Ese fin de semana Paul no logró llegar a Fairwick. Llegó hasta West Thalia y me llamó para decirme que la carretera que conducía a Fairwick estaba bloqueada por árboles caídos. Temiendo que aquello sucediera, me había despertado temprano (después de dormir unas horas sin soñar) y había empezado a caminar hacia la carretera de West Thalia. Cuando llegué a las afueras del pueblo vi algo que parecía un atasco. Había árboles tirados en la autovía que cortaban el paso durante kilómetros. Cuando le pregunté a uno de los operarios que estaban despejando el camino hasta dónde llegaba el estropicio, me dijo que hasta unos quince kilómetros más allá.
—El problema está aquí y en la carretera que sale hacia el sur —me dijo—. Nadie podrá entrar ni salir de Fairwick hasta mediados de la semana que viene.
Me quedé en las afueras del pueblo una hora más, hablando por teléfono con Paul. No podía creer que no hubiera ninguna manera de salvar la corta distancia que nos separaba. Pero Fairwick estaba embutido en un valle entre unas montañas intransitables y empinadas; era como una fortaleza medieval construida para evitar la peste y la llegada de los vikingos. Al fin y al cabo, sus fundadores (hadas y demonios) seguro que recordaban bien ambas amenazas. Y ahora uno de esos demonios había levantado el puente levadizo e inundado los fosos, aislando así al pueblo del resto del mundo. ¿Lo habría hecho a propósito? Al principio pensé que la tormenta y la estela de destrucción que dejó a su paso eran el resultado de su pataleta, pero en aquel momento, observando la ringlera de árboles caídos, me pregunté si el demonio habría hecho todo aquello para impedir que me reuniera con Paul…
¿Habría intentado matarlo haciendo que su avión cayera?
—Si empiezo a caminar ahora mismo, puede que consiga llegar a Fairwick mañana por la mañana —ofreció Paul con gallardía en nuestra última conversación telefónica del día.
Me lo imaginé solo en la carretera de West Thalia en plena noche, con el bosque a ambos lados repleto de criaturas sobrenaturales, entre las que quizá se escondía un íncubo desquiciado y celoso.
—Gracias, Paul, pero han dicho que esta noche las temperaturas continuarán bajando, y no tienes que congelarte para venir a verme.
—Ya, tienes razón. Y no voy muy equipado que digamos. Me olvidé de meter las botas en la maleta, y los zapatos que llevo son bastante finos. Entonces supongo que me iré a Binghamton a visitar a Adam. —Era un amigo de Paul del instituto que estaba haciendo un posgrado en la Universidad de Binghamton—. Además, Rita también va en esa dirección.
—Dale recuerdos a Adam de mi parte —dije. Y a continuación, observando un tronco especialmente destrozado atravesado en el suelo, añadí—: Y conduce con cuidado, ¿vale? El tiempo aquí es… impredecible.
Cuando regresé a casa ya empezaba a anochecer, y estaba helada y agotada. Al entrar me encontré a Phoenix caminando de un lado a otro de la casa como una pantera enjaulada.
—No puedo creer que estemos atrapados aquí —se lamentó cuando le expliqué que las dos carreteras que salían de Fairwick estaban cortadas—. ¿Y si tenemos una emergencia?
—Bueno, en el pueblo hay un hospital y seguro que si hubiera algún caso grave podrían trasladarlo en helicóptero a Cooperstown.
—¿Y si se produjeran muchos incendios y el cuerpo de bomberos no pudiera ocuparse de todos? ¿O hubiera un asesino en serie? ¿O una banda comenzase a saquear las casas o los negocios? Esto es como en aquel libro de Stephen King en el que un pequeño pueblo queda atrapado bajo una cúpula invisible. ¡En el pueblo se arma la de San Quintín!
