27

Con ratón o sin ratón, despertarme sola en una habitación de hotel el día de Navidad me pareció un auténtico infierno. Ralph dormía tranquilamente en la cubitera, tapado con un trapo para lustrar los zapatos que le servía de manta. Su compañía aderezaba mi soledad con ese toque de gracia victoriano que hacía que mi situación fuera realmente patética; como Cenicienta, que solo contaba con la compañía de sus pequeños amigos animales.

Para animarme, decidí pedir un opíparo desayuno en la habitación, me importaba un bledo el precio. Y después hice lo que había estado pensando la noche anterior: llamé a mi abuela a Santa Fe. Me saltó el contestador, de modo que le deseé feliz Navidad y le dije que la noche anterior había estado pensando en ella en la catedral. Colgué con la sensación de que había cumplido con mi deber sin haber tenido que hablar con ella, pero diez minutos después sonó el teléfono.

—Así que estás en la ciudad, ¿eh? —dijo mi abuela, sin un «hola» ni un «felices fiestas»—. ¿Ya has entrado en razón y te has marchado de esa universidad de poca monta?

—No, Adelaide. —Cuando tenía diez años me pidió que no la llamase abuela porque le hacía sentirse vieja—. Solo he venido a pasar unos días…

—Bien —me interrumpió—. Yo también. Estoy alojada en mi club. Si no tienes otros planes para hoy, podríamos tomar el té juntas.

Por un momento me planteé decirle que pensaba pasar el día en casa de Annie. Odiaba tener que admitir que iba a pasar sola el día de Navidad, pero entonces comprendí que ella también lo estaba y me reprendí por mi egoísmo.

—Sí, iré encantada.

—Ven a la una —respondió con sequedad—. Y recuerda que en el Club de la Arboleda no se permiten los vaqueros.

Colgué sintiéndome como una adolescente malhumorada a la que tenían que recordarle que se vistiera adecuadamente para las entrevistas en las universidades, y recordé por qué siempre había procurado que las interacciones con mi abuela fueran breves. No obstante, cuando la defendí la noche anterior delante de Annie era porque lo sentía de verdad; mi abuela no lo había hecho tan mal. Podría haberme enviado a un internado, pero en cambio me abrió las puertas de su pequeño piso de dos habitaciones, pequeño y ordenado, renunció a su despacho para que pudiera convertirlo en mi dormitorio (aunque muchos de sus libros y papeles nunca salieron de mi armario), y supervisó mi educación diligentemente hasta que me fui a la universidad. Es cierto que me disgusté un poco cuando decidió jubilarse en Santa Fe justo la misma semana en que yo acababa el instituto, porque aquello significaba que tendría que pasar las vacaciones en la residencia o en el sofá de alguna amiga. Pero tampoco podía culparla por ello; al menos había esperado a que acabara el instituto para mudarse. Además, ya llevaba años quejándose de los inviernos en Nueva York y hablando de su intención de irse a vivir a Santa Fe, donde tenía una casa heredada de una tía suya. Me sorprendía que hubiera regresado a la Gran Manzana en pleno invierno.

Aquel día me vestí con esmero —una falda de lana y un jersey de cachemir— y me recogí el pelo, recordando que siempre que me lo dejaba suelto Adelaide comentaba lo largo que lo llevaba. Salí temprano del hotel, pensando que el metro iría más lento el día de Navidad, pero cuando llegué a Midtown todavía faltaba una hora para nuestra cita. Paseé por la Quinta Avenida y miré los escaparates navideños de Lord & Taylor, y me acordé de unas Navidades en que mi madre me había llevado a mirar escaparates.

—¡Mira, son hadas! —había dicho, señalando a un grupo de figuras con alas hechas de seda y gasa suspendidas encima de una maqueta del Central Park nevado—. Ojalá fueran así.

