado peso durante las vacaciones.

—Eso está bien, Mara, lo necesitabas. Tienes muy buen aspecto.

Era cierto, Mara estaba un poco regordeta, incluso hinchada. Tenía la piel sonrojada como si se hubiera ensanchado demasiado, o demasiado rápido. La pobre chica no debía de haber comido tanto en toda su vida. No cabía duda de que los dulces de Diana habían sido una invitación al exceso.

—Y usted también, profesora McFay —contestó Mara, acercándose como si quisiera verme mejor. Quizá necesitaba gafas; solía acercarse demasiado. O puede que en su país tuvieran una concepción diferente del espacio personal—. Está radiante. Debe de haber tenido unas vacaciones muy satisfactorias.

Me sonrojé al recordar en cuán satisfactorias habían sido esas últimas semanas y en el motivo concreto de mi buen aspecto, y algo en el modo que Mara me miraba me hizo pensar que ella también lo sabía. ¿Habría corrido la voz por el campus de que Liam y yo estábamos liados? ¿Estaría Mara tomándome el pelo a propósito? Decidí no ser paranoica y descarté esa posibilidad. Era su torpe uso del idioma lo que hacía que sus comentarios parecieran provocativos. De todos modos, di un paso atrás.

—Bueno, tengo que ir a buscar una cosa a mi despacho…

—¿Necesita ayuda? —se ofreció, dando un paso al frente y achicando de nuevo el espacio que nos separaba—. No le resultará fácil cargar peso con esa lesión. Y a la decana Book no le importará que llegue un poco tarde al trabajo…

—No, Mara —aseguré, quizá con demasiada brusquedad—. No tengo que coger nada pesado, me las arreglaré. Vete a trabajar. Estoy segura de que la decana te necesita más que yo.

—Ya. Estos días no se ha encontrado demasiado bien. Pero si en algún momento necesita algo…

—Gracias. Lo tendré en cuenta.

Me volví y continué caminando hacia el pabellón Fraser, un tanto preocupada por haberme enterado de que Liz no se encontraba bien. Debería pasarme por su casa más tarde para ver si necesitaba algo, ella o Diana, que debía de estar preocupadísima. Después de ver a Soheila y a Frank, iría a visitarlas.

A pesar de que había planeado ir primero a hablar con Soheila, cuando entré en Fraser cambié de idea. Si la veía a ella antes, me sentiría tentada a explicarle lo que había descubierto acerca de Frank, y entonces perdería la única herramienta de negociación con que contaba: la ventaja de ser la única persona que conocía su secreto.

También me hubiera gustado contar con la ventaja de sorprenderlo, pero mi progreso a la pata coja escaleras arriba anunció mi llegada mucho antes de que entrara en el despacho de Frank.

—¿Qué tal, McFay? ¿Te metiste en una pelea en la gran ciudad?

Permanecí en el umbral un instante, observándolo. Tenía los pies apoyados encima del escritorio, una gorra de los Jets que le cubría los ojos y un New York Times delante, de manera que no veía su expresión.

—No —respondí—; me atacó una lacuna mientras realizaba una investigación genealógica en la biblioteca pública.

Frank bajó el periódico y me miró con los ojos entornados. Quizás estaba evaluando si podía fingir no saber de qué le hablaba, pero entonces preguntó:

—¿Te encuentras bien? Esas cosas son asquerosas.

Me hundí en la silla; de pronto me flaqueaban las rodillas. Una parte de mí había estado esperando que Frank negara formar parte de ese mundo. Después de todas las sorpresas que había recibido ese otoño y de descubrir que las brujas y las hadas existían, había confiado en que ese hombre de carácter brusco pero natural fuera exactamente lo que parecía ser.

—Sobreviví —respondí—, y descubrí que eras un descendiente de Abigail Fisk.

—Mi abuelita —repuso con cariño—. Abbie Fortino.

—Era una bruja.

