—Quién lo iba a decir —le solté a Ralph, malhumorada, mientras arrojaba la ropa dentro de la maleta—. Mi abuela es una bruja y Frank Delmarco también. Sí, ese Frank brusco, amante de la cerveza y fanático del fútbol americano. ¿Te lo puedes creer?
Ralph, que estaba sentado encima del televisor para que no lo aplastara mientras hacía la maleta a toda prisa, soltó un chillido.
—Y está claro que Frank oculta algo, porque nadie en la universidad sabe que es un brujo. Quizás esté allí para ver cómo la pobre Nicky sucumbe a la maldición.
Ralph se incorporó apoyado en sus patas traseras y chilló de nuevo.
—Sí, ya sé que no sabemos con certeza que fuera él quien maldijo a los Ballard. También podría ser que el descendiente de Scudder hubiera metido la lacuna en ese libro, pero, entonces, ¿qué hace Frank Delmarco trabajando de incógnito en la universidad? Me parece demasiada coincidencia.
Fui a cerrar la maleta, pero Ralph se metió dentro de un salto; un impresionante brinco de más de un metro que le hizo parecer una ardilla voladora.
—No me olvidaba de ti, pero esta vez no tienes que ir de polizón en la maleta —dije, mostrándole una bolsa de la tienda Century 21 que todavía tenía el papel de seda de las compras navideñas de última hora que había hecho dos días atrás—. Métete aquí dentro de momento y después ya te sentarás en el asiento delantero.
Ralph miró la bolsa; no parecía muy convencido. Y a continuación, pegó otro brinco impresionante hasta mi ordenador portátil, que estaba abierto en el escritorio.
—¡No, ahí no! ¡Ya te dije que te mantuvieras alejado de eso! —Cogí a Ralph, que no dejaba de chillar, y lo metí en la bolsa—. ¿O solo querías recordarme que no me lo olvidara? Gracias, chiquitín.
Guardé el portátil en su funda y me lo colgué al hombro junto con el bolso. Eché un último vistazo a la habitación para asegurarme de que no me olvidaba nada, pues pensé que si me dejaba algo el hotel llamaría a Paul (la habitación estaba reservada a su nombre) y entonces él tendría que llamarme y…
Cuando comprobé el lavabo, vi que el camisón seguía colgado detrás de la puerta. Lo cogí y lo metí en la bolsa del Century 21 con Ralph.
—Ya podemos irnos —le dije a mi pequeño compañero, y cerré la puerta detrás de mí.
Tuve que esperar otros veinte minutos hasta que el aparcacoches me trajo el coche. Repartí unas generosas propinas y, sin demora, me perdí en el laberinto de calles de sentido único que rodeaban la Zona Cero. Cuando llegué a la autopista, ya eran las cuatro pasadas y el sol empezaba a descender al otro lado del río, por encima de Nueva Jersey. Una vez más me tocaría conducir de noche.
—No pasa nada —le dije a Ralph, que se había acurrucado encima de mi bufanda en el asiento del pasajero—. Hice bien en venir aquí.
No obstante, no había contemplado la posibilidad de que nevase. Estaba demasiado preocupada por las sorprendentes revelaciones del día para escuchar los informes del tiempo y el tráfico en la radio. Si lo hubiera hecho, habría seguido por la autopista en lugar de coger el atajo por la montaña. Estaba solo a unos treinta kilómetros de Fairwick cuando empezó a nevar. Encendí las luces antiniebla, pero a los pocos minutos la nieve caía con tanta fuerza que casi no podía distinguir la línea amarilla que dividía los dos carriles. Me planteé pararme, pero los campos que flanqueaban la carretera se extendían hasta las oscuras sombras del bosque; unas sombras que parecían moverse cuando las veía con el rabillo del ojo. Me daba la sensación de que si me detenía, la nieve cubriría el coche y me moriría de frío, o peor aún, que una de esas sombras podría salir disparada hacia mí. Estaba en los linderos del bosque que rodeaba Fairwick, el mismo bosque que albergaba la puerta que conducía al otro mundo. Yo misma había alardeado de haber abierto esa puerta y Anton Volkov había asegurado que no se volvería a cerrar hasta Año Nuevo. Eso significaba que todavía estaba abierta. ¿Quién sabía las criaturas que podrían haber entrado y que quizá rondaban por el bosque y los campos en busca de alguna presa?
