14

Encendí las velas al tiempo que recitaba los nombres que aparecían en el libro de Fraser. Eran los mismos que Soheila me había dicho en la recepción de profesores.

—Lilu, Liderc, Ganconer, escúchame. Lilu, Liderc, Ganconer, te llamo. Lilu, Liderc, Ganconer, ven a mí.

Cuando hube encendido todas las velas destapé el azucarero y se formó una columna de vapor aromático. Olía a tarta de calabaza, reconfortante e incongruente al mismo tiempo.

Saqué del bolsillo el objeto que había cogido de un cajón de mi escritorio: la ofrenda. Era la piedra que mi padre me había regalado cuando yo tenía seis o siete años para protegerme de las pesadillas. Me dijo que se la había encontrado en la orilla de un lago en Escocia, un lago parecido al del monstruo del Ness. Era blanco pálido y tenía un agujero en el centro. Mi padre me explicó que la gente decía que ese tipo de piedras eran mágicas, porque si mirabas a través del agujero al amanecer podías ver hadas, y porque protegían a sus dueños de las pesadillas. Dormí con esa piedra debajo de la almohada hasta la adolescencia, cuando murieron mis padres. Y cuando cumplí los quince le pedí a Annie que me acompañara a Central Park al amanecer; la convencí utilizando mi «rol de niña huérfana», tal como dijo. Fumamos hierba y nos sentamos en las rocas, con vistas al prado Sheep Meadow, y esperamos a que el sol apareciese entre los edificios. Cuando los primeros rayos iluminaron el prado sostuve la piedra delante de mi ojo. No vi ningún hada, pero sí que oí un zumbido, como si un enjambre de abejas revolotease a mi alrededor. Lo achaqué a la marihuana y la falta de sueño, y desde aquel día dejé de dormir con la piedra bajo la almohada, pero la guardé en la misma caja en que atesoraba las cartas de mi madre.

Sumergí la piedra en el agua caliente, a la vez que recitaba los tres nombres:

—Lilu, Liderc, Ganconer, acepta mi ofrenda.

La columna de vapor tembló y se estrechó, como si se hubiera canalizado a través del agujero de la piedra. Y el vapor enseguida se alzó en espiral y comenzó a mecerse con la brisa…

Pero antes no había ninguna brisa, ¿no? Al menos mientras hablaba con Paul por teléfono seguro que no. No obstante, en ese momento una brisa fuerte se colaba por la ventana abierta de la habitación. Las llamas de las velas danzaron y las mechas empezaron a hundirse en las piscinas de cera derretida. Fuera, los árboles se bamboleaban con el viento. El vapor se arremolinó en el aire, enrollándose como la cola de una cometa. Lo observé anonadada hasta que comprendí que aquel vapor ya no salía del azucarero; se había separado de su fuente y había cobrado vida propia.

Una ráfaga apagó las velas.

«Ha sido por el viento y las moléculas de agua», me dije.

Pero esas moléculas empezaron a brillar como plancton fosforescente, como si también tuvieran vida propia.

Respiré hondo. El vapor se arremolinó hacia mí, como si procediera de mi aliento, y adoptó la forma de un rostro. Su rostro.

Abrí la boca sorprendida y bloqueada. No me había parado a pensar en qué le diría si aparecía. Lo único que se me ocurría era: «¿Quién eres?», pero eso no había funcionado muy bien la última vez. Antes de que pudiera pensar otra cosa, se me adelantó.

—¿Quién eres tú? —preguntó, como si improvisara una réplica a mi pregunta.

Resoplé y el aire que expulsé lo empujó hacia atrás.

—Me llamo Cailleach McFay —contesté.

—Cailleach. —El nombre fue un suspiro en el viento que me acarició la cara. Me gustó oír mi nombre en sus labios—. Te conozco —susurró la brisa, tirando de mi blusa—. ¿No te acuerdas?

—¿Eres tú? ¿Me visitabas en sueños cuando era niña?

—Sí —respondió con voz ronca—, aunque tú y yo nos conocemos desde mucho antes.

La brisa se insinuó entre mis pechos y siguió la línea de la espiral que tenía en el izquierdo. Sentí un hormigueo y el pezón se me endureció; la marca se encendió como si estuviera recién hecha. ¿Habría sido mi príncipe azul capaz de hacer algo así?

