21

A la mañana siguiente oí que Brock estaba intentando despejar el camino de entrada. Cogí a Ralph y corrí escaleras abajo para enseñárselo, y cuando estaba a medio camino me acordé del pasaje obsceno que había leído la noche anterior. Avergonzada, vacilé. ¿Sabía Brock que Dahlia lo había utilizado como modelo para uno de sus héroes más apasionados? ¿Sabría que yo había estado leyendo esas escenas? Pero cuando abrí la puerta me miró con tal franqueza e inocencia que enseguida deseché esas ideas. Brock era un hombre amable y honrado; no me extrañaba que a Dahlia le gustara. Cuando le enseñé a Ralph, se quedó pasmado, y estuvo encantado de que su creación hubiera cobrado vida.

—Cuando forjé esos topes añadí una chispa de Muspelheim, el fuego primigenio de donde proceden las estrellas y los planetas, para que tuvieran la fuerza necesaria para protegerte, pero nunca imaginé que uno de esos ratones cobraría vida. Debes de haber despertado su fuerza vital de algún modo… —Me miró con la misma admiración con que le había visto observar a Drew Brees tras completar ocho pases seguidos—. A partir de ahora dedicará la vida a protegerte.

Me gustaba la idea de tener un compañero fiel, pero no imaginaba cómo un ratón iba a ser capaz de defenderme ante eventuales amenazas.

Cuando volví a entrar en casa, dejé a Ralph en la taza de té que tenía en el escritorio y comprobé mi correo electrónico. Me sentí aliviada al ver que había recibido uno de Liz Book. Me decía que ya había encontrado un sustituto para Phoenix, un poeta irlandés, Liam Doyle, cuyo nombre me resultaba ligeramente familiar. Lo busqué en Google y descubrí que había estudiado en el Trinity College de Dublín (donde había recibido varios premios de poesía) y se había doctorado en Literatura por Oxford (donde le habían concedido una beca de investigación y una matrícula de honor por su tesis acerca de los poetas del romanticismo). Además, había publicado dos libros de poesía con una editorial pequeña llamada Snow Shoe Press. La fotografía que aparecía en la página web de la editorial mostraba a un hombre serio con aspecto de rata de biblioteca. El cabello, oscuro y greñudo, le colgaba por encima de unas gafas cuadradas bien gruesas.

Pulsé uno de los enlaces que aparecía en la web de la Casa de la Poesía del Muérdago en Klamath, Oregón, y encontré la siguiente biografía:

El destacado poeta Liam Doyle fue el escritor residente seleccionado en la primavera de 2001 por la Kelly Writers House de la Universidad de Pensilvania. Sus intereses se centran en la poesía del romanticismo del siglo XIX, la poesía de los exiliados y expatriados, y en la poesía de la naturaleza. Doyle ha trabajado en el Macalaster College (Minnesota) y el Bates College (Maine), y ha pasado los últimos dieciocho meses impartiendo clases de poesía en un instituto de un barrio marginal de Baltimore.

Respondí a Liz diciéndole que me alegraba de que hubiera encontrado un poeta para cubrir el puesto, y destaqué lo fantástico que sería aquello para Nicky Ballard. También aproveché para preguntarle si todavía necesitaba que me ocupara de la clase de ese día.

Cuando acabé de ducharme y vestirme, comprobé que ya me había contestado: el profesor Doyle tenía previsto llegar a tiempo para impartir la clase de la tarde («Ha venido a Nueva York para participar en una conferencia. Qué suerte, ¿verdad?»). Y me pedía si podía reunirme con él después de la clase para entregarle los trabajos de los alumnos.

Le contesté que lo haría encantada, pero ¿no sería mejor que nos reuniéramos antes de la clase para entregarle las redacciones y hablarle un poco de los estudiantes?

«No —contestó—; me ha dicho que prefiere conocer a sus alumnos sin ninguna idea preconcebida».

«Bastante idealista —repuse, pero temí parecer cínica, así que añadí—: Parece un tipo competente». Y como todavía no estaba segura de si parecía sarcástica añadí un emoticono sonriente.

