En el camino de regreso a casa se me ocurrió algo.
—Decana Book…
—Llámame Liz, por favor… ¡Después de todo lo que hemos pasado!
—Está bien… Liz. —No me iba a resultar fácil acostumbrarme a llamarla así—. He visto muchos rostros en ese claro del bosque, pero no lo he visto a él. Al íncubo, quiero decir.
—Sí, yo tampoco. Puede que haya regresado al Reino de las Hadas o…
—¿O que siga por aquí?
Eliz… Liz suspiró.
—Lleva más de cien años merodeando por este bosque. Seguro que sabe dónde esconderse. Pero yo no me preocuparía mucho por él. Después de lo que sucedió anoche, es bastante improbable que intenté entrar de nuevo en tu casa… A no ser que tú le invites, claro —añadió, clavándome una mirada inquisitiva.
—Yo nunca haría algo así. Ya he aprendido la lección.
—Eso creo. —Me dio unas palmaditas en el hombro—. Eres una chica lista.
Al entrar en casa nos encontramos con una cocina rebosante de actividad. Diana se estaba comiendo un bol de avena en la mesa de la cocina. Se la veía pálida pero animada. Dory Browne, vestida con pantalones de esquiar, botas ribeteadas de pelo y un jersey estampado con dibujos de pavos y hojas, estaba lavando los platos en la pica, y Casper Van der Aart estaba rellenando el pavo mientras escuchaba la versión, más bien exagerada, de Phoenix de lo que había sucedido la noche anterior. No pensaba que fuera posible adornar la historia, pero Phoenix había añadido algunas apariciones fantasmales que me recordaron a los personajes del libro de Dickens Canción de Navidad. Excepto por el brillo febril de sus ojos, no tenía mal aspecto a pesar de su encontronazo con lo sobrenatural. Incluso parecía ilusionada con aquella cena de Acción de Gracias.
—Al fin y al cabo tenemos un montón de comida, una cocina de gas que funciona y electricidad. No todo el mundo puede decir lo mismo. Francamente, creo que deberíamos invitar a más gente; a todos aquellos que se hayan quedado sin luz.
Dory y Diana se miraron, y esta última asintió.
—No es mala idea. Hay personas que tienen cocinas eléctricas y que no podrán preparar la cena.
—Y tendríamos que ir casa por casa para comprobar que todos están bien —añadió Dory—. Así podremos invitar a todos los que no puedan cocinar en sus casas.
—Eso debería decidirlo Callie, ¿no? —intervino Liz—. Es su casa y quizá no quiera que se le llene de extraños.
Eché un vistazo alrededor: una bruja, un demonio, un hada, un… ¿Qué era Casper? De pronto me percaté de que se parecía mucho a los gnomos de cerámica con que la gente del pueblo decoraba sus jardines. Y la persona más normal que había en la cocina era una escritora alcohólica y bipolar. Lo cierto es que la situación no podía ser más extraña.
—Por supuesto —dije—. Cuantos más seamos, mejor.
Mientras Diana, Phoenix y Casper empezaban a cocinar, Dory Browne me reclutó para que la acompañara casa por casa.
—Será una buena manera de conocer a tus vecinos —afirmó, poniéndose unas orejeras peludas con las que parecía un koala. Ya había hablado por el móvil con sus primos Dulcie y Davey para repartirse las visitas por calles.
—No cabe duda de que tu familia es muy generosa con su tiempo… —empecé, pero Dory agitó las manos en gesto de protesta; sus ojos azules destellaban.
—Es nuestro trabajo, ¿sabes? Nosotros, los brownies, aceptamos convertirnos en los cuidadores del pueblo a cambio de asilo, hace ya dos siglos.
—¿Los brownies? —repetí, preguntándome si se podría referir a los grupos de niñas exploradoras que se entrenaban para convertirse en Girl Scouts.
—Sí, mi gente vino de Gales, donde nos llamaban bwca… ¡Cielos! —Se paró en seco al ver mi expresión de asombro—. Diana me dijo que ya te lo habían explicado todo, así que pensaba que podía decírtelo. ¿No sabías que era una brownie? —preguntó, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
—No, no tenía ni idea, y la verdad es que tampoco estoy segura de lo que significa. Bueno, aunque sí que he oído hablar de ellos… Mis padres me contaron algunos cuentos en los se mencionaba a unos brownies y me dijeron que eran unos duendecillos del hogar que ayudaban con las tareas de la casa y el campo.
