El amante demonio no me visitó esa noche, ni las siguientes.
Debería haber sido un alivio, pero, en cambio, me sentía inquieta. Me quedaba despierta observando las temblorosas sombras de las ramas hasta que la luna pasaba por encima de mi casa y su luz perdía intensidad. Entonces, sin poder conciliar el sueño, iba descalza hasta la habitación vacía, cogía uno de los manuscritos de Dahlia LaMotte y me lo llevaba a la cama. Los leía deprisa y sin analizarlos, devorando las historias escabrosas de institutrices y señores inquietantes y de huérfanas y benefactores misteriosos, todas salpicadas de extensas escenas de sexo.
El amante demonio se insinuaba en todos los libros de Dahlia del mismo modo que entre las piernas de sus heroínas… y debajo de su piel. En todos los libros la heroína se hacía adicta a un amante demonio.
«¡Lo deseaba del mismo modo que un adicto al opio anhela su pipa! —exclamaba India Wilde en El páramo lejano—. Él es mi opio. Lo inhalo y cobra vida. Le dejo entrar en mí y cobro vida. Él es mi vida, sin él me marchitaría y moriría».
Empecé a temer que me sucediera lo mismo si no lograba deshacerme del control que ejercía sobre mí.
Me quedaba leyendo hasta que el preludio del alba reemplazaba el resplandor lunar. Entonces salía a correr un rato antes de las clases, siguiendo el sendero a través del bosque. Corría hasta donde llegaban los matorrales de madreselva y siempre me detenía unos instantes para escuchar el ruido de las ramas entrelazadas que se rozaban con la brisa. Prestaba atención para ver si oía a algún pájaro atrapado en el sotobosque, pero el matorral estaba vacío y melancólico. Pensaba en el cuadro del pabellón Briggs, en el que aquellas hadas y demonios salían de este mundo para introducirse en otro a través de un matorral igual que ese, y notaba que el corazón me daba un vuelco. ¿Qué se sentiría al abandonar el hogar y deambular toda la eternidad a través de un laberinto cada vez más estrecho cuyo camino de vuelta se contraía y retorcía con cada año que pasaba? Esa metáfora del exilio, extrañamente evocadora, me perseguía en el camino de regreso a casa con la sensación de que yo también estaba exiliada; no de mi antigua vida en Nueva York (eso apenas lo echaba de menos), sino del amante demonio que yo misma había ahuyentado.
A pesar de que las horas de footing y el frío deberían haberme abierto el apetito, esas primeras semanas de octubre empecé a comer menos, coincidiendo con el momento en que Phoenix dejó de cocinar repentinamente.
—Espero que no te importe —dijo, pasándome los menús de entrega a domicilio de la pizzería del pueblo y el restaurante chino—. Es que estoy un poco agobiada de trabajo y tengo que corregir un montón de redacciones. Son muy buenas, ¿sabes?, sobre todo las de Mara.
—¿Escribe sobre lo que vivió en Bosnia?
—Más o menos. Está escribiendo una parábola que representa sus experiencias en la vida real, pues le resultan demasiado dolorosas para afrontarlas derechamente. Yo la animo a que siga con la parábola, a ver si algún día es capaz de hacer frente a los acontecimientos reales de su vida, tal como hago con todos los alumnos. Pero la propia parábola es tan intensa y violenta, tan perturbadora, que no puedo ni imaginar lo espantosa que es la verdad que yace detrás de ella.
—¿En serio? ¿Crees que deberías enseñársela a alguien… profesional? —pregunté, pensando en el tiroteo que hubo en la Universidad Virginia Tech unos años atrás y en las redacciones violentas y trastornadas que el autor de la masacre había presentado en su clase de Escritura Creativa. Esas redacciones podrían haber servido de aviso si hubieran llegado a manos de un experto en salud mental. No obstante, a Phoenix le horrorizó mi sugerencia.
—¡Ni hablar! ¡Perdería su confianza por completo! Le he prometido que no se la enseñaré a nadie hasta que hayamos trabajo juntas en ello. Y todas las mañanas me reúno con ella para repasar sus borradores. —Phoenix me mostró una carpeta de color lila de cinco centímetros de grosor—. Así que tengo la situación bajo control.