—Nada de ideas preconcebidas, ¿eh? —le dije a Ralph, que seguía acurrucado en la cesta—. ¿Quién es ese tío?

Ralph bostezó y estiró las patas, adoptando una postura que lo convertía en el animalillo más tierno del mundo. Como Ralph no tenía nada que añadir, decidí contestar yo misma a aquella pregunta. Aún tenía los resultados de Google de Liam Doyle en la pantalla y observé que tenía una página de Facebook. La abrí, suponiendo que estaría bloqueada, pero no lo estaba. Perfecto. No tendría que solicitarle amistad para echar un vistazo a su perfil. La fotografía que tenía en el muro no me proporcionaba más detalles de su aspecto que su foto de autor. Esta mostraba el perfil de un hombre de cabello oscuro; el cuello de pana de su chaqueta Barbour le tapaba la parte inferior de la cara y el cabello húmedo le cubría la otra mitad. En la foto aquel hombre estaba contemplando el espectacular paisaje de montañas y lagos que había a lo lejos. El lago Country, supuse, ya que había incluido «Hacer senderismo por el lago Country» en la lista de sus actividades de interés, junto con «tocar el laúd» y «estudiar idiomas».

Seguí cotilleando en su perfil y descubrí que su música preferida incluía desde U2, Kate Nash y Vivian Girls hasta Billie Holiday y grupos de fusión de música celta, como The Pogues, Thin Lizzy y Ceredwen. Sus películas favoritas eran La bella y la bestia (de Cocteau), La fiera de mi niña, Sucedió una noche y, para mi sorpresa, Tienes un email.

En el apartado de situación sentimental había escrito: «Es complicado».

Justo cuando empezaba a leer los mensajes que tenía en el muro, Ralph saltó al teclado y pisó varias teclas. Lo cogí antes de que pisara alguna con la que acabase agregando a Liam Doyle a mis amigos y revelase que le había estado investigando cibernéticamente.

—Pero bueno —lo reprendí, dejándolo encima de la mesa—. No te subas al teclado, me lo vas a llenar de pelos.

Ralph se sacudió, erizando el pelo hasta parecer uno de esos bichos peludos de Star Trek en miniatura, y entonces empezó a lamerse como si le hubiera ofendido que me quejara de su bonito pelaje.

—Lo siento —me disculpé, y cerré el portátil para que no se subiera mientras yo no estaba—. Pero que seas un ratón mágico no significa que no se te caiga el pelo, ¿vale?

Comprobé la hora y vi que estaba a punto de llegar tarde a clase. Me había pasado una cantidad de tiempo ingente navegando por el perfil de Facebook de Liam Doyle. Sería mejor que lo bloqueara, de lo contrario todos sus alumnos acabarían haciendo lo mismo.

Ese día puse Cumbres Borrascosas en clase (la versión clásica, con Merle Oberon y Laurence Olivier), de manera que aproveché el tiempo para organizar las carpetas del taller de escritura, adjuntando notas con comentarios acerca de cada alumno. No me preocupaba lo más mínimo que aquello le proporcionase ideas preconcebidas a Liam Doyle. Después de clase, un alumno (el chico de la chaqueta de cuero y los piercings) me preguntó si podía hablar conmigo de su trabajo final, de manera que no tuve la oportunidad de echarle un vistazo al nuevo escritor residente antes de que comenzara su taller. Y cuando más tarde pasé junto al aula, la puerta estaba cerrada. Oí el murmullo de una voz grave y, seguidamente, una oleada de risas de los alumnos.

«Bien», pensé. Esa clase se merecía un profesor que les prestara atención a todos. Solo esperaba que no se obsesionara con Mara del mismo modo que Phoenix. Quizá debería avisarle de la situación cuando terminara la clase, en una hora y veinte minutos. Tendría que hacer tiempo hasta entonces en la biblioteca. A pesar de que tenía muchísimo trabajo, me molestó que el señor Doyle no hubiera reparado en que reunirme con él después de su clase pudiera no resultarme oportuno. Al menos podría habérmelo consultado. ¿Habría tan siquiera preguntado a la decana Book cuál era mi horario?

