Intentar persuadir a Phoenix para que no se mudase conmigo resultó tan sencillo como intentar convencer al huracán Katrina de que no pasara por Nueva Orleans. Estaba tan entusiasmada con la idea que después de la recepción me acompañó y recorrió la casa de punta a punta, alabando hasta el último detalle. Le pareció que el rostro tallado en el frontón tenía «una mirada seductora» y que los dioses griegos de la repisa de la chimenea y del friso del comedor tenían «buenos traseros». Y la biblioteca le dio ganas de «acurrucarse y leer hasta el fin de los días». Pensé que su entusiasmo se esfumaría cuando viera el apartamento de soltera de Matilda, pero le pareció «una monada» y me dijo que le recordaba a la habitación que había alquilado en un hotel de St. Louis cuando se estaba desintoxicando del alcohol y escribiendo sus memorias.
—¡Esta casa es el lugar perfecto para escribir! —exclamó al final, aplastándome contra su gran pecho en un abrazo impetuoso—. Verás, a veces tengo algunos problemillas para mantenerme en el buen camino. Los hombres son mi talón de Aquiles… ¿No te parece que Frank Delmarco está buenísimo? Y también está… —estiró el dedo pulgar y simuló beber— el diabólico ron. Pero aquí las dos estaremos tranquilas y modositas; beberemos chocolate caliente por las tardes y trabajaremos muy a gusto.
Me pregunté qué había pasado con toda «la diversión» que me había prometido en la recepción. Todavía estaba buscando la manera educada de decirle que no quería compartir la casa con nadie, pero si su traslado era inevitable (tal como parecía), debía al menos dejarle claro que necesitaba muchas horas ininterrumpidas de silencio para escribir.
—Tengo una idea para un nuevo libro —dije con cautela mientras subíamos la escalera, esperando no arruinar la idea por mencionarla—. Y estaré trabajando la mayor parte del tiempo.
—¡Perfecto! —exclamó—. ¿Y aquí es donde trabajarás?
Habíamos llegado a la habitación donde había organizado todos los papeles y cuadernos de Dahlia LaMotte.
La puerta estaba abierta y asegurada con un ratón de hierro («¡Qué mono!», chilló Phoenix al verlo). Creí haberla cerrado, pero quizá Brock, que se había ido después de mí, la había dejado abierta por alguna razón. También había colgado algo en la ventana: un pequeño manojo de ramitas de abedul y enebro atadas con una cinta roja, que supuse que era algún tipo de amuleto sueco para la buena suerte.
Le hablé a Phoenix de los cuadernos de LaMotte y de los curiosos términos de su testamento, pero no mencioné que había descubierto un tesoro oculto de literatura erótica del siglo XIX en los manuscritos.
—¡Qué gran hallazgo! —Phoenix batió palmas y luego sostuvo las manos abiertas por encima de las pilas de papeles como si los bendijera—. Puedo sentir energía creativa aquí. Ay, sé que avanzaré mucho en esta casa… Será mi salvavidas. ¿Te he dicho que hace seis meses que debería haber entregado mi siguiente manuscrito al editor?
Mientras recorríamos el pasillo en dirección a mi dormitorio, Phoenix me explicó las razones que le habían impedido empezar su segundo libro. Por un lado estaban las limitaciones de tiempo impuestas por su gira de conferencias, entrevistas y la redacción de notas publicitarias de otros libros, y por el otro la responsabilidad de no defraudar a sus queridos lectores, que se habían emocionado tanto con su primer libro.
—Pero sobre todo —dijo cuando abrí la puerta de mi habitación—, no sabes lo duro que resulta tener que utilizar partes de tu propia vida para crear. Me siento como el pájaro de aquella historia que se arranca plumas del pecho para tejer seda.
Quizá fuera la alusión a una de mis fábulas preferidas, La grulla agradecida, lo que me ablandó, o quizá la afinidad que sentía con Phoenix por lo mucho que le estaba costando gestar su segundo libro, pero en realidad creo que acabé cediendo porque tenía miedo. Ese mismo día había empezado a pensar que el hombre oscuro de mis sueños era real. Seguro que aquello era una señal de que estaba demasiado sola. Y si alguien era capaz de llenar de vida esa vieja casa, esa era Phoenix.
Ella estaba tan emocionada porque íbamos a ser compañeras de piso que insistió en que tomáramos una copa para celebrarlo. Abrimos una botella de Prosecco que me habían enviado como regalo de bienvenida de Vinos y Licores In Vino Veritas.
—Mejor Prosecco que Prozac, ¡ese es mi lema! —brindó Phoenix, entrechocando su copa contra la mía.
