La verdad es que a lo largo de los siguientes dos días encargué bastante comida al servicio de habitaciones, sintiendo, sobre todo al principio, un placer perverso al ver los precios tan desorbitados de aquel hotel. ¡Treinta y cuatro dólares por una tarrina de Haagen-Dazs! El segundo día me encontré a Ralph comiéndose los cacahuetes del minibar. Le solté un buen sermón. ¡Podría haberse asfixiado dentro de mi maleta! ¡Y si lo veían, nos echarían del hotel! ¿Sabía cuánto costaban aquellos cacahuetes? No obstante, fue una agradable compañía durante esas largas noches, cuando el viento soplaba con fuerza en el exterior del hotel.
Después de un par de días de pasear por el Battery Park con vientos huracanados y de comer helados caros, me cansé de sentir lástima de mí misma. El día 24 llamé a Annie y le pregunté si podía pasar la Nochebuena con ella y Maxine.
—Si no te importa salir a repartir pan —me dijo.
Había olvidado que en Navidad ella y Maxine donaban pan a los albergues.
—Claro —contesté—. No se me ocurre mejor manera de pasar las fiestas.
Una hora después Annie me vino a recoger al hotel. La furgoneta de la panadería estaba caliente y olía a pan recién hecho. Annie me dio tal achuchón que me dejó cubierta de harina y fundió el hielo de mi corazón por primera vez en dos días. Me eché a llorar de inmediato.
—¡Desembucha! —exigió mi amiga, incorporándose al tráfico.
Le expliqué lo de la ruptura, lo de Rita, lo del trabajo en Wall Street y lo de aquellos días que había pasado sola en la habitación del hotel. Cuando acabé, volví a sentir lástima de mí misma.
—Pero hay algo que no me estás contando —afirmó Annie.
—¿De lo de Paul? —pregunté con inocencia—. Creo que te he contado todo lo que me dijo…
—No, no de Paul, sino de lo que desencadenó lo de Paul.
—Ya te explicado lo del accidente y la tormenta y esa Rita…
—No me refiero a eso —dijo, perdiendo la paciencia y sacudiendo la cabeza. Llevaba el cabello rizado recogido en una coleta que meneaba con enfado. Me percaté de que algunas manchas que había creído de harina eran canas—. Paul nunca se habría enamorado de otra si tú no lo hubieras dejado antes.
—Así que es mi culpa, ¿eh? —repuse enfadada, recordando lo sentenciosa que Annie podía llegar a ser—. No sabía que te gustaba tanto Paul.
—Nunca he tenido nada en su contra pero, tal como te he dicho muchas veces, nunca me ha parecido que fuese el chico adecuado para ti. Y sigo pensando lo mismo. Si tú le hubieras dejado a él te estaría diciendo «ya era hora», pero que haya sido él significa que no te has esforzado mucho, ¿me equivoco? Si has estado tan desconectada de él como de mí desde septiembre, puedo entender por qué se permitió enamorarse de la primera chica que le cogió la mano en un vuelo movido.
—Oye, ¡eso no es justo! —protesté—. Cuando tú empezaste a salir con Maxine yo apenas te vi en seis meses.
Annie enarcó una de sus cejas oscuras, pero no apartó la vista del tráfico mientras tomaba la calle Canal.
—Cierto —admitió—. ¿Así que por eso apenas me has llamado en estos últimos tres meses? ¿Has estado practicando sexo con alguien nuevo?
Resoplé para negarlo, pero Annie me silenció con una sola mirada. Con Paul había sido capaz de aferrarme al detalle técnico de que acostarme con un íncubo (y un beso con Liam Doyle) no había sido como ponerle los cuernos de verdad, pero no conseguiría engañar a Annie.
—Más o menos —respondí—. Todo depende de cómo definas sexo.
—¡Mírala! ¡No sabía que fueras Bill Clinton! —sonrió—. ¿Y me lo has estado ocultando por lo conservadora y sentenciosa que soy?
—No, no te lo he contado porque hubieras pensado que estoy loca.
Nos habíamos detenido delante de la Misión Bowery. Annie se volvió hacia mí y sacudió la cabeza.
—Cielo, ¿a quién acudí cuando a los trece años descubrí que me gustaban más las chicas que los chicos? ¿Y quién me dijo que no estaba loca, que solo era gay?
