Pasé toda la semana siguiente (la última antes de los exámenes finales) intentando evitar a Liam Doyle. Estaba muy avergonzada de que me hubiera sorprendido hablando de él a sus espaldas; burlándome de su poesía, para ser exactos. No sabía qué mosca me había picado. ¿Por qué le había cogido manía desde el principio? ¿Porque llevaba camisas cursis y había estudiado en Oxford?
No cabía duda de que a casi todos los demás les gustaba. Soheila Lilly me sirvió un té Irish Breakfast la siguiente vez que fui a visitarla a su despacho («¡Un regalo de aquel escritor irlandés tan majo!») y me confesó que Doyle le recordaba a Angus Fraser.
También lo vi dos veces almorzando con Elizabeth Book en la Asociación de Estudiantes y oí a la decana reír como una niña. Incluso Frank Delmarco admitió de mala gana que el nuevo no estaba tan mal, y me mostró unas entradas de los Jets que Doyle le había conseguido para el fin de semana posterior a Navidad. Además, sus alumnos estaban entusiasmados con el taller y me explicaban que salían de excursión al bosque con el profesor nuevo y este les recitaba poesía.
Nicky Ballard parecía especialmente motivada gracias a él. Había empezado a escribir una serie de poemas en torno al tema de la doncella de hielo. Cuando me enseñó algunos, comprendí que la muchacha estaba enfrentándose mediante la poesía al miedo de quedar atrapada por su pasado familiar. Me pareció una excelente estrategia emocional, pero me pregunté si realmente la ayudaría a combatir una maldición del siglo pasado. Resultaba claro que Nicky no sabía que estaba maldita, de modo que estaba en mi mano hacer lo posible por evitarlo.
Había empezado el minucioso trabajo de rastrear a las víctimas del accidente de tren de Ulster & Clare, pero iba muy lenta. Incluso cuando encontraba información sobre una víctima o su familia no podía saber si la persona era una bruja o no. Seguro que había alguna manera más sencilla de hacerlo. Al comienzo de la semana de los exámenes finales decidí ir al despacho de Liz Book para preguntarle si sabía cómo podía identificar al autor de la maldición. En cuanto mencioné la maldición, una nube de cansancio se abatió sobre su rostro; se la veía cansada y mayor. De hecho, ya me había percatado de que iba un poco descuidada. Algunos mechones grises se habían escapado del moño, que solía llevar impoluto, y vestía una chaqueta de punto de St. John’s a la que le faltaba un botón dorado.
—Mis predecesores han estado documentando la maldición de los Ballard durante generaciones. Y cuando acepté este puesto, hace diez años, decidí que una de mis misiones sería acabar con ella. Primero pensé que si dábamos con los orígenes de la maldición seríamos capaces de deshacerla, así que le pedí a Anton Volkov que repasara la larguísima lista de gente que tenía una razón para odiar a Bertram Ballard.
—¿Por qué Anton Volkov? —quise saber. Liz pareció confundida con mi pregunta, de modo que añadí—: Él está en el departamento de estudios de Europa del Este y el Instituto Ruso, ¿verdad?
—Sí, claro… Ah, ya entiendo lo que quieres decir. Eso me recuerda que todavía no te he hecho la sesión de orientación sobre el IPM, el Instituto de Profesionales Mágicos. Anton ha estado trabajando en la creación de un registro online de brujas, hadas y demonios, llamado BOGGART. Cuando esté acabado será un recurso inestimable porque algunos seres mágicos no son totalmente francos sobre su… mmm… su naturaleza. Después de siglos de persecución es comprensible, pero la tendencia imperante es hacia la inclusión y la revelación total.
—Pero ¿consiguió identificar a la bruja que maldijo a la familia de Nicky? —la interrumpí. No quería ser maleducada, pero mucho me temía que podía pasarme allí todo el día escuchando a la decana explicarme el funcionamiento de la academia mágica, que, por muy fascinante que me pareciera, no iba a ayudar a Nicky.
