16

Soheila ayudó a Phoenix a bajar la escalera y Elizabeth y yo nos encargamos de Diana. Aunque Phoenix estaba sangrando y no dejaba de chillar, Diana me preocupaba más. Apenas estaba consciente. Elizabeth y yo prácticamente tuvimos que cargarla hasta el sofá del salón.

—No debería haber dejado que se acercase tanto al hierro —dijo Elizabeth, apartándole el pelo de la frente húmeda. Las pecas del rostro destacaban como gotas de sangre.

—¿Hay algo que podamos darle? ¿Algún antídoto?

—¿Tienes romero en la cocina?

—Sí, me parece que Phoenix lo compró para el relleno del pavo.

—Pues hierve un poco de agua y añade el romero con un poco de té negro y menta. Y trae un paño de cocina. Haremos una compresa con el té hasta que pueda bebérselo.

En la cocina, Soheila estaba limpiando la herida de Phoenix e intentaba tranquilizarla:

—Ya ha pasado todo. No tengas miedo. No, no te estás volviendo loca.

—Tú también lo has visto, ¿verdad, Cal? —preguntó Phoenix—. Has oído el viento y has visto que las velas se apagaban y que los ratones explotaban, ¿verdad?

—Sí —respondí, poniendo el agua a hervir—. Pero ahora ya ha acabado todo… ¿Verdad? —añadí mirando a Soheila. Phoenix no era la única que necesitaba consuelo.

—Sí, ya ha acabado —confirmó Soheila, demasiado ocupada con el vendaje de la frente de Phoenix para mirarme mientras respondía. O al menos esperaba que esa fuese la razón de que hubiera evitado el contacto visual.

Cuando el agua empezó a hervir preparé una tetera con romero y menta y la puse en una bandeja con un bol y un trapo, y la llevé al salón. Diana seguía inconsciente. Me senté en el sofá de delante mientras Elizabeth remojaba el paño en la infusión para humedecerle la frente Diana con él, murmurando palabras cariñosas.

No quería inmiscuirme, pero no pensaba moverme de ahí hasta que supiera que Diana estaba bien. Todo aquello había sido culpa mía. Si hubiera sido más severa con el íncubo quizá se hubiera ido antes. O si hubiera pedido ayuda… Las recriminaciones se arremolinaban en mi cabeza, pero la suave voz de Elizabeth junto con el aroma relajante de la menta y el romero pronto hicieron que me quedara dormida.

Debí de dormir varias horas pues cuando desperté los primeros rayos del amanecer, difuminados por la escarcha que cubría las ventanas, iluminaban el suelo del salón. Elizabeth Book estaba de pie a mi lado. Normalmente llevaba el moño impoluto, pero en ese momento parecía una madriguera y tenía el rostro arrugado y ojeroso a la fría luz de la mañana. Sostenía un teléfono.

—Es tu novio, Paul —dijo, entregándome el aparato.

Lo cogí, pero lo tapé con la mano para preguntarle cómo estaba Diana.

—Creo que lo peor ya ha pasado —respondió, mirando el sofá donde esta yacía inmóvil bajo el grueso abrigo de Elizabeth; parecía un oso gigante roncando. Me di cuenta de que yo también estaba tapada con una manta de alpaca. Elizabeth debía de habernos tapado a las dos durante la noche—. Pero tenemos otros problemas. Responde la llamada y cuando acabes hablamos.

—¿Paul? —dije al teléfono—. ¿Va todo bien? ¿Dónde estás?

—¡Estoy en Buffalo! —gritó; no lo notaba tan emocionado desde que los Yankees ganaron la Serie Mundial—. ¡Mi avión ha estado a punto de estrellarse! ¡Una tormenta inesperada nos obligó a hacer un aterrizaje de emergencia en un campo! ¡Todo el mundo dice que es un milagro que hayamos sobrevivido!

—Oh, lo siento… —¿Una tormenta inesperada? ¿Podría haber sido…?

