La mañana siguiente desperté irritada y de mal humor. Me dolía la cabeza y me sentía a punto de caer enferma de gripe. Una ducha caliente me haría sentir mejor, pero cuando abrí el grifo solo salía agua helada; el calentador del agua, que el ayudante del arquitecto había certificado que estaba en buenas condiciones, debía de haberse estropeado. Tomé nota mental de llamar a Brock y me preparé una cafetera, pero pronto descubrí que la leche se había agriado. Y cuando intenté tostar unos panecillos, se produjo un cortocircuito en la tostadora, se incendió y los panecillos se chamuscaron.
Decidí ir al campus a pie, con la esperanza de que el aire y el ejercicio cambiarían mi mal humor, pero desde que salí me percaté de que el suave clima del veranillo de San Martín se había acabado de forma abrupta. La temperatura no debía de llegar ni a los cinco grados. Persistí, decidida a no quejarme del frío, pero a los diez minutos empezó a llover; bueno, de hecho, empezó a caer aguanieve. La lluvia helada me pinchaba la cara y la nuca, y cuando llegué a la universidad estaba empapada y congelada. Me detuve para comprar una rosquilla y un café. Llegué tarde a clase y dediqué los primeros diez minutos a quejarme ante los estudiantes, que me miraban boquiabiertos, de la mala calidad de esa clase de rosquilla fuera del área metropolitana de Nueva York y de lo absurda que resultaba el aguanieve en octubre.
Había planeado poner Rebeca en clase, pero cuando introduje el DVD en la disquetera, mi ordenador chirrió y lo escupió con un bufido. Solté algunos improperios y oí que algunos estudiantes se reían de mi uso de maldiciones anglosajonas. Introduje de nuevo el DVD, pero saltó una chispa de la disquetera, me dio corriente y mi portátil maulló como un gato herido. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas ante la injusticia de que el mundo fuera en mi contra. No sé lo que hubiera hecho si Nicky Ballard no me hubiera brindado su ayuda.
—A ver, deje que le ayude. He trabajado algunos años como asistente técnico en el campus y suelo solucionar este tipo de cosas. —Tecleó un par de órdenes en mi ordenador y unos minutos después mi Mac estaba ronroneando y reproduciendo la película.
Le di las gracias a Nicky y ella me respondió con una sonrisa extraña. Fue entonces cuando me percaté de que había perdido peso. Tenía el rostro más delgado y se le marcaban los pómulos. Llevaba el flequillo de lado, dejando al descubierto una frente amplia y unos grandes ojos turquesas. Estaba guapa, pero sentí una punzada de preocupación. Aunque era bastante típico que los estudiantes de primer año ganasen peso, también había sido testigo de algunos casos de anorexia causados por el estrés académico y social de la universidad. Decidí hablar con ella después de clase y me dispuse a ver la película.
El minuto que había dedicado a pensar en otra persona y olvidarme de mis problemas puso en perspectiva mi mal humor, pero mientras veía la película sentí que mi irritación volvía por sus fueros. Me gustaba poner Rebeca porque la novela era una adaptación clásica de los temas góticos y la película de Hitchcock era bonita y conmovedora. Pero lo cierto es que la segunda señora De Winter era una boba y resultaba doloroso verla acobardándose frente a la imperiosa señora Danvers y escondiendo vajillas rotas como una chiquilla.
Después de ver media película di por terminada la clase y les pedí a los alumnos que acabasen de leer el libro antes de la siguiente clase.
—La novela termina de manera diferente que la película, de modo que no penséis que podéis pasar sin leerla. —Y luego, en un impulso, añadí—: Preguntaos lo siguiente: ¿Qué hubierais hecho vosotros de haber estado en la piel de la segunda señora De Winter o en la de cualquiera de las heroínas que hemos estudiado hasta el momento? ¿De verdad creéis que estas mujeres tienen que ser tan impotentes?