—Bueno, de hecho, identificó al menos a dos brujas que podrían haber tenido un motivo y la oportunidad de hacerlo, pero no pudo localizar a los descendientes de ninguna de las dos. Me consta que tiene pensado ir a la ciudad para echar un vistazo al Registro Central de Seres Sobrenaturales, el RCSS, en la sede principal de la biblioteca, pero todavía no ha podido…
—¿Hay un Registro Central de Seres Sobrenaturales en la Biblioteca Pública de Nueva York? —pregunté sorprendida. Había estado allá millones de veces y por supuesto nunca me había topado con algo así.
—Sí, pero para acceder a él necesitas tu tarjeta del IPM. Cuando te desvelamos nuestro secreto, envié toda la documentación necesaria para inscribirte en el IPM. Y creo que tengo tu tarjeta por aquí… —Rebuscó entre la pila de papeles que tenía encima del escritorio, el cual solía estar siempre muy despejado. Se le cayeron unas hojas al suelo, de modo que me agaché y recogí un formulario de baja/alta y una factura de cuatro cajas de champán y se los entregué—. Ah, ¡aquí está! —exclamó, enseñándome una tarjeta laminada con un símbolo de dos lunas crecientes flanqueando un orbe con las letras IPM inscritas—. Solo tienes que enseñarla en recepción y te conducirán hasta las colecciones especiales. También te da derecho a utilizar la biblioteca en horas en las que normalmente estaría cerrada.
—Estupendo. La próxima vez que vaya a la ciudad iré a echar un vistazo. ¿Sabes los nombres de las dos brujas que Anton identificó?
—Pues los tenía… por algún sitio… —Se volvió para buscar en un gran archivador que tenía detrás. Abrió un cajón atiborrado de cosas y hurgó en su interior, suspirando de cansancio; pero de pronto un libro cayó del archivador a su regazo y pareció animarse—. ¡Mira, tu libro de hechizos! —Me entregó un libro muy soso con la típica tapa verde de biblioteca—. Pero no encuentro esa lista por ningún lado. Creo que será más sencillo que le preguntes los nombres directamente a Anton…
—Por supuesto —dije—, aunque la verdad es que no lo conozco mucho. Lo vi en la recepción de profesores, pero no me lo presentaron. ¿Es un…? Es que Nicky Ballard me explicó que él y sus compañeros viven juntos en el pueblo y que corren por ahí algunas historias extrañas sobre ellos… —Como el hecho de que nunca se dejan ver de día, recordé.
Liz movió la mano para que me quitara de la cabeza esas preocupaciones.
—No debes hacer caso de las habladurías. Anton es encantador. Si de verdad estás preocupada por Nicky deberías ir a hablar con él, pues ha estado estudiando el tema a fondo. Su despacho está en el pabellón Bates, que es aquel edificio que hay en lo alto de la colina.
—Vale, iré a hablar con él.
—Bien.
La decana pareció contenta de poder dar por zanjado algún tema. Se la veía con ganas de acabar la reunión y me daba la sensación de que necesitaba echar una cabezadita. El final de semestre debía de ser una época dura, y todavía más un semestre como aquel, que había incluido la invasión de un íncubo, un escándalo de fraude y una tormenta de hielo. Eso haría envejecer a cualquiera, pensé, y de pronto caí en la cuenta de que no tenía ni idea de cuántos años tenía Elizabeth Book en realidad. Si sus poderes mágicos la habían mantenido joven hasta ahora, era posible que si estos menguaban envejeciera rápidamente. Esa idea me hizo sentir incómoda y sentí lástima por ella.
Me levanté para marcharme, aferrada a mi libro de hechizos.
—Voy a hablar con el profesor Volkov ahora mismo —anuncié.
—Hay algo sobre lo que debo avisarte.
—¿Sí?
—Admiro tu deseo de ayudar a Nicky Ballard, pero no te obsesiones. Justo hoy le comentaba al señor Doyle que los jóvenes de hoy, en especial los que vienen a Fairwick, precisan mucha atención y pueden llegar a consumirte.
Ese comentario me sorprendió, pues no era muy propio de la decana Book, que siempre se mostraba tan tranquila y gentil. No obstante, en aquel momento, viendo la sequedad de su piel, el cabello desaliñado y el ligero temblor que tenía en la mano, parecía que algo la estuviera consumiendo.
