13

Regresé a casa caminando deprisa, pensando que en cualquier momento un guardia de seguridad me detendría para exigirme la devolución del libro de la profesora Lilly. Cuando alcancé la salida del campus me sentí aliviada, pero me importunó ver que Diana Hart me llamaba desde la entrada de su casa. Estaba de pie junto a un Toyota JF Cruiser amarillo chillón, que debía de pertenecer a alguno de sus huéspedes. Aunque Diana condujera, dudaba que se hubiera comprado un coche tan llamativo.

—¿Tienes un momento, Callie? Justo le estaba hablando de ti a esta joven de la ciudad.

Todo lo que alcanzaba a ver de esa «joven de la ciudad» era un trasero bonito junto a la puerta trasera del vehículo. «Un pompis de yoga», habría dicho Annie apreciativamente. No cabía duda de que la mujer practicaba el yoga y hacía alarde de sus buenos resultados vistiendo unas mallas bien ceñidas, estampadas con el símbolo sánscrito de namasté. Cuando se volvió, observé que cada centímetro de su cuerpo estaba tonificado y forrado de licra y lana. Incluso su trenza larga y negra, que le colgaba por encima del hombro, parecía musculosa. El estar tan cerca de aquella mujer me hizo echar en falta mis sesiones de Javamukti a las seis de la mañana y mis tazas de té con leche de soja, y desde luego añoraba la ciudad. Solo llevaba tres meses en Fairwick y ya me había convertido en una wiccana que hacía conjuros y vestía sudaderas anchas… Bueno, en realidad no llevaba sudaderas anchas, pero al lado de las mallas de esa mujer y después de todo el peso que había perdido últimamente, mis tejanos me iban bastante holgados.

—Hola —saludó la señorita Pompis de Yoga con un marcado acento australiano—. Diana me ha contado que tú escribiste ese libro de vampiros sexys. Me ha parecido totalmente fascinante. Trabajo como freelance para la sección de estilo de la revista Times y me gustaría que me concedieras una entrevista. Por cierto, me llamo Jen Davies. —Y me tendió la mano; no me sorprendió que apretase con la misma firmeza que se necesitaba para hacer los ejercicios del Moola Bandha.

Le dediqué una ancha sonrisa; de hecho, siempre me ablandaba cuando un desconocido me decía que había leído mi libro y le había gustado.

—Claro —contesté—. ¿Has venido a pasar las vacaciones en familia?

—No; toda mi familia vive en la otra punta del mundo. Solo he venido para hacer algunas fotos de la fauna y flora de la zona —explicó, a la vez que me mostraba una cámara con aspecto de cara y complicada.

—Jen quería dar un paseo por el bosque detrás de tu casa —intervino Diana en tono alegre, pero forzado.

Había algo en esa huésped que la ponía nerviosa, y creí saber qué era. Diana había dado por sentado que todos sus huéspedes tendrían planes para la cena de Acción de Gracias, así que debía de preocuparle dejar sola a Jen para venir a cenar a casa al día siguiente. Quizá pudiera echarle una mano. Mientras Diana le explicaba a Jen lo de mi caída en el bosque, conté mentalmente las personas que cabíamos en la mesa. Si nos apretábamos un poco…

—… podrías perderte ahí dentro. Díselo, Callie —pidió Diana con voz más estridente de lo normal.

—Sí, el bosque es muy frondoso y está lleno de maleza —dije con suavidad. La mujer llevaba unas botas Timberland de montaña y una brújula pequeña colgada de la cremallera de su chaleco de lana; parecía saber cuidar de sí misma—. Además, no puedes pasarte todo el día haciendo senderismo. ¿Por qué no vienes a celebrar Acción de Gracias con nosotros? Nada de familia, somos todos compañeros de trabajo y amigos.

Jen juntó las manos en posición de oración e inclinó la cabeza en estilo namasté.

—Eres muy amable —dijo con una sonrisa radiante—. Iré encantada.