Yo no estaba muy segura de cuán controlada tenía la situación. Había estado tan absorta en mi propia obsesión que no me había percatado de lo mucho que Phoenix lo estaba en la suya. Se pasaba el día leyendo las redacciones de Mara. Cuando bajaba la escalera al amanecer para salir a correr me la encontraba dormida en el sofá de la biblioteca con la carpeta lila abierta en el suelo y varias hojas marcadas en rojo esparcidas como salpicaduras de sangre. Y cuando me cruzaba con ella en el pabellón Fraser por las tardes siempre llevaba consigo aquella carpeta lila.
Un día, un alumno me entretuvo en el pasillo para pedirme que le aplazara la entrega de un trabajo, y al pasar junto al aula de Phoenix quince minutos después de que hubiera empezado su clase, me sorprendió ver que no se hallaba allí y que los estudiantes estaban jugando y escribiendo mensajes con sus móviles de última generación. Divisé a Nicky Ballard y le hice un gesto para que saliera al pasillo.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Ha venido Phoenix?
—Bueno, más o menos —contestó mordiéndose el labio, que tenía muy agrietado. También me pareció que había perdido más peso y sentí una punzada de culpabilidad al recordar que me había propuesto estar pendiente de ella; sumida en mi bajo estado de ánimo, no me había percatado del creciente mal aspecto de la muchacha—. Está en su despacho con Mara, en otra de sus «reuniones de supervisión». —Nicky señaló comillas con los dedos y vi que tenía las uñas mordidas—. Se supone que el resto tenemos que seguir trabajando en nuestras memorias hasta que ella nos llame uno a uno, pero nunca queda tiempo para que se reúna con nadie más aparte de Mara.
—Pues a los otros alumnos no les debe de hacer mucha gracia. ¿Ha ido alguien a quejarse a la decana?
Nicky se encogió de hombros.
—No creo que nadie quiera hacerlo. Lo poco que Mara ha leído en voz alta en clase es tan doloroso, que nadie quiere quejarse del tiempo que Phoenix le dedica.
—Pero no es justo que un alumno acapare toda la atención… —Noté que Nicky se incomodaba y cambié de táctica—: ¿Y cómo estás tú? ¿Te estás adaptando bien a Fairwick?
La chica se volvió a encoger de hombros; un gesto que en ella ya parecía un tic nervioso.
—Bueno, tengo muchos deberes e intento explicarle a Ben que no puedo salir por ahí todo el día porque tengo más trabajo que él, pero me dice que lo que pasa es que desde que estudio en «mi querida universidad privada» se me han subido los humos. —Nicky volvió a marcar comillas en el aire y me pregunté cuánta parte de la nueva vida de la muchacha requería el uso de esa distancia irónica.
—Las relaciones son complicadas cuando uno de los dos tiene más éxito que el otro, y todavía más si es la mujer. —Pensé en lo mucho que Paul tuvo que esforzarse por no molestarse cuando me aceptaron en Columbia y cuando conseguí un gran contrato editorial con mi tesis, mientras que él tenía que reescribir la suya, tal como le aconsejó su tutor—. Pero eso no significa que tengas que sentirte culpable o dejar escapar las oportunidades que tú misma te has ganado. Si a Ben le importas de verdad, lo entenderá.
Nicky asintió con la cabeza, aunque parecía al borde de las lágrimas.
—Ya, pero las chicas de su instituto no tienen que quedarse en la biblioteca los sábados por la noche. ¿Cuánto tardará en darse cuenta de que es más sencillo salir con alguna de ellas?
Suspiré. Por supuesto, yo también me había preguntado lo mismo con Paul. Aunque UCLA no fuera un instituto de grado superior, Los Ángeles estaba repleto de rubias esbeltas y surfistas que no vivían a cinco mil kilómetros de distancia. Con el fin de no torturarme con fantasías de celos había cerrado con llave una parte de mi cerebro y, para ser sincera, también un trocito de mi corazón. A veces me preocupaba que el resultado de aquello fuera que ya no lo quería tanto. E incluso me preguntaba si realmente le había querido lo suficiente, o si Annie tenía razón cuando me decía que si de verdad estuviera enamorada habría hallado el modo de estar con él. Últimamente, cuando hablábamos por las noches, me sentía impaciente por colgar. Debería haber estado contando los días que faltaban para que viniera a visitarme en Acción de Gracias, pero, por el contrario, estaba perdiendo la cabeza por un amante fantasma. ¿Sería por eso que había conjurado a mi amante demonio? ¿Porque no estaba satisfecha con Paul? ¿Y nunca me había sentido así porque no dejaba de comparar a Paul con el príncipe de mis fantasías de adolescente?
