Había planeado salir por la mañana para evitar conducir de noche, pero al final decidí marcharme de inmediato.
—Lo siento, compañero —le dije a Ralph mientras hacía la maleta—. Si te llevara conmigo a Nueva York, correrías el riesgo de ser devorado por una rata.
Ralph se sentó en su tacita y meneó la nariz.
—Pero no te preocupes —añadí, yendo a buscar unas botas de invierno que quería meter en la maleta—. Brock sabe que estás aquí, ¿y quién mejor para cuidarte que el mismo tipo que te creó?
Cuando me volví hacia el escritorio, Ralph ya no estaba en la tacita, ni en la cesta, ni en las zapatillas de piel de borrego, ni en ninguno de sus sitios favoritos. «Se ha enfurruñado porque no puede venir conmigo», pensé. ¿Cómo iba a saber yo que un tope de hierro con forma de ratón podría ser tan tiquismiquis?
Apagué todas las luces, bajé la temperatura de la calefacción a dieciocho grados y le escribí una nota rápida a Brock para que le diera a Ralph el resto de brie que quedaba en la nevera. A continuación, cerré con llave la puerta de la Casa Madreselva y me marché.
La conducción a través de aquellas carreteras oscuras y sinuosas que llevaban a la autopista requirió toda mi concentración, y gracias a ello no tuve ocasión de pensar en lo sucedido. No obstante, cuando llegué a la Interestatal 17 empecé a recordar algunas escenas de la fiesta y de lo que sucedió después. ¿Cómo había podido hacer un trato con Anton Volkov? Ni siquiera sabía si los nombres que me había dado me servirían de algo. Nunca había oído hablar de Abigail Fisk, pero sí que sabía quién era Hiram Scudder; era el socio de Ballard, cuya mujer se había suicidado después del Gran Choque del 93 y de su consiguiente bancarrota. Me parecía una buena razón para maldecir a alguien, pero si los descendientes de Scudder fueran fáciles de localizar alguien ya lo habría hecho. E incluso si los encontraba, ¿qué probabilidad había de que lograra convencerlos para que liberaran a Nicky de la maldición? En aquel momento lo veía clarísimo: me había puesto en una situación comprometida por una información que básicamente no me servía de nada. Además, ese no era el único modo en que me había comprometido esa noche. ¿Por qué me había afectado tanto descubrir a Liam y Fiona dándose el lote? Si querían echar un polvo, no era asunto mío. De hecho, parecía que estaban hechos el uno para el otro…, ambos tan irresistibles para el sexo opuesto.
Pero, entonces, ¿por qué me había besado Liam en la puerta del campus?
Al recordar el beso me flojearon las piernas y a punto estuve de ocupar el carril contrario delante de un camión. Conmocionada, aferré el volante y clavé los ojos en las líneas blancas de la carretera. Ese beso no significaba nada, me dije. Al menos para él. Liam me había explicado una triste historia de por qué nunca volvería a enamorarse, pero no había dicho nada sobre aventuras ocasionales. Era obvio que Fiona era el mismo tipo de mujer que Moira. Pero ¿y yo? No encajaba ni en el perfil de Moira ni en el de Jeannie. Le había sugerido a Liam la posibilidad de que encontrara a alguien que no fuera como ninguna de las dos; ¿habría pensado que me refería a mí misma? ¿Y por eso me había besado? Pero ¿de verdad me había besado? Ya había imaginado dos veces que me iba a besar, y me había equivocado. Quizás era yo quien le había besado a él.
Esa idea me mortificó tanto que me desvié de mi carril y tuve que enderezar el volante de nuevo. ¿Qué mosca me había picado últimamente? Primero, había mantenido relaciones sexuales con un íncubo. Aunque, bueno, la verdad es que no había tenido opción… ¿O sí? Debía de haber alguna razón para que el íncubo hubiera logrado seducirme. Después de todo, Matilda Lindquist había vivido décadas en la Casa Madreselva sin yacer con él. Quizás había algo en mí que lo atraía; algo relacionado con mi insatisfacción.