Crucé la calle aprisa con la esperanza de que la noticia de una nueva invitada alarmase a Phoenix lo suficiente para que no se diese cuenta de que me escabullía escaleras arriba. Pero no había razón para preocuparse; Phoenix estaba fuera de combate en el sofá de la biblioteca y roncaba a pierna suelta. En la cocina encontré tres boles con tres clases de ponche. Metí una taza en uno y probé un sorbo. El líquido me abrasó la garganta, pero al llegar a mi estómago difundió un agradable calor. Me serví un poco más y me senté a la mesa de la cocina con el libro robado. Si el hechizo requería algo esotérico, como el ojo de un tritón, hasta ahí habría llegado mi aventura, y casi deseaba que así fuera. Había robado el libro impulsivamente y me había preocupado tanto que me pillaran que no me había parado a pensar qué iba a hacer con él. ¿De verdad estaba pensando en invocar a un demonio? Porque el título de aquel capítulo sugería que antes de desterrar a un demonio debías invocarlo.

Ojeé el capítulo y descubrí que en casa ya disponíamos de los ingredientes necesarios para el hechizo. Los reuní en una de las cestas decorativas que Phoenix había comprado en Pier 1 y, tras añadir un hervidor de agua eléctrico y un azucarero vacío, subí a mi habitación.

El libro de demonología aconsejaba invocar al demonio en el lugar «donde suela aparecerse». O sea, en mi habitación; mejor dicho, en mi cama, aunque no lo haría desde la cama. Además del riesgo de prender fuego a las sábanas, pensé que le enviaría el mensaje equivocado. El simple hecho de mirar la cama ya me recordaba las largas noches de sexo… cómo me besaba los pechos, cómo me observaba mientras me penetraba incansablemente…

«Será mejor que me mantenga alejada de la cama», pensé. No quería invocar al amante demonio para hacer el amor, y menos pretendía invitarlo a quedarse. Mientras disponía un círculo de velas en el suelo, dije en voz alta lo que quería hacer. «Las intenciones claras», solía decirnos la profesora de yoga al principio de las clases. Y aquella era una situación que exigía especialmente tener las intenciones claras.

—Lo invocaré para decirle que se marche y me deje en paz —afirmé, conectando el hervidor eléctrico a un enchufe—. Porque no lo quiero —añadí, trazando un círculo de sal por fuera del círculo de velas. Sentí una punzada de deseo en el pecho y que la marca en forma de espiral me ardía—. Vale, está bien, puede que sí que lo quiera, pero no quiero quererle.

Espolvoreé el cardamomo, el clavo y la canela en la azucarera y la dejé junto al hervidor de agua. Todavía necesitaba un objeto más. El libro de demonología decía que era necesario tener un regalo preparado para el demonio, algún objeto que significara algo para el invocante. Fui a mi escritorio y empecé a revolver los cajones… Sabía que lo había guardado en alguno de ellos… Cuando encontré lo que buscaba, me lo metí en el bolsillo junto con una caja de cerillas de Sapphire, el restaurante preferido de Paul en Los Ángeles.

¡Paul! Me había olvidado de su inminente visita. Él era la razón principal por la que debía seguir adelante con aquello, pues tenía el presentimiento de que Paul no estaría a salvo con el amante demonio rondando por la casa. En cuanto hubiera hecho desaparecer al íncubo, estaría preparada de nuevo para entregarme por completo a Paul. Al menos eso esperaba.

Eché un vistazo al reloj: las cuatro y veinte. Así pues, según la página web timeanddate.com, aún faltaban diez minutos para la puesta de sol. No obstante, en California todavía era la una y veinte. Paul tenía previsto coger el vuelo nocturno a Nueva York después de su última clase y venir desde allí en coche, de manera que todavía estaría en casa. Cogí el móvil y marqué su número.

—Hola —dijo—, justo estoy haciendo la maleta. He visto que en Binghamton están a unos diez grados. Es más o menos la misma temperatura que tenéis ahí, ¿verdad?