En lugar de sentarme en la mesa de siempre, me senté frente a uno de los ordenadores y entré en mi cuenta de correo. Vi que Liz había respondido a mi último email (el que había firmado con la carita sonriente).

«Por cierto, el señor Doyle me ha preguntado qué hora sería más conveniente para ti, pero le he dicho que como a menudo trabajas en la biblioteca ambas opciones te irían bien. Espero que no te moleste. Hemos tenido bastante suerte en encontrar a un poeta tan destacado (y con tan buena reputación entre sus alumnos) en tan poco tiempo, de modo que he intentado facilitarle las cosas. Espero no haberte causado ninguna molestia».

Suspiré. Era obvio que la decana estaba intentando que nadie se sintiera molesto (una carita sonriente, ¡por Dios!). Aunque la verdad es que no envidiaba su trabajo. Además, tenía razón: los escritores residentes eran conocidos por su dudoso comportamiento y por rehuir el trato con sus alumnos. Un tipo de Oxford que impartía clases en universidades fuera de la ciudad era sin duda un fichaje excepcional.

Le contesté que estaba en la biblioteca y que tenía mucho trabajo pendiente que me mantendría ocupada hasta la hora de reunirme con el profesor Doyle. Y era cierto: tenía trabajos por corregir, un artículo de la última edición de Folklore que quería incluir en mi lista de reserva, y los nombres de la lista de víctimas del accidente de tren de Ulster & Clare que quería empezar a investigar. No obstante, en lugar de hacer alguna de estas cosas, busqué de nuevo a Liam Doyle en Google y leí sus méritos poéticos. Algunas de las revistas en que aparecía eran publicaciones digitales. Busqué una que se llamaba Per Contra y encontré un poema titulado «Invierno mentiroso».

Lo que una vez llegó, no volverá a llegar jamás,

por muchos que sean los recuerdos acumulados;

el verde soleado siempre sucumbe al viento invernal.

el verde soleado siempre sucumbe al viento invernal.

Y tú, mi amor, que también fuiste mi mejor amiga,

tenías que seguir y vivir tu propia vida.

Tu juventud no fue culpable de la tragedia.

el verde soleado siempre sucumbe al viento invernal.

Aunque confiaba tanto en nuestra unión,

que no fomenté más que capricho y libertad

a un destino sin aparente perdición.

el verde soleado siempre sucumbe al viento invernal.

La juventud pudo hacernos insensatos,

y aunque fue elevado el precio que pagué,

ahora sé que de esa fiebre ya estoy curado.

el verde soleado siempre sucumbe al viento invernal.

El fresco viento de abril suspira mis tristezas,

pero sé que el sol será más fuerte que ese frío

y pronto despertará el verde y zumbarán las abejas.

el verde soleado siempre sucumbe al viento invernal.

El verano convertirá al viento en embustero,

pero yo ya no seré capaz de entrar en calor,

pues tú eres todo lo que en este mundo anhelo.

«Caray», pensé, cuando acabé de leer el poema. Aquel tipo de Oxford impartía clases en universidades menores y encima escribía bien. Aunque quizás aquel poema era fruto de la casualidad. Volví a Google y encontré otro poema… y otro y otro. Leí media docena; todos eran preciosos y todos hablaban de un amor perdido. No cabía duda de que alguna chica le había calado hondo. Abrí de nuevo su Facebook y empecé a buscar entre los mensajes de su muro alguna mención de esa novia tan especial. Los mensajes de los estudiantes eran particularmente conmovedores: «Gracias por inspirarme a escribir poesía, profe, ¡me has ayudado a creer en mí misma!», había escrito Ali del Macalaster College; «Me ha encantado el libro que me recomendó, señor D. Tenía razón, ¡el romanticismo mola!», decía KickinItKT de Baltimore.