Bueno, eso tampoco era de extrañar. Mi novio vivía a cinco mil kilómetros de distancia y solo nos veíamos un par de veces al año. Era comprensible que me sintiera insatisfecha y me dedicara a seducir a íncubos, vampiros y poetas irlandeses. Me estaba convirtiendo en «una mujer libertina», tal como diría mi abuela Adelaide, quien nunca utilizaría una palabra tan vulgar como «guarra», ni siquiera cuando era obvio que a eso se refería. «No estás satisfecha —añadiría ella— por culpa de todos esos cuentos estúpidos que tus padres te leían de pequeña». Y tendría razón. Todavía estaba esperando que mi príncipe azul apareciera y me robase el corazón. Por ese motivo no me había comprometido más con Paul. Y por esa misma razón seguíamos viviendo en extremos opuestos del país.
Bueno, pues había llegado la hora de dejar de esperar. Si Paul realmente había encontrado un trabajo en Nueva York y de verdad quería casarse conmigo, no tenía sentido continuar con esa tontería de la larga distancia. Tendría que trasladarme de nuevo a la ciudad, incluso si ello significaba aceptar trabajar como profesora auxiliar hasta que encontrara algo a jornada completa. Pondría a la venta la Casa Madreselva y emplearía lo que quedaba del fondo fiduciario para que Paul y yo nos compráramos un piso decente en Brooklyn (o en Queens, o en Westchester, o incluso en Nueva Jersey). Cuando llegué al puente George Washington ya me había decidido y estaba segura de que había tomado la decisión correcta. Me moría de ganas de contárselo a Paul.
La entrada en la ciudad hasta el Battery Park y el Ritz-Carlton ocupó toda mi capacidad intelectual durante el resto del trayecto. Cuando le entregué el coche al mozo del hotel, que iba vestido de negro con un gorro peludo (que me recordó a uno de los guardias de la Bruja Mala del Oeste), estaba exhausta. Y estuve a punto de llorar de alegría cuando el botones me acompañó hasta mi habitación club deluxe en el piso 11, que tenía unas vistas espectaculares del puerto de Nueva York. En cuanto me quedé sola, llené la enorme bañera de agua caliente y añadí un gel de baño con aroma de limón, cortesía del hotel. Me desnudé, me sumergí en el agua caliente y jabonosa y empecé a pasarme la esponja con cuidado por las rascadas que tenía en las rodillas. Contra toda lógica, el dolor me trajo a la memoria el beso de Liam, el calor de su boca…
«¡No, no, no!», me reprendí, zambullendo la cabeza en el agua caliente. Contuve la respiración hasta que la imagen se disipó, entonces me lavé el pelo y me froté con la esponja, también cortesía del hotel, hasta que me quité el rostro de Liam de la cabeza. Después me envolví en la gran bata del Ritz-Carlton y llamé a la compañía aérea para comprobar si el avión de Paul había llegado en hora. Me dijeron que había aterrizado hacía diez minutos, de modo que todavía tardaría una hora en llegar.
El plan que habíamos acordado era que él llegaría al hotel y dormiría un rato, y que yo aparecería a la mañana siguiente. Esperaba que encontrarme en la cama fuera una buena sorpresa de bienvenida. Llamé al servicio de habitaciones y pedí una botella de champán (aunque me estremecí al ver el precio). En la habitación ya habían dejado una cesta de fruta y un plato de quesos, así que no pedí comida. Me sequé el pelo y me puse el camisón de seda rosa que Paul me había regalado por San Valentín el año anterior. Nunca vestía nada de ese color, pero sabía que a él le gustaba como me quedaba.
Miré el reloj: todavía disponía de media hora. Intenté colocarme en una posición sensual en la cama, pero solo conseguí sentirme ridícula… y muerta de frío. Todas esas ventanas que daban al puerto hacían que la habitación estuviera fría. Me levanté para correr las cortinas, pero acabé quedándome de pie delante de la ventana, contemplando los barcos que titilaban en el agua negra. Me senté en una silla ante la ventana, me tapé de nuevo con la bata de felpa que me había quitado y observé las luces del puerto. Me recordaban a algo… a los fuegos fatuos flotando a través de un bosque oscuro, velas en un amplio salón, copos de nieve cayendo del cielo negro… Me dejé llevar por el vaivén de la marea de la bahía…
Estaba en un bosque oscuro, el mismo al que fui a parar cuando abrí el tríptico del pabellón Briggs, pero en lugar de estar rodeada de criaturas diáfanas, solo había una figura frente a mí. Era él, el íncubo, mi amante demonio. Brillaba como iluminado por la luna, pero ahí no había ninguna luna, ni ningún sol; no existía el tiempo.
—Solo una noche eterna —dijo él, acercándose a mí—, para que la pasemos haciendo el amor.