—¡No, no lo sientas! —Paul empezó a hablar con tono agitado y a la vez emocionado, y yo me pregunté si por mi culpa podía haberse desatado aquella tormenta repentina—. Ha sido la experiencia más increíble de mi vida. ¡Tendrías que haber visto los rayos! Dicen que la velocidad del viento superaba los doscientos kilómetros por hora. Pensé que iba a morir, pero no fue así. Y ahora lo veo todo más claro.

—Caray —comenté—. Eso es fantástico, me muero de ganas de que me lo cuentes todo. ¿Puedes coger un avión desde Buffalo? ¿O venir en coche? Creo que son unas cinco horas de…

—¡Ostras, Callie! Supongo que no has salido de casa ni has visto las noticias, ¿no? Echa un vistazo por la ventana.

Intenté hacerlo, pero los cristales estaban cubiertos de hielo y no se veía nada. De manera que me levanté y fui por la cocina hasta la puerta trasera; no quería molestar a Diana abriendo la puerta principal.

—Dicen que Fairwick es el epicentro de la tormenta —me dijo Paul mientras yo abría la puerta—. Las carreteras están cortadas en un radio de treinta kilómetros del pueblo. Es la mayor tormenta de hielo registrada jamás. ¿Cómo se ve desde ahí?

—Pues se ve… —Busqué una palabra para describir lo que estaba viendo. Una capa de hielo cubría el patio trasero hasta la entrada del bosque y el hielo resplandecía como ópalos que se derretían con los primeros rayos solares. A medida que el sol se alzaba entre los árboles, estos también empezaron a brillar. Todas las ramas, muchas de ellas rotas, las agujas de los pinos y las pocas hojas que habían resistido a la tormenta estaban revestidas de una capa de hielo transparente y brillaban en cuanto el sol se posaba en ellas—. Pues parece —dije al fin— el país de las hadas.

Paul me dijo que se iba al hotel que la compañía aérea había proporcionado a «los supervivientes», para intentar dormir unas horas, y que me llamaría después cuando tuviera más información de sus opciones de viaje.

Tras colgar, fui a la cocina. Elizabeth y Soheila estaban sentadas a la mesa bebiendo café y viendo la CNN en el pequeño televisor portátil. Me serví una taza y me senté a ver las noticias con ellas.

«La tormenta de hielo de Acción de Gracias apareció de la nada —explicaba una reportera abrigada con un anorak ribeteado de piel. La mujer estaba de pie frente a una fila de coches detenidos, junto a una señal que indicaba la salida a Fairwick—. Hay conductores parados por todas partes. Curiosamente, esta no es la primera vez que el pueblo de Fairwick es víctima de un tiempo insólito. En el verano de 1893 el pueblo fue arrasado por un fuerte granizo en cuyos granos congelados había hasta ranas vivas…».

—Eso fue por culpa de uno de los experimentos de química de Casper —comentó Soheila, poniendo los ojos en blanco—. Siempre le digo que no juegue con el tiempo.

«Y en 1923 una tormenta de arena cubrió el pueblo entero».

—¿Una de las Guerras de las Hadas Ferrishyn? —preguntó Elizabeth.

Soheila asintió.

—Qué criaturas tan asquerosas. De vez en cuando todavía encuentro arena en los armarios de casa.

«Algunas fuentes nos han informado de que en Fairwick no tienen electricidad desde medianoche».

Miré la cafetera eléctrica y el televisor.

—¿Cómo es que estos sí que funcionan? —pregunté.

—Cortesía de Soheila —respondió Elizabeth—. Creo que te mencioné que es un espíritu del viento, ¿no? Pues también puede transmitir energía. Y ahora callad un momento, quiero oír hasta dónde llega el hielo.