Era culpa mía que Phoenix hubiera leído ese libro de Stephen King, que yo había devorado un par de semanas atrás. Yo también había pensado en él en el camino de regreso a casa, pero Fairwick no parecía estar siguiendo los pasos del pequeño pueblo de King. La calle Main estaba llena de gente alegre que paseaba en las aceras, ya despejadas y cubiertas de sal, y que se congregaba en las esquinas para compartir anécdotas de supervivencia en la tormenta. En el parque habían instalado un pequeño quiosco con una parada de sidra caliente y dónuts, y los patinadores se deslizaban por el estanque helado. Distinguí a Ike, que patinaba con una mujer que parecía una de las primas de Dory Browne, y a Nicky Ballard, que estaba acurrucada en un banco con un chico vestido con una sudadera del instituto superior que supuse que sería su novio Ben. Las casas por las que pasé mientras caminaba colina arriba, o bien tenían los generadores en marcha o habían colgado farolillos en las ventanas. Mucha gente ya había colocado las decoraciones de Navidad, entre las que había los típicos renos de plástico y Papá Noel inflables, pero también una clase de adornos que no había visto nunca. Entre las ramas de los árboles, repletas de lucecitas, habían colgado campanas, piñas, palomas y ángeles de cristal. Al acercarme comprobé que no estaban hechas de cristal sino de hielo, y atrapados dentro del hielo había diminutos objetos; cosas naturales, como piñas y arándanos rojos, pero también amuletos dorados, juguetes (una muñequita con el cabello rosa y un Power Ranger azul), llaves y unos pergaminos enanos atados con una cinta roja.
—Son ofrendas de hielo —me explicó Brock cuando llegué a casa y lo encontré colgando una paloma de hielo de uno de los arbustos que había cerca de mi puerta. Me mostró el molde de cocina que estaba utilizando para hacer un ángel helado y me explicó que en el pueblo seguían una tradición que consistía en poner objetos diminutos en el interior del hielo como ofrendas para los espíritus del bosque—. En el pueblo donde nací —continuó mientras vertía agua en otros moldes—, se creía que un objeto que se dejara en el hielo durante el invierno ganaba poder. Los humanos dejaban ofrendas para los dioses dentro de estas formas de hielo y estos, a cambio, dejaban regalos en su interior para los humanos a los que amaban. De hecho, así fue como mi padre cortejó a mi madre Freya. Cada año le hacía alguna baratija (unos pendientes, una pulsera, un collar) y lo metía dentro de una paloma de hielo. «Te esperaré todo el tiempo que tarden en fundirse los campos de hielo de Jotunheim», le decía todos los años. El quinto año mi padre le hizo un anillo de compromiso y ella, impaciente, encendió un fuego debajo del árbol del que pendía la paloma de hielo. Cuando esta se derritió, mi madre cogió el anillo y gritó: «¡Jotunheim ya se ha fundido! ¡Ven por mí!». Cuando llegó mi padre el fuego se alzó de golpe y mi madre se quemó el dedo meñique. —Brock me mostró su mano—. Mis hermanos y yo nacimos todos sin la yema de los meñiques; testamento del amor que nuestra madre humana sentía por mi padre. Como era humana, murió hace mucho tiempo, pero… —Brock levantó la vista y me miró; su ternura difuminó la fealdad de su rostro—. La recuerdo como si acabara de salir de la habitación. Es tan fuerte el amor que los humanos poseéis…
Me ruboricé al recordar lo que Dory me había explicado sobre las relaciones entre los seres sobrenaturales y los humanos, pero no cabía la menor duda de que la madre de Brock no había intercambiado sexo por magia y que el padre de Brock debía de haberla amado mucho para que sus hijos la recordaran con tanto cariño. Rebusqué en el bolsillo y encontré la «piedra mágica» que llevaba encima desde el ritual de destierro dos noches atrás.
—Aquí tienes —dije, lanzando la piedra al agua—. Me la regaló mi padre cuando era pequeña. Me dijo que me protegería de las pesadillas. Supongo que será más útil aquí fuera que en mi bolsillo.
Brock echo un vistazo a la piedra agujereada.
—Seguro que sí —afirmó, introduciéndola en un molde—. A veces el solo hecho de regalarla ya le confiere más poder.