—No sabes nada de mí —dije, e intenté dispersar la brisa sacudiendo los brazos—. Y yo ni siquiera sé tu nombre.

En sus labios se formó una sonrisa un tanto forzada, como si no estuviera acostumbrado a mover esos músculos. ¿Acaso tenía músculos? Su imagen difería de la de sus otras visitas. Me dio la sensación de que era una proyección remota.

—Tengo muchos nombres —repuso. Entonces me percaté de que la voz no salía de su boca, sino que la traía el viento. Entraba y salía por la ventana y se enroscaba a mi alrededor como un fular de seda. Fuera los árboles se retorcían—. Todos aquellos por los que me has llamado y muchos más, pero puedes llamarme Ganconer.

—¿Eres el mismo… el mismo hombre que aparece en la historia de Angus Fraser?

Frunció el ceño y el viento que entraba por la ventana se volvió frío de repente. Se me puso piel de gallina.

—No te creas todo lo que dice ese hombre.

—¿Sedujiste a su hermana? ¿La mataste?

—Katy… —El nombre fue un suspiro arrancado del viento—. La perdí. Fue por culpa de su hermano.

—Lo dudo —repuse, empezando a ponerme nerviosa con aquel fantasma. Despierta y con los ojos bien abiertos no me parecía tan encantador como en mis sueños. Aunque fuera la misma criatura de mi adolescencia, había cambiado… O quizá la que había cambiado era yo. Me había hecho mayor—. Escúchame —dije—. Te he llamado para pedirte que te vayas…

El vapor se agitó y el viento rugió. Tardé unos segundos en darme cuenta de que se estaba riendo.

—No me lo creo, Cailleach McFay. Creo que me has llamado porque quieres más de mí. —El vapor se extendió y me rodeó. La habitación se había enfriado mucho, pero el vapor que me rozaba la cara estaba caliente. Ese calor se filtró a través de mí y se expandió por mis venas como un licor caliente. Giró en espiral hasta mi pelvis y alcanzó mi entrepierna.

Sacudí la cabeza.

—No —dije—. Eres un fantasma, un íncubo. Me succionarás la vida hasta matarme…

—Si me quieres, eso no sucederá —susurró, su voz era como una ola caliente que me lamía la oreja y me excitaba.

—Eso es mucho suponer. Según mi experiencia, el amor viene y se va. Así que no me jugaría la vida por ello. —Me vinieron a la mente imágenes de mis padres: de mi madre acariciando las cartas de amor que mi padre le había enviado y mi padre mirándola con cariño; pero las aparté.

La espiral de vapor que me envolvía se detuvo y noté que él vacilaba. Cuando habló de nuevo, su voz sonaba diferente, menos sedosa y más real. Y en aquel momento comprendí que había estado jugando conmigo.

—¿Así han sido tus experiencias? —preguntó—. Pobrecilla… —Y recuperando la voz sedosa, añadió—: Quizá te sientas así con tu amante humano porque me has estado esperando. No lo dudes. Tu experiencia conmigo será totalmente diferente.

Quizá fuese mi lealtad hacia Paul (todavía le quería, ¿no?) o quizás el desdén que noté en su voz cuando pronunció la palabra «humano», o quizá solo fue la chulería con que afirmaba saber lo que yo quería, pero de pronto me sentí desencantada con aquella criatura.

—Tienes mucho que aprender sobre las mujeres, tío. El amor es mucho más que un buen polvo —dije, tensando los músculos para no pensar en lo mucho que me satisfacía en la cama—. Puede que haga tanto tiempo que no eres humano que ya no sabes ni lo que significa serlo.

Levanté los brazos y golpeé el aire; la serpentina de vapor se rompió en mil pedazos. Entonces, antes de que tuviera tiempo de reagruparse y susurrarme palabras de amor, le puse la tapa al azucarero y recité tres frases del libro de Angus Fraser que había memorizado:

—¡Márchate, íncubo! ¡Te echo de aquí, demonio! ¡Te envío a la oscuridad, Ganconer!