Siempre había pensado que mi madre había querido decir «Ojalá existieran», pero ahora me pregunté si mi madre conocía lo suficiente sobre las hadas como para saber que no siempre eran tan dulces y adorables. Diana Hart me había dicho que yo tenía sangre de hada, pero ¿de quién? ¿De mi padre o de mi madre? Podría preguntárselo a mi abuela, pero formularle una pregunta así a Adelaide Danbury era impensable.

Cuando pasé frente a la sede central de la biblioteca pública sentí una punzada de culpabilidad al recordar que había otras cuestiones genealógicas bastante más urgentes. Mi intención había sido aprovechar esos días en Nueva York para buscar a los descendientes de Hiram Scudder y Abigail Fisk, pero había estado tan sumida en mi propio drama que no me había ni acercado a la biblioteca. Ahora era demasiado tarde. Era obvio que la biblioteca estaría cerrada el día de Navidad, a no ser que…

Hurgué en mi monedero, saqué la tarjeta del IPM que Liz Book me había dado y leí lo que ponía en el dorso: ACCESO A COLECCIONES ESPECIALES Y HORAS DE CONSULTA EXCLUSIVAS.

Pero ¿tenía que solicitar una cita previa? No cabía duda de que tenía que pedirle a Liz que buscara mi pack de orientación y me impartiese una formación práctica sobre cómo utilizar los hechizos. Todavía me escocían las rodillas de la caída que había sufrido al equivocarme de hechizo en el solsticio… No obstante, podía probar si con esa tarjeta lograba entrar en la biblioteca.

Sintiéndome bastante ridícula, subí las escaleras de granito, pasando junto a Paciencia y Fortaleza, los dos leones, que estaban resplandecientes con sus coronas navideñas. Cuando llegué a las puertas, que obviamente estaban cerradas con llave y con verja, todavía me sentí más ridícula. ¿Qué pensaba? ¿Que agitaría mi tarjeta delante de la cerradura y las grandes puertas de latón se abrirían de golpe?

En ese momento me percaté de que entre la filigrana de acantos había grabadas dos lunas crecientes mirando en direcciones opuestas, idénticas a las que aparecían en mi tarjeta del IPM. Sintiéndome todavía más tonta, deslicé la tarjeta por encima de aquellas lunas.

Oí un clic.

Me quedé observando la puerta hasta que, para mi sorpresa, oí otro clic. Tiré del tirador, pero no se movió. Y entonces recordé lo sensible al tiempo que era el interfono de mi piso y volví a intentarlo. Esa vez, en cuanto oí el clic tiré del tirador enseguida. Y la puerta se abrió.

Me quedé en el umbral unos instantes hasta que una voz me llamó desde el interior.

—¿Vas a entrar o no? Hay mucha corriente de aire.

Cerré la pesada puerta y entré en el gran vestíbulo de mármol. Los enormes candelabros y las lámparas que colgaban del techo estaban apagados y la única luz que había procedía de los arcos de los lucernarios. En uno de los rincones más oscuros había un hombre joven y esbelto enfundado en un grueso abrigo de lana y una gran bufanda sentado en una silla plegable. Había estado leyendo con la ayuda de una de esas pequeñas lámparas de libro con pinza, pero ahora me estaba mirando y tendía una mano huesuda en mi dirección.

—Tarjeta, por favor.

Le entregué mi tarjeta IPM, con la esperanza de no estar violando ningún protocolo académico al irrumpir en la biblioteca el día de Navidad. El hombre levantó la tarjeta hacia un débil rayo de luz y la inclinó adelante y atrás. Las lunas crecieron hasta llenarse y luego menguaron hasta recuperar la forma de medialuna.

—Vale —dijo, levantándose con un suspiro y un crujido de huesos. Aunque no aparentaba más de treinta años, el cabello rubio rojizo se le estaba empezando a caer. Se comportaba como un anciano y también vestía como tal. Debajo del abrigo llevaba un chaleco de cuadros escoceses, corbata y un reloj de bolsillo.

—Justin Plean —se presentó, tendiéndome su mano huesuda—. Colecciones Muy Especiales. ¿En qué puedo ayudarte?

—Estoy intentando localizar a los descendientes de dos… eh… personas.

