18

Dory y yo fuimos a una docena de casas más; algunas habitadas y otras no. La mayoría de gente que visitamos estaba bien preparada para el apagón y no le hacía falta ayuda, y casi todos se ofrecieron a echar una mano si alguien los necesitaba. El ingenio y la generosidad de los vecinos me hubieran animado si no hubiera estado tan preocupada por Nicky Ballard. Y tenía ganas de ver a Paul. Había intentado llamarle varias veces con el móvil, pero siempre me saltaba el contestador. Puede que estuviera ocupado llamando a las líneas aéreas o a las empresas de alquiler de coches para hallar el modo de llegar a Fairwick.

Estuve preocupada y melancólica hasta que por la tarde regresamos a casa y descubrí cómo había cambiado durante nuestra ausencia. Brock e Ike Olsen estaban fuera colgando algunas luces eléctricas entre los arbustos. En cuanto nos vieron llegar, Brock las encendió. Las diminutas luces blancas que destellaban entre las ramas congeladas quedaban preciosas. Le di un abrazo, que hizo ruborizar a Brock, y los invité a él y su hermano a quedarse a cenar. Aceptó tras una rápida conversación con su hermano en un idioma que parecía nórdico antiguo. Cuando abrí la puerta de casa fui recibida con los aromas del pavo asado y la tarta de calabaza, los sonidos del fuego y la música clásica. La huésped de Diana venida de la ciudad, Jen Davis, estaba en el salón echándole leña al fuego mientras charlaba con Nicky y Mara. Nicky me sonrió tímidamente. Supuse que estaba avergonzada de que hubiera ido a su casa y conocido a su familia, pero a la luz del fuego se la veía saludable y joven. De ninguna manera iba a permitir que sucumbiera a una estúpida maldición.

Le di un apretón en el hombro y acepté la copa de ponche que me ofrecía.

—Este tiene alcohol —dijo—. Pero Mara y yo nos hemos servido zumo de arándanos.

Mara levantó su copa y sonrió con educación.

—Nicky y Jen me estaban explicando que aquí en vuestro país los jóvenes no pueden consumir bebidas alcohólicas hasta que cumplen los veintiuno. Me parece extraño que puedan votar, conducir y hasta luchar en vuestras guerras, pero no se les permita tomarse una cerveza o una copa de vino.

—Sí, tienes razón, este es un país extraño —comentó Jen, bebiendo un trago generoso de su ponche con alcohol—. ¿Y de dónde has dicho que eras?

Dejé que Jen ejerciera sus habilidades periodísticas con Mara y fui a la cocina. Phoenix y Diana estaban rociando el pavo con su jugo mientras Liz Book, vestida con un delantal blanco de volantes y su collar de perlas al estilo Donna Reed, preparaba una bandeja de boniatos; y Casper Van der Aart y un hombre esbelto de piel oscura y cabello gris, llamado Oliver, colocaban en una bandeja trocitos de apio y de otras verduras crudas untadas con queso crema.

—¡Me alegra que hayas vuelto! —exclamó Phoenix al verme—. ¿Te importaría poner la mesa? Según el último recuento, seremos doce… Ah, y ha llamado tu novio. Dice que no puede coger ningún avión desde Buffalo y que ya no quedan coches de alquiler disponibles. Así que pasará la noche allá y mañana volverá a intentar alquilar un coche.

—¡Jo, pues al pobre le tocará cenar en un hotel! —me lamenté.

—No te preocupes; no se le notaba demasiado disgustado —intervino Liz—. Phoenix ha hablado con él con el manos libres, así que todos pudimos oírlo, y parecía estar en una fiesta. Ha dicho que todos los pasajeros que no habían podido llegar a sus destinos iban a celebrar Acción de Gracias juntos. Imagino que una experiencia tan fuerte como la suya les ha unido.

—Sí, eso es bueno, supongo… Pero me encantaría que estuviera aquí. Me hacía ilusión que os conociera. —Eché un vistazo alrededor (una bruja, una maníaca depresiva, un espíritu del viento de Mesopotamia, un hada y un gnomo) y pensé que también estaba bien que yo tuviera un día más para adaptarme a mis nuevos amigos.