Mientras les explicaba los deberes advertí que Mara me estaba mirando, pero no con su habitual mirada reverente, sino con cierto asombro. Comprendí entonces que había formulado la pregunta con enfado. «Joder, debo de estar volviéndome loca de verdad».
Tal vez debería posponer mi charla con Nicky Ballard para otro día, pero cuando la muchacha pasó junto a mí, se detuvo y dijo:
—Yo despediría a la señora Danvers.
—¿Qué?
—Pues que si yo fuera la segunda señora De Winter, eso es lo primero que haría. Después donaría todas las cosas de Rebeca al Ejército de Salvación, o a su equivalente británico, y redecoraría la casa. Entonces le diría a Max que si quería que nuestro matrimonio funcionase, tendría que superar la muerte de su mujer anterior y empezar a prestarme atención.
—Bien dicho —comenté.
—Pero ¿qué harías cuando descubrieras cómo murió Rebeca? —inquirió una voz desde la puerta. Era Mara, que había estado esperando en la salida del aula a su compañera de habitación.
—Lo felicitaría y me aseguraría de que nadie encontrase jamás el barco.
En ese momento vislumbré una dureza en los ojos de la muchacha que me sorprendió.
—Nicky, ¿puedes quedarte un momento para enseñarme cómo has arreglado mi ordenador? —pregunté, forzando una sonrisa. Entonces, me volví hacia Mara y añadí—: Será mejor que vayas a clase. No llegues tarde por mi culpa.
—Pero Nicky va a la misma clase…
—Dile a Phoenix que ella llegará en unos minutos.
Mara se marchó a regañadientes, echándole a Nicky una mirada de preocupación por encima del hombro. Me pregunté si ella también se habría percatado de que su amiga había adelgazado. Mientras Nicky me explicaba los pasos para solucionar el problema de mi portátil, la miré con atención y observé que, además de haber perdido peso, tenía los ojos febriles y estaba muy pálida.
—Gracias, Nicky. Me has salvado la vida. ¿Puedo llamarte si me vuelve a dar problemas en casa?
—Por supuesto. Como he dicho, hace años que trabajo en la asistencia técnica…
—Pero eres una estudiante de primer año, ¿verdad?
—Sí, pero como vivo aquí en el pueblo conseguí el trabajo en mi segundo año de bachillerato. Una de mis profesoras me recomendó para el puesto porque siempre estaba arreglando los ordenadores del instituto. Y conocí a la decana Book… —Sonrió y bajó la voz—. Es una mujer muy inteligente, pero no tenía ni idea de ordenadores. De hecho, fue ella quien me sugirió que solicitase el ingreso en esta universidad. Yo tenía pensado ir a la Universidad Estatal de Nueva York, en Oneonta, pero la decana Book me habló del programa de becas y, bueno… aquí estoy.
—¿Y te está gustando?
—Pues la verdad, se me hace un poco raro. Llevo toda la vida viendo a los profesores de la universidad en el pueblo y siempre me habían parecido seres de otro mundo. Como esa profesora de Inglés, la señorita Eldritch, ¿se ha fijado alguna vez en su manera de andar? Es como si flotara… Y esos profesores rusos. ¿Sabía usted que viven todos juntos en una vieja mansión victoriana en lo alto de la colina? Da miedo; los postigos siempre están cerrados y ellos solo se dejan ver por la noche. ¡Incluso sus clases son nocturnas! Los chicos del pueblo dicen que forman un pervertido triángulo sexual… —Nicky se sonrojó—. Perdone, no quería ser irrespetuosa. Es solo que se me hace raro haber pasado la vida en un lado y estar ahora en el otro, como Alicia a través del espejo, ¿entiende?
Asentí. En aquel momento creí comprender el problema de Nicky. Además de tener que adaptarse a la universidad, tenía que lidiar con un cambio de estrato social. La decana Book me había dicho que las relaciones entre el pueblo y la universidad eran cordiales, pero seguro que esa relación era diferente para los chicos que repartían las pizzas y sus padres, quienes se encargaban de la fontanería y de fregar los suelos de las residencias de estudiantes.