Le devolví la sonrisa.
—Me temo que es un poco más complicado, pero si estás segura de que quieres oírlo…
Annie me miró y se puso bizca.
—Sexo complicado, loco e increíble. Venga, cielo, desembucha.
Y eso fue lo que hice.
Repartimos pan a más de una docena de albergues y comedores de beneficencia, pasando por Bowery, Chelsea, Hell’s Kitchen y el Upper West Side; y entre reparto y reparto le conté todo lo que me había sucedido en Fairwick, desde la primera visita del íncubo hasta su destierro, y todo acerca de las criaturas que había conocido (brujas, hadas, brownies, gnomos, vampiros y ratones mágicos), y el tentador vistazo que había echado al Reino de las Hadas a través de la puerta del tríptico el día del solsticio. Ella escuchó en silencio, con los labios fruncidos y los ojos concentrados en el tráfico de la ciudad, y solo abrió la boca para soltarle una sarta de insultos a un coche con matrícula de Nueva Jersey que le bloqueó el paso. Acabé justo cuando llegamos a nuestra última parada, el albergue para hombres de la catedral de San Juan el Divino.
Annie apagó el motor y se volvió hacia mí. Esperaba que me dijera que necesitaba una camisa de fuerza. Y conociéndola, seguro que se ofrecía para conseguírmela. Pero lo único que me dijo fue:
—Ven conmigo. Hay algo que quiero enseñarte.
Les pidió a dos voluntarios del comedor benéfico si podían descargar el pan de la camioneta y me condujo por una escalera de servicio hasta la catedral. Cuando estaba estudiando el posgrado en la Universidad de Columbia, adopté la costumbre de visitar la enorme e inacabada catedral episcopal. No me consideraba religiosa, pero me gustaba la paz de ese espacio abovedado y silencioso y la belleza de la vidriera. También me gustaba la política de la catedral de interactuar con el mundo moderno. En una visita turística nos explicaron que cada una de las vidrieras de las naves laterales estaba dedicada a un aspecto de la gesta humana, como las artes y la comunicación. Esas ventanas presentaban detalles laicos y, a menudo, sorprendentemente modernos, como un panel en el que aparecía el comediante Jack Benny tocando el violín delante de un micrófono, en la Vidriera de las Comunicaciones. También me gustaba el cometido de la catedral. Cuando se construyó en 1893, el mismo año que las edificaciones de la isla Ellis, la catedral se dedicaba a ayudar a los inmigrantes. Defendía los valores de la inclusión y la tolerancia, simbolizados de forma más notable por las enormes menoráhs de oro y los jarrones sintoístas que flanqueaban el altar, pero también por las capillas de las Siete Lenguas que rodeaban el ábside, cada una de ellas dedicada a una colonia diferente de inmigrantes. Annie me llevó hasta la capilla italiana, la de San Ambrosio.
—¿Sabías que cuando íbamos al instituto solía venir a rezar aquí? —me dijo mientras entrábamos en la ornamentada capilla de estilo renacentista.
—Vaya —contesté, sentándome a su lado en una silla plegable—. Pensé que habías dejado la Iglesia en octavo.
—La Iglesia católica —repuso. Juntó las manos y alzó la vista al altar—. Pensaba que no tenía sentido seguir yendo a una iglesia que me decía que iría al infierno por ser lo que era. Pero después de un tiempo eché en falta algo, una sensación que había sentido en misa alguna vez. ¿Sabes a qué me refiero?
Annie me miró dubitativa, algo no muy propio de ella, y comprendí que le daba vergüenza. Habíamos hablado sin tapujos de nuestras vidas sexuales, pero nunca de religión.
—Sí —contesté—, creo que sé a qué te refieres. Yo solía venir a esta catedral entre clases, por razones culturales y artísticas, me decía a mí misma, pero también por lo que sentía cuando me sentaba aquí.
—Así que las dos veníamos en secreto a la misma iglesia y nunca lo supimos. —Sonrió, recobrando la expresión de confianza de la Annie que conocía—. Venía a esta capilla en concreto porque está dedicada a un santo italiano. Y una cosa era dejar de ser católica, pero otra muy distinta dejar de ser italiana.
—Dio mio! —exclamé en tono burlón. Y con voz más seria pregunté—: ¿De verdad pensaste que tendrías que dejar de ser italiana porque eras gay?