Ni novias ni esposas mencionadas por ninguna parte.

Su situación sentimental seguía descrita como «Es complicado». «Pues claro, cómo iba a haberlo cambiado durante la clase», me reprendí. Entonces reparé en la hora digital que marcaba la pantalla y me percaté de que hacía más de diez minutos que su clase había terminado.

¡Mierda! Cogí mi bolsa y salí presurosa de la biblioteca, crucé el patio casi corriendo y llegué al pabellón Fraser jadeando. Hice una pausa para recobrar el aliento en el pasillo, delante de la antigua aula de Phoenix, y oí voces que procedían del interior. Me asomé y vi la espalda ancha de un hombre de cabello oscuro que estaba un poco hacia la derecha de Flonia Rugova. La joven, que solía ser muy tímida (nunca le había oído decir más de cinco palabras seguidas) estaba charlando efusivamente; tenía las mejillas sonrojadas y movía las manos en el aire como si fueran pájaros cantores recién salidos de una jaula. Intenté escuchar lo que decía, pero no estaba hablando en inglés. Y el profesor Doyle tampoco. Este comentó algo en un idioma que supuse que era albanés y Flonia soltó una risita tonta. En aquel momento la muchacha me vio en la puerta y se tapó la boca. Antes de darse la vuelta, el profesor se inclinó hacia Flonia, apoyó la mano en su hombro y le murmuró unas palabras. Ella asintió, ya más seria, juntó las dos manos e inclinó la cabeza. Yo no sabía ni jota de albanés, pero se veía que le estaba dando las gracias por algo. La muchacha cogió sus libros y se marchó rápidamente, pasando por mi lado como si no estuviera.

¡Caray! Una sola clase y la tímida y seria Flonia Rugova ya estaba loca por él. ¿Qué aspecto tendría ese hombre?

No tuve que esperar mucho para descubrirlo. En cuanto Flonia se marchó, el profesor nuevo se volvió. Mi primera reacción fue «Va, no es para tanto». Sí, tenía la espalda ancha y una boca generosa, pero para mi gusto llevaba el cabello demasiado largo y esas gafas de montura cuadrada que los hombres se ponen para parecer más intelectuales y que le hacían parecerse a Clark Kent. Además, vestía una camisa sin cuello como las que Errol Flynn llevaba en El capitán Blood. Entendía que una joven sin experiencia como Flonia lo encontrase atractivo, pero a mí me pareció un tanto artificial.

Él me sonrió; se le formó un hoyuelo en un lado de la boca y sus ojos castaños destellaron tras las gruesas gafas y se tiñeron de un tono dorado.

—Ah, usted debe de ser la profesora McFay —dijo con un acento irlandés cantarín—. Mis alumnos me han hablado de lo generosa que ha sido con su tiempo.

«¿Mis alumnos?». Estaba claro que había tomado posesión de ellos muy rápido. Vale, era atractivo, pero seguro que era consciente de ello.

—Son un buen grupo —repuse—. Nicky Ballard es…

—Una poetisa excepcional. Sí, ya me he dado cuenta. Por eso me extraña que la señorita Middlefield la instara a escribir sus memorias.

Estaba de acuerdo con él, pero no me gustaba que criticara a Phoenix; porque seguramente en aquel momento la pobrecilla estuviera atada a una camilla en pleno estupor catatónico.

—Phoenix estaba sometida a muchas presiones. Estoy segura de que hacía lo que creía mejor para sus alumnos. Consideraba que era necesario que un escritor fuera capaz de enfrentarse a sus propios demonios.

Doyle sonrió como si hubiera oído algo gracioso.

—¿Así lo llamaba ella? ¿Enfrentarse a sus propios demonios? Pues a mí más bien me parece que se estaba exponiendo a sus demonios; algunos estudiantes me han dicho que el aliento le olía a alcohol y que no les había devuelto ningún trabajo corregido desde septiembre.

