12

Me obligué a acabar de corregir todos los trabajos de mis alumnos esa misma noche, pues no quería darle ningún motivo a la decana para quejarse de mi rendimiento en el futuro. A pesar de que se había mostrado comprensiva y preocupada, no me cabía duda de que si no cumplía sus expectativas no duraría mucho en la Universidad de Fairwick.

Durante las siguientes semanas fui una profesora diligente y atenta, con el incentivo añadido de la visita de Paul, programada para Acción de Gracias. «No necesito un amante demonio», me repetía mientras corregía los exámenes parciales; ya tenía un novio humano, uno que se merecía que le prestara más atención. Incluso si el amante demonio no fuera tan imaginario como había pensado, había hecho bien en deshacerme de él. El deseo experimentado en el último sueño no había sido solo de sexo, sino de ganas de fundirme con él. Desde luego, aquello no podía ser sano.

De manera que cuando no estaba preparando las clases ni corrigiendo trabajos, me volcaba en poner la casa a punto para la llegada de Paul y en planificar la cena de Acción de Gracias. Desde que mi abuela se había mudado a Santa Fe, yo siempre pasaba ese día en casa de Annie, en Brooklyn. Y antes de eso, mi abuela y yo siempre lo celebrábamos en el formal e inmaculado comedor de su club. Nunca había cocinado el pavo yo misma, y en mi antiguo apartamento tampoco habría podido preparar más que un pavo calentado al microondas. No obstante, ahora tenía una casa preciosa y grande que se parecía a las casas vacacionales que aparecían en los anuncios de televisión, esos anuncios en que la música de Pachelbel suena de fondo. De manera que no solo podía ofrecerle a Paul un facsímil bastante bueno de una cena de Acción de Gracias, sino que además también podía invitar a un par de compañeros de trabajo. Quizás hasta a la decana Book (me había enterado de que no estaba casada y vivía sola); así le demostraría que me estaba integrando bien en Fairwick.

Le expliqué a Phoenix lo que había pensado, con la esperanza de que se ofreciera para ayudarme y de que los preparativos lograran distraerla de su obsesión por las memorias de Mara Marinka. Le entusiasmó la idea y enseguida se puso a escribir el menú de la cena y la lista de la compra. Decidimos que ese fin de semana iríamos al mercado a echar un vistazo a los productos locales.

Puesto que ella tenía el tema de la comida bajo control, decidí centrarme en la decoración de la casa. A pesar de que ya llevaba tres meses viviendo en la Casa Madreselva, todavía retumbaba como un bidón vacío. La escasez de muebles había creado un ambiente espacioso y aireado ideal para los días de calor, pero con la incipiente llegada del invierno me apetecía un ambiente más acogedor. Conduje hasta el centro comercial de la autovía y en la tienda de muebles Pottery Barn compré un par de sofás de dos plazas tapizados en terciopelo verde bosque. Después compré una alfombra, unos cojines y unas cortinas, todos en diversas tonalidades de ocre, teja y esmeralda. Elegí la cristalería y las fuentes para la mesa, junto con unas toallas de cortesía y una alfombrilla para el aseo de abajo. En un momento de arrebato, también compré albornoces y pantuflas a juego para Paul y para mí.

En el camino de regreso a casa pasé por un centro de jardinería llamado Valhalla y pensé que debía de ser la tienda de Brock y su hermano Ike. Hice una parada y pronto tuve una carretilla llena de macetas de crisantemos y ásteres, unas preciosas coronas hechas a mano con ramitas y hojas de arce, y una cesta de flores secas que quedaría preciosa como centro de mesa. Me percaté entonces de que entre las plantas y flores había numerosos artículos decorativos de hierro fundido: colgadores de plantas, percheros, estantes pequeños y una colección de animales de hierro fundido, como aquellos topes con forma de ratón. «Por supuesto», pensé. Brock me había dicho que sus tíos abuelos habían sido herreros antes de iniciarse en el negocio de la jardinería. Ahora comprendía porqué todas las cerraduras que había en la casa eran de hierro fundido, al igual que los topes.