Después de que Brock se marchara intenté distraer a Phoenix de sus suposiciones fatalistas. Me la llevé fuera y le mostré las esculturas de hielo que Brock había colgado en los arbustos; además de la paloma, había ciervos y ángeles de hielo, o quizá fueran hadas. No obstante, Phoenix se limitó a estremecerse y se apresuró a entrar para refugiarse de nuevo en un nido de mantas, revistas y periódicos que se había hecho en el sofá de la biblioteca. Y ahí fue donde pasó el resto del fin de semana, bebiendo coñac y leyendo en voz alta las críticas favorables de su libro. Puede que ese fuera su modo de lidiar con las revelaciones sobrenaturales de los últimos días, o quizá su sangre sureña fuera demasiado clara para el frío que hacía. Supuse que el lunes, cuando las clases comenzaran, recuperaría el ánimo.
Pero las clases no empezaron el lunes. Las carreteras estaban despejadas y el puente hacia el sur estaba abierto, pero el autobús que venía de Nueva York pesaba demasiado para cruzar ese puente. De manera que la decana Book pospuso las clases hasta el miércoles.
Aproveché ese tiempo para estudiar la historia de Fairwick en la biblioteca del pueblo, más concretamente la historia de la familia Ballard. Además de lo que Dory me había explicado, descubrí que el socio de Ballard, Hiram Scudder, abandonó el pueblo después de que su mujer se suicidara y se fue al Oeste para rehacer su vida. Leí una descripción gráfica de la colisión, junto con un relato heroico de uno de los trabajadores de las vías, llamado Ernesto Fortino, quien se había arrastrado hasta el interior de uno de los vagones que colgaban del puente. Ese hombre logró que los pasajeros salieran con vida antes de que el vagón cayese al río, pero él murió. Me quedé un rato contemplando la imagen desgarradora de los cadáveres envueltos en sacos, alineados como troncos a un lado de la retorcida vía férrea. Leí los nombres de los fallecidos y luego los de las personas que se arruinaron después de que el ferrocarril y la fundición quebraran. El número de personas que podrían haber querido maldecir a Bertram Ballard era extenso; no me extrañaba que las brujas de Fairwick no hubieran podido identificar al causante de aquella maldición.
Por las noches, ya en la cama, me dediqué a leer un manuscrito de Dahlia LaMotte titulado El asaltante vikingo, en el que un hombre nórdico apuesto y tosco secuestraba a una princesa irlandesa para exigir un rescate por ella. Me llamó la atención un pasaje en particular:
Aquel bruto me desgarró la túnica y empezó a sobarme los pechos. Estaba maniatada, así que lo único que podía hacer era intentar soportar el tacto de sus manos ásperas y crueles mientras me estrujaba los pezones, me apretaba los pechos, me acariciaba la barriga e introducía sus dedos entre mis piernas. Cuando grité, me tapó la boca con la mano… Hundí los dientes en su meñique y le mordí con tanta fuerza que le arranqué la yema del dedo. Chilló de dolor, pero en lugar de golpearme, levantó la mano herida y exclamó: «¡Menudo carácter que tenéis las muchachas irlandesas! Esto me servirá de recuerdo de nuestro noviazgo durante todos los años de nuestro largo matrimonio».
Me preguntaba si Dahlia LaMotte habría estado pensado en Brock cuando escribió aquella escena. Y de ser así, ¿qué había sentido realmente por él?
Cuando no estaba deleitándome con una de las escenas picantes de Dahlia LaMotte, me dedicaba a reorganizar los armarios. Había algo allí dentro y empezaba a sospechar que quizá fueran ratones. Las cajas de zapatos estaban roídas y mis sandalias de cuero plateadas de Christian Louboutin tenían más agujeros que un queso Gruyere. Fui a unos almacenes que había en el pueblo y compré cajas de zapatos de plástico y unas trampas para ratones que nunca tuve el valor de instalar.
Phoenix se dedicó a beber y preparar un álbum con sus recortes de prensa. El miércoles por la mañana, decidida a conseguir que se despertara temprano para que llegase sobria a sus clases de la tarde, preparé una buena cafetera y unas tortitas de plátano, y llevé el desayuno a la biblioteca con una bandeja y el New York Times.
