—¿Es por Phoenix? —pregunté en voz baja—. Ha estado bebiendo mucho últimamente.
—No, cielo —contestó la decana, suspirando de nuevo—. Hemos venido por ti. ¿Podemos entrar, por favor? Hace bastante frío con este tiempo que has levantado.
—Y todavía hará más a medida que avance la noche —añadió Diana Hart, sacudiéndose el agua del abrigo antes de entrar—. Espero que no hiele; ya perdimos muchos árboles con la última helada.
Las tres mujeres entraron en el recibidor, y tuve que hacer uso de todas mis fuerzas para conseguir cerrar la puerta.
—¿Cómo habéis sabido que…?
—He visto que cogías el libro de demonología de mi despacho —explicó Soheila—. Y cuando el viento se ha levantado estaba en casa de Liz explicándoselo.
—Yo he visto los animales que huían del bosque y después he oído el temporal —dijo Diana, entregándome su abrigo mojado—. He llamado a Liz y le he confirmado que procedía de la Casa Madreselva.
—Nos hemos imaginado que estarías probando el hechizo de Angus para deshacerte del íncubo —añadió Liz, pasándome también su pesada capa.
—Te podría haber explicado que el hechizo tiene sus inconvenientes —dijo Soheila—. Y que nunca debe utilizarlo la persona que está poseída por el íncubo.
—Yo no estoy poseída —repuse enfurruñada. Pretendía mostrarme indignada, pero cargada con los tres abrigos (solo el de Elizabeth Book ya pesaba lo suyo), mi voz sonó como la de una criada dolida. O, por las miradas de lástima que intercambiaron las mujeres, como la de una drogadicta que se niega a aceptar su problema.
—Nadie se da cuenta de que está poseído, cariño —dijo Diana, acariciándome el brazo—. Y ahora, ¿por qué no guardas esos abrigos y nos sentamos a charlar con un té caliente? He traído donuts caseros. —Y sacó una bolsa de papel de su bolso acolchado.
«Por supuesto», pensé de mala gana mientras colgaba los pesados abrigos en el armario del recibidor; el de Elizabeth Book no dejaba de resbalarse de la percha, como si no quisiera quedarse allí. Dónuts y cafeína, alimentos básicos en todos los programas de desintoxicación. Hablando de rehabilitación… ¿dónde estaba Phoenix? La había dejado en la biblioteca cuando fui a abrir la puerta; ¿se habría desmayado?
No obstante, cuando entré en la cocina me la encontré abriendo los armarios.
—Tenemos un hervidor eléctrico —decía—, pero no sé adónde ha ido a parar. Y tampoco encuentro el azucarero…
—Es que… Los he cogido yo, Phoenix. Están en mi habitación.
—Vale, pues voy a buscarlos.
—No te preocupes, podemos calentar el agua al fuego —intervino Diana—. Creo que será mejor que nos quedemos aquí abajo, ¿verdad, Callie? Imagino que ahora mismo tu habitación está un poco… desordenada, ¿no?
Asentí, me senté a la mesa de la cocina y me percaté de que Diana y Elizabeth intercambiaban una mirada de preocupación por detrás de Phoenix.
—Podríamos utilizar el hechizo del sueño para intentar que se duerma —dijo Elizabeth Book.
—No es recomendable para personas bipolares —repuso Soheila, mirando a Phoenix—. Y todavía menos si ha tomado Depakote.
—¿Quién es bipolar? —preguntó Phoenix, sacando la cabeza del armario de las tazas. Me sorprendió que esa fuera la palabra que le llamara la atención y no «hechizo».
—Tú, cielo —contestó Diana, frotándole la espalda—. Y eso significa que no reaccionas bien a la magia, pero me temo que hoy vas a tener que presenciarla. Después te daré una infusión para los nervios.
—¿Qué sois vosotras? —inquirí, cansada de que me ignorasen en mi propia cocina—. ¿Brujas?
Diana rio.
—Bueno, Liz sí, por supuesto. Es una de las brujas más poderosas que puedas encontrarte. —Diana sonrió con cariño a la decana y me pregunté por qué había tardado tanto tiempo en darme cuenta de que eran pareja. Por lo visto, mi radar gay funcionaba tan mal como el de brujas—. Yo no soy más que un hada común y corriente.
—Cariño, no hay nada de común y corriente en ti —comentó Elizabeth, acariciándole un hombro—. Diana desciende del antiguo linaje de las Fiadh, cuidadoras del ciervo de la Reina de las Hadas desde tiempos inmemoriales.
