Cuando llegué al pabellón Briggs me dirigí al guardarropa del vestíbulo para deshacerme del abrigo de plumón y cambiarme las botas por los zapatos de fiesta. Mientras intentaba abrocharme la hebilla del zapato izquierdo oí unos susurros procedentes del fondo del guardarropa. Me quedé helada, balanceándome sobre una pierna, y agucé el oído.
—Si algo no anduviera bien me lo contarías, ¿verdad? —rogó una voz de mujer lastimera.
No me gustaba estar escuchando a escondidas lo que parecía una discusión de pareja, pero temía que si me movía me descubrirían. Así que continué escuchando, esperando una respuesta que no llegó nunca.
—Después de todo, tú la conoces desde hace más tiempo que yo y sé que la quieres mucho —añadió la misma voz.
Mmm… no era una discusión de pareja. ¿Quizás un ménage a trois? Tenía que admitir que me picaba la curiosidad. Aparté con cuidado la cortina de abrigos… y vi que Diana Hart estaba ahí, aferrada al abrigo de piel de Liz Book.
—¿Diana? —pregunté, demasiado asombrada para intentar mantener mi presencia en secreto—. ¿Estás bien?
Esta levantó los ojos con expresión de culpabilidad; los tenía llorosos e inyectados en sangre.
—Sí, estoy bien —respondió, aunque le temblaba la barbilla—. Pero estoy preocupada por Lizzie. Se está apagando y no sé por qué. Se lo estoy preguntando a Ursuline, pero no quiere contármelo.
El abrigo de piel, el mismo que había visto moverse para proteger a su propietaria cuando Phoenix se abalanzó sobre ella, estaba colgado en una de las perchas y se veía bastante deslustrado.
—¡Y mira! —Diana deslizó la mano por la solapa del abrigo y me la mostró; se le había llenado la palma de largos cabellos castaños—. Está mudando el pelo en pleno invierno, y eso no es normal. Ella también debe de estar enferma.
—¿Por eso Liz no tiene buen aspecto últimamente? Si un familiar suyo enferma, ¿ella también?
Diana frunció el ceño y hundió la cara en la piel.
—No lo sé. Las brujas están interconectadas con sus familiares, y normalmente estos se debilitan cuando la bruja se pone enferma, pero supongo que también podría ser al revés. Pero, entonces, ¿qué es lo que está haciendo enfermar a Ursuline?
Acaricié el abrigo de piel con cautela, recordando que cuando lo cogí la noche de la tormenta de hielo rebosaba electricidad estática, aunque ahora se veía mustio e inerte. Estaba claro que algo no andaba bien.
—Uff, ni idea. ¿Hay veterinarios que atiendan a los familiares? Quizá podrías llevárselo a los Goodnough.
—¡Oh, no, ni hablar! Abby y Russel llevan una pegatina de la Sociedad Protectora de Animales en el coche. ¡Seguro que están en contra de los abrigos de piel! Así que tendría que persuadir a Ursuline para que adoptase la forma del oso.
Ambas miramos al abrigo con recelo. Quizá Diana se estaba preguntando cómo podía lograr que el abrigo se transformara en oso, pero yo me estaba acordando de lo grande y feroz que me había parecido la criatura que había visto en mi porche, así que inicié una retirada estratégica.
—Bueno, ya me explicarás qué tal te va —dije, saliendo del guardarropa—. Creo que voy a entrar en la fiesta.
—Sí, cielo, ve tirando —contestó Diana distraídamente—. Yo iré enseguida. Solo quiero pasar unos minutos más con Ursuline.