A Phoenix le gustaron tanto mis compras que ella misma empezó a decorar la casa. A lo largo de las siguientes semanas las habitaciones de la planta principal se llenaron de cojines bordados, suaves chales de alpaca, velas aromáticas y boles de cristal rebosantes de golosinas y chocolates. La casa volvió a llenarse con los olores de la cocina, mientras Phoenix probaba las recetas para el relleno del pavo, las tartas, los boniatos caramelizadas, el pudín, diversas salsas y todos los vinos.

—Prueba este champán —me decía cuando bajaba a cenar—. Podríamos empezar con este y después servir un buen Pinot Noir con la sopa.

Después de catar las bebidas yo quedaba hecha polvo, pero Phoenix, que había empezado a beber antes que yo, seguía pletórica de energía y continuaba despierta hasta muy entrada la noche leyendo los trabajos de Mara, pero ahora entre los papeles corregidos me encontraba botellas vacías, y algunas marcas en rojo en las hojas parecían más de burdeos que de tinta. Recordé lo que me había dicho sobre su «pequeño problema con la bebida» y me preocupó un poco. Una semana antes de Acción de Gracias decidí abordar el tema preguntándole si creía que la lectura de las redacciones de Mara la estaba afectando. Pero en lugar de responder, me preguntó si me parecía bien invitar también a Mara a la cena.

—No tiene familia y Nicky Ballard no la ha invitado a su casa. No podemos dejar que pase sola esa fecha tan señalada.

Creí saber por qué Nicky no había invitado a Mara. La semana antes la había visto salir de una destartalada casa victoriana que tenía el porche medio hundido y lleno de electrodomésticos estropeados y sofás rotos, a unas tres manzanas de mi casa, en la calle Elm. Una voz chillona de mujer siguió la salida de Nicky: «¡No olvides mi paquete de Pall Mall!». Si esa era su casa, no la culpaba por no querer compartir el día de Acción de Gracias con nadie más. Quizás ella tampoco quisiera pasarlo allí.

—Me parece bien —acepté—, pero con la condición de que también invitemos a Nicky.

—¡Cuantos más, mejor! —exclamó Phoenix, entrechocando su copa de vino Puligny-Montrachet con mi vaso de agua con gas.

Aunque seguía preocupada por lo mucho que bebía Phoenix, tenía que admitir que parecía que íbamos a tener una velada divertida. Había invitado a Soheila Lilly, a Casper Van der Aart y a su pareja Oliver, que tenía una tienda de antigüedades en el pueblo, y, aunque solo fuera para demostrarle que no estaba acaparando esa gran casa para mí solita, también a Frank Delmarco; todos aceptaron la invitación. La decana Book también dijo que vendría y me sugirió que invitara a Diana Hart que, tal como me explicó, siempre estaba demasiado ocupada con sus huéspedes para sentarse a disfrutar de una comida de verdad. Le dije que me parecía muy buena idea, pues así podría recompensar a Diana por todas las provisiones de dulces que me había traído.

—Pero no le digas que la quieres «recompensar». Le podría sentar mal. Que no te extrañe si insiste en traer algunas tartas, ¡y sobre todo no las rechaces! Además, supongo que te vendrá bien un poco de ayuda, ¿no? Tienes cara de trabajar mucho. ¿No duermes bien?

—Sí, sí —mentí—. Es solo que me ha costado un poco acostumbrarme a la casa nueva.

Pero la verdad era que, a pesar de mi frenética actividad diurna, apenas dormía. Desde aquel día en la biblioteca se habían sucedido sueños extraños; no eran las visitas eróticas de antes, sino que… En realidad no parecían sueños, eran más como recuerdos medio olvidados.