Nunca había estado en el pabellón Bates, pero había visto su chapitel de piedra de lejos y sabía que albergaba el Instituto de Europa del Este y Rusia. Se alzaba en el extremo oeste del campus y lo cierto es que no me hacía ninguna gracia tener que caminar hasta allá arriba, pero se lo debía a Nicky. A medida que me acercaba al edificio a través del empinado camino comencé a sentirme como Jonathan Harker aproximándose al castillo de Drácula en los Cárpatos. Quizá por esa razón el instituto eslavo lo había escogido.
No había nadie más en el camino. Puesto que era la semana de los exámenes finales, la mayoría de estudiantes estarían encerrados estudiando en sus habitaciones o en la biblioteca. El sol estaba bajando por detrás de las montañas occidentales, tiñendo el edificio de piedra de un rojo sangre. Con la caída del sol, el día se estaba volviendo helado y las nubes grises que se concentraban en el norte amenazaban con nieve. El hombre del tiempo llevaba días prediciendo la primera nevada de la temporada. Estuve a punto de dar media vuelta, pero recordé mi promesa a la abuela de Nicky.
En el interior del edificio hacía frío y reinaba el silencio. Mis pasos retumbaban mientras recorría un largo pasillo y pasaba junto a mapas amarillentos de países ya desaparecidos y vitrinas de cristal con trozos de cerámica y esculturas rotas, reliquias de alguna civilización eslava antigua. Me detuve para leer la lista de cursos que se ofrecían. Las clases abarcaban desde Ruso, Literatura Rusa del siglo XIX, Folklore Balcánico, Historia Otomana y Bizantina y Poesía Rusa. Bastante impresionante para una universidad del tamaño de Fairwick, pensé. Normalmente, solo en las universidades grandes, como Harvard o la de Chicago, se podían dedicar tantas clases a un tema tan minoritario. Me pregunté si algún alumno adinerado de Fairwick habría dotado de fondos al departamento.
Encontré el despacho del profesor Volkov, pero la puerta estaba cerrada y nadie respondió a mi llamada. Escritas con letra anticuada en una tarjeta de color marfil aparecían sus horas de consulta: «Lunes y miércoles, de 18 a 20 horas, o con cita previa». Perfecto, pensé, la decana Book podría haberme informado de las excéntricas horas de visita del profesor Volkov. También descubrí, por su horario, que impartía clases a horas todavía más extrañas: de 8 a 9.15 los lunes y miércoles. Justo cuando estaba a punto de irme, oí un ruido al otro lado de la puerta. Puede que Volkov sí que estuviera ahí. Me acerqué y agucé el oído. Era un sonido parecido al de pasar las hojas de un libro antiguo, con la diferencia de que este duraba tanto y cobró tanto volumen que empecé a dudar de que alguien pudiera hojear un libro con tal ímpetu. No, cuanto más escuchaba más me recordaba al ruido de alas, como si un pájaro hubiera quedado atrapado en el despacho de Volkov.
Llamé a la puerta de nuevo y el extraño sonido paró en seco. Esperé a que alguien respondiera, pero nadie se acercó ni oí ningún movimiento, aunque ahora estaba segura de que había alguien, o algo, al otro lado de la puerta. Empecé a retroceder con sumo sigilo y me alejé por el pasillo, con la única compañía de mi propio reflejo en las vitrinas de cristal.
Cuando salí del edificio y el aire frío me dio en la cara me sentí mejor, pero entonces reparé en lo oscuro que estaba el camino. En los pocos minutos que había pasado en el pabellón Bates el sol había desaparecido tras el horizonte y estaba nevando. La nieve había desdibujado los bordes del camino y llenado de sombras grises el bosque que lo flanqueaba. Caminé deprisa, reprendiéndome por el pánico creciente que me presionaba el pecho. «El sonido en el despacho de Volkov no era más que el ruido de papeles desperdigados por la corriente de aire que entraba por alguna ventana abierta», quise creer.
Pero, entonces, ¿por qué se había parado cuando llamé a la puerta?
¿Y por qué tenía Volkov unas horas de visita tan extrañas e impartía todas sus clases por la noche?
Recordé de nuevo las habladurías del pueblo que Nicky me había comentado sobre el profesor Volkov y sus colegas. Nunca salían antes del anochecer y las luces de su casa siempre estaban encendidas… ¿Acaso eran vampiros?