Dejé a Diana charlando con el abrigo y me dirigí al salón Principal, a la vez que me sacudía unos pelos marrones del vestido plateado. Estaba tan concentrada en esa tarea que hasta que llegué a la entrada y levanté la vista del vestido no me percaté de lo mucho que se había transformado la sala. La primera vez que entré me había impactado su majestuosidad, pero entonces las pesadas cortinas ocultaban las ventanas. Esa noche, en cambio, habían retirado las cortinas a un lado, dejando al descubierto una pared de cristal con vistas a las montañas. El sol flotaba a escasos centímetros de la cumbre más elevada y teñía el cielo de un rojo vivo y ardiente, y las montañas de un violeta oscuro. A través del cristal entraban unos rayos rojizos que intensificaban los colores de la alfombra persa y coloreaban las vigas y los paneles de roble de un dorado meloso. Aún así, la pintura del tríptico era lo que más cambiaba con esa luz; era como si las figuras representadas cobrasen vida. El dorado de las bridas y las monturas brillaba como si fuera oro de verdad; la hierba y las hojas centellaban como cubiertas de rocío, y los rostros de los hombres y mujeres resplandecían como si la sangre corriera por sus venas, todos menos el de la Reina Hada, que permanecía pálida y gélida.
Estaba tan distraída admirando el cuadro que apenas presté atención a los asistentes a la fiesta hasta que Soheila Lilly apareció a mi lado con una copa de champán.
—Está precioso con esta luz, ¿verdad? Solo corremos las cortinas una vez al año, de lo contrario los colores se irían apagando.
—Pues es una pena, porque parece que esté hecho justo para exponerse con esta luz. Me encantaría ver las pinturas del interior.
—Descuida, lo harás. Pronto abrirán el tríptico. —Soheila miró por la ventana y comprobó que el sol ya se estaba escondiendo detrás de las cumbres—. Siempre esperamos hasta unos minutos después del ocaso para que los nocturnos tengan la oportunidad de unirse a nosotros… Mira, aquí están. Deben de haber venido en su limusina para protegerse del sol.
Soheila inclinó su copa hacia la entrada del salón, donde estaban los tres profesores de estudios rusos: el alto y rubio Anton Volkov, que por lo visto ya había vuelto de su conferencia, la menuda Rea Demisovski, y el bajo y calvo Ivan Klitch.
—¿De verdad son…?
—Shh… No les gusta la terminología moderna. Prefieren que les conozcan como «los nocturnos».
—Pero ¿beben sangre? —pregunté con un susurro apenas audible.
Anton Volkov estiró la cabeza y miró en mi dirección, clavándome sus fríos ojos azules. Estaba al otro lado de la sala, pero habría jurado que me oyó. Dio un paso, pero Rea Demisovski apoyó la mano en su brazo y señaló el suelo, donde un fino rayo de luz rojiza se extendía desde la ventana hasta la parte inferior del tríptico. Entonces Volkov retrocedió un paso, sin quitarme los ojos de encima.
—Mierda —exclamé, volviéndome hacia Soheila para preguntarle si creía que Volkov me había oído, pero ya no estaba a mi lado, sino a un metro de mí, con Elizabeth Book; las dos tenían las cabezas bien juntas y hablaban en susurros. La decana parecía disgustada por algo y la preocupación se reflejaba en su rostro. Cuando levantó la cabeza para mirarme, me alarmó lo mucho que había envejecido en los pocos días transcurridos desde la última vez que la visité. Sus ojos, fijos en mí, estaban enrojecidos y un párpado le colgaba ligeramente.
No obstante, se acercó a mí con decisión. Temí que me reprendiera por ofender a los vampiros residentes, porque no cabía duda de que eso eran. Mirando de reojo hacia la entrada, donde seguían plantados detrás del rayo de luz roja, casi podía sentir la sed de sangre de Volkov. Me estaba mirando como si quisiera comerme.
—Callie, cielo… —dijo la decana, pero en un tono más débil de lo que me tenía acostumbrada y tuve que mirarla para comprobar que realmente era ella… pero no era la misma. Habría jurado que cuando la conocí medíamos lo mismo, mas ahora ella parecía unos cinco centímetros más baja. Incluso teniendo en cuenta que yo llevaba zapatos de tacón muy altos, seguía siendo una pérdida de altura demasiado exagerada para una osteoporosis en apenas un par de meses—. Callie, cielo —repitió con voz temblorosa—. Quiero pedirte un favor.
—Mis excusas si he ofendido al Departamento de Estudios Rusos, decana Book. Pero, francamente, ¿cómo pudiste enviarme a su despacho sabiendo qué tipo de criatura es en realidad?
La decana pareció confundida.
