Sin Phoenix, la Casa Madreselva se quedó vacía. Yo había expulsado al íncubo y él, por su parte, había echado a mi compañera de casa.
Liz Book, después de explicarme que la sombra con forma de oso que había visto en la pared era una pariente suya, Ursuline, y de prometerme que ya me lo explicaría en otro momento, me dijo que no debía tomármelo a la tremenda. Era obvio que Phoenix ya no estaba bien cuando llegó y que el verdadero punto de inflexión había sido el desenmascaramiento de su autobiografía fraudulenta. No obstante, yo creía que lo que había llevado a Phoenix al límite de la cordura había sido el exorcismo y los subsiguientes descubrimientos. ¿Por qué si no habría hablado de los demonios de tal manera?
—Además, no sabemos con certeza que no fuera él quien condujo a Jen Davis hasta aquí para desenmascarar a Phoenix —señalé—. Al fin y al cabo, desvió el avión de mi novio trescientos kilómetros hacia el oeste y creó una barrera de hielo alrededor del pueblo para que yo no pudiera pasar el día de Acción de Gracias con él.
Sabía que parecía una paranoica, pero después de todo lo ocurrido supuse que era comprensible que me sintiera inquieta. El íncubo no había logrado ganarse mi amor, de manera que había decidido que tendría que quedarme sola.
Pues se iba a enterar. No me importaba vivir sola y tampoco iba a perder la cabeza como Phoenix. Estaba decidida a trabajar duro lo que quedaba de semestre. Me había ofrecido a ocuparme de las clases de Phoenix hasta que la decana Book encontrara un sustituto, y lo más seguro es que eso no sucediera hasta después de las vacaciones de Navidad, así que tenía trabajo de sobra. Lo primero que descubrí de esas clases es que Phoenix no había devuelto ningún trabajo corregido en todo el semestre. Prometí rectificar esa situación enseguida y decidí dedicar el fin de semana a leer las vidas de los treinta y cuatro alumnos.
No había imaginado que aquellos chicos tuvieran tantas cosas que contar, pero me equivocaba. Leí la historia de una chica de África Central que había escapado de su país natal para evitar la mutilación genital. También leí un relato breve y conmovedor de Flonia Rugova, en el que explicaba cómo ella y su madre habían huido de Albania. Pero no todos los estudiantes tenían un fondo exótico. Richie Esposito, del Bronx, había entregado una novela gráfica en la cual unas bandas rivales formadas por ratas, cucarachas y palomas luchaban por el control de la ciudad después de un apocalipsis nuclear.
Leí el trabajo de Nicky Ballard con especial atención, en busca de alguna pista de la maldición de su familia, pero la muchacha no había escrito mucho. De manera que decidí releer aquella otra redacción que había titulado «Fantasmas del pasado», que ya había leído en clase. Debajo de la última línea había escrito: «Este semestre me encantaría hacer poesía».
Al final de la página Phoenix había garabateado: «¡DEBES ENFRENTARTE A TUS FANTASMAS!». Pero yo comprendía a la pobre Nicky. Mi abuela Adelaide había hecho un fetiche de los orígenes de nuestra familia, que se remontaban al Mayflower. Se pasaba la mayor parte del tiempo en los eventos de las Hijas de la Revolución Americana o en su club, un lugar anticuado llamado La Arboleda donde la alta burguesía de la sociedad de Nueva York se reunía para comparar sus árboles genealógicos. Ese lugar siempre me había puesto los pelos de punta; temía utilizar el tenedor equivocado o romper una de las finísimas tazas de té.
Taché el comentario de Phoenix y escribí: «Me encantan las imágenes de tu redacción. ¿Por qué no pruebas con algo de poesía?».
A continuación recuperé la fotocopia que había hecho de la lista de fallecidos en el Gran Choque del 93 de Ulster & Clare. Esa semana había empezado a investigar cada uno de los nombres que aparecían en aquella lista. Por mucho que le dijera a Nicky que dejara atrás a sus fantasmas, mientras no encontrara al «fantasma» que había maldecido a su familia, la joven seguiría atrapada en esa ruina de casa.
La única redacción que no conseguí leer fue la de Mara Marinka. La carpeta lila que contenía su trabajo había desaparecido. Se lo comenté a Liz y ella llamó a la madre de Phoenix para preguntarle si llevaba la carpeta consigo cuando entró en McLean, pero la señora Middlefield nos aseguró que no.
—No deja de pedirnos que le enviemos el trabajo de esa chica, pero ya le he dicho que eso no será posible —dijo.
Busqué la carpeta por toda la casa, o algún fragmento que pudiera encontrar de las redacciones de Mara. Recordaba haberla visto en la biblioteca antes de salir de casa el día que se llevaron a Phoenix. Quizá si había sospechado que alguien intentaba entrar en la casa aquel día (el demonio, más concretamente), puede que la hubiera escondido. Pero por mucho que busqué lo único que encontré fueron las botellas de licor medio vacías que Phoenix había escondido en diferentes rincones.