—Entre otras cosas. También era una cocinera excepcional y, además de ser una encantadora madre y abuela, era una increíble jugadora de bridge. —Sonrió, pero recuperó la seriedad al ver que yo no le devolvía la sonrisa—. Pero sí, era una bruja.

—¿Y tú? ¿También lo eres?

Se encogió de hombros.

—Soy un profesional de la magia, que es el término políticamente correcto utilizado hoy en día, aunque me parece que «brujo» tiene más salero. Pero, por favor, nunca me llames Wiccan.

—¿Y la decana Book lo sabe? —inquirí.

—No. Solo me contrataron por mi cualidades académicas, como a ti. Apuesto a que la decana se sorprendió mucho al descubrir que eras una guardiana de la puerta.

—Pues tengo el presentimiento de que todavía le sorprenderá más saber que tú eres un brujo —repuse, sin darle la satisfacción de mostrar sorpresa alguna—. No tiene ni idea, ¿verdad? Has mantenido tu identidad en secreto. ¿Lo has hecho para presenciar con tus propios ojos cómo Nicky Ballard sucumbe a la maldición de tu abuela?

—¿La maldición de mi abuela? —Su voz retumbó en el edificio vacío. Se levantó, cerró la puerta del despacho y se volvió hacia mí, apoyándose contra la puerta con el rostro encendido. A pesar de que ese hombre solía gritarme, nunca lo había visto tan enfadado—. ¿Crees que mi abuela maldijo a los Ballard? La pobre no habría podido ni maldecir a una mosca. Y no porque no tuviera motivos. ¿Lograste avanzar en tu investigación lo suficiente para descubrir quién era?

—No; tuve que irme…

—Pues si lo hubieras hecho habrías averiguado que mi abuela estaba casada con el jefe del equipo de seguridad. Mi abuelo, Ernesto Fortino, le dijo a Bertram Ballard que las vías no eran seguras porque el hierro se había desgastado; el hierro de Ballard & Scudder era de baja calidad. Pero Ballard dejó que los trenes siguieran circulando. El día del accidente mi abuelo estaba intentando avisar al maquinista de Kingston que detuviera el tren. Y cuando los trenes colisionaron, murió intentando rescatar a las víctimas.

—Sí, lo leí en un periódico. Se metió en uno de los vagones que colgaban del puente y rescató a todos los pasajeros que estaban allí antes de que el vagón se precipitara al vacío y él muriese. Fue un héroe. Y parece que tu abuela tenía razones suficientes para maldecir a la familia Ballard.

Frank sonrió.

—Excepto por el hecho de que la mujer de Ballard era la hermana de mi abuela. Hubiera sido como echar una maldición sobre su propia familia.

—Ah —dije, reclinándome en la silla—. Y, entonces, ¿por qué estás aquí?

Frank cruzó la habitación y abrió uno de los cajones del archivador, extrajo una carpeta y la lanzó a la mesa delante de mí.

—Reclamaciones presentadas contra Fairwick a través del IPM. Abarcan desde alteraciones del tiempo no autorizadas, hasta acosos a la población civil por parte de criaturas sobrenaturales. Por ejemplo, te vi muy pegada a Anton Volkov durante la fiesta de profesores; tanto si te pidió que le dieras sangre a cambio de información, como si intentaba conquistarte, él ha violado tus derechos y debería ser acusado.

—No lo sabía…

—Pero deberías haberlo sabido. En cuanto fuiste consciente de la verdadera naturaleza de Fairwick, Elizabeth Book debería haberte formado e informado de tus derechos.

—Bueno, hace unas semanas me entregó unos formularios y folletos —mentí. Lo cierto era que Liz no los había encontrado y yo le dije que no se preocupara. No mencioné el libro de hechizos, porque, dadas mis últimas experiencias con él, estaba empezando a sospechar que no me lo debería haber dado sin un poco más de formación, ya que todos mis hechizos parecían fracasar—. Pero todavía no he tenido tiempo de leerlos.

—Era responsabilidad suya repasar todo el material contigo.