De manera que seguí conduciendo… o más bien arrastrándome por la carretera a veinte kilómetros por hora. Aferraba con tanta fuerza el volante que tenía los nudillos blancos, y me inclinaba hacia delante para distinguir la línea divisoria. Incluso con el aire al máximo, el parabrisas no cesaba de empañarse. Ralph saltó al salpicadero y desempañó un trocito de cristal con las patas. Luego se quedó mirando preocupado la nieve que caía y sacudiendo la cabeza con tal ímpetu que parecía uno de esos muñequitos con la cabeza de muelle que se colocan en el salpicadero. Me alegraba tenerlo ahí.
Cuando atravesamos Bovine Corners busqué una gasolinera o un restaurante donde parar, pero las granjas y las casas de madera estaban a oscuras. Me pregunté por qué estarían durmiendo todos tan temprano, pero cuando me detuve en el único semáforo del pueblo me percaté de que todos los postigos estaban cerrados. ¿Por la tormenta, quizás? ¿O porque los habitantes de Bovine Corners tenían miedo de las criaturas que atravesaban la puerta en esa época del año? Mientras cruzaba el pueblo, muy despacio, también me di cuenta de que encima de todas las puertas habían colgado coronas redondas, o eso me parecieron a primera vista. Pero cuando me fijé, comprendí que eran símbolos antimaldición. Supuse que tampoco era tan raro, teniendo en cuenta que aquella era una zona agrícola con una gran cantidad de habitantes de origen holandés, pero a pesar de que aquellos símbolos se parecían ligeramente a los de los holandeses de Pensilvania, había sutiles diferencias. En lugar de pájaros y tulipanes, esos símbolos tenían pintados ojos y caras de gárgola; eran símbolos apotropaicos para repeler el mal. Y en el último granero del pueblo, justo cuando la carretera empezaba a subir hacia Fairwick, habían pintado un símbolo enorme con la cara sonriente de una gorgona que miraba con ojos amenazantes al bosque que separaba los dos pueblos. «¿De qué tendrán miedo?», me pregunté mientras ponía segunda para subir la empinada colina. ¿Qué criaturas habrían visto salir de aquel bosque?
Bueno, al menos los habitantes de Bovine Corners no eran los únicos que tenían acceso a la magia. Recordé un hechizo que servía para regresar de forma segura a casa, y solo requería repetir la palabra «hogar» en tres idiomas distintos: Home, heima, teg. No me parecía muy difícil; aunque, tal como mi madre le dijo a mi abuela, no mostrara signos de tener ningún talento para la brujería, y a pesar de que estuviera «contaminada» con sangre de hada.
¿Se habría sentido decepcionada mi madre al ver que yo no tenía poderes? Esa idea me llenó los ojos de lágrimas (empañando aún más la borrosa visión) y me trajo un recuerdo.
Cuando tenía cinco o seis años me escondí en el armario de mi madre porque no quería ir a casa de la abuela. Mis padres solían llamarme intentando convertirlo en un juego: él gritaba «¡Kay!» y ella añadía «¡Lex!». Pero esa vez se quedaron callados a medio nombre y oí que mi padre decía:
—Detesto que vaya a verla tanto como ella. Uno de estos días, Adelaide se dará cuenta…
—No se percatará de nada porque no hay nada de lo que percatarse. Le he dicho que no muestra ningún indicio de ningún poder, y así es como seguirá, ¿vale?
Mis padres continuaron discutiendo hasta que ya no pude más y salí del armario gritando: «¡Estoy aquí! No me he perdido».
—No me he perdido —le dije a Ralph.
Y seguí repitiendo esas palabras mientras me concentraba en mantener una presión constante sobre el acelerador. Si me paraba, no tendría suficiente tracción para seguir subiendo. Además, en aquel tramo los árboles se acercaban más al arcén; una gran cantidad de pinos que se doblaban hacia la estrecha carretera. De manera que si me desviaba lo más mínimo, me daría de bruces contra un tronco. Cuando llegué a lo alto de la colina, suspiré hondo y la ventana se empañó de nuevo.
—¡Uff! Ahora sí que he pasado miedo, Ralph. Menos mal que a partir de aquí es todo cuesta abajo.