—Bueno, estamos a unos cinco grados menos —contesté. Fairwick estaba sumida en una extraña bolsa de frío que hacía que las temperaturas se mantuvieran unos diez grados por debajo de las normales del norte del estado que aparecían en los mapas del tiempo, pero no me atreví a decírselo.

—Buff, ¿seguro que no quieres venir tú aquí? Estamos a veintiocho grados y hace sol.

Sabía que bromeaba, pero por un momento consideré su oferta. ¿Estaba segura de que iba a poder hacer desaparecer al amante demonio después de invocarlo? Si no lo conseguía, ¿podría sentirse este amenazado por Paul? La idea de que la criatura que se había colado en mi cama pudiera ver a Paul como una amenaza se me antojaba todavía más ridícula que la posibilidad de que fuera real.

—Si hace mucho frío, podemos pasar todo el día en la cama y ya está —propuse con voz seductora.

—Claro —repuso Paul con frialdad—, mientras tu decana disfruta de la cena de Acción de Gracias en la planta de abajo, ¿verdad? Bueno, al menos la previsión meteorológica dice que estará despejado; no hay tormentas a la vista. Así que no debería haber retrasos en el vuelo.

—No —contesté, mirando por la ventana—. Ni una nube en el cielo.

La silueta de las montañas que había al este se veía recortada contra el horizonte azul. Ni un ápice de brisa agitaba los pinos ni las ramas desnudas de los arces y robles. De pronto anhelé la llegada de nubarrones oscuros y vientos racheados; lluvia, aguanieve o nieve, cualquier cosa que imposibilitara la visita de Paul. ¿Y si la primera parte del hechizo me salía bien, pero la de hacerlo desaparecer no funcionaba? Paul podría correr peligro en Fairwick. Estaba a punto de pedirle que no viniera, pero él ya me estaba diciendo que tenía que irse a clase.

—Nos vemos mañana por la mañana. Te quie… —Se perdió la conexión antes de intercambiar los proverbiales tequieros. A pesar de que últimamente esas palabras me parecían banales, las eché en falta. Lo único que esperaba es que una vez que me hubiera deshecho del amante demonio para siempre, fuera capaz de decírselas a Paul sintiéndolas de verdad.

El agua ya hacía gorgoritos en el hervidor eléctrico. La vertí en el azucarero encima de las especias y le puse la tapa. A continuación, con el libro de demonología bajo el brazo y el bol caliente entre las manos, entré en el círculo y me senté con las piernas cruzadas en el centro. Coloqué el azucarero delante de mí y abrí el libro por el capítulo que explicaba cómo invocar y deshacerse de un íncubo. Vacilé unos instantes; estaba ansiosa por empezar, pero si la «fuente» de Soheila tenía alguna información útil acerca de esa criatura sería mejor que lo descubriera antes de proceder. De manera que abrí el sobre azul que me había dado Soheila. Contenía hojas azules del papel de carta aérea que se utilizaba mucho antes del advenimiento de faxes y emails. Mi madre tenía un montón de cartas así. «De los viejos tiempos», me había dicho cuando encontré el paquete de cartas atadas con una cinta. Por aquel entonces yo tenía once años, edad en que la mayoría de niñas remplaza los cuentos de hadas por romances de adolescente; pero yo, cautivada por las historias que mis padres me contaban por las noches, creí que mi madre se refería a los tiempos de los caballeros, dragones y princesas, no solo al verano de los años setenta, cuando mis padres se escribían después de haberse conocido en St. Andrew’s. «Me cortejó por carta —me confió mi madre—. Como en las novelas románticas de antaño». A veces me preguntaba si mi posterior pasión por las novelas románticas no derivaba de aquel comentario casual.

El crujido del papel al desdoblarlo hizo que me acordara de ella, pero el contenido de la carta enseguida acaparó toda mi atención.

«Queridísima Soheila», ponía en una letra inclinada a la derecha, como si el remitente tuviera prisa por llegar al final de cada línea.

Te escribo para contarte una última historia (¡tú siempre eres mi mejor oyente!): la de Ganconer. Vine a este país para encontrarlo, para seguirlo hasta sus raíces, por así decirlo. Pero ahora me temo que, en lugar de seguirle yo el rastro, ha sido él quien me ha perseguido todo el tiempo, desde mi infancia.