—Últimamente no se ha encontrado muy bien —la excusé. De algún modo, mi encuentro con Frank Delmarco se había convertido en un interrogatorio acerca de mí. Tenía que darle la vuelta—. Y seguro que por eso no se ha dado cuenta de que eres un brujo. Todo muy oportuno para ti…

—Decir que no se encuentra bien es el eufemismo del año. Se está desvaneciendo. Para una bruja como ella, que ha utilizado sus poderes para prolongar su período de vida, eso puede ser mortal. Alguien, o algo, le está chupando la vida. Primero pensé que eran los vampiros, pero no tiene marcas de mordiscos. De modo que ahora estoy considerando otras posibilidades, pero es crucial para mi investigación poder mantener mi identidad en secreto.

—¿Investigación? ¿En secreto?

Frank suspiró y sacó la cartera del bolsillo trasero. Era de cuero, estaba desgastada y había adquirido una curva que sin duda concordaba con la forma de su trasero. Extrajo una tarjeta del interior y me la entregó. Reconocí la insignia del IPM, dos lunas crecientes flanqueando un orbe, pero debajo del logotipo había las iniciales IPMAI.

—¿Qué quiere decir IPMAI? —pregunté.

—Instituto de Profesionales Mágicos, Asuntos Internos —me aclaró.

—Quieres decir que eres…

—Un investigador secreto. Y uno de los asuntos que estoy investigando es la maldición de los Ballard. Estoy intentando localizar a los descendientes de Hiram Scudder, el socio de Ba-llard. Mi abuela decía que era un brujo extremadamente poderoso.

Asentí.

—Justo estaba consultado la genealogía de Scudder cuando me atacó la lacuna —expliqué.

—No me extraña. Sus descendientes se han estado escondiendo con astucia. Te sugiero que dejes la investigación en mis manos. Si los Scudder colocaron una lacuna para ocultar su identidad, cosa que va radicalmente en contra de las normas del IPM, quién sabe lo que podrían hacerle a alguien que estuviera a punto de descubrirlos.

—Puedo cuidar de mí misma —espeté, ofendida por su tono paternalista.

Frank se encogió de hombros.

—Como quieras. Pero prométeme que no me desenmascararás. Si lo haces, no podré seguir buscando a la bruja Scudder, ni descubrir qué está debilitando a Liz Book.

—Está bien —asentí—. Siempre y cuando te comprometas a informarme de lo que descubras.

—Hecho —contestó, tendiéndome la mano—. Serás la primera en saberlo.

No estaba segura de si estaba siendo sarcástico o no, pero le estreché la mano de todos modos. Ese trato no parecía tan dudoso como el que había acordado con Anton Volkov.

Mientras bajaba las escaleras hacia el despacho de Soheila me pregunté si era ingenuo confiar en Frank. No tenía manera de comprobar si me había dicho la verdad, puesto que además no podía hablar con nadie de su identidad real; pero mi instinto me decía que podía fiarme. Frank era brusco, obstinado y a veces francamente insoportable, pero me parecía un buen hombre. Aunque, por supuesto, mi intuición había fallado bastante esos últimos meses.

Soheila me recibió con un cariñoso beso en la mejilla y me ofreció té y galletas de almendra.

—Las ha hecho mi abuela, que vive en Long Island. Fui a visitarla durante las vacaciones.

—Me alegro.

Soheila se encogió de hombros, cubriéndose el pecho con la rebeca roja que llevaba.

—Me encanta estar con mi abuela, pero mis tías no dejan de preguntarme cuándo voy a casarme. Y mis primas se pasan el día en la peluquería y de compras. La verdad es que ya tenía ganas de volver.

—Yo también tuve un sorprendente encuentro con mi abuela —comenté, y le expliqué mi visita a La Arboleda.

—Madre mía, en ese club son unas intolerantes. Uno de los miembros exorcizó a una de mis primas en 1890.

—Pues cabría esperar que después de todas las persecuciones que han sufrido las brujas fueran más tolerantes, ¿no crees?

Soheila sacudió la cabeza.