Unas alas agitándose por encima de mi cabeza acabaron de pronto con mis razonamientos y se me paró el corazón. Me volví y vi, recortada en el último destello rojo del cielo, una silueta negra con alas que se cernía sobre mí.
Eché a correr camino abajo. El sonido de las alas se hizo más fuerte y traté de dar las zancadas más largas. Al final del camino había una luz de seguridad sobre uno de los teléfonos rojos de emergencia del campus. No sabía lo que iba a conseguir con una llamada en aquella situación, pero fue lo único que se me ocurrió. Corrí hacia la luz como si pudiera hacer desvanecer esa cosa que me perseguía, una cosa que mi instinto me decía que no era solo un pájaro. Diversas historias de vampiros que se convertían en murciélagos me revoloteaban por la cabeza. Estiré el brazo para coger el teléfono y mis pies resbalaron en la nieve recién caída. Al caerme se me escurrió el libro de hechizos al suelo, el cual se quedó abierto hacia arriba a centímetros de mi nariz.
«Para frustrar un ataque desde el aire —leí—, pronuncia las siguientes palabras a la vez que imaginas un cielo azul despejado y agitas una pluma en el aire».
«Perfecto», pensé, a medida que el aleteo se acercaba. ¿De dónde iba a sacar una pluma? Pero entonces caí a en la cuenta de que llevaba puesto un abrigo de plumón, uno bastante viejo del que a veces se escapaba alguna pluma…
Lo palpé de arriba a abajo hasta que di con algo que pinchaba… y estiré. Empecé a agitar la diminuta pluma en el aire al tiempo que imaginaba un cielo azul despejado y pronunciaba (esperaba que correctamente) las tres palabras indicadas:
—Vacuefaca naddel nem!
Algo me golpeó la espalda. Hasta ahí llegaban mis poderes mágicos. Me volví, levantando las manos para cubrirme la cara… y me encontré mirando a Liam Doyle.
—¿Estás bien? —preguntó, tuteándome por primera vez con voz ronca de preocupación—. Te he visto correr como si algo te persiguiera.
Levanté la mirada en busca de la criatura alada, pero solo había cielo azul. El pelo oscuro del poeta tenía adheridos copos de nieve como si fueran estrellas en un cielo nocturno, pero en el cielo de verdad no se veía ni rastro de las nubes tormentosas que había unos instantes antes.
—Sí, he oído algo que me perseguía. —Omití que aquel sonido procedía del cielo. Me ayudó a levantarme y ambos nos volvimos para echar un vistazo al camino que conducía al pabellón Bates. Solo se veían huellas en la nieve recién caída—. Quizás han sido imaginaciones mías —añadí, sintiéndome idiota.
—También puede ser que hubiera alguien en el bosque —comentó Liam—. Un estudiante fumando hierba o bebiendo cerveza que no quería ser descubierto por una profesora.
Me dio la sensación de que me estaba siguiendo la corriente, pero me dio igual. Y tampoco me importaba que todavía me estuviera cogiendo del brazo. Me alegraba de que estuviera allí.
—Supongo… O quizás ha sido algún animal del bosque. —Cuando dimos media vuelta para caminar hacia la zona principal del campus, me pasó el brazo por debajo de su codo—. No me había dado cuenta de lo aislada que está esta parte del campus. ¿Y tú qué hacías por aquí? —pregunté, tuteándole también.
—Quería ir al pabellón Bates para hablar con el profesor Demisovski de un proyecto para Flonia Rugova. Esa chica está escribiendo unos poemas preciosos en albanés y he pensado que si pudiera leer poesías de su país natal tal vez encontrara su propio estilo. Me han dicho que Rea Demisovski es uno de los mayores expertos del mundo en poesía eslava.
—Te preocupas mucho por tus alumnos —dije.
Me miró, los labios formando una especie de sonrisa.
—Nunca sé si te estás burlando de mí.
Suspiré.
—Y no te culpo. Me oíste burlarme de tu poesía y no sabes lo mucho que lo siento. Además, no sé qué mosca me picó. Me gusta ese poema, especialmente los últimos versos: «El verano convertirá al viento en embustero, pero yo ya no seré capaz de entrar en calor, pues tú eres todo lo que en este mundo anhelo».