Debí de quedarme dormida en el sofá de la biblioteca con la luz encendida, ya que cuando desperté eran las ocho de la mañana y Phoenix había regresado con sus pertenencias en una camioneta (que tal como me explicó después, le había prestado Frank Delmarco). Empezó a instalarse a las nueve, y a las doce del mediodía ya parecía que llevara años viviendo en su nueva habitación. Puso chales estampados encima del cabezal de hierro de la cama, fotografías enmarcadas de ella con varios famosos que había conocido en las giras y otras fotos más antiguas en las paredes, botellas de cristal de diversos colores en las repisas de las ventanas y centelleantes cristales colgando de los marcos. Incluso su colección de porcelana Rosa del Desierto se había hecho un sitio en los armarios de la cocina.
—No te importa, ¿no? —preguntó mientras colocaba sus tazas de té de color verde, rosa y crema en los estantes vacíos—. Quedan tan bonitas en estos armarios antiguos… ¿Sabías que esta fue la vajilla que Jacqueline Kennedy eligió para la Casa Blanca?
Cuando hizo una pausa para tomar aire le aseguré que no me importaba. Y era verdad. Tal como le expliqué a Paul esa noche por teléfono, la casa no se me antojaba tan vacía con Phoenix y sus cosas dentro. Él coincidió en que sería mejor para mí no estar sola, teniendo en cuenta que no estaba nada acostumbrada a vivir fuera de la ciudad; y puesto que su contrato de escritora residente era solo para un año, no tendría que pasarme la vida con Phoenix en caso de que resultara una compañera odiosa.
Esa noche me metí en la cama apenas terminé de hablar con Paul; quería descansar bien antes del primer día de clases. Apagué la luz, convencida de que ahora que no estaba sola en la casa, aquel sueño no se repetiría.
Pero me equivoqué. La luz de la luna inundó la habitación y enseguida supe que él estaba allí, en las sombras… Él era la sombra. No me podía mover ni respirar. Estaba encima de mí, observándome pero sin tocarme. ¿Acaso estaba enfadado porque había encendido las luces para echarlo de la biblioteca? ¿O porque había traído a alguien a la casa?
La sombra se cernió sobre mí y le vi la cara. No estaba enfadado, sino triste… Y en cierto modo envejecido. Tenía unas líneas severas alrededor de la boca y unas ojeras profundas. Durante esas pocas noches en que lo había rechazado se había debilitado. Quizá todavía pudiera mantenerlo a raya. Se acercó más, quedando a unos milímetros de mi piel, y sentí la electricidad estática que corría entre nosotros. Su proximidad me causó un cosquilleo y se me erizó la piel. Sus labios tocaron los míos y los apretó, como si intentara abrirme la boca para inhalar mi respiración.
«Las absorbe hasta dejarlas secas, como un vampiro», había dicho Soheila.
Pero ¿qué daño podía hacerme si no era más que un sueño? ¿Por qué no disfrutarlo?
Separé los labios. Él vaciló un instante y empezó a deslizar la lengua por mi labio superior, posponiendo el beso como si me castigara por la demora. Me mordisqueó el labio inferior. Abrí más la boca y metió su lengua, de pronto dura y apremiante, mientras inhalaba mi aliento. Cuando sopló aire en mis pulmones pude moverme, pero solo a su ritmo.
No puse reparos.
Esa noche no fue ni tan violento como la primera, ni tan dulce como la segunda. Parecía haber aprendido un ritmo concreto que abría todas las puertas cerradas de mi interior. Me hizo el amor como si conociera mi cuerpo tan bien como el suyo, como si estuviera dentro de mí y me leyera el pensamiento, anticipándose a mis deseos antes de que yo fuera consciente de ellos. Observar aquel rostro suspendido encima de mí, sus ojos oscuros, sus labios carnosos, era como mirar mi propia cara… Pero justo cuando estaba a punto de verla entera, justo cuando la luna estaba a punto de iluminarlo por completo, las sombras le cubrieron la frente, como si unas nubes cubrieran el cielo, y sentí que me absorbía una oscuridad profunda e infinita en la que solo estábamos nosotros dos, haciendo el amor toda la noche.
Sabía que el tiempo era engañoso en los sueños y que a veces parecía que los de un minuto habían durado toda la noche, pero así era como me sentía: igual que si hubiésemos pasado la noche entera haciendo el amor. Cuando desperté estaba empapada de sudor y tenía los músculos doloridos. Me toqué la entrepierna y comprobé que estaba mojada y que la cara interna de mis muslos estaba sensible.