—Mira —dije, blandiendo el periódico—. ¡Esto demuestra que volvemos a estar conectados con el mundo civilizado! ¡Anuncios de Tiffany! ¡Un artículo de Gail Gollins! ¡Y hasta una receta para preparar galletas veganas de chocolate y plátano! Y mira, aquí sale un artículo de esa mujer, Jen Davies…
—¿Sí? —preguntó Phoenix con una vocecita en la que no había rastro de su acento sureño—. ¿Habla de mí?
Me hundí en el sofá, encima de una pila de revistas recortadas, con los ojos clavados en la página.
—Mmm, sí… Creo que sí… —Leí todo el artículo y levanté la vista. Dos grandes ojos inyectados en sangre me miraban desde una cara de cabello enmarañado—. Dice que no naciste en una familia desestructurada en Alabama. Y que tu madre no te abandonó con unos extraños en un cámping cuando tenías trece años… Y que tampoco pasaste dos años en un hospital psiquiátrico. Afirma que tu nombre verdadero es Betsy Ross Middlefield y que creciste en Darien, Connecticut, con tu padre, que es un corredor de seguros, y tu madre, Mary Ellen, que es miembro de la asociación de Hijas de la Revolución Americana y dirige una empresa de interiorismo.
Phoenix sacudió la cabeza mientras arrancaba una pluma que emergía del edredón.
—Mi madre se llama Mary Alice —repuso—, y no Mary Ellen. Se va a cabrear mucho cuando lea esto. —Seguidamente, se escondió entre las mantas y se tapó la cabeza.
Me llevé la bandeja y el periódico de vuelta a la cocina, me senté a la mesa y releí el artículo dos veces más. Después me quedé contemplando el jardín helado con la mirada perdida. Desde que llegué a Fairwick me había llevado muchas sorpresas. Había descubierto que el hombre de mis sueños eróticos era un íncubo de verdad; mi jefa, una bruja; y mi vecina, un hada. Mis compañeros de trabajo también eras brujas, hadas y demonios, y mi alumna predilecta estaba bajo una maldición que le iba a arruinar la vida. Vivía en un pueblo que albergaba dos mundos y, por lo visto, yo tenía un talento oculto para abrir la puerta que los separaba. De manera que no debería haberme desconcertado tanto que Phoenix se hubiera inventado sus memorias (sin duda, no era la primera escritora que lo hacía), pero lo cierto es que me quedé perpleja. Hacía tres meses que vivíamos juntas y, aunque estaba un poco chiflada, le había cogido cariño. Era divertida y generosa y se preocupaba por sus estudiantes… o al menos por uno de ellos. Sabía que era descuidada, boba y vanidosa, pero nunca me había parecido mezquina ni había sospechado que todas aquellas historias locas que me explicaba pudieran ser mentira. Y lo peor era que no había mentido para ocultar una identidad secreta sobrenatural, sino que lo había hecho porque… La verdad es que no tenía ni idea de por qué. Si algún día se levantaba del sofá quizá se lo preguntaría.
Pero en ese momento tenía que irme o de lo contrario llegaría tarde a clase. Regresé a la biblioteca y me senté en el sofá a los pies de Phoenix, apartando una pila de periódicos y la carpeta lila que contenía el trabajo de Mara Marinka.
—Escucha —dije, dirigiéndome a la maraña de pelos que asomaba por debajo del edredón—. Quería decirte que he estado leyendo tus mem… tu libro, y que me parece muy bueno. Quizás hayas nacido para escribir novelas en lugar de tu autobiografía. Y piensa que tarde o temprano toda esta historia pasará al olvido. ¡Piensa en James Frey, por ejemplo! ¡Sigue publicando libros!
—Tendré que devolver el anticipo —gimió una vocecilla entre las mantas—. Y me despedirán.
—No sé lo que pasará con el anticipo, pero si quieres hablaré con la decana Book.
—¿Harías eso por mí? —La afilada nariz y los grandes ojos de Phoenix asomaron por el extremo del edredón. Me recordó al lobo que se escondía en la cama de la abuela en Caperucita roja.