El lunes siguiente dejé mi cita con Mara para el final; me daba pánico que llegara el momento de decirle que todo lo que había escrito ese semestre se había perdido.
—Phoenix hablaba maravillas de tu talento para la escritura —le dije—. Si imprimieras otra copia, me encantaría leer tu trabajo.
—¿Imprimir? —preguntó Mara, mirándome perpleja con sus ojos del color del té.
—Sí, desde tu ordenador. Si no tienes impresora seguro que puedes enviar el archivo a la imprenta del campus o pasármelo por email, ¿no?
—Pero es que yo no escribo en el ordenador. Escribo con bolígrafo y papel.
—Ah… —Menuda decepción—. Y supongo que no habrás hecho ninguna copia, ¿no?
Mara sacudió la cabeza.
—Nunca creí que fuera necesario. Lo que escribí no era más que… —Levantó los dedos y dibujó unos lazos en el aire. Por un momento me pareció ver unas letras; unos extraños símbolos rúnicos suspendidos en el aire como luciérnagas. Pero cuando parpadeé, las imágenes se desvanecieron—. ¿Cómo lo llamáis? ¿Garabatos?
—Pues a Phoenix no le parecían garabatos —repuse, frotándome los ojos—. Le impresionó mucho lo que escribiste.
Mara sonrió con tristeza.
—Me temo que le impresionó tanto que se la llevaron. Quizá no sea tan buena idea que escriba sobre las cosas horribles que he visto. Puede que ponerlo en palabras lo haga todavía más real y no sea bueno para nadie.
—Pero no te conviene quedarte todo eso dentro. Creo que deberías hablar con alguien. Con la doctora Lilly, por ejemplo.
—Ya he hablado con ella, pero no lo entiende —repuso.
A mí me parecía que Soheila Lilly era el tipo de persona que podría entender la angustia de una exiliada, pero, al igual que la mayoría de jóvenes, Mara no creía que una persona mayor pudiera entender sus experiencias.
—¿Y qué me dices de Flonia Rugova? —le pregunté—. Ella es de Albania, que está cerca de tu país.
Mara bajó la vista, tal como solía hacer cuando alguien hacía alusión a su tierra natal, pero al mirarme de nuevo entornó los ojos con interés.
—Mmm… Quizá tenga razón. Puede que Flonia y yo tengamos muchas cosas en común y estaría bien poder hablar con alguien. Nicolette está muy ocupada con su novio Benjamin. Ya ni siquiera viene a dormir a la residencia… ¡Ups! —Se tapó la boca con la mano—. No debería haber dicho eso. No quiero que Nicolette tenga problemas por mi culpa.
—No te preocupes. No creo que en Fairwick haya toque de queda. Pero entiendo que te sientas sola. Quizá deberías intentar hacer nuevos amigos… y conocer a otros estudiantes.
La joven me dedicó una ancha sonrisa, la más radiante que le había visto nunca. Y una vez más comprobé que tenía una dentadura horrible.
—Sí, eso es lo que haré. Empezaré por hablar con Flonia Rugova. Y en cuanto a la clase de escritura… ¿Le importaría que no entregara nada hasta que decida sobre qué quiero escribir?
—Bueno, supongo que puedes esperar hasta que llegue el sustituto de Phoenix —contesté, un tanto incómoda. No me gustaba la idea de dejar que un estudiante se escabullera del trabajo tan fácilmente, pero lo cierto es que ella había hecho más de lo que le correspondía, y así los otros estudiantes tendrían la oportunidad de leer sus trabajos en clase. Además, era un alivio poder ahorrarme la lectura de todos los horrores vividos por la pobre Mara…
No obstante, mi charla con Mara me dejó bastante inquieta y pasé la noche merodeando por la casa vacía. La sensación de que algo no andaba bien con aquella chica me perseguía, así que quería encontrar la carpeta en caso de que sí que estuviera en la casa. El hecho de que en realidad no quisiera leer su contenido me hizo buscarla todavía con más ímpetu para mitigar mi conciencia. Revisé todos los rincones en que Phoenix hubiera podido esconder aquellos papeles: en los armarios de la cocina y las vitrinas del comedor, detrás de los libros de la biblioteca, entre las pilas de manuscritos de Dahlia LaMotte, en mi propio escritorio (comprobé que el cajón que estaba cerrado con llave seguía cerrado, aunque era obvio que era demasiado pequeño) y mis armarios.