—Con frecuencia sucede justo lo contrario. Cuando un grupo perseguido al fin encuentra su lugar en una cultura, sus miembros dibujan una línea alrededor de ellos mismos para mantenerse a salvo. En la Edad Media se perseguía a las brujas por su conexión con los espíritus de la naturaleza y las antiguas divinidades, que la Iglesia calificaba de demonios. Y mientras que las brujas que fundaron Fairwick continuaron defendiendo su conexión con los dioses de la antigüedad, las de La Arboleda eligieron distanciarse y repudiar a los demonios y las hadas. La ruptura fue profunda. En 1600 hubo una batalla conocida como «la Gran División» que dividió a las brujas en dos grupos antagónicos. Muchas murieron y se desvanecieron. Me imagino que a tu abuela no le hizo mucha gracia que trabajaras aquí.

—Creo que en cierto modo ya se esperaba algo así de mí. Por lo visto, fue una gran decepción que mi madre se casara con un hombre que tenía sangre de hada. Mi abuela dijo que eso podía haber anulado mis poderes de bruja.

Soheila frunció el ceño.

—Sí, he oído esa teoría antes, pero no estoy segura de que haya nada de verdad en ella. Podría ser una leyenda falsa para intentar evitar dichas uniones. Cuando un brujo y un hada se casan, siempre hay mucho revuelo, incluso fuera de La Arboleda. Mis tías, por ejemplo, estarían horrorizadas si yo saliera con un brujo. Ya se disgustaron bastante cuando me enamoré de un mortal…

—¿De Angus Fraser?

—Sí, de Angus. —Su voz se suavizó al decir su nombre y sus ojos de color caramelo destellaron como el ámbar pulido—. Eso sí, no tienen reparos en casarse con mortales, pero enamorarse de uno… Lo consideraban una estupidez para alguien de nuestra especie.

—¿De qué especie? Lo siento, Soheila, no quiero ser indiscreta, pero no estoy segura de a qué grupo perteneces. Recuerdo que Elizabeth me dijo que eras un espíritu del viento de Babilonia…

Soheila sonrió.

—Bueno, me temo que eso es más bien un eufemismo, aunque es cierto que mi especie desciende de los espíritus del viento de Babilonia. Dadas las circunstancias, Elizabeth y yo acordamos que sería mejor que no supieras el nombre más común. Verás, soy descendiente de Lilith, uno de los lilitu, a veces más conocidos como súcubos.

—¡Un súcubo! ¿Te refieres a la versión femenina del íncubo que entró en mi casa? Yo pensaba que siempre eran…

—¿Egoístas? ¿Destructivos? ¿Malvados? Sí, efectivamente así se les ha caracterizado en los mitos y la religión occidental. Y tengo que admitir que la mayoría de mis hermanas y primas son más bien… digamos, ¿oportunistas? O incluso un poco interesadas, pero no es solo culpa suya. Cuando mi especie entró en contacto con los humanos por primera vez, apenas éramos conscientes y, sin duda, no éramos de carne y hueso. Cabalgábamos el viento… Éramos el viento. A veces tomábamos posesión de alguna criatura alada por un breve período. Los búhos eran nuestros huéspedes preferidos, y de ahí nuestra identificación con ellos. —Inclinó la cabeza hacia el póster que tenía en la puerta del despacho—. Pero cuando nos topamos con los hombres, nuestra interacción con ellos nos hizo encarnar. Adoptamos la forma con la que ellos soñaban, y al convertirnos en carne, comenzamos a ansiar esa carne… La necesitábamos para preservarnos. —Se estremeció y se ciñó la rebeca. Recordé que Dory me había explicado que las hadas intercambiaban su magia por sexo, pero lo que Soheila describía parecía un intercambio totalmente distinto: sexo a cambio de existencia carnal. Y me costaba imaginarme a alguien tan refinado como ella entablando un trato tan sórdido.

—Así que para seguir… como estáis… tenéis que…

Soheila sonrió al percatarse de que me daba vergüenza decirlo.