Esa mañana tuve que beber media cafetera para estar en condiciones de afrontar mi primer día de clase. Me daba miedo no dar la talla, pero en cuanto me puse delante de mis alumnos estuve bien. Mejor que bien. Hice caso omiso de mis notas y con una reproducción de La pesadilla de Fuseli proyectada en la pizarra a mi espalda, dediqué treinta minutos a hablar sobre el amante demonio en la literatura. Mientras lo hacía me di cuenta varias veces que mi mirada se detenía en Mara Marinka, que estaba sentada al fondo del aula y me miraba con firme interés. En la gira que había hecho para presentar el libro, había descubierto que algunas personas tienen mejor «cara de oyente» que otras. Puede que tuviera muy poco o nada que ver con lo que estuvieran pensando en realidad (personas que me habían mirado durante toda la lectura con el ceño fruncido y después se habían acercado para decirme lo mucho que les había gustado), pero me ponía nerviosa mirar a alguien que parecía aburrido o escéptico. Era mejor centrarse en alguien cuyo rostro mostrase un interés correcto (no como la chica que estaba sentada al lado de Mara, cuya cara redonda no expresaba más que ganas de echar una cabezada), y Mara tenía el rostro de oyente perfecto. Parecía estar absorbiendo cada una de mis palabras.
Mis alumnos se enzarzaron en un animado debate en cuanto abrí la ronda de preguntas. Y al acabar la clase, varios se acercaron para hacerme preguntas o pedirme que les dejara inscribirse en mi asignatura a pesar de que las listas ya estaban cerradas.
Puesto que le había dado permiso a Mara Marinka, no pude rechazarlos.
Una vez que el gentío se hubo dispersado, la propia Mara se acercó, escoltada por la chica de la cara redonda.
—Lo ves —le estaba diciendo a la muchacha—, ya te dije que la profesora McFay era excelente y que te gustaría su clase. Señorita McFay, esta es mi compañera de habitación, Nicolette Ballard. Le gustaría asistir a sus clases, pero las listas están cerradas.
Miré a Nicolette. La redondez de su rostro quedaba acentuada por su horrible corte de pelo; el mismo estilo paje que había visto en Alice Hubbard y Joan Ryan. Debía de haber un peluquero sádico en el pueblo.
—¿Te interesa la literatura gótica? —pregunté.
Nicolette bostezó.
—No me gusta mucho la parte romántica —dijo mirando al suelo, al techo y a La pesadilla de Fuseli, que seguía proyectada en la pared—, pero he visto que Jane Eyre está en su programa y es mi libro favorito.
—Nicolette me está ayudando mucho con el idioma —explicó Mara—. Me sería de gran ayuda si ella también estuviera en esta clase y pudiéramos estudiar juntas.
Bajé la vista a la lista de alumnos; ya tenía seis más del límite establecido. Miré de nuevo a Mara. Sus grandes ojos del color del té destellaban bajo la luz de la imagen proyectada.
—Sí, claro —asentí, y firmé la solicitud de Nicolette—. No vendrá de uno más.
Regresé a casa sumida en una nube de satisfacción y bienestar. Debería de haber estado exhausta, pero durante la clase se me había ocurrido una idea para el libro de Dahlia LaMotte. Escribí cuatro horas hasta que el olor de la cena me condujo escaleras abajo. Recordaba vagamente que en algún momento de la noche anterior había aceptado cobrar parte del alquiler de Phoenix en especie, o sea, en comida casera.
Tomé dos raciones de estofado de cangrejo con pan de maíz y tarta de boniato, y Phoenix y yo alargamos la velada hasta tarde bebiendo vino y charlando sobre los estudiantes que teníamos en común.
—¿Tienes en clase a la chica raquítica de Bosnia? —preguntó Phoenix—. No te creerías las cosas que ha escrito en su primera redacción. La he leído en voz alta, ¡y no quedó un ojo seco en toda el aula!
Me metí en la cama tan cansada que estaba convencida de que el sueño no se repetiría.
Pero lo hizo. Se repitió esa noche y las siguientes tres semanas. Cada noche me despertaba, o pensaba que lo hacía, en una habitación iluminada por la luna. Las sombras se acercaban a mí y se transformaban en mi amante oscuro. Sentía su peso sobre mí y, justo cuando pensaba que me iba a asfixiar, apretaba sus labios contra los míos y soplaba aire en mis pulmones. Hacíamos el amor; un sexo intenso y vigorizante que me hacía estremecer de placer y se alargaba hasta el alba.