—Ah, ya veo —dije, sorprendida por lo poco que me sorprendía—. ¿Y qué me dices de ti, Soheila? ¿Hada o bruja?
—Ni una ni otra —respondió muy sonriente—. Yo soy un demonio. —Al ver la expresión de mi rostro se le escapó una carcajada—. Mejor dicho, un daemon, que es la palabra políticamente correcta y la que mi tribu prefiere utilizar actualmente.
—Soheila, no deberías avergonzarte de tus orígenes. Verás, Callie, Soheila es descendiente de un increíble espíritu del viento de Mesopotamia…
—Liz, de verdad que no creo que sea necesario entrar en esos detalles ahora mismo —la interrumpió Soheila—. Lo importante es que Callie sepa que la mayoría de nosotras no somos más peligrosas que las hadas, aunque eso no signifique mucho. Cuando tengamos más tiempo ya hablaremos de los diversos géneros y especies. Me temo que lo único que has conseguido con el hechizo es cabrear a tu íncubo, así que tenemos que poner manos a la obra lo antes posible.
Esa noche me deparaba muchas sorpresas, pero lo primero que me desconcertó fue la naturalidad con que Phoenix se tomó el descubrimiento de que ambas habíamos caído en una universidad poblada de hadas, brujas y demonios.
—Siempre he sabido que tenía un poco de sangre de hada —alardeó Phoenix cuando estuvimos sentadas a la mesa de cocina con el té y los dónuts. Fuera el viento no dejaba de aullar.
—Siento decepcionarte, cielo —dijo Diana, dándole una palmadita en la mano—, pero estoy segura de que no tienes ni una gota. Sin embargo, Callie… Lo sospeché desde el primer día, aunque no tuve la certeza hasta que rescató aquel pajarillo del matorral…
—Bueno, pues entonces podría ser bruja, ¿no? Siempre me ha gustado la brujería. ¿Podréis entrenarme?
—No sería buena idea, dado tu perfil de salud mental —repuso Soheila con brusquedad. Era obvio que era la más impaciente por desterrar al íncubo. Quizá solo un demonio sabía lo que otro de su especie era capaz de hacer, pero yo tenía un montón de preguntas que hacerles.
—¿Y todos los profesores de la universidad son hadas, brujas u otras criaturas sobrenaturales? —Todavía me sentía un poco incómoda calificando a Soheila de demonio.
—No, ¡en absoluto! —exclamó Elizabeth—. ¿Te imaginas los problemas que podríamos tener con la ALM? Pero sí procuramos contratar gente que pueda tener ascendencia sobrenatural o talentos nigrománticos ocultos. Aunque no siempre podemos saberlo de inmediato, en especial con los que desconocen que sus antepasados eran brujas u otras criaturas sobrenaturales. Como tú, por ejemplo. Dado tu interés en los cuentos de hadas y el folclore, sospeché que podía haber algo ahí, pero no detecté ningún poder brujeril en ti… —Hizo una pausa; parecía preocupada—. Pero cuando Diana me explicó que habías liberado a un pájaro del matorral comprendimos que tenías antepasados sobrenaturales de un género de hadas en concreto, uno que es capaz de abrir y cerrar la puerta que conduce al Mundo de las Hadas. Una guardiana.
—En ese bosque hay una puerta que conduce al Reino de las Hadas —explicó Diana, mirando hacia la parte trasera de la casa—. Después de que todas las criaturas abandonaran este mundo para partir hacia el Reino de las Hadas algunas lograron volver a entrar por esa puerta.
—Había otra puerta más al este, en el río Hudson, pero se cerró hace unos cien años. —A la decana Brook le temblaba la voz y Diana le dio unas palmaditas en la mano.
—Por lo que sabemos —añadió Soheila—, esta es la última puerta que queda.
—Los humanos que vivían aquí cuando llegamos —continuó Diana—, los indios americanos, estuvieron encantados de compartir sus tierras con nosotros. Los primeros colonos que se instalaron en la zona eran brujas exiliadas de Salem y de otras colonias inhóspitas para la religión antigua.
—Verás —intervino Elizabeth, relevando a Diana—. Las brujas del Viejo Mundo veneraban a los dioses antiguos: el Dios Astado…
—Cernunnos —susurró Diana.
—Mitra —murmuró Soheila.