—¿Y qué les parece a tus padres que estudies en Fairwick? —pregunté.
—Pues… solo tengo a mi madre y mi abuela; vivo con ellas. Mi abuela se alegró bastante y mi madre, bueno, dijo que estaba de acuerdo siempre y cuando ella no tuviera que pagar nada, pero que más valía que estudiara algo práctico y consiguiera un trabajo como dios manda y no perdiese el tiempo con tonterías artísticas. Lo siento… —Se le quebró la voz y me di cuenta de que estaba conteniendo las lágrimas—. No quiero agobiarla con mis cosas.
Le toqué el brazo, que estaba excesivamente delgado, para animarla.
—No te preocupes, Nicky. Yo perdí a mis padres cuando era pequeña y fue mi abuela quien se hizo cargo de mí. —Por el modo en que me miró, adiviné que era precisamente su abuela quien se ocupaba de ella en su casa—. Ella se aseguró de que no me faltase de nada —continué. Eso era lo que siempre decía de mi abuela, como si temiera que estuviera escuchando a escondidas la evaluación que hacía de su tutela—. Pero era mucho mayor que yo y no sabía cómo relacionarse con una adolescente. —Me vino a la mente una imagen de mi abuela, con la boca tensa en señal de desaprobación cuando yo aparecía en tejanos para tomar el té en su club. Aparté la imagen—. De manera que sé lo que es estar rodeada de gente que cuenta con familias intactas.
Nicky asintió y se secó con la manga de la sudadera una lágrima de la mejilla.
—Creo que por eso la decana Book eligió a Mara para que fuera mi compañera de habitación. Mara lo ha perdido todo. En comparación con todo lo que ha sufrido ella, mis problemas parecen minúsculos.
—Supongo que siempre es bueno poner tus problemas en perspectiva —comenté, arrepintiéndome de mi mal humor de la mañana—. Pero como decía la madre de mi amiga Annie, «cuando los zapatos te aprietan, duele». Es normal que te cueste adaptarte a un entorno nuevo y que necesites hablar con alguien… ¿Y qué ha sido de tus amigos del instituto? ¿Todavía están por aquí?
—Solo mi novio Benny. Habíamos planeado ir juntos a la Universidad Estatal de Nueva York, pero cuando me concedieron la beca decidió quedarse aquí e inscribirse en un ciclo formativo de grado superior. Le dije que no fuera tonto, que ya nos veríamos los fines de semana y que no hiciera sacrificios por mí, pero me contestó que uno de los dos tenía que sacrificarse o de lo contrario sería mejor que lo dejáramos. Así que el pobre se quedó aquí, deprimido, en el instituto de grado superior, y culpándome a mí de ello.
—Pero, Nicky, eso no es justo. Él fue quién tomó la decisión, no tú. —«Gracias a Dios que Paul y yo no optamos por este camino», pensé. Ahora entendía por qué Nicky estaba tan triste y abatida. Entre la falta de apoyo por parte de su familia, su novio haciéndola sentir culpable por su propia falta de ambición y su decisión estúpida, y el estrés académico de la universidad, era increíble que se las ingeniara para mantener la compostura—. Nicky, si alguna vez necesitas hablar, no dudes en recurrir a mí. Vivo muy cerca del campus…
—En la vieja casa de los LaMotte —dijo, recobrando un poco el ánimo—. Cuando era pequeña, solía ir a jugar al bosque que hay detrás. Siempre me ha parecido la casa más bonita del pueblo. Me alegro de que alguien vuelva a vivir allí, a pesar de que la gente diga que está encantada.
La subida de ánimos que había sentido ocupándome de los problemas de Nicky en lugar de los míos ya se había esfumado cuando salí del pabellón Fraser; el inocente comentario de Nicky acerca de la Casa Madreselva y la conversación que lo siguió me volvió a dejar el ánimo por el suelo. Procuré tomármelo como un leyenda local inofensiva. No era más que una vieja casa que se había quedado vacía varios años y que en el pasado había estado habitada por una escritora excéntrica; con razón se había ganado la reputación de casa encantada. Pero fue lo que Nicky dijo después lo que me causó cierta ansiedad. Le pregunté si la gente del pueblo pensaba que la casa estaba encantada por Dahlia LaMotte.