Ralph me miró nervioso y apretó la nariz contra el parabrisas. Miré al frente y enseguida comprendí lo que le preocupaba: la bajada era muy empinada y la carretera estaba nevada. Respiré hondo y empecé a conducir por el despeñadero con un pie en el freno, pero cuando cogí un poco de velocidad comprendí que si pisaba el freno demasiado fuerte, el coche patinaría. Aunque todavía había árboles en el lado izquierdo, a la derecha la ladera de la montaña caía en vertical hacia el valle. En aquel momento vislumbré las luces de Fairwick al pie de la colina, que parecían hacernos señas como un puerto seguro. «Mi hogar —pensé—. Home, heima, teg». De pronto las ruedas traseras colearon y el coche empezó a patinar. Por un espantoso momento vi que las luces de Fairwick brillaban frente a mí entre la nieve que caía. ¿Habría fracasado mi hechizo? Quizás Adelaide y mi madre tenían razón cuando decían que no tenía talento para la brujería. ¿Acaso el hechizo me estaba llevando de vuelta a Fairwick por la ruta más directa? Oí que Ralph chillaba… y entonces, no sé cómo, el coche se enderezó en el último instante y nos deslizamos por el último tramo de pendiente hasta la calle Main.
Me temblaba tanto el cuerpo que tuve que detener el coche. Solté el volante, cerré los ojos y recité una pequeña oración de gratitud. Cuando los abrí de nuevo me percaté de que estaba delante de la cafetería Fair Grounds.
—Nos merecemos un chocolate caliente —le dije a Ralph. Pero cuando salí del coche reparé en que la cafetería estaba cerrada. Un alegre letrero decorado con dibujos de piñas y copos de nieve anunciaba: ¡CERRADO POR VACACIONES! ¡NOS VEMOS EN AÑO NUEVO!
Eché un vistazo a la calle y comprobé que todas las tiendas, incluso aquellas que solían estar abiertas hasta tarde para los universitarios, estaban cerradas. Supuse que era normal, puesto que los estudiantes se habían ido a pasar las fiestas en familia, pero me decepcionó ver una imagen tan deprimente del pueblo. «Bueno —pensé, subiendo de nuevo al coche—, seguro que Diana está en la casa de huéspedes, y Liam también estará allí». No me había dicho que pensara pasar las vacaciones fuera, pero lo cierto es que nuestro último encuentro había acabado de forma brusca. Seguro que las primeras veces que nos volviéramos a ver todo sería un poco incómodo… De modo que pensé que sería mejor que Liam se hubiera marchado, pero de no ser así, me limitaría a actuar como si nada hubiera sucedido.
Conduje hasta el final de la calle Main. Todas las tiendas estaban cerradas con sus letreros de ¡CERRADO POR VACACIONES!; era como si todo el mundo hubiera decidido marcharse de Fairwick entre Navidades y Año Nuevo.
Tomé la colina que conducía a la Casa Madreselva y me percaté de que la mayoría de las casas también estaban a oscuras. Aunque, sorprendentemente, el bosque que había a la derecha de la calle no estaba oscuro del todo, sino que se veían unas luces que parpadeaban entre los árboles como si alguien hubiera decorado las ramas con luces navideñas. Y estaba contemplando el bosque cuando un enorme ciervo con astas salió disparado justo frente a mi coche. Pisé el freno a fondo y empecé a patinar por segunda vez esa noche, y ya no pude arreglármelas. El coche giró por completo hacia el bosque y derrapó hasta quedarse parado en la cuneta. Los faros trazaban un sendero sinuoso a través del bosque nevado. Me quedé mirándolo anonadada, demasiado nerviosa para moverme, mientras la nieve caía ante las luces largas. Entonces me acordé de Ralph.
Lo encontré en el suelo del asiento trasero, con el pelo alborotado como una cabeza de diente de león y un pósit arrugado pegado a la pata derecha, pero por lo demás parecía estar bien.
—Gracias a Dios no nos hemos hecho daño —dije—, pero creo que tendremos que hacer el resto del camino a pie.
Apagué el motor y las luces. La oscuridad nos envolvió y estuve tentada de encenderlas de nuevo, pero entonces pensé que tendría que añadir una batería nueva a la lista de reparaciones del mecánico. Hurgué en la guantera en busca de una linterna, pero no había ninguna. Me metí a Ralph en el bolsillo y salí del coche.