—¿Te refieres al profesor Volkov? ¿Por qué? Es un perfecto caballero.
—¡Creo que se transformó en murciélago e intentó atacarme! —dije entre dientes.
Liz sonrió y sacudió la cabeza.
—Eso no puede ser, cielo. Anton nunca…
Soheila nos interrumpió.
—No tenemos mucho tiempo, Liz. Debemos abrir la puerta antes de que desaparezca el último rayo de sol.
—Sí, por supuesto, eso es precisamente lo que estoy intentando organizar —repuso la decana de mala gana. Y entonces, se volvió hacia mí, se irguió hasta casi alcanzar su altura anterior y me preguntó—: ¿Te gustaría hacer los honores este año, Callie? Me parece lo más adecuado, pues ya has demostrado tener talento para abrir la verdadera puerta. Esta no es más que un símbolo, pero de todos modos… los símbolos son importantes.
—¿Quieres que abra yo el tríptico?
—Sí, por favor. Bueno, el lado derecho. Fiona siempre abre el izquierdo. Normalmente me encargo yo, pero… es que hoy no me encuentro muy bien.
Me sorprendió que reconociera su débil estado.
—Por supuesto —contesté—. Será un honor.
Deposité mi copa en una mesa y caminé hasta el lado derecho del tríptico. Fiona Eldritch, vestida con un impresionante vestido de seda verde, ya estaba en el izquierdo con la mano en uno de los tiradores dorados que había en el centro de la puerta. Estaba justo debajo de la figura de la Reina Hada, una colocación que no podía haber sido casual. Le sonreí, reprimiendo el impulso de hacer una reverencia, y cogí el tirador derecho. Me sentía como la presentadora de La ruleta de la fortuna a punto de mostrar un premio.
—Te queda muy bien ese color —comentó Fiona—. Mejor que el verde.
«Es un poco aburrido vestir siempre del mismo color», pensé para mis adentros; pero cuando vi que Fiona torcía los labios con desagrado comprendí que mis pensamientos no eran solo míos en su compañía.
Ya había cabreado a un vampiro y a la Reina de las Hadas, así que me pregunté a qué otra criatura sobrenatural irritaría antes de que terminase el día. Recorrí la sala con la mirada. Los invitados habían formado un semicírculo alrededor del tríptico, excepto «los nocturnos», que seguían sin moverse de la entrada. Y todos habían cambiado sus copas de champán por una vela. Era el tipo de velas utilizadas en memoria de los difuntos, envueltas con unos conos de papel para evitar que la cera se derrame en la mano de quien la sostiene. Observé los rostros expectantes, y pesqué sonrisas de Casper Van der Aart y su novio Oliver, en busca de una cara en particular. Todavía no había visto a Liam, y eso que me había dicho que nos encontraríamos en la fiesta. Justo cuando estaba a punto de darme por vencida lo vi entrar y pasar junto a los rusos. Al verlo, Anton Volkov enarcó una ceja y Rea Demisovski se relamió.
¡Qué asco! Tendría que decirle a Liam que se mantuviera alejado de ellos.
El poeta, ajeno a la reacción de los nocturnos, se colocó en el semicírculo y aceptó la vela que le ofreció Oliver. Entonces me miró y me guiñó un ojo.
Me sonrojé y aparté la mirada… y reparé en que Fiona también estaba observando a Liam. Del mismo modo que la vampira lo miraba como si fuera un tentempié muy apetecible, la Reina Hada lo contemplaba como si fuera la última gota de agua en el desierto.
—¿Quién es ese? —preguntó Fiona sin quitarle los ojos de encima.
—El nuevo escritor residente, Liam Doyle. Qué raro que no lo hayas conocido todavía. Lleva dos semanas aquí.
Fiona empezó a decir algo, pero el discurso de Liz Book la interrumpió.