—Te pedí que te marcharas —repuse, mientras me rozaba la mejilla con la mano. La tenía helada, pero me apoyé en su palma como contra un fuego. Un hormigueo me recorrió de la cabeza a los pies como si una cascada, fresca y deliciosa, me cayera encima. La mano que tenía en la mejilla me acarició la garganta, los pechos… Se me endurecieron los pezones y sentí un latido entre mis piernas. Alcanzó mis nalgas con la otra mano y me apretó contra su fría y tiesa erección. Lo envolví con los brazos y las piernas, ansiosa por amoldarme a su cuerpo, fusionarme con él… y eso era lo que estaba sucediendo. Cuando me penetró noté que una luz blanca y fría se extendía dentro de mí. Me estaba llenado de luz de luna líquida… y yo me estaba desvaneciendo en él…
Desperté sobresaltada, dando manotazos para agarrarme a algo sólido, y lo hice: me aferré a un brazo.
—Cal, soy yo, Paul.
Miré su rostro y pensé: «No, no es él». En ese momento acabé de despertarme.
—Me he quedado dormida —dije—. Te estaba esperando…
—Ya lo veo. —Se sentó en la silla que había delante de la mía—. Pensaba que vendrías mañana.
Me incorporé y me envolví con la bata para ahuyentar ese frío helado, un frío que había deseado que se corriera dentro de mí, y me concentré en Paul.
—Al final decidí venir hoy.
—Pensaba que detestabas conducir de noche.
—Sí, pero tenía ganas de verte…
Lo miré con más detenimiento. Se había puesto un traje. Qué raro; normalmente viajaba en vaqueros y camiseta. ¿Por qué se habría puesto un traje para un vuelo nocturno? También se había cortado el pelo, más corto de lo habitual. Y estaba más delgado; la grasita que solía llenarle la cara y la barriga había desaparecido. Tenía buen aspecto, se le veía un poco más mayor y también un poco tenso, pero bien. No obstante, él no me estaba mirando. Estaba mirando alrededor y por la ventana, y cuando sus ojos se cruzaban con los míos, apartaba la mirada.
—¿Qué te pasa? —pregunté, ciñéndome el cinturón de la bata—. ¿Ha ido bien el vuelo? Debe de dar miedo subirse a un avión después de…
—Ha ido bien. Es solo que… pensaba que hablaríamos por la mañana. —Sus ojos volvieron a esquivarme y esa vez su mirada recayó en la botella de champán que había en la cubitera y en el cesto de fruta y el queso, y entonces me miró de nuevo. No a la cara, sino a la bata y a mis piernas desnudas y al trozo de tela rosa que asomaba por debajo. Por un momento, temí que hubiera percibido la excitación que había sentido en el sueño.
—¿Que hablaríamos de qué? —pregunté, con un nudo en el estómago.
Se inclinó hacia delante y se cubrió la cara con las manos.
—Callie… Yo… tengo que explicarte una cosa… y no me resulta nada fácil. Ya llevo tiempo preguntándome si las cosas entre nosotros marchaban bien. Este otoño parecías distraída…
—Me he estado adaptando a un trabajo nuevo —repuse a la defensiva, pero no seguí. Podía ver la angustia en su rostro. Parecía estar sufriendo un dolor físico. «Oh, Dios mío», pensé. «No ha venido para pedirme matrimonio, ha venido para romper conmigo»—. Hay otra persona, ¿verdad? —pregunté, maldiciendo al instante lo tópica que sonaba esa pregunta.
Hizo una mueca, tragó saliva y se mesó el pelo como si quisiera arrancárselo de raíz.
—Sí. Rita, la mujer que conocí en el avión el mes pasado…
Y todo fue saliendo poco a poco: cómo se habían cogido de la mano cuando el avión estuvo a punto de estrellarse, cómo habían pasado el fin de semana en casa de los padres de ella en Binghamton («Pensaba que era ella quien vivía en Binghamton», balbuceé. «No, vive aquí, en la ciudad», respondió Paul), cómo Rita le había dicho que debería dedicarse a las finanzas en lugar de limitarse a estudiarlas (resultaba que Rita era una analista de inversiones en una importante empresa de Wall Street), y cómo empezaron a hablar y escribirse emails y enviarse mensajitos. Paul me explicó que ella le consiguió una entrevista en Los Ángeles, y más tarde otra en Nueva York, que no había sido más que una formalidad porque ya le habían ofrecido un puesto en esa gran empresa de Wall Street donde trabajaba Rita. Y finalmente me confesó que incluso habían hablado de vivir juntos en el loft que ella tenía en Tribeca.