—Y la Diosa Triple —continuó Elizabeth.
—Morrigan —dijo Diana.
—Anahita —añadió Soheila.
—Así que el pueblo se formó a partir de esos dos grupos —continuó la decana Book—, y lo bautizaron con el nombre de Fair-Wick para celebrar la unión de las hadas (fairy en inglés) y las brujas (witches).
—Las brujas ayudaron mucho a las hadas que llegaron a través de esa puerta —explicó Diana—. Los recién llegados suelen estar débiles y confundidos.
—Y las hadas enseñaron a las brujas muchos secretos de su oficio —añadió Elizabeth—, tal como habían hecho en el Viejo Mundo, pues las primeras brujas fueron humanos que convivieron con las hadas y aprendieron a usar los poderes de la naturaleza con su ayuda…
—Pero más tarde —la interrumpió Diana—, durante la Edad Media las brujas del Viejo Mundo fueron perseguidas por venerar a los dioses antiguos. Y algunas renunciaron a su relación con las hadas…
—Pero otras decidieron venir aquí y recuperar esa relación —continuó Elizabeth—. Y fue entonces cuando se decidió que debían fundar una universidad para conservar todo el conocimiento adquirido. Pero a medida que llegaba más gente, llegaron a la conclusión de que también era importante salvaguardar la puerta…
—Porque no todos los seres que atraviesan esa puerta son inofensivos, ¿sabes? —explicó Soheila—. Como, por ejemplo, el íncubo que has conocido. Vino hace más de un siglo y se aferró a Dahlia LaMotte. Yo misma intenté ahuyentarlo…
—¿Hace más de un siglo? —pregunté—. Así que eres…
—Más mayor de lo que aparento. Bastante más. Pero ni siquiera yo conseguí que esa criatura regresara al Reino de las Hadas; es un demonio muy fuerte. Al final fue Angus Fraser quien logró conducirlo hasta el matorral, a las Tierras Fronterizas, pero no consiguió que atravesara la puerta de regreso al Reino de las Hadas. Murió en el intento. —Hizo una pausa y apartó la mirada. La decana Book apoyó la mano en la de Soheila. Tras unos instantes, esta respiró hondo y continuó—: Cuando el íncubo quedó desterrado en las Tierras Fronterizas, le pedimos a Brock… —Vio que estaba a punto de interrumpirla y añadió—: Sí, Brock es uno de los daevas de la mitología nórdica, los herreros de los dioses. Él y su hermano viven aquí desde hace más de cien años. Como te iba diciendo, le pedimos a Brock que colocase cerraduras de hierro en todas las puertas y ventanas para mantener al íncubo alejado. Pero aún así, creemos que Dahlia le permitía entrar de vez en cuando.
—Pero ella vivió muchos años —dije—. Pensaba que los íncubos consumían a sus víctimas hasta matarlas.
Soheila y Elizabeth Book se miraron preocupadas, y a continuación la decana le indicó a Soheila que respondiera.
—Por lo visto, este íncubo sabe cómo mantener a sus víctimas con vida durante mucho tiempo. Si lo que se cuenta de él es cierto, en el pasado fue humano y ahora cree que recuperará su mortalidad cuando una mujer humana se enamore de él. Creemos que Dahlia halló el modo de coexistir con él. Este alimentaba su creatividad, pero cuando ella se debilitaba demasiado lo enviaba a las Tierras Fronterizas una temporada.
—Suena un poco cruel —comenté; quizá el modo en que Dahlia lo había tratado era el responsable del carácter resentido de mi amante demonio.
Soheila chasqueó la lengua.
—¿En serio crees que él es así porque lo han tratado mal? Has leído la carta de Angus. Este demonio mató a su hermana. No lo subestimes, por favor. Y no intentes excusarlo. Y Dahlia vivió muchos años, sí, pero no tenía energía para nada aparte de sus libros. No fue capaz ni de mantener una relación normal, aunque me consta que Brock la quería mucho.
Le iba a preguntar qué clase de relación normal podría haber mantenido con una antigua divinidad nórdica, pero Phoenix tomó la palabra. Había estado siguiendo la conversación con los ojos como platos, bebiendo con ansia de su taza (que por el olor que desprendía, sospechaba que llevaba whisky).
—Últimamente me he sentido muy cansada. Quizás el íncubo me está consumiendo —dijo.