—Amigos y compañeros —empezó la decana con una voz tan fina como el último rayo de sol que se colaba por la ventana—, hoy lamentamos la muerte del Sol y recordamos a aquellos que ya se fueron más allá de la luz. —Hizo una pausa y miró alrededor—. Pues ¿quién de nosotros no ha perdido a alguien frente a la oscuridad? —Recorrí el círculo de rostros y me detuve cuando llegué a Liam. ¿Estaría pensando en su novia de la infancia, Jeannie, en aquel momento? Estaba de espaldas a la ventana y los últimos rayos de sol lo dejaban a contraluz, con los ojos a la sombra, de manera que no podía distinguir su expresión—. Pero cuando el Sol vuelve a salir y los días se hacen más largos, los recuerdos de los ausentes permanecen y reafirmamos nuestra fe en el amor hallando nuevos objetos de cariño. —Liz miró alrededor hasta llegar a Diana y sonrió—. Así que hoy no celebramos la muerte del Sol, sino su retorno. Abrimos nuestros corazones a amores nuevos del mismo modo que abrimos este tríptico.
Liz se volvió hacia nosotras y vi que Fiona ya estaba tirando del tirador. «Me podía haber avisado», pensé, imitándola. El panel era más pesado de lo que imaginaba y las bisagras chirriaron. Por un momento me vino a la cabeza la espantosa imagen del tríptico rompiéndose en mis manos. Eso sí que sería estar de mala racha; cabrearía a toda una audiencia de seres sobrenaturales de un tirón.
En ese momento recordé haber leído un hechizo que servía precisamente para abrir el libro de hechizos. Quizá también pudiera ayudarme a abrir aquella puerta.
—Ianuan sprengja —musité.
De pronto el panel se volvió ligero y se abrió por voluntad propia, a tal velocidad que me quedé aprisionada entre el panel y la pared. Se oyó una exclamación ahogada del público, que pensé que era de preocupación, pero cuando logré salir vi que nadie me miraba. Todos estaban contemplando la pintura… Me volví para admirar el cuadro, pero me encontré mirando a otro mundo a través de una ventana: unas praderas verdes salpicadas de flores diminutas se extendían hasta un lago azul cristalino rodeado de montañas, las cuales pasaban del índigo al violeta y del rosa pálido al lavanda. Retrocedí un paso al frente y, en lugar de desvanecerse, la ilusión se acentúo. Yo estaba al borde de un bosque oscuro, bajo un arco de ramas, y contemplaba, a través de los árboles, las praderas verdes y el lago que había más allá. La escena perdió nitidez y advertí que tenía lágrimas en los ojos. Un débil zumbido llegó a mis oídos, como el susurro de mil voces o como si un enjambre de insectos batiera las alas al mismo tiempo.
A medida que las figuras se acercaban crecían, hasta casi adquirir tamaño y facciones prácticamente humanas. Una gran cantidad de figuras brillantes y diáfanas se apiñaron a mi alrededor y empezaron a olisquearme con sus narices afiladas, moviendo sus orejas puntiagudas. El zumbido se hizo más fuerte; era el mismo sonido que había oído cuando me quedé dormida en la biblioteca… Y entonces los reconocí: era la multitud con que viajaba en mis sueños. Mis compañeros.
«¡Nuestra guardiana!». Sus voces agudas resonaban mientras daban vueltas a mi alrededor con entusiasmo. Aquellos que tenían alas las abrieron y comenzaron a revolotear por encima de mí, rozándome la cara con sus alas.
«¡Has vuelto a nosotros! —gritaron al unísono—. ¡Has venido para dejarnos entrar!».
Pero ya se estaban desvaneciendo, tal como sucedía en el sueño. Tendí la mano para tocar a una joven con cara de corazón y la piel a manchas como un cervatillo y mi mano pasó a través de ella. Otro rostro ocupó su lugar, emergiendo de la oscuridad como un cráneo que flota en un agua negra.
—¿Cómo has hecho eso? —La voz de aquel hombre disipó la ilusión.
Las luces se transformaron en velas sujetadas por mis compañeros; el cuadro era un paisaje bucólico enmarcado por dos paneles pintados que parecían árboles, cuyas ramas se encontraban en el centro del panel. El hombre del cráneo blanco era Anton Volkov, su rostro delgado y angular y su cabello rubio ceniza teñidos de blanco por la vela que sostenía.