En especial uno. Siempre empezaba con la marcha a través de aquel prado desolado en un amanecer medio iluminado, rodeada de una multitud de viajeros cuyos rostros quedaban ocultos por la neblina. A lo lejos la procesión pasaba bajo un arco y desaparecía entre las zarzas. Al verlo, el corazón se me encogía de miedo. ¿Adónde iban? ¿Adónde íbamos? El bosque se veía oscuro y espeso y quién sabe adónde conducía. Mis miedos resonaban como susurros a mi alrededor: la puerta era más estrecha de lo que solía ser y nadie sabía con seguridad si todavía conducía al Reino de las Hadas. Era fácil perderse entre las zarzas y tal vez quedarte atrapado toda la eternidad en las Tierras Fronterizas. Por el modo en que aquellas palabras resonaban no me cabía duda de que aquello podría ser una pesadilla horrorosa, pero si nos quedábamos allá más tiempo nos desvaneceríamos en la nada.

Justo entonces llegaba él en su elegante corcel blanco. Ya casi era transparente bajo el sol de la mañana, pero todavía podía distinguir su rostro: su frente ancha, los ojos almendrados y sus labios carnosos sonriendo al verme. Se acercaba a mí y me subía a su caballo, siempre delante de él, y cabalgábamos hasta el claro del bosque, donde me tumbaba bajo la capilla de madreselva y hacíamos votos el uno por el otro justo fusionando nuestros cuerpos cuando empezaban a desvanecerse… Entonces me despertaba agitada, y mis labios articulaban un nombre que olvidaba nada más despertar. Y el cuerpo me dolía de deseo frustrado.

Y eso era lo que soñaba todas las noches. No obstante, la noche antes de Acción de Gracias el sueño se repitió hasta que él apretaba su dedo contra mis labios y dibujaba una espiral en mi pecho, y esa vez noté que su roce me quemaba la piel, como si me marcara…

Desperté sobresaltada con un dolor abrasador en el pecho. Corrí hasta el espejo, me aparté el camisón y vi que en el pecho izquierdo tenía una espiral intrincada, como las ilustraciones que aparecían en el Libro de Kells, quemada en mi piel.

Eso no solo demostraba que el amante demonio era real, sino que además seguía allí. Y me había marcado como si fuera un bien de su propiedad.

Desde luego, una parte de mí lo había disfrutado, y eso me avergonzaba: no me refería a todo el sexo salvaje con el que me había deleitado ese fantasma, sino al hecho de que yo lo deseaba tanto que estaba dispuesta a dejarlo todo (mi trabajo, mis amigos, este mundo, mi cuerpo) para estar con él.

Yo, que había basado mi única relación de adulta en el principio de que ninguno de los dos renunciara a nada.

Eso no era propio de mí. Tenía que oponerme y enfrentarme a él.

Pero ¿cómo? Ya había leído todos los libros de la biblioteca que versaban sobre los íncubos. Necesitaba a un experto… Y la persona que mejor conocía la historia del amante demonio, o al menos el que aparecía en la pintura del tríptico, era Soheila Lilly.

Después de mi última clase fui a buscar el despacho de Soheila Lilly en el laberinto de pasillos estrechos que formaban la planta baja del pabellón Fraser. Angus Fraser había vivido en esa parte del edificio cuando enseñaba en la universidad a finales del siglo pasado, y se había conservado su distribución laberíntica. Deambulé por los pasillos unos minutos hasta que encontré una puerta con el nombre de Soheila Lilly encima de un póster del Museo Británico que mostraba una placa de terracota con la escultura de una mujer de pie encima de dos leones agachados y flanqueada por dos lechuzas enormes. Fui a llamar a la puerta, pero me detuve para leer la leyenda que había debajo del póster: LA REINA DE LA NOCHE, ANTIGUA BABILONIA 1800-1750 A. C. Observé a la mujer más de cerca y me percaté de que en los extremos de sus hermosas piernas tenía dos garras, idénticas a las de las lechuzas que la flanqueaban. Algo en ese detalle me hizo estremecer, pero me sacudí esa sensación de frío y llamé a la puerta.