En la pantalla apareció un mapa del norte del estado de Nueva York. Fairwick estaba rodeado de una mancha azul con bordes irregulares que representaba el hielo, pero lo cierto es que la mancha parecía un microbio maligno que cubría toda la reserva natural hacia el este y el norte, pero no alcanzaba West Thalia al oeste, ni Bovine Corners en el sur.

—Gracias a Dios —comentó Elizabeth—. Al menos solo ha afectado a nuestro pequeño valle. Creo que podremos arreglárnoslas. Llamaré a Dory para que organice una patrulla para comprobar que las personas mayores y los enfermos están bien y para asegurarnos de que tienen suficiente comida y leña, en caso de que no dispongan de generadores.

—Ike y Brock pueden encargarse del camión de sal y de despejar los caminos —añadió Soheila.

—Afortunadamente la mayoría de los estudiantes se han ido a pasar las fiestas en familia. De todos modos, les pediré a Casper y Oliver que echen un ojo a los rezagados en la residencia.

—Mara Marinka no se ha ido a casa —afirmé. Vislumbré preocupación en el rostro de la decana.

—No, claro que no. Pero seguro que está bien, y además vendrá más tarde para la cena de Acción de Gracias, ¿no?

—No estoy segura de que Phoenix se encuentre bien para cocinar —repuse, recordando de pronto la cantidad de gente a la que habíamos invitado—. Anoche parecía bastante nerviosa.

—Sí, estoy preocupada por ella —admitió Soheila—. Se fue a la cama hacia las dos de la madrugada, pero puede que cocinar la distraiga un rato.

—Además, Dory Browne ha llamado para decir que vendrá a echarnos una mano —dijo Elizabeth—. Así que no te preocupes por eso. Aquí en Fairwick todos arrimamos el hombro cuando hay una emergencia. Pero hay una cosa con la que necesito que me ayudes ahora mismo. ¿Te importaría salir a dar un paseo conmigo?

—Por supuesto que no.

—Bien, pues ponte unas botas resistentes y que no resbalen. Allá adonde tenemos que ir, el terreno puede ser bastante traicionero.

Puesto que todo el pueblo estaba cubierto de una capa de hielo de cinco centímetros de grosor, me pareció que el consejo de Elizabeth Book era innecesario, pero cuando vi que nos dirigíamos hacia el bosque me pregunté si la advertencia era suficiente. Antes de que la temperatura cayera, el viento había derribado ramas e incluso árboles enteros, y estos estaban cubiertos de tal cantidad de hielo que se habían unido hasta formar una intrincada masa. Ni siquiera podía distinguir dónde estaba el camino. Elizabeth vaciló a la entrada del bosque, y yo aproveché para volverme hacia la casa. Los postigos de mi habitación habían sido arrancados de cuajo, y al resto de postigos les faltaban algunos listones y estaban colgando de las bisagras. El canalón de cobre se había soltado del alero norte y pendía retorcido como una pajita de cóctel mordisqueada. Y en el techo faltaban tantas tejas que había adquirido el aspecto de un tablero de ajedrez.

—¡Maldito engreído! —protesté—. El berrinche de ese demonio me va a costar miles de dólares en reparaciones.

Elizabeth Book se volvió y contempló la parte trasera de mi casa.

—Sí, ese es el problema de los íncubos; son pura libido. Y el hecho de que sea un demonio no lo excusa. Soheila también es un demonio, ¡y mira lo evolucionada que está! De todos modos, me sorprende que los daños no sean mayores. Por el estado de los árboles de este bosque, yo diría que el viento que levantó debía de soplar a unos doscientos kilómetros por hora. Si hubiera alcanzado tu casa a esa velocidad ahora estaría totalmente destruida. Algo debe de haber atenuado el impacto… —Me miró—. Es como si hubieras lanzado un hechizo de repulsión antes de que el viento alcanzara la casa o…

—Pero no conozco ningún hechizo —repuse, molesta porque la decana no se estaba tomando en serio los daños que había sufrido mi casa—. ¿Debería? Dijiste que yo tenía sangre de hada, pero no que fuera una bruja… ¿Lo de ser bruja es hereditario? —pregunté, abrumada de pronto por todo lo que desconocía de ese mundo nuevo con el que debía lidiar.