—Y eso es cierto. Nos gustan los hogares limpios y ordenados, y siempre ayudamos a los propietarios abnegados, pero nunca a los holgazanes.
—Mi padre solía dejar un bol de crema o un trozo de pastel para los brownies de casa —le expliqué—. Para mí era como dejarle galletitas y leche a Papá Noel.
—Y hacía muy bien —afirmó Dory, sonriendo y moviendo la cabeza efusivamente—. Siempre se agradece un buen trozo de tarta, pero no nos gusta que nos dejen ropa, porque… Bueno… ¡mírame! ¿De verdad parezco necesitar ayuda para vestirme?
—¡En absoluto! —repuse, notando cierta molestia en su tono de voz—. Desde el primer día que te vi he pensado que tenías muy buen gusto para vestirte.
—Y tú también, Callie. Por cierto, los brownies detestamos que nos critiquen.
—¿Y quién no? —comenté.
—¡Exacto! Y tampoco nos gusta que nos den las gracias.
—Tengo que admitir que siempre me ha costado entender esa parte.
Dory parecía preocupada.
—Bueno, esa es una larga historia… Será mejor que la dejemos para otro día. Pero un buen reconocimiento de nuestro trabajo, como un bol de crema o unas galletitas, nunca está de más. Obviamente, he intentado aprender a no ofenderme demasiado ni a comportarme como un boggart con los pobres ignorantes que me dan las gracias…
—¿Qué es un boggart?
—Son aquellos brownies que se enfadan tanto que empiezan a hacerles canalladas a los humanos para los que trabajan. Mi primo segundo Hamm, por ejemplo, lleva años atormentando a una familia de granjeros de Bovine Corners solo porque su tatarabuelo sugirió que los campos se habían arado torcidos. Pero la mayoría hemos evolucionado un poco más y en la universidad se imparten clases de Control de la Ira para aquellos brownies que corren el peligro de convertirse en boggarts.
Me costaba creer que una persona tan alegre y hermosa como Dory Browne pudiera necesitar una clase para aprender a controlar la ira, pero enseguida tuve la oportunidad de vislumbrar su genio. Fue en la tercera casa que visitamos. Los primeros dos propietarios a los que fuimos a ver (Abby y Russel Goodnough, una pareja que acababa de comprar la clínica veterinaria del pueblo, y Evangeline Sprague, una bibliotecaria jubilada octogenaria) estaban bien preparados para la tormenta de hielo. Tenían hornos de leña y lámparas de gas. Y además de no necesitar que los invitásemos a cenar (los Goodnough ya habían invitado a Evangeline a su casa), se ofrecieron a acoger a todas aquellas personas que no cupieran en la nuestra.
—Son muy buena gente —comentó Dory cuando salimos de la casa de los Goodnough—. El otro día abrieron la clínica aún siendo festivo porque a mi primo Clyde le había atropellado un coche cuando corría por ahí en forma de perro y quedó demasiado herido para transformarse de nuevo en humano.
—¿Y sabían ellos que estaban atendiendo a un…?
—¿A un puka? No, no. Pero no podrían haberlo curado mejor si hubieran sabido que en lugar de un cocker spaniel era una persona. —Dory soltó una risita—. Abby no comprende cómo es que su casa nunca tiene polvo y que los suelos de parquet siempre están impolutos. Aunque tampoco es que necesiten mucha ayuda que digamos. Los dos son muy cuidadosos y comparten todo el trabajo tanto en casa como en la clínica, pero siempre están muy ocupados. No como otros que no tienen excusa que justifique lo descuidados que son.
Habíamos llegado a la tercera casa: una decadente casa victoriana de tres plantas con la pintura tan descolorida y desconchada que era imposible distinguir su color original. La reconocí al instante: era la casa de la que había visto salir a Nicky Ballard. Esperé que no estuviera allí, porque estaba segura de que le daría vergüenza que viera donde vivía. La colección de sofás viejos y aparatos rotos que había en el porche ya avergonzaría a cualquiera, y cuando me acerqué observé que debajo de los sofás había cajas de licores vacías.
—Es una pena —comentó Dory, abriéndose paso con cuidado a través de los tablones despintados y podridos del suelo del porche—. Los Ballard fueron una de las familias más importantes de Fairwick. De hecho, se podría decir que casi dirigían la ciudad, hasta que… Ay, hola, JayCee, no te había visto.
La mujer que nos miraba desde la puerta mosquitera vestía una sudadera gris desteñida que le iba tan grande que le colgaba hasta las rodillas y dejaba al descubierto un hombro huesudo. El color gris de la sudadera se mezclaba con las sombras y el humo gris azulado que salía del cigarrillo que sujetaba entre los labios.