Dejé el desván para el final porque no me gustaba la idea de subir ahí sola. Me daba la sensación de que si el íncubo rondaba por algún lugar de la casa aquel sería el escondite idóneo; debajo del techo inclinado, entre las cajas de té y los muebles rotos. Cuando encendí la luz y la bombilla se fundió, tuve que resistir el impulso de abandonar, pero me obligué a bajar a buscar uno de los farolillos con pilas que Dory Browne me había prestado por si volvía a cortarse la luz. Regresé sosteniendo el farolillo por encima de la cabeza y me dispuse a revisar hasta el último recoveco. Cuando ya casi había peinado todo el espacio y el farolillo iluminaba el ala izquierda del desván, distinguí una sombra que se deslizaba por el suelo.
Casi se me cayó el farolillo, pero enfoqué la luz en la dirección que la sombra había tomado y vi que algo se escurría en el interior de una caja abierta. Con el corazón a mil, me abalancé sobre la caja y cerré la tapa. Fuera lo que fuera lo que había dentro, comenzó a empujar la tapa; aquel frenético ruido retumbaba en mi propio pecho.
«Mierda. ¿Y ahora qué? ¿Cierro la caja con llave y se la llevo a Liz Book?», pensé.
Pero entonces recordé que esas cajas estaban hechas para preservar secas las hojas del té durante los largos viajes oceánicos y que, por tanto, eran herméticas. Si había atrapado a algo con vida ahí dentro, cuando llegara a casa de Liz ya habría muerto.
Eso no debería suponer un problema. Si se trataba del íncubo, no se podía ahogar por falta de aire… ¿no? Y si era un animal que hubiera decidido instalarse en mi desván, entonces era mejor deshacerse de él… ¿no?
Otro golpe hizo traquetear la caja. Aquello, fuera lo que fuese, estaba rabioso. O enfadado.
«Joder, qué mala pata».
Apoyé el farolillo en una silla desvencijada procurando que la luz iluminara la caja. Entonces, me agaché y levanté la tapa de golpe.
Dos ojos negros, pequeños y brillantes, me miraron desde una diminuta cara peluda. Si la criatura se hubiera movido un centímetro yo habría chillado y salido corriendo, pero el ratón se quedó quieto y sentado sobre las patas traseras con las dos patitas de color rosa apoyadas en la mancha blanca que tenía en el pecho, como pidiendo clemencia. Esa postura me resultaba familiar. Examiné su cola y comprobé que en su lugar tenía un muñón.
—¡Eres tú! —exclamé—. El ratón sin cola. ¡No explotaste!
Ladeó la cabeza y movió sus orejitas rosas. Tenía que admitir que era bastante simpático.
—Me alegro de que sobrevivieras. —Me sentí un poco estúpida hablando con un ratón, pero bueno, esos últimos días había hecho cosas más raras—. Lamento que tus amigos no lo consiguieran.
El roedor gimió y se frotó la cara con una patita, como si se limpiara… o se secara una lágrima.
—Oooh, ¿estás llorando? —Metí la mano en la caja, con la palma hacia arriba—. Ven aquí, pequeñín. No te haré daño.
El ratón se quedó observando mi mano. Luego estiró el cuello y me olisqueó los dedos; todavía tenía las ampollas que me había hecho cuando lo cogí durante el exorcismo. «¿Y si me muerde? ¿Los ratones de hierro que cobran vida pueden tener la rabia?». Pero no me mordió, sino que me lamió las ampollas y se subió a mi palma. Una vez encima, dio dos vueltas seguidas y se enroscó como una bola con el muñón debajo de las patas traseras y la nariz rosa apoyada en las patas delanteras, y me miró.
Reí.
—La verdad es que eres una monada. Vamos a buscarte algo de comer.
Lo llamé Ralph, en honor al ratón de La escapada de Ralph de Beverly Cleary, uno de mis libros favoritos cuando era pequeña. «Ralph, el ratoncito de la puerta», me gustaba cómo sonaba. Después de darle un poco de queso, lechuga y zanahoria, me lo llevé de nuevo escaleras arriba en una cesta forrada con un trapo de cocina y lo dejé encima de mi escritorio mientras llamaba a Paul. Ralph se acurrucó y me escuchó con un ojo abierto mientras le explicaba a Paul cómo había ido mi reunión con Mara.
—Me da que está intentando escaquearse del trabajo. No puedes ser tan buena con tus alumnos, Cal. Se aprovecharán de ti.
Ya habíamos tenido esa discusión antes. Paul apenas llevaba un par de años dando clases, pero ya parecía harto de las peticiones emocionales de sus alumnos. En estos tiempos de emails y mensajes de texto, los jóvenes de la «generación de la autoestima» podían ser exigentes y hasta fastidiosos (yo misma había tenido alumnos en Columbia que querían saber por qué no me compraba un iPhone o una Blackberry para así contestar sus correos de inmediato). Pero en realidad solo unos pocos se comportaban como si tuvieran derecho a la atención íntegra del profesor. A pesar de ello, Paul trataba a todos los estudiantes como si fueran una amenaza potencial de su tiempo y de su trabajo. A veces me preguntaba si no sería más feliz trabajando en algo ajeno a la enseñanza.