—Sí, sí, eso no está bien…

—Es mucho peor: es un crimen. Estos jóvenes estaban dispuestos a desnudar sus almas ante esa mujer, ¿y que consiguieron a cambio? Una profesora borracha que mintió con el fin de alcanzar la fama y la fortuna. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Solo espero poder ganarme su confianza después de algo así.

—Pues parece que con Flonia Rugova lo estaba consiguiendo —espeté, arrepintiéndome al instante del tono empleado. Aquel hombre tenía razón. El comportamiento de Phoenix había sido pésimo, pero de todos modos me fastidiaba que llegara y se atreviera a juzgar a una persona que no conocía después de pasar una hora con sus alumnos.

Liam Doyle ladeó la cabeza y entornó los ojos, mirándome con curiosidad.

—La señorita Rugova me estaba explicando cómo salió su familia de Albania. Dejó a una hermana allá, de la que no recibe noticias desde hace tres años. Así que le estaba ofreciendo un contacto que tengo en Amnistía Internacional para que le ayuden a encontrarla.

—Ah —dije, notando como me sonrojaba—. Eso ha sido… muy amable por su parte. Flonia no ha escrito mucho, pero lo poco que he leído es bonito. Tenga. —Le entregué la pila de trabajos de los alumnos—. Tiene razón. Estos chicos merecen un profesor bastante mejor de lo que Phoenix fue. Se distrajo… Lo que me recuerda que tengo que avisarle que las únicas redacciones que no están aquí son las de Mara Marinka. No las encuentro por ninguna parte. Supongo que Phoenix las perdió.

Esperaba otra diatriba contra Phoenix, pero Doyle se limitó a suspirar.

—No importa —respondió—. Mara me ha dicho hoy que iba a borrarse de esta clase.

—¿En serio? Me sorprende. Ayer hablé con ella y no me dijo nada.

Él se encogió de hombros.

—Creo que estaba decepcionada porque ya no iba a ser el centro de atención. Mucho me temo que un exceso de atención puede ser tan perjudicial como su falta. En todo caso, la señorita Marinka me dijo que aborrecía escribir poesía, y eso es lo tengo pensado hacer en clase durante las dos semanas que quedan de semestre.

—Pero es una pena que no consiga los créditos de esta asignatura después de lo mucho que ha trabajado. He buscado sus memorias por todas partes…

—No me cabe duda… Por cierto, me he enterado de que le estaba alquilando una habitación a la señorita Middlefield. Yo estoy durmiendo justo al otro lado de la calle, en la Dulce Posada Hart… —Hizo una mueca al pronunciar el nombre—. Y está bien para uno o dos días, pero si me quedo más tiempo podría darme un ataque diabético, ya sea por la decoración o por la comida.

—Sí, a Diana le encantan los dulces —asentí—, y tiene debilidad por las figuritas.

—No era mi intención insultar a otra amiga suya, profesora McFay. La señora Hart es una posadera muy gentil, pero las habitaciones son… bueno, un poco femeninas para mi gusto, y la comida demasiado dulce. Lo que quería preguntarle era si se sentiría cómoda con un inquilino varón.

—¿Quiere alquilar la habitación de Phoenix?

—Sí. La decana Book me explicó que tiene una entrada independiente y acceso a la cocina. Me gusta cocinar, ¿sabe? De hecho, hice un curso en el Cordon Bleu cuando vivía en París.

Estuve a punto de preguntar por qué no había incluido ese talento junto con «tocar el laúd» y «hablar albanés» en su Facebook, pero me contuve para no revelar mis investigaciones cibernéticas. Al final, sonreí con pesar.

—Me encantaría ayudarle, señor Doyle, pero Phoenix dejó sus cosas ahí y quiero que sienta que todavía es bienvenida.

—Muy leal por su parte —comentó—. No querría que hiciera nada que la incomodase. Pero si la señorita Middlefield le pide que le envíe sus cosas…

—Entonces usted será el primero de la lista de posibles inquilinos —contesté, segura de que Phoenix no estaba en condiciones de pensar en sus cosas. Y le devolví la sonrisa a Liam Doyle, contenta de que esta vez hubiera encontrado una excusa para no acoger a un compañero indeseado.