Durante las siguientes horas estuve tan ocupada que no tuve tiempo de preocuparme por Paul. Con la ayuda de Mara y Nicky puse la mesa, sumando a Brock e Ike al recuento de Phoenix y preguntándome quién sería el invitado adicional. Después, corrí escaleras arriba para ducharme y cambiarme de ropa. Fue un alivio ver que alguien había ordenado mi habitación y tapado la marca del cabezal de la cama con un chal. Los únicos rastros de la debacle de la noche anterior eran los tablones que cubrían la ventana y una gota de hierro fundido en el suelo. Mientras intentaba decidir qué ponerme (un jersey informal y pantalones de pana o una elegante minifalda de terciopelo y una camisola de raso) me pareció oír que algo se movía entre mis cajas de zapatos. Pero era muy poco probable que el íncubo se hubiera instalado entre los mocasines, los zapatos de salón y las botas.

Al final opté por la falda de terciopelo con un jersey de cachemir verde esmeralda que hacía destacar mis ojos verdes y mi cabello pelirrojo. Y bajé justo a tiempo para abrirle la puerta a Frank Delmarco. Traía una caja de cervezas y les estaba preguntando a Brock y a Ike si había algún televisor en la casa para ver el partido. Los tres hombres me siguieron hasta la cocina, y estaban justo detrás de mí cuando abrí la puerta y vi que el equipo de cocineros sobrenaturales estaba realizando unas maniobras bastante sorprendentes. Casper Van der Aart había hecho levitar el pavo y lo hacía rotar en el aire a la vez que lo aderezaba. Liz Book estaba caramelizando los boniatos con una llama que le salía de la yema del dedo, y Diana estaba convenciendo a una bolsa de patatas para que se pelasen solas a la orden de Nudate unmicelettes. En cuanto vieron a Frank dejaron de hacer todo eso. El pavo salpicó grasa por todos los fogones y dos patatas cayeron rodando al suelo. Así fue como descubrí que Frank Delmarco no formaba parte de aquel grupo de seres sobrenaturales. (Pero el novio de Casper, Oliver, sí; lo había visto cogiendo las pieles de las patatas al vuelo para tirarlas a la papelera).

Acompañé a Frank, Brock e Ike a la biblioteca, y luego, después de ver que Phoenix le añadía más vodka al ponche, la engatusé para que se fuera al salón con la promesa de presentarle a una verdadera reportera del New York Times. Justo después de que resolviera esas sutilezas sociales, sonó el timbre de la puerta. El recuento de Phoenix incluía un invitado más de los que yo tenía constancia, pero no me había dicho quién era. «Por favor, Dios, que sea humano», rogué. Ya había suficientes seres sobrenaturales en la casa.

Pero no tuve suerte.

Supe al instante que aquella criatura nunca había sido humana. Debía de haber estado escondiendo su naturaleza hasta ese momento para que no me diera cuenta, pero en aquel instante, con el sol cayendo por detrás de ella y formando un aura resplandeciente que la silueteaba (no me cupo duda de que había calculado la hora de llegada a propósito para conseguir ese efecto), parecía justo lo que sin duda era.

—Buenas noches, profesora Eldritch. ¿O debería dirigirme a usted como su majestad, la Reina de las Hadas?

—Hemos prescindido de las formalidades desde que abandonamos el Reino —contestó Fiona, mirando con ojos penetrantes mi jersey verde. Ella llevaba un abrigo verde y me pregunté si habría algún protocolo de las hadas que estableciera que solo la Reina Hada podía vestir ese color. Mala suerte; me sentaba bien el verde—. Espero que no te importe que me haya autoinvitado. Me he enterado de lo que pasó anoche y quería hablar contigo de mi íncubo.

—¿Su íncubo? Quiere decir… —Cómo podía ser que tampoco me hubiera percatado de eso antes. Fiona era idéntica a la Reina de las Hadas que aparecía en el tríptico, la que cabalgaba junto a Ganconer en el caballo blanco—. ¿Es cierto? ¿Usted lo secuestró y lo convirtió en un… demonio?

Fiona se rio, emitiendo un sonido tan agudo que los carámbanos que colgaban del techo del porche se rasgaron.

—¿Secuestrarlo? Yo no lo diría así. Primero, porque él no era ningún niño. Y segundo, porque decidió venir por voluntad propia. En cuanto a lo que sucedió después… Pues me temo que eso es lo suele sucederles a las personas que pasan demasiado tiempo con seres sobrenaturales. Tendemos a sacar lo mejor y lo peor de nuestros consortes humanos. De manera que quizá quieras pensar en ello si tienes planeado pasar tiempo en nuestra compañía, especialmente en compañía de uno tan volátil como mi Ganconer. Eso es lo que quería decirte.