—Hay familias de brujas que han ido transmitiendo sus habilidades de generación en generación —explicó la decana Book, pasando por encima de una rama de pino que el hielo había convertido en una alegre decoración navideña—. Yo misma soy descendiente de un largo linaje de brujas. Nadie sabe con certeza cuánta parte de ser bruja es innata o adquirida. Algunos creen que las brujas originales se cruzaron con las hadas, y que eso fue lo que les proporcionó su poder. Pero las brujas más reaccionarias consideran que la sangre de hada anula sus poderes.

—¿Hay brujas reaccionarias? —pregunté, caminando detrás de ella y agarrándome a las ramas cubiertas de hielo para no resbalar. Parecía que estuviéramos andando a través de las ruinas de un mundo extraño y desconocido, quizá por los anillos de hielo de Saturno, o por el Jotumheim (el mundo glacial de los gigantes de la mitología nórdica). La violencia que había causado aquel cataclismo era aterradora, pero el efecto era sorprendentemente bonito. Algunos árboles enormes habían quedado partidos por la mitad, pero las piñas, las bellotas e incluso las delicadas flores amarillas de los avellanos se habían preservado en el hielo como unas delicias azucaradas que podrían utilizarse para decorar un pastel. Parecía el escenario idóneo para conocer ese mundo extraño que la decana estaba describiendo.

—Me temo que sí —asintió afligida—. Hay algunas que pretenden que renunciemos a todos los vínculos que nos unen a las hadas. Pero si lo hiciéramos, la última puerta que conduce al Reino de las Hadas se cerraría por completo y nadie podría volver a salir…

Cuando llegamos al matorral de madreselva, la decana hizo una pausa. La maraña de ramas y parras forradas de hielo parecía hecha de azúcar, y las preciosas formas destellaban en los codos de las ramas y las parras como luces de Navidad. Al mirarlas más de cerca distinguí las formas de pájaros pequeños, ratones diminutos y ardillas: todas las criaturas que habían muerto en el matorral. Elizabeth ahuecó la mano enguantada alrededor de un paro carbonero congelado, que acurrucado en su mano parecía una joya exótica.

—¿Por qué mueren tantas criaturas aquí? —quise saber.

—Estas son Tierras Fronterizas —explicó—. Los animales pequeños se pierden. Incluso las criaturas grandes, las más poderosas, se pierden entre nuestro mundo y el Reino de las Hadas, y cada año son más los que quedan atrapados entre los dos mundos. La puerta se está estrechando y cada vez se abre durante períodos más cortos. Por esa razón nos alegró tanto descubrir que quizá fueras una guardiana.

—Todavía no sé qué significa. Parece una especie de portero o custodio…

—Sí, de hecho, así llamaban los romanos a sus guardianes. Sabían que los umbrales eran sagrados y que algunos dioses se dedicaban a custodiarlos. Jano, el dios de las dos caras, y Hécate, la diosa de las tres caras, ambos eran guardianes, como tú, Cailleach.

—¿Me estás diciendo que soy descendiente de dioses y diosas? —intenté bromear—. Eso todavía me cuesta más de creer que la posibilidad de que tenga sangre de hada.

—Son lo mismo, Callie. Lo que llamamos hadas y demonios son todos descendientes de la última raza de dioses antiguos, aunque entre ellos existe una gran variedad, especialmente desde que los más antiguos empezaron a cruzarse con los humanos… como puedes ver aquí…

Apartó una parra salpicada de bayas lilas que el hielo había convertido en amatistas, y levantó la vista. Seguí su mirada, pero no vi nada salvo un matorral espeso y helado. No obstante, cuando el sol brilló a través de las ramas enredadas, empecé a distinguir unas formas resplandecientes suspendidas en el aire. Era como si una telaraña gigante tejida entre las ramas se hubiera congelado, pero el dibujo de la red revelaba rostros en su intrincada trama: caras de hombres, mujeres y animales, y de otras criaturas que no parecían ni una cosa ni la otra. Algunas tenían rostros humanos con cuernos, orejas puntiagudas o piel de reptil; otras tenían cara de animal con la inteligencia humana centelleando en sus ojos. Y todas tenían el rostro contraído de dolor.