Una voz melodiosa me invitó a entrar. Cuando abrí la puerta me dio la sensación de haberme transportado a un bazar de Oriente Próximo. El suelo estaba cubierto de alfombras persas, y de las paredes y el techo colgaban tapices de colores vivos. En lugar de los fluorescentes que iluminaban mi despacho con una luz pálida y fría, tres farolillos de cristal (uno azul zafiro, otro verde esmeralda y otro amarillo ámbar) proyectaban una luz muy cálida. El bonito escritorio estaba despejado, a excepción de un viejo libro encuadernado en cuero y una taza de té de cristal. Soheila, que iba vestida en tono caramelo de los pies a la cabeza (desde el chal de cachemir y las botas de ante hasta el pintalabios), estaba reclinada en la silla contemplando por la ventana las últimas hojas otoñales que caían de los ya casi desnudos árboles del campus. O al menos eso supuse que estaba mirando, pues no había nada más. El campus estaba casi desierto. Todo el mundo se había marchado para las fiestas.

—Hola, Callie. Imaginé que hoy tendría el placer de contar con tu compañía —dijo volviéndose hacia mí. Sonrió, pero sus ojos parecían distantes y tristes—. ¿Una taza de té? —ofreció, moviendo la cabeza hacia un humeante samovar de plata encima de un archivador de roble.

—Sí, gracias —acepté, al tiempo que tomaba asiento en la silla tallada que había frente a su escritorio. El respaldo parecía demasiado delicado para aguantar el peso de mi bolsa bandolera, de manera que me la coloqué en el regazo—. Si no es molestia, me gustaría hacerte un par de preguntas acerca de la historia que me contaste en la recepción de profesores… La del amante demonio que fue secuestrado por la Reina de las Hadas.

Soheila suspiró mientras vertía té en un vaso con ribete plateado. Alzó el vaso medio lleno frente a la ventana y el color del té pasó de caramelo a dorado. A continuación añadió un chorrito de agua hirviendo del samovar y me trajo el vaso en una bandeja de plata junto con un bol de cristal con terrones de azúcar. Repitió el mismo proceso para ella. Cuando estuvo sentada de nuevo a su escritorio con su taza de té, tomé un sorbo del mío; sabía a cardamomo, clavo y alguna otra especia indefinible.

—Está buenísimo —comenté, depositando el vaso caliente en la bandeja—. Y muy reconfortante. —Por primera vez desde que había descubierto la marca con forma de espiral en mi pecho sentía que entraba en calor—. Me dijiste que ese Ganconer…

—El ritual del té siempre relaja a mis alumnos… —Inclinó la cabeza y entornó sus preciosos ojos dorados—. Pero no está funcionando contigo, ¿verdad? Estás inquieta por esas preguntas que quieres hacerme, ¿verdad?

Reí con cierta exageración y me levanté el cuello del jersey, aunque sabía que la marca estaba bien escondida.

—Además de ser experta en Próximo Oriente, ¿también eres licenciada en Psicología? —pregunté. Lo cierto es que sonó más sarcástico de lo que pretendía; cuando estoy nerviosa puedo parecer demasiado incisiva. A veces pienso que adquirí ese hábito de mi abuela, que se mostraba todavía más sarcástica que yo cuando algo le disgustaba. Pero la educada Soheila Lilly no iba a tomárselo como una ofensa.

—Sí, en efecto. Estudié con Jung…

Al ver mi expresión de sorpresa, titubeó. Para haber estudiado con el mismo Carl Jung, Soheila tendría que tener unos ochenta años, y a pesar de que ese día sus ojos sí que parecían de anciana, el resto de ella no lo parecía en absoluto.

—Quiero decir… que estudié en el Instituto Jung, en Zurich.

—Eso es fantástico. Seguro que Jung tenía algunas cosas interesantes que decir sobre los amantes demonios.

—Pues la verdad es que sí, pero no creo que hayas venido para hablar de Jung, ¿no?

—Ya. Verás, he estado buscando información acerca de la historia sobre el amante demonio secuestrado por la Reina de las Hadas… Si no recuerdo mal, lo llamaste Ganconer. Es para un libro que estoy escribiendo. Pero no he encontrado nada acerca de ese mito en particular, ni en Internet ni en la biblioteca, que parece tener todo lo que se ha escrito sobre folclore a lo largo de la historia. Así que me preguntaba si podrías proporcionarme la fuente de esa historia.

