28

No tuve mucho tiempo para digerir la noticia de que Frank Delmarco, el Frank proletario, directo y fan de los Jets, era una bruja. Y una bruja que era descendiente de otra que había conocido a Bertram Ballard y, de alguna modo, había resultado perjudicada por él. Llegaba tarde a la cita con mi abuela y no quería que montara en cólera. Y encima tenía el jersey mojado del OxiClean que me había puesto Justin para limpiar los restos gelatinosos de la lacuna.

Llegué sin aliento al Club de la Arboleda, que estaba situado en una casa solariega en el centro de Manhattan, cerca del Club Williams y del Century. En las pocas ocasiones en que Adelaide me había invitado a tomar el té allí, apenas había podido llevarme una impresión de los otros miembros del club, siempre escondidos detrás de los elevados respaldos de sus sillas. Lo único que había vislumbrado de ellos, y de modo fugaz, era un tobillo grueso embutido en unas medias de compresión y unos zapatos hechos a mano; una muñeca con una pulsera de colgantes que se estiraba para coger una taza de té de porcelana; una extraña voz de hombre (el club era solo para mujeres) murmurando algo en voz baja, como si temiera que le echaran si su voz varonil hacía vibrar el delicado mobiliario del siglo XIX, los retratos con los marcos dorados y las finas tazas de porcelana. Puesto que mi abuela era una mujer soltera y pudiente con intereses en genealogía, novelas del siglo XIX y arte popular americano, supuse que los otros miembros también serían mujeres mayores, igual de sobrias, con un pasado similar e intereses parecidos. No obstante, ese día cuando pasé junto a la barra de paneles de roble del bar, que estaba debajo de una pintura mural en la que aparecían varias mujeres vestidas con atuendos clásicos bailando en un bosque, vi a dos mujeres jóvenes muy bien vestidas bebiendo martinis y riendo.

Quizás ahora los miembros del club ya no eran mujeres ni tan mayores ni tan sobrias.

Una de las mujeres vestía unos ceñidos pantalones negros metidos por debajo de unas botas de montar y una estilosa chaqueta de lana, también de montar. Me sonaba de algo, pero estaba de espaldas a mí y llevaba un sombrero de piel enorme que ocultaba el color de su cabello. La otra mujer era rubia y lucía un vestido de punto Missoni, mallas y botas de ante de color claro. «Modelos», pensé mientras subía la majestuosa escalera que conducía a la primera planta. Tal vez el club prestaba sus habitaciones para algunas sesiones de fotos de moda. No cabía duda de que sería imposible encontrar en la ciudad un facsímile mejor de uno de esos clubs ingleses aburridos y pasados de moda.

El salón Laurel estaba exactamente como la primera vez que tomé el té allí cuando tenía doce años: los mismos sillones con los respaldos altos tapizados de verde oscuro y los mismos óleos de ancianas de cabello gris que me miraban con desaprobación por encima del hombro, o al menos eso me había parecido a los doce años, vestida con un áspero vestido de terciopelo y encaje que mi abuela me había comprado en Bergdorf’s.

Mientras recorría con la mirada las islas de butacas en busca de mi abuela, intenté zafarme de esa incómoda sensación de la infancia.

«Nadie puede hacer que te sientas inferior sin tu consentimiento», solía decir Adelaide, citando a Eleanor Roosevelt, cuando me quejaba de lo incómoda que me sentía en algunos ambientes. El efecto de su amonestación me hacía sentir todavía peor, como si yo fuera cómplice de mi degradación. Pero aquel día me obligué a caminar con la barbilla bien alta y la espalda erguida. Tenía veintiséis años (no doce), me había doctorado y tenía un buen trabajo. El hecho de que Adelaide despreciara el puesto que había conseguido en Fairwick no significaba nada. ¿Qué sabía ella del mercado de trabajo académico?

—¿Señorita McFay? —Un hombre asiático con un traje gris perla se había plantado a mi lado deslizándose sobre la gruesa alfombra persa—. La señora Danbury le está esperando —anunció, y movió una mano enfundada en un guante blanco, como un mago haciendo uno de sus trucos, hacia un grupo de butacas junto a la chimenea.