—Claro. La llamaré de camino a clase. ¿Por qué no te levantas, te duchas, desayunas y…? —Recobras la sobriedad, iba a decir, pero no lo hice—. Haz todo lo que tengas que hacer, pero no cojas el teléfono ni respondas a ningún email de los periodistas.
Estuve a punto de decirle que se quedara en casa, pero comprendí que no era necesaria la advertencia. Llevaba días sin salir a la calle. La Casa Madreselva ya contaba con su segunda escritora ermitaña.
Llamé a la decana Book desde el móvil en cuanto salí de casa, y esta contestó enseguida.
—Acabo de leer el artículo —dijo sin preámbulos—. ¿Cómo está Phoenix?
—Está destrozada. Debió de imaginar que esa descarada de Jen Davis sospechaba de ella, porque se ha pasado todo el fin de semana enfurruñada.
La decana calificó a la periodista australiana con un adjetivo bastante más fuerte que «descarada».
—¿Vas a despedir a Phoenix? —pregunté.
—Tengo que hablar con la junta de profesores, pero antes me gustaría oír su versión. ¿Está en tu casa?
Ya había llegado a la entrada del campus, pero me volví antes de cruzar las puertas para observar la Casa Madreselva, ya que desde que Ike había recortado los setos podía verse perfectamente desde allí. Me pareció atisbar que una sombra se movía detrás de la casa, pero no era más que un arbusto meneándose a causa del viento.
—Sí. Y no creo salga.
—Bien, pues dentro de media hora iré a verla. ¿Puedo coger la llave que hay debajo del gnomo si no me abre?
Asentí, sin tomarme la molestia de preguntarle cómo sabía que teníamos una llave escondida, y estaba a punto de colgar cuando me hizo otra pregunta:
—No ha habido más indicios de… él, ¿no?
—No —respondí en tono optimista—. Ni rastro. Rien de rien. Tema zanjado. Elvis ha abandonado el edificio.
La decana Book tardó tanto en responder que pensé que la llamada se había cortado. En cierta manera esperaba que así fuera y que se hubiera perdido mi fingida frivolidad.
—Bien, pues una cosa menos de la que preocuparnos. Qué vaya bien la clase, Callie.
La verdad es que la clase fue bastante bien. Les había encargado a mis alumnos que leyeran una novela de Victoria Holt durante las fiestas, con la sospecha de que un romance de bolsillo sería mejor compañero de viaje que una de las densas novelas del siglo XVIII que habíamos estado leyendo en clase.
—Me ha encantado —comentó entusiasmada Jeanine Marfalla, una estudiante de segundo curso muy guapa que era de las afueras de Boston—. Leí toda la novela en el tren de camino a casa y al llegar me compré otros dos libros de la misma autora en una tienda de segunda mano.
Nicky dijo que su parte favorita era cuando la heroína oye que el héroe murmura palabras cariñosas frente a su puerta cerrada con llave.
—¡Se me puso piel de gallina! —exclamó.
Por lo visto, a Nicky le habían sentado bien las vacaciones. Se la veía descansada y bien alimentada. Mara, en cambio, ni siquiera había venido a clase. Cuando le pregunté a Nicky después de clase dónde estaba Mara, se sonrojó y me dijo que no estaba segura porque ella todavía no había regresado a la residencia; se había pasado las fiestas en el pueblo, con Ben. Intenté disimular los celos que sentí de que ella hubiera podido estar con su novio y yo no.
Comprobé el móvil y vi que tenía un SMS de Liz Book: me preguntaba si podía encargarme del taller de Phoenix. Le contesté que lo haría encantada y le pregunté por ella.
«No está muy fina —escribió—. Cuando acabes la clase, ven directamente a casa».
Cuando entré en el aula del taller de escritura, la primera persona en quien reparé fue Mara, que al verme se mostró avergonzada.