—No… —respondió—. Dicen que está encantada por su amante.
—¿Su amante? Pero yo creía que Dahlia LaMotte era una ermitaña.
—Sí, pero la gente dice que precisamente se encerró en esa casa porque tenía un amante secreto. Se habla de que había un hombre en el bosque detrás de la casa, y otros aseguran que vieron la silueta de un hombre a través de la ventana de su habitación. Incluso se ha dicho que la señora Dahlia estaba comprometida con un tipo que la dejó plantada y que ella lo mató, y que su fantasma era la figura que vieron junto a la ventana.
Sonreí.
—Me temo que William Faulkner escribió una historia parecida, Una rosa para Emily.
Intenté tomármelo a risa. Acompañé a Nicky hasta la puerta del aula de la clase de Phoenix y luego caminé con brío por el campus, pero no podía quitarme de la cabeza la imagen de la columna de bruma en forma de hombre que me había parecido ver en el extremo del bosque, ni el rostro del amante de mis sueños, el mismo que había huido cuando me enfrenté a él. Lo cierto era que llevaba toda la mañana de un humor pésimo porque el sueño había terminado antes de que el amante demonio me hiciera el amor.
Al comprenderlo me detuve en medio del camino, tan repentinamente que un muchacho que tarareaba al ritmo de su iPod tropezó conmigo. ¿Qué narices me pasaba? ¿Era mi vida sexual real tan deprimente que me había vuelto adicta a una fantasía?
Porque eso era todo, ¿verdad? Una fantasía.
No obstante, lo que había experimentado la noche anterior (aquel momento de reconocimiento y de sorpresa en sus ojos) no me había parecido ni una fantasía ni un sueño, sino tan real como el enorme sicomoro que veía a mi derecha y sus hojas amarillas caídas al suelo, y tan sólido como las torres de granito de la biblioteca que se elevaban al fondo del camino.
De pronto me pareció extraño que a pesar de haber escrito sobre todo tipo de criaturas sobrenaturales (vampiros, hadas, íncubos), nunca me había parado a pensar que pudieran ser reales, incluida la criatura que me había estado haciendo el amor todas las noches. Era un cuento de hadas, igual que los cuentos que mis padres me leían antes de irme a dormir, aunque este era un poco más sofisticado. Había achacado la aparición del príncipe azul en mis sueños de adolescente como una manifestación del dolor por la pérdida de mis padres. Había analizado la presencia del íncubo en la novela de Dahlia LaMotte como un símbolo del vehemente deseo de Violet Grey. Y había tratado la aparición del amante demonio en la literatura como una manifestación psicológica, un tropo literario, un símbolo del deseo reprimido, fantasías de dominación o de rebelión contra el statu quo. Pero ¿y si Dahlia escribió sobre un amante demonio porque uno la visitaba? ¿Y si la criatura que me visitaba en mis sueños de adolescente era el mismo demonio? Al fin y al cabo, la historia acerca de un chico raptado por las hadas era casi igual que la que Soheila me había contado del amante demonio del tríptico. ¿Y si mi príncipe había vuelto ahora para consumar nuestra relación?
¿Y si el amante demonio fuera real?
Me quedé inmóvil unos minutos, tal como indicó el reloj de la torre de la biblioteca, que tocó la hora mientras yo intentaba recobrar el raciocinio que me hiciera descartar esa posibilidad. Los estudiantes, vestidos con sudaderas y chalecos de anorak, pasaban por mi lado, las hojas caían de los árboles y las ardillas cogían bellotas del suelo y sacudían las colas ante mis ojos, pero la idea de que el hombre que me hacía el amor en sueños pudiera ser real seguía ahí.