Lo seguí a través de la sala, consciente de los ojos que me observaban desde la comodidad de los grandes y lujosos sillones. ¿Era imaginación mía o el murmullo de las conversaciones había cesado de pronto? Tuve la desconcertante sensación de que unas aves rapaces me acechaban desde las ramas de los árboles y me vi intentando escuchar, asustada, el susurro de sus plumas. Cuando llegamos a las butacas junto a la chimenea, mi escolta hizo una reverencia y se retiró, deslizando las suelas de los zapatos en la alfombra con la misma destreza que Michael Jackson en el videoclip de Thriller.

—¿Adelaide? —pregunté al respaldo de la butaca.

Una mano nudosa se agarró al brazo de madera, que estaba tallado con formas de garras de pájaro, y empezó a incorporarse.

—No te levantes —dije, colocándome delante e inclinándome para darle un beso en la mejilla.

El tacto de su piel fría y el aroma del Chanel n.º 5 me transportaron a mi infancia, pero cuando me incorporé y contemplé a mi abuela pensé que realmente había viajado en el tiempo hasta mi doceavo cumpleaños. No había visto a Adelaide desde que había asistido a mi graduación cuatro años atrás, de manera que me había estado preparando para encontrarla más mayor. Después de todo, rondaba los ochenta y la mano que había visto era la de una anciana. Pero a excepción de la mano, que seguía aferrada a las garras talladas, no parecía más mayor que la mujer de sesenta y pico años que me había adoptado. Tenía el mismo cabello negro azulado (mantenido gracias a visitas semanales a la peluquería), con el mismo peinado elegante pero anticuado, corto hasta la barbilla; los mismos ojos penetrantes y juntos, y la misma nariz aguileña. Incluso me parecía haber visto antes el conjunto que llevaba (un traje de lana rojo cereza, una blusa de seda beige y el collar de perlas). «Albert Nipon», pensé. Incluso el broche de ónix era el mismo que siempre había llevado.

—Estás estupenda —dije sinceramente—. Está claro que el clima del sudoeste te sienta bien.

Meneó la mano para descartar mis halagos.

—El aire seco es bueno para mi artritis, pero en cuanto pongo el pie en esta ciudad, rebrota. Venga, siéntate. Me pones nerviosa ahí plantada.

Me acomodé en la butaca que había delante de la suya, pero me quedé sentada en el borde para no hundirme en sus profundidades. El asiático reapareció con una bandeja cargada con una tetera de hierro y dos tazas de porcelana decoradas con dibujos de ramas (cuando era pequeña me habían parecido manos de esqueleto) y la depositó encima de la mesita que teníamos delante. Colocó un colador encima de mi taza y vertió un chorro de té con aroma de jazmín. Después repitió el procedimiento con la taza de Adelaide, hizo una reverencia y se marchó. Durante todo el ritual noté que mi abuela no me quitaba ojo de encima.

—Tienes buen aspecto —admitió de mala gana—. Aunque no entiendo cómo le puede sentar bien a nadie ese clima tan frío y húmedo del norte del estado.

—No me molesta el frío. Además, el campus está muy bonito con la nieve… —Me vino a la mente una fugaz imagen de Liam besándome en el camino nevado junto a la puerta del campus—. Y tengo una casa victoriana preciosa. Deberías visitarme…

—No soporto esas viejas casas victorianas; siempre tienen corrientes de aire —repuso, haciendo caso omiso de mi invitación—. Y las universidades de pueblo… —Se estremeció y las clavículas se le marcaron en el cuello. Me di cuenta entonces de que aunque no tenía arrugas, la piel que le cubría los huesos más marcados parecía muy fina, como una seda delicada y desgastada en las costuras—. Debe de ser como vivir en una pecera; todo el mundo se entera de todo.

En ese momento recordé que mi abuela siempre había mantenido una meticulosa cortina de privacidad entre los diferentes compartimentos de su vida. Nunca se relacionaba con los vecinos de nuestro edificio, ni invitaba a nadie a casa. Solía almorzar en el club, asistía a las reuniones de los diversos comités en que participaba y también acudía a las fiestas anuales de las instituciones artísticas a las que apoyaba, pero nunca oí que se refiriera a nadie como un amigo.