—No quería interrumpir tu pequeña clase de historia, Doree. Adelante, continúa. Explícale a esta recién llegada que los Ballard fuimos distinguidos y prósperos, y que el viejo Bert Ballard fue una vez el propietario de todos los ferrocarriles de aquí a Nueva York y que tenía una mansión enorme en la Quinta Avenida. ¡Y que ahora esto es todo lo que queda de esa gran fortuna de los Ballard! —JayCee empezó a reír, pero su risa enseguida se convirtió en una tos seca.
—Al menos tu familia conservó esta casa. La mayoría de familias que acabaron aquí, en Fairwick, daban gracias a Dios por tener un lugar seguro donde cobijarse de la tormenta —repuso Dory, juntando las manos con remilgo. Me dio la sensación de que lo hacía para contener el impulso de subirle la sudadera a JayCee para taparle el hombro y arrancarle el cigarrillo de la boca—. Pero no hemos venido a hablar de tu familia. Solo queríamos asegurarnos de que Arlette y tú os las apañabais bien después de la tormenta, y ya veo que tienes el generador en marcha para mantener encendidos los tanques de oxígeno de tu madre. De todos modos, ¿necesitáis algo?
—No somos idiotas —espetó. Intuí que la noticia de que el generador estuviera en marcha la pillaba por sorpresa, aunque si te fijabas podías oír el traqueteo de la máquina zumbando en algún lugar debajo de nosotros—. Se ha ido la electricidad, ¿eh? ¿Y dices que ha habido una tormenta?
Dory exhaló con exasperación y su aliento se condensó en el aire frío.
—Sí, JayCee, ha habido una tormenta de hielo. ¿Por qué no me dejas entrar a hacerle una visita rápida a Arlette para desearle un feliz día de Acción de Gracias? —Dory ya estaba abriendo la puerta mosquitera (que debería haber sido reemplazada por una puerta más resistente al frío, tal como Brock había hecho con la mía a principios de noviembre) para entrar en el recibidor.
JayCee se encogió de hombros y se apartó; la sudadera se le deslizó hasta el brazo. En el recibidor solo había espacio para una persona a causa de las pilas de periódicos y revistas que bloqueaban parte de la entrada. Una franja estrecha de suelo de mármol conducía a una escalera de madera tallada. Seguí a Dory, apretujándome frente a JayCee al pie de la escalera. Me sentí incómoda por invadir la casa de aquella mujer, así que sonreí y me presenté.
—Su hija Nicky está en mi clase —le dije—. Es muy buena estudiante y una chica encantadora.
JayCee resopló y puso los ojos en blanco.
—Solo espero que esté aprendiendo un oficio en esa universidad. Ella no puede perder el tiempo y limitarse a aprender a tejer como esas chicas ricas de Fairwick.
No pude evitar preguntarme qué oficio ejercería JayCee, pero me limité a sonreír y repetí mi afirmación de que Nicky era una chica lista y que estaba segura de que se las arreglaría. A continuación, seguí a Dory escaleras arriba; el olor a cigarrillos mentolados y pis de gato dio paso al hedor medicinal del Vick’s VapoRub y los desinfectantes. El olor se intensificaba al fondo del pasillo, oscuro y atestado de cosas.
—¿Señora Arlette? —llamó Dory, golpeando la puerta entreabierta—. ¿Podemos pasar? Somos Dory Browne y la profesora McFay, de la universidad.
Nicky Ballard abrió la puerta de golpe y me miró horrorizada por encima del hombro de Dory.
—Profesora McFay, ¿qué hace usted aquí?
Abrí la boca para contestar, pero una voz débil se me adelantó desde el interior de la habitación.
—Nicolette Josephine Ballard, ¿qué son esos modales? Invita a estas dos buenas señoras a entrar y ve a pedirle a la inútil de tu madre que les prepare una taza de té.
—No hace falta que se moleste, señora Ballard —dijo Dory, entrando en la habitación—. Solo estamos dando una vuelta por el pueblo para comprobar que todo el mundo esté bien después de la gran tormenta que hemos tenido. Pero ya veo que Nicky lo tiene todo bajo control.