—No lo sé —contesté, acercándome al cuadro, que ya no tenía vida, y alejándome de la presencia desalentadora de aquel ruso—. Creo que he utilizado un hechizo de apertura.
—Un hechizo nunca lograría abrir la puerta. —Bajó la voz y se aproximó para que solo yo pudiera oírle. Era como estar junto a un bloque de hielo; parecía irradiar oleadas de frío—. Ni siquiera un guardián podría abrir una puerta donde no la hay. Este tríptico no es más que un símbolo de la verdadera puerta, y tú ya has conseguido abrir la que conduce al Reino de las Hadas. La del cuadro ha estado abierta solo unos instantes, pero sospecho que la puerta real, la que hay en el bosque, está abierta ahora y así permanecerá hasta la víspera de Año Nuevo. Parece que… —Inclinó la cabeza hacia mi cuello y me olisqueó con delicadeza—. Creo que reúnes las cualidades de un hada y una bruja.
—No lo sé. —Eché un vistazo alrededor para ver si alguien nos miraba. ¿Qué habían hecho el resto de los invitados durante esa breve apertura de la puerta? Si alguien se había percatado, actuaban como si nada hubiera sucedido. La mayoría de los asistentes se habían ido hacia el bufet, donde habían servido más comida y más champán. Vi que Frank Delmarco hablaba con Soheila y Liz; que Brock y Dory, que habían venido con algunas personas del pueblo, comían canapés y contemplaban el cuadro y, por último, que Liam estaba de pie delante de la ventana charlando con una mujer alta.
—Quería hablar contigo —dijo Volkov—. Me han dicho que fuiste a mi despacho pero que te marchaste sin dejar ningún mensaje.
—Sí, pero no estabas —respondí, preguntándome quién le habría informado de mi visita. Aquel día no había visto a nadie en el edificio—. Ya sé que todo el mundo está muy ocupado corrigiendo exámenes. Pero sí, quería hablar contigo de Nicky Ballard. La decana Book me explicó que habías identificado a dos brujas que podrían ser las responsables de la maldición. ¿Has localizado a sus descendientes?
—Todavía no he podido comprobar el registro en la ciudad. Este tipo de investigación debe llevarse a cabo con total discreción. Si alguno de sus descendientes pensara que pretendemos acusar a sus antepasados de mala conducta se podrían… enfadar.
—Pero Nicky cumplirá los dieciocho en mayo.
A pesar de que Anton ya estaba demasiado cerca de mí, todavía se acercó más y tendió la mano hacia la mía.
—Tu pasión es… vigorizante. Te hace brillar.
Resoplé y di un paso atrás, pero Anton tenía las yemas de los dedos apoyadas en mi mano. Solo me estaba rozando, pero desprendía una corriente helada que me recorrió todo el cuerpo. Me quedé petrificada, con la mirada clavada en sus ojos azules. Tenían un tono precioso; el color del hielo glacial.
—No tengas miedo. Nunca le haría daño a una guardiana. Quiero ayudarte con la señorita Ballard. Podría darte los nombres de esas dos brujas… y estoy seguro de que algún día me devolverás el favor.
Moví los labios y me di cuenta de que podía hablar, aunque el sonido que salió de mi boca entumecida fue tan débil como el de un cubito de hielo que se sumerge en un vaso de agua.
—¿Devolverte el favor? ¿Cómo?
—No tenemos que decidirlo ahora mismo. —Inhaló profundamente y su nariz afilada tembló como si yo fuera una copa de un vino muy caro—. Nunca te pediría nada que fuera en contra de tus… deseos.
Tragué saliva con dificultad; se me había estrechado la garganta. ¿Me estaba pidiendo que le dejara beberse mi sangre?
—¿Y si el favor que me pides es algo que no quiero hacer? —pregunté.
—Si de verdad no quieres darme lo que te pida, no insistiré. Confío en ti.
—¿Por qué? Nos acabamos de conocer.
—Eres una guardiana, y las guardianas siempre son honorables.