La luz de la puerta iluminó lo cerca que habíamos estado de chocar contra un árbol. La cerré y volví a quedarme a oscuras, aunque no del todo; la nieve que caía parecía contener su propia luz, suave y plateada, pero en realidad no iluminaba nada. No obstante, sí que había una luz que venía de alguna parte. Supuse que sería de alguna farola, pero la zanja a la que había ido a parar era tan profunda que no alcanzaba a ver ninguna. Y tampoco podía subir a la carretera de nuevo porque la pendiente era demasiado inclinada. Así que lo único que podía hacer era caminar en paralelo hasta que la pendiente disminuyera y, tarde o temprano, me toparía con mi casa, que estaba en lo alto de la colina a ese mismo lado de la carretera.
Cerré el coche con llave y empecé a caminar con dificultad colina arriba, agachando la cabeza para protegerme de la nevada. Llevaba unas botas de piel de borrego bastante calientes, así que no sentí el frío enseguida, pero después de unos diez minutos descubrí que mis bonitas y caras botas no eran ni siquiera impermeables. En cuanto la nieve empezó a filtrarse por las suelas se me helaron los pies. Me planteé regresar al coche para coger las botas de goma que había metido en el maletero hacía un mes, pero decidí que era una tontería porque ya debía de estar muy cerca de casa.
Levanté la cabeza y miré a través de los copos de nieve con los ojos entornados. Sí, veía unas luces que centellaban un poco más allá. ¿Me había dejado las luces de Navidad encendidas? ¿O quizá Brock había ido a comprobar que todo iba bien y las había dejado encendidas para darme la bienvenida? Home, heima, teg.
Apreté el paso, dando patadas en el suelo a cada paso para entrar en calor, con los ojos fijos en las luces. No estaban tan cerca como había pensado; de hecho, parecían alejarse a medida que me aproximaba, flotando entre la nieve que caía… Me detuve y miré alrededor. Las luces se estaban moviendo; se mecían con el viento en las ramas de los árboles. Entorné los ojos y observé que lo que colgaba de aquellas ramas eran los adornos de hielo que la gente del pueblo había hecho durante la tormenta de hielo: ángeles, elfos, renos y perdices. Y podía distinguir los pequeños amuletos que había dentro del hielo porque este brillaba. Cuando el viento los mecía chocaban los unos contra los otros como gotas de cristal de una lámpara de araña y producían un bonito tintineo. Nunca había sentido magia antes, pero en aquel momento la sentí, moviéndose a mi alrededor al ritmo del poder de todos los deseos, las esperanzas y los sueños que contenían aquellos adornos que intentaban romper sus caparazones de hielo. Sentí que algo en mi interior también intentaba salir de un caparazón duro. Era una sensación de ilusión, tan cortante como el roce del viento helado, que crecía hasta alcanzar el punto de rotura. Cuando esa sensación empezaba a ser insoportable algo atravesó la maleza y se plantó justo detrás de mí. Me volví y a punto estuve de perder el equilibrio en la nieve. Tenía delante a un ciervo enorme, el mismo que había pasado frente a mi coche un rato antes. Me miró con los ojos bien abiertos y conscientes, y sus astas proyectaron sombras con forma de ramas en la nieve. El animal resopló y creó una nubecilla de vaho en el aire frío. A continuación, bajó la cabeza muy despacio hacia el suelo y me percaté de que tenía las puntas de las astas plateadas y que llevaba un collar de plata y cuero alrededor del cuello.
—¿Eres del… del otro lado? —pregunté.
Pero el ciervo se limitó a hurgar el suelo con la pata. Entonces levantó la cabeza, olfateó el aire moviendo las orejas y se fue saltando de forma tan repentina como había aparecido. Agucé el oído para intentar escuchar lo que le había asustado, pero lo único que oí fue el tintineo de los adornos de hielo.
Me volví y continué caminando. Enseguida llegué a un claro: ¡era el jardín de mi casa! La Casa Madreselva estaba a unos veinte metros y la luz del porche brillaba a través de la nieve. «Lo ves —me dije—. No me he perdido». Eché a correr hacia la casa, aunque con cierta torpeza porque la nieve me llegaba hasta el tobillo, y justo en ese momento algo me golpeó la cabeza. Me volví y me topé con los ojos amarillos de un enorme pájaro negro con las garras listas para atacarme. Me agaché y agité el brazo para protegerme la cara. El pájaro pegó un chillido espantoso cuando lo golpeé y batió el aire con sus gigantescas alas negras, como un nadador que intenta mantenerse a flote. El bicharraco me miraba fijamente; su odio atravesaba los copos de nieve con más fuerza que las luces largas de mi coche.