Me sonrió y oí esos cascabeles de nuevo. De pronto olvidé que un instante antes estaba enfadada; olvidé quién era y qué día era. Solo quería quedarme allí contemplando a la profesora Fiona Eldritch, cómo su cabello claro parecía rodeado de fuego a la luz del atardecer y cómo sus ojos verdes destellaban como bolitas de hielo en una grieta glacial profunda; una grieta en la que uno podía caerse y pasar la eternidad soñando…

—Callie, ¡está entrando mucha corriente de aire! —chilló Phoenix, empujándome a un lado para ver quién era.

—Ah, profesora Eldritch. Ya veo que ha encontrado la casa. Pase y deje que le guarde el abrigo… Anda, ya veo que ha traído champán. ¡Perfecto!

Dejé que Phoenix acompañara a Fiona Eldritch al salón, como si fuera su casa y no la mía. Me sentía como si hubiera inhalado algún narcótico potente… y necesitaba más, por favor. Si ese era el efecto de pasar dos minutos con ella, ¿cuáles podrían ser las consecuencias de pasar años a su lado? ¿Qué efecto podría tener en mí la compañía de las hadas? ¿Sería bueno o malo?

Enseguida quedó claro que Fiona estaba decidida a sacar lo mejor de todos mis invitados, tanto humanos como no humanos. Le dijo a Jen Davis que había leído un artículo suyo en Vogue y alabó los pendientes de Phoenix. A Nicky y Mara les informó de que ambas habían sacado buenas notas en los parciales. Le pidió a Casper que nos deleitara con una de sus «lúcidas» explicaciones acerca del término químico «fuerza de dispersión de London», y felicitó a Oliver por la decoración del escaparate de su tienda de antigüedades. Incluso el grosero de Frank se enorgulleció cuando Fiona le entregó la botella de champán para que la abriera, y él, Brock e Ike se disputaron el sitio a su lado cuando nos sentamos a cenar.

Era el centro de atención y resultaba natural que se sentara a la cabecera de la mesa, pero objetó y me cedió a mí en el sitio de honor. Después de que nos hubiéramos servido el champán, Fiona se levantó y alzó su copa hacia mí. Un silencio expectante reinó en la mesa.

—Por nuestra atenta anfitriona, Cailleach McFay —comenzó—. Fairwick cuenta con una larga tradición a la hora de ofrecer refugio a los perseguidos y los exhaustos… —Sus ojos verdes recorrieron toda la mesa, demorándose unos instantes en cada uno de los invitados. Cuando los miraba, sus ojos rebosaban felicidad y brillaban, como si hubiera vertido una gota de champán directamente en sus almas. Oí el sonido lejano de los cascabeles y sentí el mismo júbilo extraño que antes en la puerta—. Nos ha abierto las puertas de su casa y eso demuestra que Cailleach McFay es totalmente digna de vivir en Fairwick. Esperemos que este se convierta en su hogar. Slainte!

Slainte! Un murmullo de aprobación se alzó por encima del sonido de los cascabeles y me di cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Agaché la cabeza para esconder la emoción. ¿Cuándo había sido la última vez que había sentido que tenía un hogar? Apenas recordaba los pisos en que había vivido con mis padres antes de que murieran. Los arqueólogos siempre saltaban de excavación en excavación o de universidad en universidad. Cuando murieron, tuve suerte de que mi abuela me cobijase, pero a pesar de que ella se esforzó, en su casa nunca me sentí bien. En cambio, el tiempo que pasé viviendo en las residencias de estudiantes y en los diminutos apartamentos durante los años de universidad y posgrado me pareció lo más natural. El «hogar» que Paul y yo planeábamos compartir un día era un espejismo escurridizo.

¿Y qué pasaba con Paul? Un hogar no tenía por qué estar hecho de mortero y madera. Conocía a parejas, como mis padres, que habían encontrado su hogar el uno en el otro. Y cuando conocí a Paul pensé que tendríamos lo que mis padres habían tenido, pero ellos siempre se las arreglaron para permanecer juntos, mientras que Paul y yo no conseguíamos ni pasar la cena de Acción de Gracias en la misma casa.

Levanté la vista y me topé con los ojos de Liz Book. Recordé que ella, Soheila y Diana habían arriesgado su propia seguridad para protegerme del íncubo la noche anterior. No cabía duda de que Diana había arriesgado su mismísima vida. Y Brock llevaba meses intentando protegerme con sus cerraduras de hierro, los atrapapesadillas y los topes en forma de ratón. Miré entonces a Nicky Ballard, que sostenía una copa de zumo de arándanos a la que habían añadido unas gotas de champán. ¿En qué debía pensar ella cuando oía la palabra «hogar»? Le había asegurado a su abuela que la cuidaría y me había prometido a mí misma que anularía la maldición que caía sobre ella. ¿Acaso había mayor vínculo que una obligación? Solo llevaba en Fairwick unos pocos meses y ya me sentía más en casa que en ningún otro sitio.