Seguí a Dory al interior de la habitación y comprendí a qué se refería. A pesar de que estaba abarrotada de muebles grandes y oscuros, la habitación se veía ordenada. Los frascos de medicinas estaban alineados pulcramente en la mesilla de noche. Encima de un precioso secreter antiguo, decorado con unos cupidos de porcelana rosa, había un humidificador que desprendía un vapor caliente y mentolado. Una anciana delgada y con las facciones marcadas, pero bien peinada, estaba sentada en una enorme cama con dosel y tenía las nudosas manos apoyadas encima de unas sábanas bien dobladas. Un tubo de plástico le salía de la nariz y se conectaba a una bombona de oxígeno que había junto a la cama. Los ojos azules y penetrantes de la anciana saltaron de Dory a mí.
—¿Y quién has dicho que es ella?
—Soy Callie McFay, señora Ballard —dije—. Su nieta Nicky asiste a mi clase de Literatura Inglesa. Es una estudiante magnífica…
—Claro que lo es —me interrumpió Arlette Ballard—. Todos los Ballard empiezan con un buen coco, hasta que lo hunden en alcohol, como mi hija Jacqueline. Debes de ser nueva aquí —comentó, mirándome con los ojos entornados—. Acércate más, pero no grites; mis oídos están perfectos. Son mis malditos pulmones los que no sirven para nada.
Di un paso al frente y la anciana me cogió con su mano huesuda y tiró de mí para acercarme más a ella, lo suficiente para que pudiera oler su aliento dulzón.
—¿De qué clase eres tú? —preguntó entre dientes—. ¿Un hada, una bruja o un demonio?
—¡Abuela! —Nicky cogió la mano de su abuela e intentó que me soltara, pero no lo consiguió—. Ya te he hablado de la profesora McFay. Ha sido muy amable conmigo.
—¿Es ella la escritora loca?
—No, esa es mi compañera de casa —repuse.
Arlette se rio y me apretó todavía más la mano.
—No dejes que esas brujas hagan trabajar tanto a mi pobre Nicolette. Ese lugar puede llegar a consumirte. Lo digo por experiencia.
Asentí, intentando no estremecerme por el dolor que sentía en la mano.
—Estaré pendiente de ella, señora Ballard. Se lo prometo.
—Le tomo la palabra, jovencita —dijo Arlette con un último apretón que me hizo crujir los huesos. Entonces me soltó y se recostó de nuevo en la almohada. Cerró los ojos y movió la mano, que de pronto volvía a parecer débil, para despedirnos.
Dejamos atrás la familia Ballard, pero su presencia no nos abandonó del todo. Después de caminar dos manzanas, la ropa y el cabello todavía me olían a humo de cigarrillo.
—¡Siempre pasa lo mismo! —protestó Dory, parándose para recoger una ramita de pino de las muchas que habían caído con el viento la noche anterior. Estaba congelada y enganchada al suelo, pero Dory se arrodilló y la sopló, y el hielo desapareció. Seguidamente, cogió la ramita y empezó a sacudirla a mi alrededor, de la cabeza a los pies, a la vez que repetía tres palabras parecidas a fyrnceaoa odoratus epil. Cuando acabó, repitió todo el ritual consigo misma—. Ya está, mucho mejor.
Me olisqueé la manga del abrigo y después un mechón de pelo; el aroma del pino había reemplazado al del tabaco.
—Gra… —empecé, pero me callé cuando vi que Dory fruncía el ceño—. ¡Es un truco fantástico! —rectifiqué—. Y eso que has dicho, ¿era latín y anglosajón?
Dory sonrió mientras caminábamos por la calle Elm.
—Tienes un buen oído para las lenguas. Sí, el idioma de los hechizos es una mezcla de lenguas antiguas. Cuando las hadas empezamos a enseñar magia a los humanos no teníamos palabras para los hechizos. Solo teníamos que pensar algo para hacer que sucediera. Pero para comunicarnos con los humanos tuvimos que adjudicar palabras a las cosas y nos percatamos de que, a pesar de que las palabras suelen ser imprecisas y engañosas, aumentaban el poder de nuestra magia. Le daban un toque extra, para que me entiendas.
Asentí, aunque en realidad me pareció que el hecho de pensar en algo y conseguir que sucediera era la magia más potente del mundo.
—Lograr que suceda algo todavía mejor y más grande —dijo Dory, respondiendo a mis pensamientos—. Es decir, conseguir que suceda algo inesperado. Hacía más de un milenio que las hadas no se sorprendían por nada, y les encantó el empujón extra que las palabras aportaban a su magia. Así que enseñamos a los humanos a hacer magia a cambio de las palabras y para… bueno… también a cambio de otras cosas. —Dory se sonrojó.