Cuando yo no era más que un niño de doce años, mi hermana Katy cayó víctima de una enfermedad que la consumía y que el médico del pueblo no sabía identificar ni detener. Katy, que siempre había sido una chica alegre y hermosa, empezó a palidecer y se quedó tan débil que no podía ni salir de su habitación. El médico diagnosticó tuberculosis, a pesar de que mi hermana no tenía fiebre ni tos, e instó a mi familia a que la llevarán a las montañas para tonificarse con aire puro. No obstante, cuando le mencionaron la idea a Katy, se puso histérica y nos gritó que si la sacábamos de su cama se moriría. Mi madre decidió que debíamos llevarla a las montañas pese a su negativa, pero mi padre, que siempre se ablandaba en lo concerniente a Katy, no tuvo arrestos para hacerlo. De manera que nos quedamos, y Katy siguió perdiendo peso y palideciendo.

Una noche oí que gritaba y corrí a su habitación. Cuando abrí la puerta pensé que estaba soñando. La luz de la luna entraba a raudales en el dormitorio de mi hermana, pero con la forma de un caballo blanco montado por un hombre sumido en la oscuridad. Me quedé plantado en el umbral sin poder pronunciar palabra mientras Katy se levantaba de la cama y se acercaba al jinete. Este le tendió la mano y fue entonces cuando vi que el hombre estaba hecho de sombras; no era más sólido que las sombras de las ramas que se proyectaban en el suelo. De todos modos mi hermana le cogió la mano y él la subió al caballo de luz de luna. Ella rodeó al hombre oscuro con los brazos y apoyó la cabeza en su espalda de sombra. El rostro de Katy resplandecía a la luz de la luna y vi que sonreía, pero también reparé en que estaba cayendo a la oscuridad, como si las sombras la estuvieran engullendo. Intenté chillar, pero no lo conseguí. Fue como si una mano, una mano de sombra, me presionase la garganta. Entonces una oleada de frío me recorrió el cuerpo. Estaba aterrorizado, pero si no gritaba perdería a mi hermana para siempre. Todavía hoy sigo sin saber cómo lo hice, pero de alguna manera reuní las fuerzas para gritar «¡Déjala en paz!».

El hombre oscuro me miró, pero ya no estaba hecho de sombras, estaba ganando cuerpo, una carne blanca y pálida como si la luna estuviera llenando un molde. Pero sus ojos… ¡Qué ojos espantosos! Todavía eran pozos de oscuridad, y cuando los miré me invadió una tristeza desmedida, una tristeza que me hizo caer de rodillas y me arrastró a la oscuridad.

A la mañana siguiente me desperté en el suelo frío con el sonido de los gritos de mi madre. Sujetaba entre sus brazos el cuerpo sin vida de mi hermana, que estaba tumbada en el suelo a mi lado. «¿Qué ha pasado?», preguntó cuando vio que estaba despierto. Le expliqué todo lo que había visto, sin dudar de que pudiera no creerme, y cuando acabé vi que efectivamente me creía. «¿Quién era ese hombre?», quise saber. Y ella me contestó: «Era Ganconer, el Galanteador, un hombre que les roba la vida a las mujeres. Dicen que antiguamente era un humano como tú y como yo, pero un día se perdió en el bosque y se quedó dormido. La Reina Hada apareció con sus Jinetes y lo encontró. Era tan hermoso que ella deseó tenerlo. Se lo llevó consigo al Reino de las Hadas y allá es donde vive desde entonces, aunque después de tantos siglos ya es más sobrenatural que humano, una criatura de las sombras y la luz de la luna. La pequeña chispa de humanidad que todavía le queda anhela volver a ser humano, pero solo podrá conseguirlo si una chica humana se enamora de él. De manera que se dedica a seducir a muchachas con la esperanza de que alguna le quiera, pero si fracasa la chica muere».