Levanté mi copa y brindé con Fiona. El cristal repicó con nitidez, seguido por el repique de todas las copas cuando los invitados (mis nuevos amigos y compañeros de trabajo) brindaron entre ellos. Sonó como si campanas de cristal repicasen en una sala enorme; casi podía ver la sala, una catedral abovedada decorada con ramas de árboles y una vidriera luminosa. Ese sonido hizo desaparecer toda la tristeza y añoranza que había estado sintiendo y la transformó en algo diferente.

—Por mis nuevos amigos —dije, alzando mi copa delante de todos los reunidos—, y por los que no están aquí —añadí, pensando en Paul.

—¡Bien dicho! —aprobó alguien, y los demás asintieron.

Entonces se produjo un silencio mientras todos bebíamos un sorbo. Decenas de burbujas heladas explotaron en mi boca. Estaba tan seco que me dio la sensación de estar bebiendo el aire puro de las montañas. Pero el regusto, una combinación sutil y extraña de roble, manzana y madreselva, me demostró que el líquido me había bajado por la garganta.

—Mmm —suspiró Phoenix, con una mano apoyada en el pecho de manera teatral—. Sabe igual que la primera copa que tomé en mi vida, que fue un cóctel de champán en el Plaza una calurosa noche de verano.

—Pues lo primero que bebí yo —comentó Oliver mientras me pasaba una bandeja de boniatos— fue un Tequila Sunrise en Studio 54. Pensé que me había muerto e ido al cielo.

—La mía fue un Martini con vodka en el Lotus Club —explicó la decana Book sonrojada, sirviéndose un poco de puré de patata.

Mientras nos pasábamos las bandejas de comida, todos explicamos las historias de esas primeras copas, aunque Mara y Nicky se abstuvieron con recato. El comedor se llenó del aroma del pavo y los boniatos y del tintineo de la porcelana y los cubiertos de plata. La comida estaba deliciosa; el pavo, muy tierno, y los boniatos glaseados con una delicada capa caramelizada de azúcar moreno. En el relleno había castañas asadas y entre los guisantes unas diminutas cebollitas traslúcidas. La conversación pasó de las primeras copas a los primeros besos y las primeras películas. Al principio, los más mayores (y menos humanos) de la mesa explicaron sus recuerdos con cierta imprecisión, o al menos los limitaron al siglo pasado. Pero a medida que fuimos bebiendo más (a pesar de que Fiona solo había traído una botella, el champán no parecía acabarse nunca), las hadas y las otras criaturas sobrenaturales empezaron a explicar historias de las fiestas que se organizaban en la barcaza de Cleopatra y en la corte del rey Arturo. Aquellos que desconocían el secreto de Fairwick no parecieron sorprenderse con esas historias increíbles. Jen Davis estaba más interesada en conocer los detalles de la infancia de Phoenix que en el relato de Casper Van der Aart acerca de su aventura en un buque mercante de camino a las Antillas. Nicky Ballard posiblemente pensara que Dory Browne estaba describiendo el argumento de una novela histórica que estaba escribiendo, y Frank Delmarco hablaba de deporte con Brock e Ike. La única que se quedó callada con los ojos abiertos como platos fue Mara Marinka. Quizás el escaso champán que había bebido había bastado para embelesarla como al resto de nosotros, o quizá solo desconfiaba de su conocimiento del idioma.

Me preguntaba cómo se habría sentido Paul en aquella mesa. No me lo imaginaba dejándose llevar por ningún hechizo ni reprimiendo ni un ápice de incredulidad. ¿Qué me diría si intentase explicarle lo que había sucedido la noche anterior? ¿Pensaría que me había vuelto loca? Quizá fuera mejor que no hubiera podido venir. Me sentí culpable por pensar así, pero Fiona enseguida me llenó la copa y me olvidé de todo salvo del momento presente.

Después de cenar pasamos al salón, frotándonos las barrigas llenas. Aunque la verdad es que, a pesar de todo lo que había comido y bebido, no me sentía empachada en absoluto. Me sentía satisfecha. Brock avivó el fuego y Casper abrió una botella de coñac muy añejo. Lo bebimos con la tarta de calabaza y jugamos al Trivial Pursuit. Frank Delmarco ganó dos veces, lo que fue digno de admiración teniendo en cuenta que estaba jugando contra un gnomo y dos antiguas divinidades nórdicas.