—No lo creo —repuso Diana, sirviéndole más té—. Has estado durmiendo en la cama de hierro fundido de Matilda y el hierro lo mantiene alejado.
—Ah. —Phoenix pareció decepcionada—. Bueno, muchas veces duermo en el sofá.
—¡Es a Callie a quien quiere! —exclamó Elizabeth Book, enfatizando su sentencia con un golpecito en la mesa. El sonido fue seguido por el viento que aporreaba los postigos—. Pero no podemos dejar que te consiga. Eres demasiado importante para nosotros. Ya sé que tienes muchas preguntas más, pero deberíamos dejarlas para más tarde, una vez hayamos echado al demonio de tu casa.
—¿Podéis hacerlo? —pregunté.
—Sí, las tres juntas podemos, siempre que de verdad quieras que se vaya. ¿Estás segura de que no albergas ningún afecto escondido por esa criatura?
Consideré la pregunta. No cabía duda de que me había encaprichado de él. «Estás loca por él —me dijo una voz en la cabeza—, eres su esclava sexual». Además, había sentido lástima por él al enterarme de que tiempo atrás había sido humano. Cuando pensaba en la dulce criatura que se me había aparecido en sueños tras la muerte de mis padres, sentía una punzada de lealtad. Pero no me gustaba la actitud prepotente que había mostrado en mi habitación; había sido arrogante e imperioso. ¿Y cómo se había atrevido a decirme que no amaba a Paul porque le había estado esperando a él? De ninguna manera iba a enamorarme de un engreído así.
—Totalmente… —contesté—. Así que enseñémosle dónde está la puerta.
Cuando hubimos reunido los elementos necesarios (sal, especias, una cazuela azul de hierro con una tapa pesada, velas nuevas, una escoba y un recogedor) nos dirigimos escaleras arriba. La decana Book y yo íbamos delante, seguidas por las demás.
—¿Crees que es buena idea que Phoenix esté presente? —pregunté en voz baja, a pesar de que el viento aullaba tanto que dudaba que pudiera oírme aunque chillara.
—No tenemos opción —respondió—. Estará más a salvo dentro del círculo que fuera de él.
Sentí un escalofrío, pero quise creer que esas mujeres sabían lo que hacían y que estaba más segura con ellas que sola. En cuanto puse la mano en el pomo de la puerta, Diana gritó: «¡Espera!». Y, por un momento, deseé que quisiera suspender la operación. Diana se había quedado plantada delante de la puerta cerrada de la habitación donde guardaba los cuadernos y notas de Dahlia LaMotte.
—Necesitamos un poco de hierro para que el círculo sea seguro —dijo—. Siento que aquí dentro hay hierro, pero yo no puedo cogerlo. Y Soheila tampoco. —Se volvió hacia Phoenix—. ¿Te importa?
Phoenix abrió la puerta y exclamó:
—Anda, mirad, ¡es como si nos estuvieran esperando!
Retrocedí y me asomé a la habitación. Los cinco ratones de hierro, que yo misma había dejado encima de las pilas de papeles, estaban colocados en línea como a la espera de que los cogiéramos.
—Perfecto —aprobó Diana—. Phoenix, ¿puedes…?
Phoenix ya se había agachado para coger los topes, pero como no creí que pudiera llevar más de tres, recogí los otros dos, uno de ellos el de la mancha de pintura y la cola rota.
—Mi pequeño soldado herido —dije—. Te llaman de nuevo a combate.
Diana me miró sorprendida y le susurró algo a Elizabeth.
—Quizás —contestó la decana, mirándome con curiosidad.
—¿Qué pasa? —quise saber.
—Tienes sangre de hada, de manera que lo normal sería que no tolerases el hierro, pero no parece que te moleste lo más mínimo —explicó Diana.
—Tu cuerpo ha hallado el modo de neutralizar su poder… —añadió la decana—. Y quizá por eso el hierro no ha ahuyentado al íncubo.
—Qué fascinante —comentó Soheila—. Casper querrá escribir un artículo al respecto.
—Bueno, pues ya se lo contaremos mañana —repuso Elizabeth con una sonrisa compungida—. Si es que todavía seguimos aquí…
Pensé que la decana exageraba hasta que abrí la puerta de mi habitación. Iluminada por la luz del pasillo (todas las bombillas de mi dormitorio estaban hechas añicos), parecía que un animal salvaje hubiera arrasado la habitación. El suelo estaba cubierto de sal, cera fundida y cristales rotos. Algo había arrancado las sábanas de la cama y destrozado el colchón. Y en el cabezal de madera había cinco tajos que parecían la marca de la garra de alguna bestia.