—Pues supongo que yo soy el último cabo suelto que te queda por solucionar —espeté cuando acabó.
—No te lo tomes así, Cal. No quería hablarlo por teléfono y tampoco podía hacerte ir hasta California y decírtelo entonces. Pensé que todo sería más fácil si estabas en la ciudad rodeada de tus amigos y tu familia…
Solté una carcajada.
—¿Familia? ¿Se te ha olvidado que mi abuela vive en Santa Fe? Bueno, aunque tampoco sería muy probable que fuera corriendo a llorar en sus brazos.
—Me refería a Annie —repuso—. No sabía si ya habías intimado con alguien en Fairwick, aunque me preguntaba si…
—¿Si me estoy acostando con alguien? Supongo que de ser así todo esto te resultaría más fácil, ¿no? Pues no, siento decepcionarte. No me estoy acostando con nadie. —Eso era técnicamente cierto y si intentaba explicarle a Paul la historia del íncubo me habría considerado un caso perdido. De todos modos, me sentía un poco culpable por esa mentira a medias.
—De hecho, es un alivio… Ya sé que no tengo derecho a decirlo, pero tenía la sensación de que me ocultabas algo.
Aunque me dolía en el alma ver que Paul iba en serio con Rita, no podía culparle por haber sentido una falta de honestidad por mi parte, cuando la verdad era que le había ocultado una ristra de sucesos sobrenaturales, y también un beso muy natural. Suspiré.
—Supongo que quizá me he enamorado del nuevo profesor de escritura.
—¡Lo sabía! Ese Liam, ¿verdad? Lo busqué en Google y pensé que era justo tu tipo.
—¿En serio? A mí no me lo parecía… Y tampoco creo que esto nos lleve a ninguna parte. No hemos… No es nada serio.
—Ah —dijo Paul, claramente aliviado.
—Así que lo buscaste en Google, ¿eh?
—Sí —reconoció con una sonrisa tímida—. Y también miré su página de Facebook. Joder, ese tío es como un héroe; da clases en barrios marginales, trabaja para Amnistía Internacional y su poesía no está nada mal.
El hecho de que Paul hubiera llegado a leer los poemas de Liam me conmovió. Lo observé con atención. Se había relajado lo suficiente para reclinarse en la silla. Tenía el pelo alborotado y volvía a parecer más joven, como el Paul que había conocido en la universidad. En ese momento supe que si me esforzaba podría recuperarlo y hacer que olvidara a Rita. Él había planeado hablar conmigo por la mañana porque no se fiaba de que no acabara acostándose conmigo. Y si dormía conmigo se sentiría obligado a contárselo a Rita y discutirían… Tampoco sería tan difícil. Le podía explicar a Paul mis planes de dejar el trabajo que tenía en Fairwick y de mudarme de nuevo a la ciudad. Con su nuevo empleo en Wall Street lo más seguro es que nos pudiéramos permitir un piso en Manhattan. Y tenía que admitir que Paul sería más feliz trabajando en Wall Street que dando clases a estudiantes exigentes. Y estar con un Paul más feliz también sería más fácil… siempre y cuando yo también lo fuera.
Pero de pronto tuve la certeza de que mi felicidad no dependía de Paul y que nunca lo había hecho. Quizá si no hubiera reprimido una parte de mí misma las cosas habrían sido diferentes, pero era demasiado tarde. Me levanté.
—Será mejor que me vaya —dije—. Dormiré en casa de Annie, en Brooklyn.
—¡Ni hablar! —exclamó Paul, levantándose—. Tenía pensado dejar que te quedaras con la habitación. La empresa ha hecho la reserva para cinco días. Yo puedo ir a dormir a casa de… —Se atrancó en el nombre de Rita y mi determinación también titubeó. Una cosa era aceptar que la relación se había acabado y otra muy distinta era lanzarlo a los brazos de otra mujer.
Pero lo único que conseguiría sería retrasar ese momento una noche, a no ser que lo quisiera de vuelta.
—Pues entonces será mejor que te vayas —dije—. Pero te advierto: en cuanto asimile todo esto, puede que abuse un poco del servicio de habitaciones.