—Siento haberme perdido su clase, profesora McFay. Estos días me he acostumbrado a dormir hasta tarde y esta mañana no me he despertado a tiempo. —Tenía muy mal aspecto; estaba en los huesos y parecía exhausta. Recordé que en la cena de Acción de Gracias la había visto comer con ganas y me pregunté si sería bulímica.
—No te preocupes, Mara. Me puedes compensar explicándome qué deberes os puso Phoenix para las fiestas.
—Pues nunca nos pone deberes. Solo nos dice que sigamos trabajando en nuestras memorias. Para cavar hasta las raíces más amargas, como suele decir.
—Las raíces de la verdad —terció en tono burlón otro estudiante, un chico con piercings y una chaqueta de cuero.
—Allí donde escondemos los trapos sucios —aportó otro.
Era obvio que los alumnos de Phoenix habían memorizado esas frases. Desafortunadamente, todas giraban alrededor de la importancia de decir la verdad. ¿Qué pensarían esos chicos cuando descubrieran que toda la autobiografía de su profesora era falsa?
Pregunté si alguien se ofrecía voluntario para leer en voz alta lo que habían escrito durante las vacaciones. Un par de estudiantes levantaron la mano, pero en cuanto Mara levantó la suya, el resto se apresuró a bajarla. «Caray —pensé—, es como si estuvieran entrenados». Le cedí la palabra a Nicky.
—Bueno, es que yo… En realidad he escrito sobre por qué no me gustan las memorias —dijo con timidez.
—Bueno, pues entonces, léenos eso —repuse, exasperada.
La muchacha se levantó y leyó su redacción, que había titulado «Fantasmas familiares», una evocación vívida de su casa y las personas que vivían en ella.
—A veces creo que sería mejor olvidar el pasado y centrarse en el futuro —concluyó—. Supongo que por esa razón no me siento cómoda con este trabajo. Yo crecí rodeada de fantasmas del pasado, fantasmas en forma de vestidos de seda pudriéndose dentro de armarios polvorientos, y de cadáveres envueltos en sacos a un lado de las vías del tren. ¿No sería mejor dejar que esos fantasmas descansaran en paz?
La última imagen que Nicky describía en su redacción me persiguió durante el camino de regreso a casa. «Cadáveres envueltos en sacos»; eso debía de haberlo sacado de las fotografías del accidente de tren del 93, un accidente que lo más probable es que hubiera sido culpa de la negligencia de su tatarabuelo. ¿Crecer en un pueblo con ese pasado familiar? Uno no tendría que estar realmente maldito para sentirse como tal.
Mis cavilaciones se vieron interrumpidas de golpe por un chillido agudo. Sonaba como si a alguien lo estuvieran descuartizando vivo, y el grito procedía de mi casa. Eché a correr y casi me caigo de bruces, pues la acera todavía estaba resbaladiza. Aminoré el ritmo, con la vista clavada en el suelo para evitar los parches de hielo. Al llegar a casa me detuve en el camino de entrada; me quedé tan helada como los ángeles y palomas que colgaban de los árboles. Phoenix, o mejor dicho Betsy Ross Middlefield, vestida con su albornoz de felpa lila y con el cabello alborotado, se aferraba con ambos brazos a una de las columnas del porche.
—¡No puedo irme! —gritó—. Si me voy, el demonio me encontrará. Lo echamos de la casa, pero ¡hoy lo he visto espiando por la ventana de la cocina! ¡Está esperando que salga fuera para abalanzarse sobre mí!
Una señora de unos sesenta años con el cabello rubio ceniza muy bien cortado y peinado, que vestía un abrigo ceñido de piel de camello, estaba de pie a su lado. Apretaba los labios y apoyaba una mano en la espalda de Phoenix.
—Venga, vamos, Betsy —oí que decía—. En McLean no hay demonios. Te acuerdas del doctor Cavett, ¿verdad?