—Bueno, yo ya no tengo que alimentarme de hombres de ese modo. Pero eso solo es posible porque fui amada.

—¿Angus?

—Sí, incluso después de que descubriera que yo era de la misma raza que aquel demonio que había acabado con su hermana, igual me amó. Y yo a él. Pensé que como no tenía que alimentarme de él, podríamos estar juntos. No me di cuenta de que nuestro… contacto lo estaba debilitando hasta que fue demasiado tarde. Me ocultó su enfermedad hasta que ya estaba muy avanzada… Y cuando se enfrentó al Ganconer ya se encontraba demasiado débil para luchar. Murió en mis brazos. Desde entonces me he jurado no volver a tener un amante humano. —Se estremeció de nuevo—. Por mucho que ansíe el calor del contacto humano, no podría correr ese riesgo de nuevo.

Ahora entendía por qué siempre parecía tener frío.

—Lo siento —dije—. Debe de ser muy duro. Y todavía más si te gusta alguien…

—No me puedo permitir ese tipo de sentimientos —repuso, tan deprisa que supe que debía de querer mucho a alguien—. Pero ya basta de hablar de mí. Has venido aquí para pregúntame algo, ¿verdad?

—Sí —contesté, aliviada por el cambio de tema. Metí la mano en el bolsillo del abrigo, saqué a Ralph y se lo mostré—. La víspera de Año Nuevo atacó a una criatura de las sombras y desde entonces ha estado en esta especie de coma. ¿Puedes hacer algo para ayudarlo?

Soheila me tendió las manos y le pasé el ratón. Lo sujetó con suavidad e inclinó la cabeza para que su oído quedara encima de su pecho. Luego, lo colocó encima de la mesa y orientó la lámpara de escritorio para que lo iluminara.

—¿Lo ves? —dijo, repiqueteando los dedos en la madera—. No proyecta ninguna sombra. Significa que está viajando en la oscuridad de las Tierras Fronterizas. ¿Has traído tu libro de hechizos?

—Sí —afirmé, sacando el libro del bolso. Había decidido llevarlo siempre encima—. Pero me temo que no he tenido mucha suerte utilizándolo.

—Se necesita práctica y formación. Hablaré con Liz para que te apunte a la clase de Introducción a la Brujería y la Magia este verano. Pero de momento, busca «Viaje por las sombras: cómo traer a un viajero de vuelta».

Ojeé el libro repasando los títulos de diversos hechizos como «Arenas movedizas», «Sesión de espiritismo» y «Repelente de sombras» (este habría sido muy útil la noche de Año Nuevo) hasta que encontré el que buscaba.

—Dice que para mantenerlo a salvo en sus viajes debería dibujar su sombra en un trozo de papel y después quemarlo al tiempo que repito las palabras intra scath hiw

Hiwcuolic. —Soheila pronunció aquella difícil palabra por mí—. Es una palabra islandesa antigua para el término «familiar». Y esa es la razón por la que debes buscar el hechizo en tu propio libro. El libro ha intuido que la criatura que estás intentando ayudar es pariente tuyo.

—¿Quieres decir que el libro cambia el hechizo en función de quién lo usa?

—Sí, y cuanto más lo utilices, más te conocerá y mejor te podrá ayudar. Seguro que ni siquiera sabías que Ralph era pariente tuyo.

—No —admití, mientras acariciaba al pequeño roedor con la mano—. Pensaba que solo era amigo mío. El libro también dice que para traerlo de vuelta tengo que atrapar la sombra que lo arrastró hasta las Tierras Fronterizas. Pero ¿cómo lo hago? Puede que esa criatura se escabullera por la puerta aquella misma noche.

—Lo dudo. Apuesto a que sigue merodeando alrededor de tu casa esperando la oportunidad de hacerse con la última chispa de vida de tu pequeño amigo. Créeme, te lo dice alguien que se pasó siglos alimentándose de esa chispa de vida humana: en cuanto la pruebas, es difícil pasar sin ella. De manera que tendrás que vigilar a Ralph y cuando veas a esa criatura… Bueno, será mejor que te preste algo para atraparla. Empieza a dibujar su sombra mientras yo lo busco.