—Era una fuente oral —respondió—. No creo que nunca se haya escrito nada al respecto.

—Ah —dije, intentando disimular mi decepción. Por muy grande que sea su interés profesional, los académicos nunca lloriquean por fuentes perdidas—. Qué mala suerte… O quizá todo lo contrario… —rectifiqué, recuperando el ánimo—. Podría ser una gran oportunidad para escribir un artículo. Podríamos hacerlo juntas. ¿Sigues en contacto con la fuente?

—No. Él murió hace años. —Se le empañaron los ojos y se volvió hacia la ventana, aunque me dio la sensación de que ya no veía la hierba verde ni las hojas que caían de los árboles.

—Lo siento —dije—. No pretendía hurgar en recuerdos dolorosos. No es tan importante. —Empecé a levantarme, pero Soheila se volvió y me clavó la mirada.

—Ya, pero para ti sí que es importante, ¿verdad? ¿Por qué quieres información sobre ese demonio en particular?

Me senté de nuevo e intenté hallar una respuesta que no supusiera darle a entender que pensaba que el amante demonio era real. Por muy comprensiva que se mostrara, estaba segura de que si lo hacía, Soheila le diría a la decana que me pusiera bajo observación psiquiátrica.

—Bueno, he estado investigando mucho sobre los amantes demonios, pero nunca me he topado con una leyenda como esta. Esta cuenta la historia del íncubo y explica por qué seduce a las mujeres. Este mito lo hace más… digamos, más humano. Es como cuando en Jane Eyre descubrimos que a Rochester lo embaucaron para que se casara con Bertha, o cuando descubrimos que la Bestia está bajo una maldición. Justifica su comportamiento y los hace… —iba a decir adorables, pero rectifiqué a tiempo—: redimibles.

—Pues parece que ya has encontrado las conclusiones que buscabas —comentó con voz fría por primera vez.

Dolida, me cobijé en la actitud distante propia de los académicos.

—Sí, pero no cuento con ninguna fuente legítima que explique el fenómeno. El Ganconer de tu historia podría ser el puente entre el íncubo del folclore y los héroes byronianos de la ficción gótica. Pero si no lo recuerdas…

—Me acuerdo de todo —repuso, levantándose y apartándose con impaciencia el chal que le cubría los hombros. Fue hasta la puerta que había al lado del archivador y la abrió: conducía a un vestidor con armarios de roble—. Por favor —me dijo con una sonrisa forzada en sus labios pintados de color caramelo—, acábate el té. Solo tardaré un minuto.

Los tacones de sus botas retumbaron en el parquet del vestidor, que debía de ser bastante más grande que mi rincón de trabajo.

Bebí un sorbo del té y alcé la vista hacia la estantería que tenía al lado. Muchos de sus libros estaban escritos en farsi, pero también había algunos en alemán, francés, ruso y un par de idiomas que no pude identificar. No obstante, uno que me llamó la atención estaba en inglés, y en su cubierta de cuero rojo se leía una única palabra en letras doradas: Demonología.

Cogí el libro de la estantería y vi que los cantos también eran dorados. Pasé las páginas hasta llegar al índice y me fijé en el título del capítulo tres: «Cómo invocar y hacer desvanecer a un íncubo». Justo lo que necesitaba.

Miré hacia la puerta del vestidor y oí el sonido de un archivador abriéndose. Volví a bajar la vista al libro que tenía en el regazo, justo encima de mi bolsa bandolera, de manera que solo fue necesario un leve movimiento para deslizarlo dentro.

—Aquí está —dijo Soheila, saliendo del vestíbulo con un pequeño sobre azul—. Esta es la única copia que tengo, así que cuídala, por favor.

—Descuida —le aseguré, y metí el sobre en mi bolsa. Me puse de pie, ansiosa por irme antes de que Soheila se percatara del hueco que había quedado en su estantería—. Muchas gracias.

—Espero que te sirva —respondió—. La fuente pagó muy cara esta información. Úsala con prudencia.