Y empezó a prepararse para otro ataque.
Me agaché de nuevo y me cubrí la cara, segura de que quería arrancarme los ojos, y me preparé mentalmente para recibir sus picotazos y arañazos. No obstante, oí el ruido de un porrazo, seguido del chillido colérico del pájaro y su fuerte aleteo. Levanté la mirada hacia la figura que se alzaba encima de mí, de espaldas. De los hombros le colgaban plumas negras, como si llevara una capa. Cuando se dio la vuelta, las plumas se soltaron y cayeron a la nieve delante de mí, manchando el blanco con salpicaduras de sangre. Levanté la vista de nuevo, esperando y temiendo que aquellos ojos amarillos siguieran ahí, que el pájaro se hubiera transformado en aquel hombre plumado y ensangrentado. Pero los ojos que me devolvieron la mirada fueron los dulces ojos castaños de Liam Doyle.
—¡Maldición, Callie! —exclamó, poniéndose en cuclillas a mi lado—. ¿Qué narices has hecho para cabrear tanto a ese pájaro? —Le temblaba la voz. Me percaté de que seguía aferrando el palo que había utilizado para defenderme y que se veía salpicado de sangre y plumas.
—Liam, ¿cómo sabías que…? ¿Qué hacías aquí?
—Estaba sentado en mi habitación mirando cómo nevaba y vi a alguien en el bosque. Cuando apareciste en el jardín te reconocí, y entonces vi que ese cuervo enloquecido había salido del bosque detrás de ti. Creo que era el mismo que te atacó el día que te marchaste… aunque parece que ha crecido.
Titubeó y me pregunté si él también estaría recordando lo que había pasado la última vez que me rescató de ese pájaro; cómo nos habíamos besado y cómo me había apartado yo después. Liam estiró el brazo y me acarició la cara, y yo empecé a temblar.
—Estás helada —constató, al tiempo que me cogía de la mano y me ayudaba a levantarme—. Será mejor que entres en casa. ¿Tienes la llave?
Hurgué en los bolsillos y comprendí que no solo había perdido la llave, sino que Ralph tampoco estaba conmigo.
—¡Oh, no! —exclamé, mirando la nieve manchada de sangre a mi alrededor. ¿Cuándo se había caído? ¿Se lo habría llevado aquel espeluznante cuervo?
—No te preocupes, seguro que tienes una copia escondida en alguna parte. He descubierto que casi todo el mundo de por aquí lo hace. Deja que lo adivine; ¿debajo de ese gnomo, quizás?
Liam me ayudó a llegar hasta el porche y me sentó en los escalones. Luego movió el gnomo de piedra, que ya estaba en la casa cuando la compré.
—¡Ja! ¡Lo sabía! —exclamó, alzando la llave en el aire—. Venga, no llores. No ha sido más que un susto.
No estaba llorando del susto, o al menos no solo de eso, sino porque había perdido a Ralph. Incluso si el pájaro no se lo hubiera llevado consigo, el pobrecillo se moriría de frío si no entraba pronto en casa. Tenía que encontrarlo.
Me levanté y empecé a caminar en dirección al coche, pero solo logré avanzar un par de metros antes de que el mareo me venciera y me hundiera en la nieve. Oí los pasos de Liam bajando los escalones del porche y sentí que sus brazos me ayudaban a ponerme en pie.
—¿Adónde crees que vas, Callie?
—Es que… me he olvidado una cosa en el coche… Tengo que volver.
—Estás delirando, chica, y ese es uno de los síntomas de la hipotermia. Te voy a llevar dentro.
Me acompañó escalones arriba y entramos. Empecé a explicarle lo de Ralph; me importaba un bledo si pensaba que estaba como una cabra.
—¿Un ratón como mascota? Eres una mujer muy rara, Cailleach McFay. Pero no te preocupes, los animales saben cuidar de sí mismos. Tu ratón se esconderá bajo tierra hasta que deje de nevar y entonces vendrá a casa.