No obstante, cuando salí del pabellón Fraser me sentía inquieta. «¿Por qué he sentido esa antipatía inmediata por Liam Doyle?», me pregunté. ¿Acaso estaba celosa del rápido éxito que había tenido con sus alumnos, cuando yo me había pasado todo el fin de semana leyendo sus trabajos y todo el día anterior reuniéndome con ellos uno a uno? ¿O eran sus viajes exóticos y sus actividades filantrópicas lo que envidiaba? ¿O el hecho de que hubiera estudiado en Oxford? Vale, había algo pretencioso en él que me sacaba de quicio. ¿Y esa mierda del laúd? ¡Por Dios! Yo no era la única que lo veía, ¿no?

Me volví y me dirigí de nuevo hacia el pabellón Fraser. Esta vez entré por la puerta trasera para evitar toparme con Doyle. Si ese hombre ocultaba algo, Soheila Lilly se habría dado cuenta. No había ningún estudiante esperando fuera de su despacho, pero oí voces procedentes del interior. Estaba a punto de marcharme cuando escuché que una de esas voces, una voz grave de hombre, decía:

—¿Y has visto la camisa que llevaba? ¡Parecía sacada de un catálogo de J. Peterman!

«Gracias a Dios —pensé—, al menos no soy la única». Llamé a la puerta, que estaba entreabierta, y asomé la cabeza. Soheila, detrás de su escritorio, lucía un bonito jersey de color caramelo y un collar de ámbar largo que combinaba con el color del té que estaba bebiendo. La última persona que me esperaba que estuviera tomando el té con ella era Frank Delmarco, pero ahí estaba, reclinado en una silla tallada con delicados detalles y sosteniendo un vaso humeante de té con especias.

—¿Interrumpo algo? —pregunté.

—No; solo estábamos hablando del sustituto de Phoenix —respondió Soheila, levantándose para servirme un vaso de té del samovar—. ¿Lo has conocido ya?

—Sí —contesté, mientras tomaba asiento junto a Frank—. Parece muy… entregado —aventuré con cautela.

—¡Ja! —resopló Frank, y se inclinó hacia delante tan bruscamente que pensé que la frágil madera de la silla se iba a romper—. Os ha engatusado a todas.

—En absoluto —repuse, molesta porque me metiera en el mismo saco que las jovencitas de su clase—. De hecho, me ha parecido un poco impertinente. Hasta me ha preguntado si podía quedarse con la habitación de Phoenix.

—¡Lo veis! —se jactó Frank—. La cama de esa pobre mujer todavía no está ni fría y él ya está intentando arrebatársela. Espero que le hayas dicho que no.

—Pues claro —asentí. Entonces sonreí con picardía y añadí—: Aunque puede ser que me arrepienta. Me ha dicho que hizo un curso de cocina en el Cordon Bleu.

Frank se reclinó de nuevo en la silla y soltó una carcajada, tal como imaginé que haría.

—Puede que hasta sepa coser. ¡Y podrías haberle pedido que te arreglase las cortinas! ¿Has leído sus poemas?

No estaba segura de si admitirlo, pero Frank no esperó a que respondiera y citó un verso del poema que había leído en la biblioteca en un falsete burlón. Lo cierto es que cuando lo leí me había parecido precioso, pero ahora algo malicioso me hizo reír y preguntar:

—¿De verdad creéis que él cree todas esas tonterías?

Oí un paso detrás de mí.

Soheila se aclaró la garganta y miró por encima de mi cabeza. Eché un vistazo disimuladamente y lo vi: Liam Doyle estaba en el umbral, bloqueando la entrada con su espalda ancha. El sol de media tarde se reflejaba en sus ojos, de manera que no pude descifrar su expresión, pero su voz sonó fría como el hielo:

—Pues la verdad es que sí. —Y antes de que pudiera disculparme, ya se había ido.