—¿Qué clase de personas?

—Pues… no estoy segura… ¿Te refieres a…?

—¿Hadas, brujas, demonios o misceláneos?

—Brujas —contesté, preguntándome que incluiría la categoría «misceláneos».

—Está bien —dijo sin más rodeos—. Ven conmigo.

Echó a caminar a buen paso, lo que contrastaba con su atuendo anticuado. Enseguida comprendí por qué iba tan abrigado: en la biblioteca hacía un frío de muerte.

—¿No te encienden la calefacción? —pregunté cuando lo alcancé delante del ascensor.

—Recortes de presupuesto —contestó sacudiendo la cabeza—. Tienes suerte de haberme encontrado aquí hoy. El IPM no se puede permitir pagar horas extras, pero a quienes nos tomamos el trabajo en serio no se nos ocurriría dejar la biblioteca desatendida.

—Todo un detalle por tu parte —comenté mientras entrábamos en el ascensor.

Justin Plean se encogió de hombros, pero pareció satisfecho con mi comentario.

—Es mi trabajo. ¿Necesitas ayuda con los registros genealógicos?

—Lo más seguro es que sí. Nunca los he consultado.

—Pues son un poco… complicados —admitió—. Has dicho que querías buscar a dos brujas, ¿verdad? Te enseñaré cómo buscar a una y veré que puedo encontrar yo de la otra.

Encantada de haber encontrado a alguien tan amable, escribí los dos nombres en una libreta que Justin extrajo del bolsillo de su abrigo.

La puerta del ascensor se abrió a la oscuridad total. Por un momento se me pasó por la cabeza la espantosa idea de que Justin Plean, amable y libresco, era un asesino en serie psicótico que me había llevado al sótano de la biblioteca para descuartizarme. Pero cuando salimos del ascensor, las luces detectoras de movimiento se encendieron y revelaron hileras y más hileras de estanterías, altas hasta el techo, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

—¡Caray! ¿Y todos estos libros son de magia y brujería?

Justin se volvió para dedicarme una sonrisa, que le concedió el aspecto de un niño de doce años.

—Es increíble, ¿verdad? Aquí están los grimorios —explicó, deslizando los dedos por una hilera de libros encuadernados en cuero—, y aquí los bestiarios. Los registros genealógicos están en la parte trasera. —Caminaba tan deprisa que me costaba seguirle el ritmo. Me hubiera encantado pararme y explorar, pero no quería llegar tarde a la cita con mi abuela.

Justin me condujo hasta un rincón polvoriento iluminado por un fluorescente parpadeante. Cogió de un estante un libro grande con el típico encuadernado de biblioteca y me lo entregó.

—De la R a la T del RCSS, que es el…

—El Registro Central de Seres Sobrenaturales —completé, sintiéndome orgullosa de saber algo.

Justin me dedicó una sonrisa condescendiente.

—Solo tienes que buscar a tu Scudder. Los descendientes más actuales tendrían que aparecer listados ahí. Yo empezaré a buscar los de Abigail Fisk.

Le di las gracias, me senté y abrí el libro. Unas nubes de polvo se desprendieron de sus páginas, delicadas y repletas de nombres. No parecía muy actual, pensé, mientras me esforzaba por leer las diminutas letras. ¿De verdad aparecerían ahí los últimos descendientes de Hiram Scudder?

Pero a medida que pasaba las páginas hasta llegar a la «S» me percaté de que había una tipografía más moderna que se alternaba con la antigua. De hecho, había al menos media docena de tipografías notablemente diferentes. Supuse que cada vez que actualizaban el libro empleaban una letra distinta. Comencé a leer hasta que las líneas de la página parecieron vibrar con el parpadeo de la luz. Notaba que los músculos de los ojos se me contraían por el esfuerzo. Y cuando llegué a la «Sc» ya no veía con claridad.

«Scales, Scanlon, Scarlett», leí.

«Scott, Scott, Scott».

«Scu…».