Pensé unos segundos. Era cierto que nunca había hecho trampas en un examen ni había engañado a ningún hombre, a no ser que se considere un engaño practicar el sexo con un íncubo, cosa que tampoco había hecho porque entonces no sabía que era real. Aunque también era cierto que había estado pensando en Liam Doyle, estando casi prometida con Paul. Por cierto, ¿dónde estaba Liam? ¿Por qué no había acudido a rescatarme de aquel vampiro? Moví los ojos (lo único que era capaz de mover) hacia la ventana y comprobé que seguía hablando con la mujer alta. Ahora la reconocía: era Fiona Eldritch. Liam parecía absorto en ella, por eso no había venido a rescatarme.
—¿Me prometes que si es algo que no quiero hacer no me… forzarás? —insistí.
—Nunca forzaría a una dama.
—¿Y tampoco me hipnotizarás? —pregunté, recordando una escena de un libro de vampiros que había leído.
Volkov soltó una carcajada.
—No; te lo prometo. Soy un caballero, nada de trucos hipnóticos. Eso sería juego sucio.
Recordé que Liz Book me había dicho que Anton era un caballero. A primera vista parecía que ambos salíamos ganando. Yo tendría la información que necesitaba para ayudar a Nicky y, a cambio, no tendría que hacer nada que no deseara. ¿Qué podía salir mal?
—Vale, trato hecho. Te daría la mano, pero creo que me has hechizado; no me puedo mover.
Anton me liberó tan súbitamente que caí en sus brazos. Me cogió de la mano y me dio un apretón, a la vez que inclinaba la cabeza y me susurraba los dos nombres al oído: Hiram Scudder y Abigail Fisk. Y entonces se fue, desapareciendo en una ráfaga glacial que me abanicó la cara. Miré alrededor para ver si alguien se había percatado de su precipitada retirada, pero nadie estaba mirando en mi dirección. Y Liam y Fiona ya no se hallaban frente a la ventana, ni en ningún otro lugar de la sala.
Yo ya no estaba de humor para fiestas, de modo que me abrí paso hasta la salida, esquivando a algunos compañeros alegres que me deseaban felices fiestas y buenas vacaciones. En el vestíbulo me topé con Diana Hart, que estaba delante del guardarropa cruzada de brazos. Empezó a decirme algo, pero la corté.
—Feliz Navidad para ti también, Diana, y feliz Año Nuevo.
Pero cuando apoyé la mano en la puerta del guardarropa, Diana chilló:
—¡No entres ahí! Está… cerrado.
Efectivamente, la puerta parecía cerrada con llave. Pero, qué diablos, acababa de abrir la puerta del Reino de las Hadas, y aquella solo conducía a un guardarropa. No debería costarme mucho abrirla. Giré el pomo y apoyé el hombro contra la hoja a la vez que murmuraba:
—Ianuam sprengja.
Se abrió tan repentinamente que caí dentro de la habitación, apenas iluminada, encima de un montón de pieles… que se movían.
Retrocedí de un brinco, recordando la criatura feroz que había visto en mi porche. La piel se hinchó y saltó… y entonces cayó a un lado de un modo inofensivo. Debajo de ella estaban Fiona y Liam, con la ropa retorcida y las piernas enredadas.
Abrí la boca, pero comprendí que no tenía nada que decir. Los ojos de Liam, rebosantes de culpabilidad, se cruzaron con los míos, pero antes de que pudiera decir algo agarré mi abrigo y salí corriendo.
Cuando estaba a medio camino de la salida del campus reparé en que había olvidado las botas. La nieve me estaba empapando los pies a través de las suelas finas de mis zapatos de fiesta, pero prefería echar a perder todos los zapatos de mi armario que regresar a Briggs para enfrentarme a Liam Doyle.
Sabía que no tenía derecho a enfadarme con él. Yo tenía novio, uno que en esos momentos estaba cruzando el país, probablemente con un anillo de diamantes en el bolsillo. «No estoy enfadada con Liam —me dije cuando llegué al camino que conducía a la salida sudeste—; estoy enfadada conmigo misma».