Después de la tercera partida, Nicky y Mara se despidieron y se marcharon con un montón de sobras que Dory les había envasado, y Phoenix se llevó a Jen a la biblioteca para enseñarle sus recortes de prensa. De pronto me percaté de que Fiona, Soheila, Diana y Liz estaban en la cocina. «Estarán lavando los platos», pensé. Me sentí culpable, así que cogí los platos de postre y me dirigí a la cocina. Tuve que detenerme un instante frente a la puerta para recoger un tenedor caído en el suelo y, sin darme cuenta, mi oído quedó justo a la altura del ojo de la cerradura.

—¿Estáis seguras de que se ha ido? —oí que preguntaba Fiona.

—Bueno, Diana y yo conjuramos el hechizo de destierro mientras Soheila recitaba los…

El ruido de los platos no me dejó oír las siguientes palabras. Después, Fiona preguntó algo más en voz baja y Soheila respondió:

—Estaba a punto de encarnarse. Nunca había visto a un íncubo ganar cuerpo tan rápidamente. Debe de sentirse muy atraído por ella…

—Esto no tiene nada que ver con ella —espetó Fiona. Sus encantadores modales se habían esfumado. Incluso con una puerta entre nosotras, sentí la frialdad que desprendía. Hasta Liz Book, que había logrado mantener la calma frente al berrinche de un demonio, parecía intimidada.

—Claro que no, mi reina. Temíamos que intentara hallar el modo de entrar de nuevo a través de otra persona que viviera en esta casa. Ella no es más que un conducto, pero quizás uno muy poderoso. El primer día que llegó a Fairwick abrió la puerta y hoy he visto cómo salvaba y liberaba a un sátiro.

—Es una guardiana. Perfecto —repuso Fiona con desdén—. Puede sernos útil, especialmente después de lo que le sucedió a la última. Pero vigilad a quién deja entrar. Sabéis tan bien como yo que hay cosas merodeando en el umbral que hacen que mi íncubo parezca un cachorrillo.

Me incorporé, ya cansada de escuchar a hurtadillas en mi propia casa. Hice repiquetear los platos que llevaba en la mano en señal de aviso y abrí la puerta con el hombro. Cuando entré ya estaban charlando de la receta de Diana para la tarta de nueces, como si estuvieran en un programa de cocina.

A las ocho ya se habían marchado todos los invitados, excepto Jen Davis, que estaba en la biblioteca bebiendo el coñac de Casper y escuchando con los ojos como platos las aventuras de la infancia de Phoenix en el sureste del país.

Me despedí y me fui a mi habitación para llamar a Paul. Estaba en el bar del hotel comiendo alitas picantes con Stacy, Mack y Rita, sus tres nuevos amigos «supervivientes».

—Stacy y Mack van a Ithaca y Rita a Binghamton, así que mañana compartiremos un coche. Creo que llegaré hacia la una.

—Estupendo —dije—. Hoy te he echado mucho de menos. He estado pensando… y tenemos que hallar el modo de pasar más tiempo juntos. Podría ir a pasar las vacaciones de Navidad a California…

—Creí que te hacía ilusión pasarlas en tu casa nueva —repuso.

—Eso no importa. —Agarré el teléfono con fuerza para reunir el valor de decirle lo que quería—. Lo que importa es que las pasemos juntos. Quiero que tú seas mi hogar, Paul, y que yo sea el tuyo. Si no podemos ofrecernos eso… entonces, ¿qué estamos haciendo? —Contuve las lágrimas, dando espacio a una pausa lo suficientemente larga para que Paul pudiera reconfortarme, pero se quedó callado. Quizá tampoco tenía respuesta para mi pregunta—. Porque sea lo que sea lo que estamos haciendo, no estoy segura de poder seguir así. —Me mordí el labio y me obligué a callar para darle la oportunidad de contestar. Esperé y esperé. Entonces eché un vistazo al teléfono y vi que la llamada se había cortado. No tenía manera de saber desde hacía cuánto tiempo.

Quince minutos después, cuando estaba en la bañera, Paul me envió un mensaje: «Te perdí! Hasta mañana».

Le contesté con un corazón y mi inicial, pero estaba empezando a cuestionarme si en realidad no nos habríamos perdido ya el uno al otro.