—Vaya, lo has hecho enfadar —comentó Soheila, examinando la marca. Me pareció detectar un atisbo de admiración en su voz—. ¿Qué le has dicho?
Intenté recordar nuestro breve diálogo, pero como en la mayoría de discusiones de pareja resultaba difícil. De algún modo había pasado de preguntarle su nombre a cabrearme con él en cuestión de minutos. Ah, sí, ahora lo recordaba.
—Le dije que el amor era mucho más que un buen polvo.
Soheila abrió los ojos de par en par. Diana se llevó la mano a la boca para contener la risa y miró a Elizabeth Book, pero la decana tenía la vista clavada en algo que había en el suelo.
—Creo que aquí tienes su respuesta —dijo.
Rodeé la cama y miré al suelo. Había dos palabras escritas en la sal: «¿Qué más?».
—Fascinante —murmuró Soheila. Apenas podía oírla a causa del viento que rugía a través de la ventana rota.
Barrí la sal y los cristales del suelo, borrando también las palabras, como si de pronto me avergonzase de ellas, y sentí una punzada de… ¿qué? ¿Deslealtad? Como si lo hubiera dejado en ridículo delante de esas cuatro mujeres.
Me quité esa idea de la cabeza. ¡Él sí que me había puesto en evidencia! Tenía a mi jefa, mi vecina, mi compañera de casa y mi compañera de trabajo limpiando mi habitación, recogiendo literalmente los trozos de un devaneo sobrenatural que no había acabado bien. Me armé de coraje y me puse a recoger. Le pasé el cubo de basura a Soheila y tiré los escombros en la papelera que tenía debajo del escritorio. El íncubo había sacado todos los cajones, todos menos el que estaba cerrado con llave, y había clips tirados por todas partes. Las anotaciones para mi nuevo libro estaban desperdigadas por el suelo. Debería darle vergüenza. ¿Qué clase de pregunta era aquella? «¿Qué más?».
Mientras recogía los papeles, algunos rasgados y mojados, encontré la piedra mágica debajo del escritorio. Me la guardé en el bolsillo y me senté en el círculo entre Diana y Elizabeth. Soheila dibujó un nuevo círculo de sal a nuestro alrededor, a la vez que recitaba unas palabras en farsi que de algún modo hicieron que la sal se quedase pegada al suelo a pesar del viento, y luego se sentó entre Diana y Phoenix. Había una vela delante de cada una de nosotras sujeta con uno de los topes en forma de ratón; me alegré al ver que me había tocado el de la mancha de pintura y la cola rota.
—Aquí hay demasiado hierro para Diana —comentó la decana Book, inquieta.
—No te preocupes, estoy bien —repuso Diana, forzando una voz alegre. Era difícil saberlo con tan poca luz, pero me pareció que estaba muy pálida y que apretaba los labios como para disimular una mueca de dolor.
Elizabeth Book encendió su vela y me la pasó. Y cuando todas las velas estuvieron encendidas, Elizabeth y Diana me tomaron de la mano. Diana cogió la mano derecha de Soheila y esta, a su vez, la derecha de Phoenix. Cuando la decana Book tomó la mano izquierda de Phoenix noté que una leve descarga eléctrica me recorría el cuerpo.
—El círculo está completo —dijo Elizabeth con determinación, como si estuviera convocando una reunión de profesores—. Mantengámoslo cerrado. Soheila recitará el ritual de destierro. Y el resto repetid estas palabras: «Márchate, íncubo. Te echo de aquí, demonio. Te envío a la oscuridad». No dejéis de repetirlas y no permitáis que ningún otro pensamiento os distraiga…
—Como un mantra de yoga, ¿no? —comentó Phoenix alegremente.
La miré y me percaté de que era la única que no parecía asustada, y no me extrañaba, pues también era la única que no sabía lo que nos esperaba.
—Sí, como un mantra de yoga —repuso Elizabeth Book con gesto crispado—. Un mantra de yoga que te salvará la vida.
Soheila empezó a hablar en farsi, o al menos eso me pareció. Las palabras se mezclaban en un zumbido que se entrelazaba con el rugido del viento, como dos ríos que confluían. Empecé a recitar el mantra salvavidas:
—Márchate, íncubo. Te echo de aquí, demonio. Te envío a la oscuridad.