—Ya sé que suena ridículo, pero no sabía de qué ni de quién tendría que prescindir. Fue un alivio no perder a mi mejor amiga… —Me dio un apretón en la mano—. Pero ya sabes que no se lo conté a mi madre hasta cumplir los dieciséis. El día que iba a explicárselo, vine antes aquí. Recé para que mi madre no se disgustara mucho y para que yo no perdiera los nervios si lo hacía, y sobre todo para que no dejara de quererme. —Annie se emocionó. Estiré el brazo, le cogí la mano y seguí agarrándola mientras continuaba—: Así que mientras estaba aquí sentada entró una mujer mayor y se sentó a mi lado. Parecía la típica nonna italiana: vestido negro, pañuelo negro, una joroba del tamaño de una pelota de baloncesto y ningún diente en la boca. Cuando entró estaba murmurando algo en voz baja. Alguna oración, pensé, aunque no parecía italiano, ni inglés, ni siquiera latín. Bueno, pues estábamos las dos aquí sentadas y después de unos minutos apoyó una mano encima de la mía, igual que tú haces ahora, y me dijo: «No tengas miedo, Anne Marie, tu madre te quiere por ser quién eres y siempre te querrá». Le pregunté cómo sabía mi nombre y de qué me conocía, pero entonces una luz que venía de detrás suyo me cegó. Pensé que procedía de la ventana, pero ese día estaba nublado. Podía ver la silueta de aquella mujer recortada a contraluz, pero ya no estaba encorvada ni vieja, y vi que tenía el cabello largo, blanco y brillante. Entonces, aparté la vista un instante y cuando quise mirarla de nuevo ya no estaba, pero en la silla donde se había sentado encontré esto…
Sacó del bolsillo una piedra blanca, pequeña y redonda. Estaba un poco desgastada por el centro, de manera que si la mirabas de perfil tenía forma de media luna.
—La cogí y la sostuve en la mano mientras le decía a mi madre que era gay. Y ya sabes lo que me contestó, ¿no?
—Mejor que te gusten las mujeres a que seas una puttana como tu prima —dije, repitiendo la frase que Annie me había dicho años atrás.
—Sí, y luego me abrazó y me regañó por no habérselo dicho antes. Aquella mujer tenía razón: mi madre nunca me quiso menos por eso… —Se secó los ojos. Sylvana Mastroanni, su madre, había muerto a causa de un cáncer de mama cuando Annie tenía dieciocho años—. Esa anciana me dio el valor para enfrentarme a mi madre y si no lo hubiera hecho y ella hubiera muerto antes… —Hizo una pausa, incapaz de terminar la frase. Continuó—: Siempre he creído que esa mujer era una especie de ángel… o quizás, después de oír lo que me has explicado, un hada o una diosa antigua. De manera que me creo que hayas acabado en una universidad para brujas y hadas. —Sonrió—. Maldita sea, ni siquiera me sorprende tanto. Tú siempre has sido un poco… diferente.
—¡Gracias! —dije pellizcándole el brazo—. Ahora sí que me siento como una chiflada.
—No, no me malinterpretes. Es solo que tu historia, tus padres muertos, tu abuela, siempre distante y severa…
—Oye, mi abuela no lo hizo tan mal —la interrumpí, pensando con culpabilidad que debía llamar a Adelaide al día siguiente. No había hablado con ella desde el día que la llamé para decirle que me habían ofrecido trabajo en Fairwick, pero había reaccionado con tal insolencia que no había querido volver a telefonearle en una temporada—. Lo hizo lo mejor que pudo, teniendo en cuenta que era una mujer de sesenta años a quien acababan de endilgarle una adolescente insoportable.
—Vale, vale, no quería faltarle al respeto a Adelaide. Solo estoy diciendo que siempre has tenido las circunstancias para convertirte en la heroína de uno de esos romances góticos que lees… y ahora lo has hecho.
—No soy una heroína —señalé, intentando disimular el gran alivio que sentía al ver que Annie me creía—. Solo soy una profesora adjunta. Ni siquiera me han hecho fija todavía.
Me pasó el brazo por la espalda.
—Oye, por lo que me cuentas, eres importante para esa gente… hadas, brujas… o lo que sean. ¡Eres la guardiana de la puerta! ¡Tendrán que hacerte fija!