Miré al hombre al que se refería. Estaba en el porche junto con la decana Book. Era un hombre bajo y con entradas, vestido con una americana a cuadros y un jersey de cuello alto de color ladrillo. Parecía aterrorizado por las mujeres que tenía alrededor, sobre todo la decana Book, que se movía inquieta en su pesado abrigo de piel. Cuando Liz me vio, se acercó y vi que la luz del sol se deslizaba por su abrigo de piel. Por un momento me pareció que la piel se movía sola, como si una criatura enorme y peluda tuviera en sus garras a la decana. Parpadeé y la ilusión se esfumó… si es que había sido una ilusión.
—Ay, Callie, me alegro de que estés aquí. Le he estado explicando al doctor Cavett que algunas de las historias que Phoenix cuenta de demonios e íncubos deben de proceder de tu investigación.
—Se llama Betsy, no Phoenix —insistió la mujer del abrigo de piel de camello—. Le pusimos el nombre de su abuela, que era descendiente de Betsy Ross, y ese nombre no tiene nada de malo.
—Lo odio, mamá —protestó Phoenix; aún no lograba acostumbrarme a su verdadero nombre—. Te lo he dicho miles de veces. Odio llamarme igual que la loca de la abuela y odio McLean. Soy escritora, ¡una artista! Y tengo una idea para un libro nuevo, será acerca de lo que he vivido aquí, en Fairwick, pero necesito quedarme en la Casa Madreselva para escribirlo.
—Pero ¿no decías que había un demonio aquí fuera esperando para abalanzarse sobre ti?
Los ojos inyectados en sangre de Phoenix saltaron de su madre a mí. Si me pedía que corroborase su historia, ¿qué debía hacer? No quería cargar en mi conciencia la responsabilidad de que la encerrasen en un manicomio, pero tampoco quería que me llevaran a uno a mí. De todos modos, Phoenix no me pidió que atestiguase que últimamente un demonio había merodeado por la casa.
—Ay, Callie, te has ocupado de mi clase, ¿verdad? ¿Has visto a Mara? ¿Te ha preguntado por mí? ¿Te ha entregado algún fragmento más de sus memorias para que yo lo lea? —Y volviéndose hacia su madre dijo—: ¿Lo ves? No puedo irme de aquí. Mara Marinka depende de mí.
La decana Book me miraba nerviosa. Supuse que estaba pensando lo mismo que yo: que la obsesión de Phoenix por Mara no era más sana que su fijación con el demonio.
—Todos tus alumnos han preguntado por ti —mentí—. Y Nicky Ballard ha leído…
Phoenix sacudió los brazos en señal de desinterés.
—¡La que importa es Mara! —chilló—. Mara debe aprender a decir la verdad. No puedo dejar que piense que he mentido. Tengo que explicárselo.
La decana suspiró.
—Quizá sea mejor que se lo expliques todo a tus alumnos después de descansar un poco. —Se volvió hacia la madre de Phoenix y el doctor y añadió—: No puedo permitir que altere a los estudiantes en este estado. —Miró a Phoenix de nuevo—. Pero en cuanto vuelvas a ser tú misma, podremos considerar tu regreso a la universidad, ¿vale?
Aquella fue una elección de palabras muy desafortunada.
—¡Yo ya soy yo misma! ¿Quién iba a ser si no? —gritó Phoenix, abalanzándose sobre la decana.
Creo que solo pretendía encomendarse a la merced de la decana, pero se tiró con tanta fuerza que la empujó hacia atrás. Liz se tambaleó unos instantes, sacudiendo los brazos para no perder el equilibrio. Corrí en su ayuda mientras el doctor y la señora Middlefield intentaban refrenar a Phoenix. Ellos estaban entre Liz y Phoenix, de espaldas a la decana, así que no vieron lo que sucedió después. No vieron la sombra que Liz proyectó en la pared: una criatura gigantesca, parecida a un oso, con garras y una enorme boca abierta que dejaba al descubierto sus dientes. Pero yo sí que lo vi, y Phoenix también. Esta comenzó a chillar de nuevo; lo cierto es que parecía tan enloquecida que no pude culpar al doctor Cavett por administrarle una inyección de tranquilizante. Cuando los gritos de Phoenix se calmaron para dar paso a unos lloriqueos suaves, estuve a punto de pedirle que me proporcionara una dosis de tranquilizante a mí también.