Cuando le deseé las buenas noches a Paul y colgué, vi que Ralph se había quedado dormido. Dejé su cesta encima del escritorio y me fui a la cama. Supongo que el hecho de que me sintiera mejor con aquel ratoncito durmiendo en mi habitación era un claro indicador de lo sola que me sentía desde la marcha de Phoenix.
Decidí leer alguna de las redacciones de mis alumnos antes de dormir, pero acabé cogiendo uno de los cuadernos de Dahlia LaMotte. No estaba segura de que la literatura erótica fuera lo adecuado en ese momento, pero no me veía con fuerzas para leer ni un trabajo más, y la verdad es que estaba bastante enganchada a El asaltante vikingo. Era el único manuscrito que había leído hasta el momento en el que el sexo con un personaje humano eran tan excitante como el sexo con un íncubo. Acababa de llegar a la parte donde el asaltante vikingo comprende que la chica irlandesa que mantiene prisionera tiene la misma pesadilla todas las noches.
—Estás poseída, muchacha, atormentada todas las noches por el demonio. Te lo veo en los ojos y… —Metió la mano por debajo de mi túnica y me apretó con brusquedad la ingle. Cerré los ojos e intenté imaginar que estaba en otro lugar—. Sí, y tu sexo está hinchado; la doncellez que he estado reservando para tu futuro. Si este demonio la ha roto…
Maldiciendo en su propia lengua deslizó su dedo dentro de mí y noté que me flaqueaban las rodillas. Me mordí el labio para evitar gemir y que él pensara que aquello me complacía. Solo estaba sensible por las visitas de aquello que él llamaba demonio.
—Ah, todavía eres doncella, muchacha. Gracias a Odín. Todavía conseguiré un buen rescate por ti… Pero tenemos un pequeño problema.
Había retirado el dedo de mi interior, aunque ahora me acariciaba las nalgas, estrujándolas con sus grandes y crueles manos. Se apretó contra mí y me empujó hasta que mi espalda alcanzó la repisa de piedra del ventanuco de mi celda, y sentí entonces que su fuerte virilidad me presionaba el vientre. Me subió las caderas encima de la repisa y me empujó contra los barrotes de hierro al tiempo que me separaba los muslos. En ese instante noté que la punta de su virilidad empujaba contra mi sexo, que latía en respuesta a sus frotamientos. Lloriqueé, procurando no gemir, y quise apretar los muslos para no abrazarlo dentro de mí. ¡Carne traidora! Incluso cuando el demonio de mis pesadillas me cabalgaba, no anhelaba que me penetrara del modo en que lo deseaba ahora.
Abrí los ojos y vi que estaba estudiando mi rostro.
—Sí, muchacha, yo también quiero. Quiero penetrarte y llenarte de placer. Quiero meterte mi verga y cabalgarte como ese demonio.
Me acarició la cara y eso pudo conmigo. Le rodeé con los brazos y deslicé las manos hasta sus caderas, duras como el hierro por el esfuerzo que hacía para contenerse. Lo empujé hacia mí, arqueando las caderas para recibir sus embestidas, y sentí que su carne caliente tocaba la mía; su prepucio ardiente raspando mi sexo irritado… Y entonces sentí la bofetada de aire frío cuando retrocedió, con una sonrisa burlona dibujada en sus labios.
—Aún no, muchacha. Debo proteger mi inversión. Pero veamos qué podemos hacer por ti para que no precises nunca más las atenciones de ese demonio…
Se arrodilló y sumergió esa sonrisa burlona y cruel entre mis piernas. Sus labios se encontraron con mis labios íntimos en un beso intenso. Su lengua exploró lo que su virilidad no podía. Me lamió hasta lo más profundo, como un niño que saborea un melocotón maduro… Llegó hasta lo más hondo de mi anhelo oscuro y su lengua chocó contra la presa que reprimía mis deseos más oscuros y profundos, y la rompió, liberando así el flujo dulce y salvaje. Cuando eyaculé en su boca, se incorporó y se limpió la cara con el dorso de la mano.
—Creo que ahora esa pesadilla te dejará en paz. —Y se fue, dejándome tan vacía como la piel de una fruta consumida.
Cerré el cuaderno y apagué la luz. La luna inundó la habitación como si una presa la hubiera estado conteniendo; pero era una luz fría y estéril, y las sombras permanecían rígidas y quietas, tan frías e inmóviles como barrotes de hierro. Me estremecí y me hundí bajo la colcha, sintiéndome tan desechada como la muchacha irlandesa de Dahlia.