Durante la extraña pausa que siguió, el vapor dispersado intentó rejuntarse para formar un rostro. Fuera el viento había dejado de soplar, como si esperara indicaciones de su señor. No podía permitir que volviera a tomar forma ni que me hablase. Sabía lo que tenía que hacer. No lo había leído en el libro de Angus Fraser, pero ya me había funcionado una vez en un bar de la ciudad con un vendedor pesado y asqueroso. Cogí el azucarero y, justo cuando su rostro se estaba recomponiendo en el aire, le arrojé el agua caliente. Durante una fracción de segundo el rostro del íncubo tuvo la misma expresión que aquel vendedor cuando le tiré el mojito a la cara, y al punto desapareció. El vapor fue absorbido por la ventana en una ráfaga tan fuerte que me derribó de espaldas. Golpeé una de las velas con la mano y la cera caliente se me derramó en los nudillos. Me puse de rodillas y me arrastré por la cera y la sal hasta la ventana con la intención de cerrarla, pero cuando llegué al alféizar y me levanté, lo que vi me dejó helada.

Los árboles, que unos segundos antes se bamboleaban, estaban inmóviles, pero no erguidos sino inclinados hacia el este, como si una fuerza magnética irresistible tirara de sus ramas en dirección opuesta a la casa. Lo único que se movía en el exterior eran los animales que corrían por el jardín: mapaches, ardillas e incluso ciervos… Todos huían del bosque como si este estuviera en llamas. Sentí un cosquilleo en el cuero cabelludo, bajé la vista y observé que todos los pelos se me levantaban en la misma dirección. Fuera reinaba una calma extrema, como si el mundo estuviera conteniendo la respiración…

Aquello me recordó una declaración de un superviviente del tsunami que azotó Indonesia varios años atrás: había dicho que unos instantes antes de que se produjera el maremoto, toda el agua de la playa se había retirado mar adentro.

Lo oí antes de verlo; un ruido como si un tren de mercancías se abalanzara contra la casa. Y entonces lo vi: un especie de tornado estaba arrasando el bosque, tumbando los robles centenarios como si fueran palillos. Me agaché un segundo antes de que alcanzara la casa y de que los cristales se hicieran añicos sobre mí. Me pegué al suelo y me cubrí la cabeza con las manos. Entonces algo me golpeó; por el olor supe que había sido una vela. Aquello me sacó de quicio y, apoyándome en los codos, grité al viento:

—Si así es como reaccionas cuando una chica te rechaza, me alegro de haberlo hecho. Sería imposible que me enamorase de ti.

Un trueno sacudió la casa, seguido de un relámpago que iluminó la habitación. Debía salir de allí, así que me incorporé con cuidado y fui de puntillas hacia la puerta, aplastando cristales y sal. Temí no poder abrir la puerta, pero en cuanto toqué el pomo de hierro esta se abrió.

—Gracias, Brock —susurré.

En cuanto salí, la puerta se cerró de golpe y oí otro estruendo, este procedente de la planta baja. «Mierda», pensé. Me había olvidado de Phoenix.

Bajé y me la encontré tiesa en el sofá, con los ojos como platos y muerta de miedo. Tenía el pelo de punta, como si llevara una peluca de Andy Warhol, pero por lo demás parecía estar bien. Además, todas las ventanas de esa planta estaban cerradas y habían soportado milagrosamente el viento. Los golpes que se oía venían de la puerta principal.

—Deberíamos abrir, ¿no?

¿Podía una criatura inanimada llamar a la puerta? Quizás, pero mi íncubo no era tan educado.

Fui hasta la puerta. «Ojalá hubiera una mirilla», pensé. Podría haber preguntado quién era, pero dudaba que los azotes del viento y la lluvia que estaba cayendo me dejaran oír la respuesta. Abrí.

Había tres personas en el porche, tan envueltas en abrigos de lana, anoraks y pieles que al principio no las reconocí. Podrían haber sido los tres Reyes Magos, o las tres brujas de Macbeth. Pero cuando la que estaba en medio se apartó el cuello del abrigo de piel y habló, reconocí a mi jefa, Elizabeth Book.

—Hola, Callie. ¿Podemos entrar, cielo?

Distinguí entonces a Diana Hart, tapada hasta la nariz con un anorak rojo chillón, y a Soheila Lilly, envuelta en una capa de lana de colores burdeos.

—Quizá es un poco pronto para la cena de Acción de Gracias —dije.

—No estamos aquí por la cena, cielo —respondió la decana con un suspiro—. Estamos aquí para una intervención.