Soheila fue a rebuscar en su armario y yo cogí un folio de la impresora y lo coloqué al lado de Ralph. Esbocé la sombra del pobrecillo lo mejor que pude y entonces, utilizando la caja de cerillas que Soheila tenía junto al samovar, quemé el papel en el platillo de cobre al tiempo que repetía el hechizo. El humo se elevó adoptando la forma de un ratón y se desvaneció. Justo en ese momento reconocí una silueta que me resultaba familiar en el patio del campus, a través de la ventana del despacho de Soheila. Parecía Liam… pero no me había dicho que iba a venir a la universidad.

Un repique me hizo mirar el escritorio de Soheila, detrás de mí. Eché un vistazo a su portátil antes de ser consciente de que estaba fisgoneando. Había un buzón de correo instantáneo en una esquina de la pantalla; era un icono del logotipo de los Jets junto a una línea de texto: «¿Comemos juntos?». Entonces comprendí qué mortal le gustaba a Soheila. Aunque en realidad no era un mortal, sino un brujo, y por esa razón la última persona que aprobaría su familia. Pero Soheila no lo sabía. La oí salir del armario y me escurrí rápidamente al otro lado de la mesa para que no se diera cuenta de que había leído el mensaje.

—Está un poco viejo y anticuado. No lo he utilizado desde que capturé a un kelpie en un día de pesca hace más de cincuenta años, pero creo que todavía funcionará —dijo.

La nasa de mimbre que me entregó parecía hecha para meter truchas, no demonios, pero le di las gracias de todos modos y me colgué su cinta de cuero al hombro. A continuación, Soheila me explicó cómo podía destruir al cangrejo de sombra cuando lo hubiera atrapado. Antes de irme, me volví para preguntarle una cosa más, pero ella estaba mirando la pantalla del ordenador con una sonrisa tan encantadora que no quise molestarla.

De regreso a casa, a través del aire frío y húmedo, pensé en la historia de Soheila. Angus Fraser había muerto unos cien años atrás. ¿Cómo debía de sentirse uno viviendo solo todo ese tiempo? ¿Y cómo debía de ser enamorarse de alguien pero saber que si hacías realidad tu deseo de estar con él pondrías su vida en peligro? Mi dilema de si Liam y yo íbamos demasiado rápido parecía insignificante en comparación con aquello, y mis dudas más bien tontas. ¿Acaso no había hecho lo mismo con Paul? ¿Mantenerlo a distancia porque no estaba a la altura de una fantasía de la infancia?

Cuando abrí la puerta de la Casa Madreselva, el aroma de la canela y la bergamota me envolvió. Liam estaba en la cocina preparando una tetera de Earl Grey y hojaldres de canela recién hechos, mi merienda preferida. Con la tetera todavía en las manos, se inclinó para besarme. Tenía la piel caliente y un poco de harina en el cabello. Olía a levadura y mantequilla. Debía de haberme confundido, Liam no podía haber estado en el campus; no cabía duda de que había pasado el día en casa.

—Me voy un momento al otro lado de la calle para cambiarme de ropa —dijo—. Estoy lleno de harina.

—¿Por qué no traes todas tus cosas? —sugerí impulsivamente—. Quiero decir… que me parece ridículo que te pases el día de aquí para allá… Esta casa es tan grande y… —Levanté la mirada y vi que me estaba mirando con sus ojos castaños bien abiertos—. Lo que quiero decir es que si tú quieres, a mí me gustaría que vivieras aquí.

Liam depositó la tetera en la encimera y me rodeó con sus brazos. Notaba el calor de su piel a través de la camisa de franela que llevaba, que me envolvía y se llevaba el frío que había cogido en el camino de regreso a casa.

—Claro que sí —me susurró al cuello—. Me encantaría.