—¿Qué son? —pregunté.

—Este es un puka —respondió, señalando a un hombre-perro—. Guarda relación con el Puck de William Shakespeare. Y este otro —continuó, señalando a un caballo con cola de pez— es un kelpie. Les gusta merodear por los riachuelos y llevarse consigo a doncellas incautas. ¡Qué imprudente! No sé cómo se le ocurrió que podría cruzar en esta época del año cuando todos los riachuelos están congelados. Bueno, de todos modos, seguro que estamos mejor sin él. Tu íncubo levantó una tormenta en ambos mundos, ¿sabes? Por lo general, solo una o dos criaturas cruzan a la vez, pero la tormenta debe de haber arrastrado a muchos hasta las Tierras Fronterizas y la helada les congeló el paso.

—¿Están todos… muertos?

Elizabeth se acercó a una de las criaturas, una mujer cuyo cuerpo esbelto acababa en una cola de pez.

—Esta es una ondina —dijo, como si no hubiera oído mi pregunta—. Una criatura del agua. Dicen que los ondinas macho se están extinguiendo y quizás eso explique por qué esta se ha arriesgado a cruzar en pleno invierno, aunque no sé por qué decidió hacerlo fuera del período de apareamiento. Pobrecilla. Debe de haberse confundido. Nunca sobrevivirá.

Tuvo cuidado en no tocarla, pero cuando su aliento caliente la alcanzó, el hielo se partió y cayó en cascada al suelo. La ruptura de la red se extendió y enseguida todas las caras empezaron a crujir y disolverse.

—¿Y no podemos hacer nada para salvarles? —grité.

Elizabeth se volvió hacia mí; tenía el rostro tan tenso que parecía también a punto de romperse.

—Quizás. Ya abriste la puerta una vez para salvar a otra criatura. Ese pájaro al que liberaste fue el primer indicio de que tenías sangre de hada. Quizá puedas ayudar a cruzar a alguno.

—Pero ¿cómo? No sé hacerlo… Necesito que alguien me enseñe, ¿no?

—Nadie sabe cómo el guardián de la puerta hace lo que hace. Escoge uno… ¡y estira!

—¿Que elija? ¿Cómo voy a elegir? —Todos los rostros a mi alrededor se estaban desmoronando en pedazos de hielo. Pronto no habría ninguno que escoger. Enseguida hallé uno que todavía estaba entero; una criatura diminuta con cara de zorro, orejas enormes y dientes afilados. Estiré la mano y, con cautela, le rocé la frente con un dedo. En lugar de hielo, sentí el tacto de su pelo. Rápidamente empujé la mano en… algo que parecían arenas movedizas. Lo cogí del cogote peludo y estiré. La criatura emergió del hielo, gruñendo y enseñándome los dientes, pero en lugar de morderme, me lamió la muñeca con su lengua larga y rugosa, antes de salir corriendo sobre sus dos pezuñas para desaparecer en el bosque.

—¿Qué diablos era eso?

—¡Un sátiro! —rio Elizabeth—. Hacía años que no veía uno. Pensaba que ya se habían extinguido en el Reino de las Hadas. No te preocupes, encontrará el camino hasta la universidad y entonces le ofreceremos un trabajo o lo enviaremos a West Thalia; allí hay una encantadora comunidad griega. —Entonces se secó los ojos y, para mi sorpresa, me abrazó—. Sabía que estabas aquí por algún motivo. Vamos, regresemos, todavía nos queda mucho trabajo por hacer.