Me sentó en el sofá de la biblioteca y se acuclilló junto a la chimenea, que ya tenía leña preparada para un fuego. Seguidamente, encendió una cerilla y avivó la llama mientras me hablaba con una voz muy dulce (un sonido parecido al de las gotas de lluvia que caen sobre un tejado de zinc) para que me relajara, pero yo no podía parar de llorar, ya no solo por Ralph, sino por todo lo que me había pasado: Paul había roto conmigo, había descubierto que mi abuela era una bruja y que Frank Delmarco no era quién decía ser, mi coche se había estrellado en el bosque, un pájaro gigante me había atacado… Todo empezó a revolverse dentro de mí, transformándose en unos sollozos largos y sentidos. Le expliqué a Liam parte de la historia, lo de Paul y lo del coche… y de alguna manera me las ingenié para incluir la sorpresa de habérmelo encontrado a él con Fiona en el guardarropa.
—Menuda fresca —dijo, envolviéndome los hombros con un echarpe de punto—. Me pidió que la ayudara a coger algo de una estantería demasiado alta para ella y entonces se me echó encima. No te preocupes por Fiona ni por el idiota de tu ex novio, ahora ya estás en casa. —Se arrodilló delante de mí y me sacó las botas y los calcetines empapados y empezó a frotarme os pies. Noté sus manos increíblemente calientes en contraste con mi piel helada—. Está bien —susurró con una voz tan cálida como sus manos—, lo has pasado mal, pero ahora ya está, estás en casa.
Deslizó las manos por debajo de mis vaqueros para frotarme las pantorrillas; enseguida sentí que la sangre circulaba de nuevo por mis piernas. Liam tenía manos grandes y fuertes. Podía cubrir el ancho de mi pantorrilla con una sola. Noté que su calor me subía por las piernas.
Entonces se sentó a mi lado y me acarició el cabello enmarañado desde la frente hacia atrás y me secó las lágrimas de las mejillas. Sus ojos eran del color del brandy caliente, un marrón leonado con manchas doradas. Si los miraba fijamente me mareaba, tal como me había sucedido un poco antes en el jardín nevado. Se inclinó y me besó la mejilla. Cuando se incorporó tenía los labios mojados con mis lágrimas. Se inclinó de nuevo y me besó la oreja, y luego la mandíbula. No me moví ni un centímetro, sintiendo cómo su aliento se deslizaba por mi rostro, mi cuello y hasta mi clavícula. El calor de sus labios se extendía por todo mi cuerpo. Me desabrochó los dos primeros botones de la blusa y me rozó los pechos con los labios. Cuando empecé a temblar, Liam levantó la cabeza y me miró a los ojos.
—Ya está —dijo, acariciándome la cara—. Ya estás en casa.
Me besó y me abrió los labios con los suyos. Sentí su lengua, y su aliento, y el calor de su cuerpo hundiéndome en el sofá. Sus piernas separaron las mías con la misma destreza con que sus labios habían abierto los míos. Así es como sentía sus besos, como una apertura. Sus manos se deslizaron por dentro mi blusa, bajaron por debajo de la cintura de mis tejanos, y comenzó a acariciarme la entrepierna.
—Oh, Liam… —gemí.
Se colocó a un lado del sofá y retiró la mano, pero la dejó apoyada en mi vientre.
—¿Sí, Callie? —dijo, como si estuviéramos en medio de una conversación y nos conociéramos de toda la vida.
—Creo que… —la voz me salió ronca y jadeante— vamos… demasiado deprisa.
—¿Demasiado deprisa? —preguntó, ladeando la cabeza y sonriendo—. Lo siento. Iré más despacio. ¿Qué tal así?
Bajó la cabeza a mi clavícula y deslizó la lengua por mi cuello hasta mi oreja con la misma lentitud insoportable con que retiró los dedos de mis partes íntimas. Entonces exhaló sobre la humedad de mi oreja al mismo tiempo que deslizaba los dedos de nuevo entre mis piernas. Tiró de mi lóbulo con los labios, rozándome con los dientes y lamiéndome mientras sus dedos me penetraban.
—¿Qué tal así? —me susurró al oído—. ¿Todavía demasiado deprisa?
—No —admití, volviéndome hacia él y rodeándole las caderas con las manos para acercarlo a mí—. Eso ha sido perfecto.