—Me gusta esa parte —comenté—. Todos cuidan los unos de los otros. Cuando tuvimos la tormenta de hielo, por ejemplo, fuimos casa por casa con Dory Browne para asegurarnos de que todos estaban bien…

—¿Dory Browne? ¿Es una de tus compañeras de trabajo?

—No —contesté, llevándome la taza a los labios—, es la agente inmobiliaria que me vendió la Casa Madreselva y es muy amiga de la decana, Liz Book…

—¿Elizabeth Book? ¿Todavía trabaja ahí? Ya debe de ser una anciana. ¿Qué tal te llevas con ella?

Levanté la vista de la taza, sorprendida.

—¿De qué conoces a Liz? No me dijiste nada cuando te expliqué que me habían dado el trabajo. —«Una universidad de segunda con un personal de segunda», había dicho entonces.

—Nuestros caminos se han cruzado un par de veces. Siempre me ha parecido un poco… difusa. Y peligrosamente ingenua. Toda esa filosofía que defiende de reclutar a estudiantes de todo el mundo, cuando en casa tenemos jóvenes cualificados de sobra… —Dio un golpecito al brazo de la butaca como si se refiriese a «en casa» en sentido literal. Miré alrededor, al silencioso salón, como si los candidatos fueran a saltar de las profundidades de sus sillones.

—Vaya, no sabía que conocías tan bien la Universidad de Fairwick… —Dejé la taza en la mesa y me incliné hacia delante—. Pero ¿cuánto de bien la conoces?

Mi abuela me miró con los ojos bien abiertos y se reclinó todavía más en su sillón, pero entonces sonrió y sus labios pintados de rojo dejaron al descubierto unos dientes amarillentos.

—Pues bastante bien. Ya veo que te han iniciado en su culto. Dime, ¿te han prometido que te entrenarán para ser una bruja?

—¿Estás al corriente de todo eso? —pregunté; mi voz se me antojó estridente en la silenciosa sala. Normalmente me habría esforzado por mantener la compostura delante de mi abuela, pero esa mañana me había atacado un parásito chupasangre y acababa de descubrir que uno de mis compañeros de trabajo más normales era un brujo encubierto.

Mi abuela pareció satisfecha con mi reacción.

—Por supuesto, querida. ¿Qué crees que es La Arboleda? —Meneó una mano en el aire para referirse al sombrío salón en el que estábamos.

—¿Sois… brujas? —susurré.

—«La Arboleda» es un nombre antiguo que se utilizaba para designar un aquelarre, de la época en que nuestros antepasados se reunían en el bosque. Pero solo porque ellos tuvieran que esconderse entre la oscura espesura de los árboles, no significa que nosotras también debamos hacerlo. Los miembros de La Arboleda practicamos una versión más refinada del Oficio.

Pensé en el ritual que Soheila, Liz y Diana habían llevado a cabo para echar al íncubo de mi casa. No había sido muy refinado, pero había funcionado. Aunque también era cierto que no todas eran brujas…

—¿Y también sabes lo de las hadas?

Adelaide chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—En La Arboleda no se admiten hadas, gnomos, elfos ni enanos. Consideramos que la dependencia en esas criaturas es signo de una falta de disciplina en el Oficio. Además, esos seres pueden ser muy perjudiciales. Y peligrosos. Espero que no hayas entablado relación con ninguna de esas criaturas en Fairwick. Esa era mi mayor preocupación cuando aceptaste el trabajo.

—¿Así que no era el prestigio académico de la universidad lo que te preocupaba?

—Bueno, eso también. No lograron situarse entre las cien mejores universidades en el ránking del U. S. News & World Report, lo que atribuí a su liberal política de admisión que daba entrada a refugiados de todo este mundo… y del otro. Quiero decir, ¿te gustaría que tu hija se sentara en clase al lado de un duende? ¿O que compartiera habitación con un puka?

—Estoy encantada con mis alumnos —repuse, sorprendida por el veneno que percibía en su voz—. Y no he visto ningún duende.

—Que tú sepas. Lo que oímos aquí en La Arboleda es que Elizabeth Book permite que seres del otro mundo asistan a clase, e incluso las impartan, con apariencia humana. ¡Quién sabe la clase de criaturas que tendrás en tus clases! Es muy irresponsable que la gente no pueda ni saber con qué está tratando. Quise advertirte cuando aceptaste el puesto, pero nunca me haces caso.