—Si estáis hechos el uno para el otro, las cosas funcionarán —dije, deseando poderle ofrecer un consejo más potente. Pero ella asintió como si hubiera dicho algo sabio.
—Gracias, profesora McFay. Muchas gracias por tomarse la molestia de hablar conmigo. Sé que está muy ocupada.
Me sentí culpable al recordar la cantidad de trabajos sin corregir que se amontonaban en mi escritorio y los que llenaban la bolsa bandolera que siempre llevaba. Me sentía tan abatida que me había retrasado en mis obligaciones.
—La verdad es que todavía tengo que corregir los últimos trabajos que me habéis entregado —dije, dando un golpecito a mi repleta bolsa—. Será mejor que me ponga en marcha. Recuerda, si necesitas hablar…
—Gracias, profesora.
Nicky entró de nuevo al aula y yo me marché. A pesar de que solo estábamos a finales de octubre, la mayoría de hojas ya habían caído de los árboles y hacía suficiente frío como para llevar un abrigo de invierno, aunque yo no me lo había puesto. Llevaba una chaqueta Armani, un jersey de cuello alto, unos tejanos ajustados y unas botas altas: mi conjunto otoñal favorito. Cuando vivía en la ciudad, ese tipo de ropa me servía hasta que empezaba la Navidad, pero en Fairwick iba a tener que ponerme un abrigo y ropa interior abrigada antes de Acción de Gracias. Tenía tanto frío que decidí hacer una parada en la biblioteca y avanzar un poco el trabajo allí, pues cada vez que intentaba corregir deberes en casa, acababa leyendo una novela de Dahlia LaMotte. Quizás en la biblioteca hallara la disciplina que necesitaba.
Empecé a evaluar las redacciones, procurando concentrarme en lo que mis alumnos opinaban de Los misterios de Udolfo y La abadía de Northanger, pero cada pocas frases levantaba la vista y me quedaba mirando por la ventana los árboles desnudos del campus, sintiendo una tristeza profunda, como si alguien cercano acabara de fallecer. «¿Qué me está pasando?», me preguntaba, forzándome a bajar la vista de nuevo a los papeles. Nunca había estado tan distraída. ¿Acaso estaba sufriendo algún tipo de síndrome de abstinencia del amante demonio? ¿O me estaba poniendo enferma? Leí el siguiente trabajo con la cabeza llena de posibles enfermedades: gripe porcina, la enfermedad de Lyme, un Alzheimer temprano… Quizá las visitas del amante demonio eran un síntoma de un tumor cerebral.
Como para confirmar mis peores temores, cuando bajé la vista a la hoja que tenía delante las letras perdieron nitidez y comenzaron a dar vueltas. Visión borrosa, ¿no era ese un síntoma de derrame cerebral? Cerré los ojos y apoyé la frente en la fría mesa de madera lustrada. Ahora entendí por qué aquel estudiante había estado durmiendo en esa misma sala el otro día: era el lugar perfecto para dormir, silencioso pero con un suave zumbido de fondo, apenas audible, que debía de proceder del sistema de ventilación; sonaba como un arrullo.
Debí de quedarme dormida. Estaba rodeada de gente caminando a través de un prado interminable. Bajé la vista y vi que tenía los pies descalzos en la hierba húmeda. Tenía unos arañazos en las piernas y me había hecho sangre, y el vestido que llevaba estaba hecho jirones a la altura de las rodillas. Al verlo me asusté. No debería estar sangrando, ni tener la piel rasguñada. Empecé a caerme… como si la conciencia de mi vulnerabilidad me hubiera arrebatado el último ápice de fuerza y voluntad. Me tumbaría allí mismo en la hierba mojada y dormiría. No me importaba que la multitud pudiera pasarme por encima en estampida; les dejaría pisotearme en el suelo hasta que no fuera más que polvo bajo sus pies y me filtrase en la tierra. Mientras caía oí el ruido de los caballos, los Jinetes, y supe que enseguida quedaría enterrada y convertida en polvo bajo sus pezuñas. «Vale, dejad que vuelva a convertirme en polvo…», pensé. Pero justo entonces una sombra se me acercó y al levantar la vista vi que una figura montada en un caballo blanco se inclinaba hacia mí. Me aferré a sus manos tendidas y él me levantó y me sentó delante de él. Me rodeó con los brazos y noté que rozaba mi piel fría y desnuda. Mi vestido, empapado y desgarrado, apenas me cubría. Me apretó contra él y sentí su erección. Sabía que teníamos que irnos, que no había tiempo, pero el deseo que sentíamos el uno por el otro era demasiado fuerte. Dirigió el caballo hacia el bosque y nos adentramos hasta un claro cubierto por un entramado de ramas… parecía una capilla.