—¿Otras cosas?
Dory se volvió hacia mí y sin pronunciar palabra articuló «sexo» con los labios.
—No es algo de lo que nos sintamos orgullosas, pero así fue. Antiguamente eran un poco… Bueno, ya sabes… Aunque era cierto que las hadas se sentían muy unidas a sus compañeros humanos y los trataban muy bien. Mejor de lo que algunos las trataban a ellas. Pero, en serio, no creo que yo sea la persona más apropiada para hablar de esto. Estoy segura de que Elizabeth te instruirá sobre las relaciones entre las hadas y los humanos, el protocolo actual y las leyes de acoso sexual aprobadas en los años noventa, una vez que hayas recibido tu orientación y tu propio libro de hechizos.
—Perfecto —dije, intrigada por la idea de aprender a hacer hechizos y para ahorrarle a Dory el bochorno de explicarme las relaciones sexuales entre especies. No debería haberme sorprendido, pues la mitología y el folclore están llenos de dioses lascivos que secuestraban a jóvenes y doncellas, pero de algún modo la idea de que las hadas hubieran intercambiado su magia por esos favores hacía que todo pareciera más sórdido. Decidí que era un buen momento para cambiar de tema—. ¿Hay algo en esos libros de hechizos que pudiera ayudar a los Ballard? Parecen…
—¿Malditos? —preguntó Dory, deteniéndose en la acera—. Sí, lo están. Después te lo cuento, pero vayamos primero a casa de los Lindisfarne. Se han ido a pasar el invierno a Florida, así que quiero asegurarme de que no se les revientan las tuberías.
La seguí por un camino de piedras pulidas rodeado de crisantemos naranjas, ahora recubiertos de hielo, hasta una cuidada casa de piedra y tablillas de madera. Dory levantó un gnomo de piedra medio escondido en una hortensia (las redondas flores de color pardo rojizo parecían grandes bolas de nieve bajo la capa de hielo) y cogió una llave. Abrimos la puerta y entramos en una casa limpísima y ordenada, decorada con muebles de estilo Stickley.
—Está bien, volvamos a la historia de los Ballard —dijo Dory dirigiéndose a la cocina—. ¿Has oído hablar de Bertram Hugues Ballard?
—¿El gran magnate del siglo XIX que hizo fortuna en la industria y el ferrocarril?
—El mismo —repuso Dory desde debajo de la pica de la cocina; les estaba haciendo alguna cosa a las tuberías que implicaba soplarlas y susurrar Ne fyrstig glaciare—. Su padre era francés, y de ahí viene la afición de la familia por los nombres franceses. Pues bien, este hizo fortuna con la madera y más tarde, tal como ha dicho JayCee, con el ferrocarril. Él y su socio, Hiram Scudder, tomaron el mando de Ulster & Clare en 1880 y fundaron la Fundición Ballard y Scudder aquí, en el pueblo, para suministrar las vías para el ferrocarril. En el momento de máximo esplendor, Ballard construyó esa enorme monstruosidad que acabamos de visitar. —Dory emergió de debajo de la pica y recorrió con la mirada la cocina limpia y alegre de los Lindisfarne—. Ballard y Scudder compraron casi todo el pueblo entre los dos, pero entonces se produjo el Gran Choque del noventa y tres.
—¿Un choque?
—Sí, un accidente ferroviario. El tren que salía de Kingston en sentido oeste chocó contra el tren de Binghamton, que iba en sentido este. Murieron ciento tres personas, incluido un equipo de trabajadores que Ballard había enviado esa mañana para que reparasen una sección de la vía que estaba en mal estado. El accidente se atribuyó a la mala calidad de las vías fabricadas por Ballard y Scudder. En el período subsiguiente, tanto el ferrocarril como la fundición de hierro quebraron, y la mujer de Scudder, Adele, se suicidó. Ballard perdió todas sus casas, salvo la que tenía aquí, y regresó a Fairwick completamente arruinado. Pero hasta que la maldición empezó a manifestarse no supusimos que debía de haber hecho algo para ponerse en contra una bruja muy poderosa.
—¿Una maldición?
Dory se llevó un dedo a los labios y ladeó la cabeza como para escuchar algo. Lo único que oí fue el tictac del reloj de pie que había en el salón y el goteo de los carámbanos que se derretían fuera de la casa. Dory sacudió la cabeza.