—Si él es real —me dije en voz alta—, será mejor que averigüe todo lo que pueda acerca de él.
Nadie se detuvo para mirar a la profesora que se había quedado petrificada en medio del camino hablando sola. Probablemente pensaron que estaba hablando por el manos libres de un móvil. De todas maneras, me pregunté cuánto tiempo podría ocultar mi locura en caso de que empezara a creer en los íncubos. Sería mejor que, mientras pudiera, fuera a la biblioteca para averiguar todo lo posible sobre mi íncubo particular.
Ya había investigado a los amantes demonios antes, pero nunca con el objetivo de demostrar su existencia. De todos modos, ahora estaba en el sitio perfecto para hacerlo. La colección de folclore de la biblioteca de la universidad era muy completa. De hecho, había todo un espacio, la sala Angus Fraser, dedicado a los cuentos de hadas y folclóricos.
Muchos de los datos que encontré ya los sabía: el íncubo era un demonio con apariencia de varón que se acostaba con mujeres mientras dormían, a veces para tener hijos (Merlín, hijo de un íncubo y de una mujer humana, era el ejemplo más citado), pero con más frecuencia para consumir la fuerza vital de la mujer.
Bueno, yo no me había quedado embarazada y hasta esa mañana me había encontrado bien… Aunque había estado perdiendo peso…
Normalmente, las visitas del amante demonio venían acompañadas de una sensación de opresión en el pecho.
Sí, había sentido algo así, pero seguro que había una explicación fisiológica para esa sensación de ahogo durante el sueño. Asma, o apnea del sueño…
La leyenda más antigua que encontré era de la antigua Sumeria. Se decía que el padre de Gilgamesh era el íncubo Lilu (recordé que Soheila Lilly le había mencionado), pero en muchas otras culturas también se le conocía por otros nombres: el Trauco en Chile, Alp en Alemania, Popo Bawa en Zanzíbar, Liderc en Hungría y el Ganconer celta, también llamado el Galanteador. Tal como recordé, ese era el nombre del íncubo que aparecía en el tríptico del pabellón Briggs.
En alguna ocasión había leído que una de las maneras de deshacerse de un íncubo era mediante un exorcismo, pero, según un libro que encontré en la biblioteca, si eso no funcionaba (y por lo visto no solía hacerlo) también se podían poner cerraduras de hierro en las puertas y ventanas.
¿Por eso Brock Olsen había puesto cerraduras de hierro nuevas en las puertas y ventanas de la casa y colgado un carillón de hierro fundido en la ventana de mi habitación? Me sonrojé al pensar que él pudiera saber lo del amante demonio y miré alrededor, preguntándome quién más sabría que estaba practicando sexo con un demonio todas las noches, pero la única persona que había en la sala Angus Fraser de la biblioteca era un chico con el cabello recogido en una coleta que tenía la cabeza apoyada en un grueso libro de texto de Historia del Arte, totalmente dormido.
En el Compendio de folclore y demonología, de A. E. Forster, leí que en los hogares suecos las amas de casa castas colgaban unos amuletos hechos con ramitas de abedul y enebro atadas con una cinta roja para evitar los avances del amante demonio.
Idénticas a los pequeños ambientadores que Brock había colocado.
No obstante, la mejor manera de deshacerse de un íncubo era enfrentarse a él directamente.
«Hablar durante la visita del íncubo requiere un gran esfuerzo, pero si la víctima logra reunir las fuerzas necesarias y pedirle que se identifique, entonces el íncubo huirá para siempre».
Levanté la mirada del libro y miré más allá de la cabeza del lector durmiente, a través del vidrio emplomado de la ventana, a las hojas rojas y doradas que caían de los árboles en el exterior.
«¿Quién eres?», le había preguntado yo.
Los trocitos de vidrio ondulado empezaron a dar vueltas ante mis ojos. Supuse que debería sentirme orgullosa de haber logrado «reunir las fuerzas necesarias» para hablar, pero no sentí más que desamparo.