—Pero ¡si ni siquiera me dijiste que yo tenía sangre de hada!

Adelaide se inclinó hacia delante y me agarró la mano con tal urgencia que se me escapó un gritito. Me apretó los dedos.

—Pues claro que no te dije que estabas contaminada. Tu madre, a pesar de que nunca eligió practicar el Oficio, descendía de un largo linaje de distinguidas brujas. Y deshonró su herencia al casarse con un hombre que tenía sangre de hada.

—¿Qué herencia? —pregunté, ignorando la alusión a mi padre. A mi abuela nunca le había gustado, pero pensaba que se debía a que era escocés.

—La herencia de La Arboleda. Uno de sus principios es que no nos relacionamos con hadas.

Resoplé.

—Pero las brujas han sido víctimas de prejuicios y persecuciones durante siglos. ¿Por qué ibais a ser intolerantes con las hadas?

—Fue precisamente esa relación entre las brujas y los demonios (que no deja de ser otro nombre para lo que tú llamas hadas) la que causó esas persecuciones. Además, sabemos que la sangre de hada neutraliza el poder de una bruja, por lo que pensé que era comprensible que no mostraras signos de talento para la brujería. —Me miró con los ojos entornados—. Aunque puede que tanto tu madre como yo te juzgáramos de modo precipitado… En todo caso, ahora que estás al corriente de la verdadera naturaleza de Fairwick será mejor que dimitas.

Me apoyé en el respaldo del sillón, recuperando mi mano de las garras de Adelaide, y la observé. Le habían aparecido unas finas líneas blancas alrededor de la boca, donde apretaba los labios para controlar su expresión, pero aún así podía sentir la rabia que irradiaba; como si desprendiera olas de calor, con la diferencia de que su ira te podía dejar helada. También me percaté de que en el salón Laurel reinaba el más absoluto silencio. Escondidas en sus sillones profundos y oscuros, las integrantes de La Arboleda nos estaban escuchando.

—¿Y si no renuncio a mi puesto en Fairwick? —pregunté en voz alta para que mi pregunta se oyera en toda la sala—. ¿Qué me hará el club?

—Siempre has sido muy melodramática, Callie. —Mi abuela sacudió la cabeza y sonrió casi con cariño, como si sonriera ante la mala conducta de un cachorrillo—. La Arboleda no te hará nada… —Su sonrisa se esfumó de pronto—. Pero tampoco te ayudará si te pones en peligro. Y créeme, tarde o temprano eso sucederá.

Pensé en el íncubo que casi destruye mi casa, en el vampiro que me había hecho aceptar un dudoso trato y en Frank Delmarco, que estaba ocultando su identidad de brujo. Lo que siempre había detestado de las discusiones con mi abuela era que la mayoría de las veces acertaba y el tiempo le acababa dando la razón.

Aunque no siempre. Había intentado disuadirme para que no entablara amistad con Annie («esa chiquilla italiana») y también me dijo que no escribiera un libro sobre vampiros, «porque los vampiros están pasados de moda desde Anne Rice». De modo que tenía la esperanza de que también se equivocara con Fairwick, porque a pesar de que me había planteado dimitir mientras conducía hacia la ciudad, sabía que era lo último que deseaba hacer. De hecho, me moría de ganas de volver.

—Siempre me dijiste que confiara en mí misma —dije, poniéndome de pie—. Y eso es lo que pienso hacer. Confiar en mí misma y en los buenos amigos y vecinos que tengo en Fairwick. Y si tú o algún otro miembro del club cambiáis algún día de opinión, estoy segura de que encontraréis la puerta abierta.

Solo había pretendido transmitir un mensaje de tolerancia (algo que no sentía en absoluto en ese momento), pero en cuanto pronuncié las últimas cuatro palabras, ella se quedó pálida.

—¿La puerta está abierta? —preguntó con voz quebrada.

De manera que había algo que mi abuela no sabía.

—Sí —contesté con una sonrisa—. La abrí yo.

Me volví y me fui, pasando junto a los sillones tapizados y sintiéndome como un ratoncillo de campo indefenso que se abría paso a través de un bosque poblado de lechuzas con las garras afiladas que lo observaban desde las ramas.