Se paró en seco. Habíamos llegado al centro del campus donde los cuatro arces japoneses marcaban las esquinas de los dos caminos que se cruzaban en diagonal. Las ramas desnudas formaban un arco por encima y nos protegían de la nieve que volvía a caer. Liam se sacó las gafas para limpiar los cristales y sacudió la cabeza para quitarse los copos del pelo.
—Te has aprendido de memoria esos versos. Me siento halagado. A menos que los hayas memorizado para burlarte con Frank Delmarco, claro.
—¡Nada de eso! —dije, tocándole el brazo. Levantó la vista, sorprendido por la urgencia en mi voz, y nuestros ojos se toparon por primera vez sin la barrera de sus gafas. Eran oscuros, pero tenían una luz, una chispa blanca que destellaba como la nieve que caía del cielo. Al mirarlos sentí un poco de vértigo—. Los memoricé porque la primera vez que los leí tuve que releerlos de inmediato… y luego otra vez y otra. De modo que no pude evitar aprendérmelos de memoria.
Se quedó callado unos instantes, supuse que valorando si podía confiar en mis palabras. Si Doyle hubiera decidido que estaba volviendo a burlarme de él y se marchaba disgustado, tampoco lo hubiera culpado.
—Así que te gustaron, ¿eh? —dijo, llevándose la mano al corazón—. Me alegro. Supongo que eso tiene más sentido que memorizarlos para reírte de ellos. Gracias.
Tendió la mano hacia mi rostro y se acercó un poco. Por un momento pensé que iba a besarme (y puede que hasta yo me inclinara un poco hacia delante). Solo me sacudió un poco de nieve del cabello, pero cuando su mano me rozó la cara me estremecí.
—Vamos, será mejor que te vayas a casa antes de que te conviertas en una de las doncellas de hielo de los poemas de Nicky Ballard.
Dimos media vuelta y empezamos a caminar hacia la salida sudeste; nuestros brazos ya no estaban entrelazados.
—Solo he leído algunos —comenté, en un intento de disimular la vergüenza que sentía por haberme inclinado para recibir un beso imaginario. ¿Se habría dado cuenta?—. Son bastante buenos, ¿verdad?
—¡Son estupendos! Nicky se ha inventado toda una mitología de esas mujeres heladas que viven dentro de las paredes de un palacio de hielo. Para que la heroína pueda liberarse tiene que escuchar la historia de cada uno de sus guardianes de hielo. Y cuando estos les cuentan sus historias se derriten, pero cada relato forma un cristal de hielo en el corazón de la heroína. La cuestión es si conseguirá la libertad antes de que su corazón se hiele por completo.
—Brrr. —Me envolví con los brazos y me estremecí—. Siento frío solo de pensarlo. Pobre Nicky. No debería tener que lidiar con todo eso a su edad.
—¿A lidiar con qué? —preguntó Liam, mientras salíamos del campus por la puerta sudeste.
No podía contarle nada de la maldición, pero sí que podía hablarle de la familia de Nicky. Nos paramos en medio de la calle, a una distancia equidistante de mi casa y de la posada. Eché un vistazo a la Dulce Posada Hart, que estaba decorada alegremente (Diana la había llenado de luces de colores, colgantes de acebo y pino y varios renos iluminados), y sentí una punzada de culpabilidad por haberlo condenado a pasar las Navidades en Juguetelandia.
—Es una larga historia. ¿Te apetece tomar una copa? —ofrecí, intentando que mi voz sonara casual—. ¿Algo que no sea de chocolate y que no tenga azúcar?
Liam rio.
—Vamos allá. —Y, entonces, acercándose lo suficiente para que pudiera sentir su cálido aliento en la oreja helada, susurró—: Pero tienes que prometerme que tampoco me darás galletas ni pasteles. Ya empiezo a sentirme como Hansel, engordado por una bruja perversa que quiere meterlo en el horno.
Entre risas le prometí que no le ofrecería ningún dulce y le aseguré que, al menos, Diana no era una bruja. Pero omití que después de mi primer hechizo exitoso estaba empezando a dudar de que quizá yo sí que lo fuera.