Mi dedo se topó con una mancha de tinta negra que aumentaba de tamaño en mi visión borrosa. Quizá necesitara gafas de leer, pensé, inclinándome hacia atrás y cerrando los ojos un momento. Cuando los abrí de nuevo la mancha había crecido unos quince centímetros y le habían salido patas.

Chillé y salté hacia atrás, y del brinco tiré la silla al suelo.

La mancha tembló y saltó en el aire directamente hacia mi cara. Chillé de nuevo y me agaché. Oí un paf detrás de mí y me volví, con la esperanza de que aquella cosa estuviera muerta, pero la masa gelatinosa se estaba preparando para saltar de nuevo. Cuando brincó esa segunda vez, cogí un libro de la estantería y lo utilicé como un bate de béisbol. La mancha se aplastó contra él como un tomate podrido, pero no me molesté en comprobar si estaba muerta. Eché a correr, pidiéndole ayuda a Justin Plean y tirando libros detrás de mí para impedir que la mancha avanzara. Oí que chapoteaba detrás de mí; seguía viva. Desesperada, intenté recordar algún hechizo útil. Esa cosa no me estaba atacando desde el aire, así que aquel no funcionaría. Recordaba que había uno para prevenir las chinches, pero esa cosa no parecía una chinche… ¿O sí? Decían que la ciudad estaba invadida de esos bichos. ¿Y si se trataba de una versión mágica mutada? ¡Qué asco! Intenté recordar el hechizo lo mejor posible y me volví para enfrentarme a esa criatura… Al verla, me arrepentí de inmediato. La mancha se había hinchado hasta alcanzar el tamaño de un pitbull, ¡y le habían crecido pinzas! Horrorizada, vi que se preparaba para un nuevo ataque. Me protegí la cara alzando las manos y empecé a recitar el hechizo, pero entonces oí que otra persona recitaba las palabras «Pestis sprengja!». Y a continuación un chillido que sonó como si algo estuviera agonizando. Aparté las manos de la cara y vi a Justin Plean de pie encima de un charco de fango viscoso y con un libro abierto en las manos.

—¿Qué demonios era eso? —pregunté boquiabierta, apoyándome contra una estantería para aguantar el temblor de mis piernas.

Justin sacó un pañuelo del bolsillo de su chaleco y se limpió unas salpicaduras amarillentas que tenía en las gafas.

—Una lacuna —contestó—. Es un biblioparásito que anida en los libros y crece cuando huele sangre. —Cerró el libro que sostenía y limpió la tapa con el pañuelo. Aquel tomo también tenía el encuadernado liso de biblioteca, y varios papelitos que marcaban algunos capítulos.

—¡Qué asco! ¿Y os encontráis muchas?

Justin sacudió la cabeza.

—Casi nunca. Quitamos el polvo con un repelente especial dos veces al año y siempre comprobamos que las nuevas adquisiciones no presenten indicios de contaminación. —Se metió el libro de hechizos en el bolsillo y me miró—. ¿Dónde la has encontrado?

—En el libro que me has dado… en la «S». Acababa de llegar a Scudder cuando vi esa… mancha. —Me estremecí al recordar que la había tocado. Me limpié la mano en la falda y me percaté de que tenía salpicaduras amarillentas en el jersey.

Justin asintió.

—Ya me lo temía. Alguien debió de poner la lacuna ahí para ocultar el linaje de los Scudder y para disuadir a quien intentara buscarlo. Uno de sus descendientes, supongo, que no quiere que le relacionen con Hiram Scudder.

—Eso podría significar que Hiram Scudder fue el responsable de la maldición.

—Puede ser —dijo Justin, sacando la libreta del bolsillo—, pero también he averiguado algo interesante sobre los descendientes de Abigail Fisk. Uno de ellos trabaja como profesor en Fairwick.

—Bueno, eso no tiene nada de raro. Allí trabajan muchas brujas.

—Sí, pero nadie sabe que este es una bruja. Está ahí con un pretexto falso.

Me mostró la libreta. Debajo de «Abigail Fisk» había un nombre que conocía: Frank Delmarco.