El aire que entraba por la ventana se hizo más frío, como si estuviera cargado de cristales de hielo que se posaban en mi piel. Abrí los ojos y vi que había copos de nieve girando en el aire y espolvoreando el suelo.
«Se comporta como un hombre; le importa un bledo la suciedad que provoca con su ir y venir», pensé.
—Márchate, íncubo. Te echo de aquí, demonio. Te envío a la oscuridad.
«¿Qué más?», había preguntado él. Eso también era propio de los hombres: fingir ignorancia, cuando todo el mundo conocería perfectamente la respuesta a esa pregunta. ¿Qué pasaba con la decencia, la bondad y la estima por…?
—Márchate, íncubo. Te echo de aquí, demonio. Te envío a…
¿… la estima por la persona a quien intentaba seducir? Cualquiera que me conociera no me desordenaría el escritorio ni los papeles.
—… a la oscuridad. Márchate, íncubo. Te echo…
Todo hombre que se precie de tal sabría que la comunicación es al menos tan importante como el sexo. Mi príncipe azul lo había sabido. Me había contado historias…
—… de aquí, demonio. Te envío a la oscuridad. Márchate…
Quizás eso es lo que había estado haciendo cuando me mostraba aquellos sueños de las hadas que huían. En cuánto le pregunté quién era, los sueños sexuales cesaron y comenzaron aquellos otros. «¿Es eso lo que intentabas hacer? ¿Decirme quién eres?».
Una ráfaga violenta me golpeó, pero no estaba fría. A pesar de que la nieve cubría la cabeza y los hombros de mis compañeras de círculo y de que los cristales rotos estaban forrados de una capa de hielo, el viento que me lamía la cara era caliente como una brisa caribeña. «Síii», me canturreó al oído, y las olas de calor me llegaron hasta los pies. «Quiero conocerte y que sepas quién soy. Tú y yo ya nos hemos conocido antes».
Reí. Era el tópico más consabido del mundo: «Ya nos conocemos, ¿verdad?».
Pero mientras reía, una imagen florecía en mi cabeza: el prado, la larga fila de viajeros, mis compañeros desvaneciéndose en la niebla antes de alcanzar la puerta, los caballos que cruzaban primero… y después el caballo blanco que regresaba a buscarme. Regresaba por mí. Acabábamos en el claro del bosque, nuestra capilla matrimonial, y hacíamos el amor. Nos estábamos desvaneciendo juntos, pero entonces sus ojos se convertían en dos fosos oscuros. Alguien le estaba llamando.
—¡No! —grité, en el sueño y en la habitación—. ¡No me dejes! —Pero él ya se había dado la vuelta y miraba a la mujer de verde montada en un caballo oscuro, ella le había llamado y él no se atrevía a desobedecerla.
Abrí los ojos de pronto.
«Me has dejado por esa…».
«No pude evitarlo, Cailleach». La ola de calor se coló por el cuello de mi camisa y me acarició el pecho. Solté a Diana y la ahuyenté con la mano derecha.
—¡Lárgate! —grité—. No quiero volver a verte.
Por un momento el aire caliente adoptó la forma de una mano y me cogió, pero yo la solté, al igual que él me había abandonado tanto tiempo atrás. Entonces, el remolino de aire retrocedió de golpe como una goma elástica, golpeó la ventana y rompió el poco cristal que quedaba. Azotó la casa como la cola de un gato enfadado y se estampó en el bosque. Oí que golpeaba los árboles y que algo explotaba cerca de mí: uno de los ratones de hierro se había hecho pedazos; los otros tres estaban al rojo vivo. En ese momento estalló otro y los pedazos de hierro volaron por los aires. Uno de los trozos golpeó a Phoenix encima de su ojo izquierdo.
—¡Agachaos! —grité.
Soheila empujó a Diana hacia el suelo. Justo cuando el tercer ratón estalló y los trozos de hierro caliente salían disparados, Elizabeth me empujó hacia delante. Oí que Diana gritaba de dolor y supuse que un trozo de hierro la había quemado. Miré al suelo y vi que el ratón sin cola se estaba tambaleando sobre sus diminutas patas traseras. Lo cogí y lo lancé fuera del círculo; el hierro caliente me chamuscó los dedos. Me pareció oír unas patitas que huían y un último gemido procedente del bosque. Después, todo lo que nos rodeaba recuperó la serenidad.