—Perdona, me ha parecido oír algo. Bueno, como estaba diciendo —continuó, caminando con brío hasta el lavabo—, la maldición: un año antes del accidente, Bertram se había casado con una chica de la alta sociedad de Nueva York. Y cuando se produjo la desgracia estaba embarazada, pero perdió el bebé, un niño, en su sexto mes de embarazo. Después de aquello se quedó embarazada media docena de veces, pero todos los bebés murieron en el parto (todos niños), hasta que al fin dio a luz a una niña viva y el médico le dijo que ya no podría tener más hijos. A Bertram le disgustó tanto la idea de que el apellido Ballard se perdiera que contrató a un abogado para que redactara un testamento especial. Debía estipular que su hija solo heredaría la casa y la fortuna familiar si conservaba su apellido. Y también se establecía que, a no ser que dieran a luz un heredero varón, todas las mujeres Ballard deberían conservar el apellido para poder heredar.
Cuando Dory hubo acabado con el lavabo de abajo (les había dado una buena charla a las tuberías y abierto el grifo), empezó a subir la escalera.
—Y ahí fue cuando imaginamos que a Bertram lo habían maldecido para que no tuviera hijos varones —continuó—. Pero tardamos bastante más en descubrir el resto de la maldición…
Se detuvo en lo alto de la escalera y ladeó la cabeza de nuevo para comprobar si oía algo. Arrugó el rostro, pero enseguida sacudió la cabeza y continuó hablando mientras repetía la misma operación en las tuberías de la primera planta.
—Cuando la hija de Bert, Estelle, creció, lo tenía todo para convertirse en una gran dama. Era hermosa, inteligente, simpática y poseía mucho talento. Y lo que había quedado de la fortuna de los Ballard se utilizó para su presentación en sociedad en el Waldorf-Astoria, en Nueva York. Supongo que Ballard esperaba recuperar su fortuna casándola con algún joven adinerado. La muchacha tenía media docena de pretendientes ricos, pero al cumplir los dieciocho pareció convertirse en una persona diferente. Empezó a beber, rechazó todas las propuestas de matrimonio y finalmente acabó regresando al pueblo embarazada. El viejo Bert la encerró en la casa y, cuando dio a luz a una niña, Bert la bautizó como Nicolette Josephine Ballard y la historia volvió a comenzar. Mientras su madre se mataba con la bebida encerrada en ese mausoleo de casa, Bert criaba a su nieta para convertirla en una gran dama de la alta sociedad.
—¿Y cuando Nicolette cumplió los dieciocho? —Me estremecí al pronunciar el mismo nombre que el de mi alumna.
—Sucedió exactamente lo mismo… —Dory se detuvo en la entrada del dormitorio de los Lindisfarne y olisqueó el aire. A continuación cruzó la habitación para entrar en el lavabo, pero se detuvo con expresión pensativa junto a la cama de madera y alisó las arrugas de la colcha.
—¿Y desde entonces siempre ha sido así? ¿Cada generación da a luz a una niña que se echa a perder una vez cumplidos los dieciocho años?
Dory levantó la vista; parecía distraída, al parecer oyendo algo. Entonces sacudió la cabeza y agitó la mano delante de su cara como si apartara una telaraña, aunque la habitación estaba impoluta, salvo por las arrugas de la colcha y una toalla húmeda que había en el suelo del lavabo. Era como si los Lindisfarne se hubieran ido con prisas el día anterior y no hubieran cumplido con las expectativas de pulcritud de Dory Browne.
—De vez en cuando, de generación en generación, nace un niño, pero siempre huyen de la casa Ballard antes de cumplir los dieciocho. ¿Quién puede culparlos? Y entonces su hermana sigue el mismo patrón que las otras mujeres Ballard. Arlette se fue a estudiar a la Universidad Smith, pero regresó embarazada después de su primer trimestre allí. Incluso JayCee acabó el instituto y consiguió un buen empleo en un hotel de Cooperstown antes de quedarse embarazada y de darse a la bebida.
—¿Y Nicky? Ella no es así… Espera, ¿cuántos años tiene Nicky?
Dory sonrió con tristeza.
—Cumplirá los dieciocho el dos de mayo. Liz pensó que si lográbamos que entrara en la universidad y la vigilábamos quizá podríamos salvarla. Las brujas de Fairwick han estado intentando anular la maldición de los Ballard durante generaciones, pero la única persona capaz de hacerlo es un descendiente de la bruja que los maldijo… Y mucho me temo que es como intentar curar una enfermedad sin el diagnóstico correcto. —Dory se frotó los brazos—. Salgamos de aquí. Estoy helada.