Ese camino no estaba tan despejado como los otros y era más oscuro debido a los árboles que lo rodeaban. Debería haber habido una luz de seguridad junto a la puerta, pero no era así; podía ser que todavía no hubieran ajustado los temporizadores al cambio de estación, o que estos se hubieran estropeado. Al menos la puerta estaba abierta y desde allí alcanzaba a ver mi calle e incluso el débil destello de la luz de mi porche. Me apresuré en esa dirección. Lo que más deseaba era estar en mi casa para lamerme las heridas en privado.
—¡Soy una idiota! —refunfuñé mientras caminaba colina abajo. No solo me había encaprichado como una colegiala de Liam Doyle, ¡sino que además había hecho un trato bastante impreciso con un vampiro! Y todo por dos nombres que me hubiera podido dar la decana Book.
Un ruido a mi espalda interrumpió mis pensamientos. Era el mismo ruido que había oído en el pabellón Bates: el mismo aleteo. ¿Podría ser Anton Volkov, transformado en murciélago, que venía a cobrarse su deuda? Corrí hacia la puerta. ¿Podía el hierro detener a un vampiro? ¿O eran las hadas las que no soportaban el hierro? Me daba igual… Estaba corriendo, alentada por el aleteo que me perseguía, intentando recordar el hechizo para prevenir un ataque desde el aire. ¿Era Vox Faca naddel nem? ¿O Va fadir nox nim?
—¡Al diablo! —grité a unos dos metros de la puerta—. Faca vadum negg!
Entonces el suelo se tambaleó debajo de mí y caí en un agujero que no había estado ahí un momento antes. Me golpeé las rodillas y las manos y algo pesado y plumoso me dio un golpe en la cabeza. Me agaché e intenté cubrirme la cara. Unas garras se clavaron en mi piel y una mano me cogió. Alcé la vista y vi a Liam Doyle agachado a mi lado. El pájaro, un cuervo negro gigante todavía más grande que la silueta que había visto fuera del pabellón Bates, le golpeó la cara una vez y se fue volando, graznando mientras desaparecía en la oscuridad.
—Callie, ¿estás bien? —Empezó a palparme el cuerpo en busca de alguna herida, pero solo tenía un corte en la mano. Se arrancó la manga de la camisa (no llevaba abrigo) y me envolvió la mano a modo de un vendaje.
—Estoy bien —mentí. Estaba temblando de modo incontrolable. Liam me acercó y me rodeó con los brazos. Y yo tenía demasiado miedo y frío para resistirme. Me hundí en sus brazos como un pájaro se hunde en su nido. Alrededor el bosque se veía oscuro y frío. Quién sabe qué otras criaturas horribles podía albergar. Miré a Liam y vi que tenía sangre en la mejilla. Le acaricié el rasguño, que no le había alcanzado el ojo por centímetros—. ¡Te podría haber sacado un ojo! —exclamé.
—No podía dejar que te hiciera daño —repuso.
Entonces, se inclinó hacia mí y me besó. Sus labios estaban tan calientes que con el frío y la oscuridad que nos rodeaba eran como una vela ardiendo en el gran bosque oscuro. Me incliné hacia ese calor, ansiosa. Sus labios separaron los míos y sentí que aquel calor entraba en mí, inundándome, abriendo algo en mi interior, como si sus labios hubieran girado una llave en la base de mi columna y abierto una puerta que no sabía que estaba cerrada.
Pero justo cuando sentía esa apertura recordé el momento en que lo había visto revolcándose con Fiona Eldritch en el guardarropa.
Lo aparté de un empujón.
—Cal…
—No, ni se te ocurra. —Me puse de pie a pesar del dolor; los rasguños de las rodillas me escocían. Me tambaleé y él tendió la mano para sujetarme, pero me agarré a la puerta y paró—. No me debes ninguna explicación. Estoy casi prometida… y tengo que irme.
Me alejé de él, todavía apoyándome en la puerta. No estaba segura de poder sostenerme en pie sin ese apoyo, pero cuando llegué al otro lado me solté. Liam me estaba mirando, le ardían los ojos, pero no se volvió a acercar, ni intentó detenerme. Eso me dio fuerzas. Eché a andar hacia mi casa. Agucé el oído para ver si oía ruido de pasos (o alas) detrás de mí, pero lo único que oí fue el sonido metálico de la puerta del campus que se cerraba.