«Pero nuestra Katy le quería —repuse—. Vi que él se empezaba a convertir en humano, de carne y hueso; todo excepto sus ojos. Y entonces él me vio…».

«Seguramente te hubiera matado si Katy no lo hubiera detenido. Ahí es donde su amor por él perdió fuerza. Ella debió de liberarse de él para salvarte».

«Entonces ha muerto por mi culpa», dije.

Mi madre, qué Dios la bendiga, parecía tan afligida como cuando lloraba la muerte de su hija. Intentó convencerme para que me quitara esa idea de la cabeza y con el paso del tiempo dejé que pensara que lo había conseguido.

Pero siempre he sabido que no era así.

Ese demonio (hace tiempo que comprendí que las criaturas que llamamos hadas en nuestro país son indistinguibles de los demonios del tuyo) la había matado, pero yo también tenía una parte de culpa en su muerte. Y por esa razón decidí que la misión de mi vida sería encontrarlo y enviarlo al Infierno, o al Reino de las Hadas o cualquiera que sea la fosa oscura de donde vino. (Sí, ya sé que según la leyenda que me explicó mi madre él antes había sido humano, pero ¿es eso razón para perdonarlo? Todo lo contrario; creo que es una razón de más para condenarlo). Todos mis estudios, las licenciaturas en las universidades de Edimburgo, Oxford y Cambridge, las matrículas de honor, los artículos y las publicaciones, incluso la fundación de la Real Orden de Folcloristas, todo ha sido con este objetivo. Y ahora, por fin, creo que he dado con el hechizo para acabar con él.

Sé que si te hubiera explicado mis planes hubieses intentado detenerme, pero no tengo otra opción: debo enfrentarme a él. Desde que vi la negrura que había tras sus ojos, una parte de mí ha estado sumida en esa oscuridad. Y he notado que a lo largo de las últimas semanas me he ido debilitando. Creo que de alguna manera me está consumiendo, del mismo modo que hizo con Katy. A menos que me enfrente a él, nunca me sentiré entero de nuevo.

Antes de embarcarme en este viaje definitivo te envío el manuscrito de mi último libro para que hagas con él lo que consideres oportuno. No hay nadie en quien confíe más, azizam. Quiero que sepas que entré en la oscuridad con tu rostro siempre presente y que si no regreso no será por falta de ganas de amarte.

Dooset daram,

Angus Fraser

29 de agosto de 1911

La fecha y la firma me sorprendieron. Creía que la carta iba dirigida a Soheila, pues creía recordar que había hablado del escritor como un querido amigo suyo. Pero Angus Fraser había impartido clases en Fairwick cien años atrás. Quizás había enviado la carta a la madre de Soheila, o incluso a su abuela. Abrí el libro que tenía en el regazo por la primera página y hallé su nombre debajo del título: Angus Fraser, doctor en Letras por Oxon, doctor en Folclore por la Universidad de Edimburgo, doctor en Arqueología por Cambridge, 1912.

Ese debía de ser el libro que le había enviado a Soheila para que lo publicara. ¿Habría regresado? Por lo que Soheila me había dicho no parecía que lo hubiera conseguido. Y si había muerto utilizando este hechizo para enfrentarse al demonio que había matado a su hermana, ¿era buena idea que yo también lo utilizara para invocar al mismo demonio?

Suponiendo que fuera el mismo.

Me quedé sentada con el libro abierto en el regazo y el azucarero lleno de agua caliente delante de mí. No tardaría mucho en enfriarse y entonces sería demasiado tarde para utilizarla. Las instrucciones indicaban que una vez que la hechicera hubiera entrado en el círculo no debía volver a salir de él. De manera que si pensaba hacerlo…

Lo que me hizo decidirme en última instancia fueron dos frases de la carta de Angus: «Desde el momento en que vi la negrura que había tras sus ojos, una parte de mí ha estado sumida en esa oscuridad… A menos que me enfrente a él nunca me sentiré entero de nuevo».

Cuando leí esas líneas la marca en espiral me había ardido en el pecho.

Sabía que a mí me estaba sucediendo lo mismo.