—Me hubiera gustado casarme contigo en una iglesia —me susurró al oído, a la vez que me bajaba del caballo para tumbarme en la hierba—, pero esto tendrá que servir. —Siguió la línea de mi mandíbula con un dedo y lo apretó contra mis labios—. Eres mía —dijo, deslizando el dedo por mi cuello hasta llegar a mi pecho izquierdo. A continuación, dibujó unos círculos alrededor del pezón, trazando una espiral sobre mi corazón, sin dejar de mirarme ni un instante.
—Sí… —gemí, arqueando las caderas hacia él mientras se suspendía dos centímetros tentadores encima de mí—. Nos pertenecemos él uno al otro. Siempre ha sido así y siempre lo será.
Sin apartar los ojos de los míos, levantó los últimos jirones de mi vestido y me hizo suya. Su rostro, iluminado al contraluz por el sol que se colaba entre las ramas, brilló, y sus ojos destellaron con el mismo tono verde que el del bosque espeso que nos rodeaba. Cuando me penetró fue como si el bosque estuviera entrando en mí… La luz dorada del sol estallaba a través de las ramas verdes, arrasando consigo todo lo demás… incluso su carne y, tal como comprobé, también la mía. Podía ver el sol y las ramas a través de mi mano; nos estábamos disolviendo el uno en el otro…
Desperté sobresaltada, con el rostro apoyado sobre una mancha húmeda en la mesa. Me incorporé y me llevé la mano a la boca; esperaba que nadie me hubiera visto babeando mientras dormía. Pero esa esperanza se esfumó rápidamente: Elizabeth Book estaba sentada frente a mí y su elegancia serena me hizo sentir todavía más sucia y avergonzada.
Sonrió con mirada triste.
—Estabas soñando —comentó.
—Sí, me he quedado dormida mientras corregía estos trabajos —dije, al tiempo que apilaba los papeles desparramados por la mesa. Debía de haberlos desordenado cuando intentaba aferrarme a mi amante demonio… Dios mío, ¿me habría oído gemir la decana o decir algo en voz alta? No lo llamé por su nombre… aunque estaba segura de que en el sueño lo había sabido. Y también lo había reconocido a él, tanto como a mí misma. Pero ¿qué significaba aquello? ¿Quién había sido yo en el sueño?
—¿Has estado teniendo sueños perturbadores? —preguntó Liz.
Me sonrojé al pensar en la posibilidad de que ella supiera exactamente el tipo de sueños que estaba teniendo. Sueños en los que hacía el amor hasta que mi cuerpo se desvanecía.
—No —mentí—. A no ser que consideres perturbador soñar con trabajos sin corregir. Me temo que voy un poco retrasada. —Sonreí con gesto contrito, con la esperanza de que pensara que mi bochorno se debía a que me había pillado dormida, no porque tuviera una vida sexual depravada con un ser demoníaco—. Pero te aseguro que voy a ponerme al día y no volveré a dejar que se me acumule el trabajo.
Elizabeth Book estiró los brazos por encima de la mesa y apoyó su mano en la mía.
—No estoy preocupada por tu rendimiento, querida Callie. Estoy preocupada por ti. No todo el mundo se adapta fácilmente a Fairwick. A veces, el hecho de estar aquí plantea… ciertos problemas. Y tengo que decirte que me preocupa que vivas sola en esa casa…
—No estoy sola —la interrumpí—. Phoenix vive conmigo.
—Ah, es verdad. Phoenix ha resultado una incorporación interesante para nuestra comunidad, pero quizá no sea la compañía más serena del mundo. Y tampoco creo que ella se diese cuenta si algo anduviera mal.
—Nada anda mal, decana Book. Es solo que estoy… —¿Obsesionada con un amante fantasma? ¿Arrepentida de haberlo echado?—. Estoy intentando acostumbrarme a mi nueva rutina. No tienes que preocuparte por mí. Y ahora, si me disculpas, recogeré todas estas redacciones para corregirlas en casa, pues la biblioteca no ha resultado tan buen entorno de trabajo como esperaba.