La causa de esos vívidos sueños eróticos debía de estar en la lectura de los manuscritos no censurados de Dahlia LaMotte. A pesar de que siempre me levantaba exhausta, cuando por la tarde regresaba a casa (Phoenix daba clases a esas horas) me volcaba de inmediato en los manuscritos y solo paraba para disfrutar de las elaboradas cenas que Phoenix preparaba. Después, solía escribir hasta bien entrada la noche, hasta que se me cerraban los ojos, y entonces volvía a tener el mismo sueño. Era como si hubiera entrado en un bucle de creatividad, un circuito cerrado que parecía retroalimentarse sin cesar.
Era el mismo bucle en que había caído Dahlia LaMotte.
Cualquier persona que echase un vistazo a su bibliografía comprobaría que había sido muy prolífica, pero solo mediante la lectura de los borradores manuscritos se podía comprender que había estado poseída. Fechaba todas las anotaciones, de manera que podía saber cuánto había escrito en un día. Escribía una media de cuarenta páginas diarias, en letra diminuta y en hojas de renglones estrechos, y a veces escribía sesenta o más. En ocasiones, cuando llegaba al final de un cuaderno seguía escribiendo en los márgenes e incluso entre líneas de las páginas escritas. En sus días más prolíficos, su cuidada letra se volvía prácticamente indescifrable, como si la pluma se hubiera deslizado por la página como una piedra lanzada a ras de un estanque.
Las escenas que plasmaba durante esos días singularmente productivos difería del resto, tal como pude comprobar con la lectura de El visitante oscuro. La versión publicada rebosaba sexualidad pero de una forma muy sutil. Una mujer joven, sin un céntimo, huérfana y sin amigos, llamada Violet Grey, se instala en la Guarida del León, un castillo aislado en la costa de Cornualles, para trabajar como institutriz para la hermana pequeña de William Dougall, un hombre inquietante cuyo comportamiento es cada vez más extraño y amenazador. Violet sufre varios accidentes, de los cuales consigue salvarse gracias a una figura misteriosa con una capa negra, el visitante oscuro del título. La joven sospecha que Dougall está intentando matarla, a pesar de que sus motivaciones, relacionadas con la herencia, identidades falsas y cartas extraviadas, se mantienen en misterio a lo largo de la novela. Violet acaba creyendo que el visitante oscuro que la salva es el fantasma del fallecido hermano de Dougall, el hermano bueno que debería haber heredado la Guarida del León. Empieza a soñar con él y a imaginar que por las noches se cuela en su habitación (el castillo está lleno de pasillos secretos y puertas ocultas). Hay un erotismo persistente en estos pasajes, realzado por la identidad ambigua del visitante, que a veces aparece enmascarado y otras adopta el rostro de William Dougall. Al final del libro se descubre que William Dougall es el visitante oscuro, y que ha estado tratando a Violet con tal dureza debido a una maldición que pesa sobre todas las mujeres de la Guarida del León que le hace reacio a enamorarse. Dougall se ha estado colando en su habitación para protegerla del hijo ilegítimo de su hermano fallecido, que sería quien heredaría la finca si Dougall muriera sin hijos. Por supuesto, es a Dougall a quien Violet ha querido desde el principio; él es el visitante oscuro, todavía misterioso y lascivo, pero reformado lo suficiente como para proponerle matrimonio a Violet en la última página. Él es la Bestia liberada de la maldición de la bruja; el señor Rochester redimido por haber intentado salvarle la vida a su enloquecida mujer durante el incendio.
La tensión sexual en El visitante oscuro era potente pero sutil. Dougall visita el dormitorio de Violet, pero nunca la toca.
No obstante, eso no sucedía en los borradores manuscritos de Dahlia. La escena que ya había leído, en la que un extraño invisible ataca a Violet en el vestidor era una de las muchas en que un «visitante oscuro» le hace el amor. En el manuscrito, el visitante oscuro fornica con Violet Grey en todos los rincones de la Guarida del León, desde el vestidor hasta la despensa («sus sacudidas hacían repiquetear las tazas de cerámica») e incluso en la cabaña del guardabosques, donde «me tumbó encima de los ásperos tablones de madera y me penetró con urgencia». Para el lector moderno resultaba obvio que las visitas de aquel hombre oscuro reflejaban el gran anhelo sexual que Violet sentía por William Dougall, a quien no podía permitirse amar mientras lo considerara un ser malvado. Violet sospecha que el visitante oscuro es un íncubo y el ama de llaves, la señora Eaves, refuerza esta teoría contándole una leyenda local en que la Reina de las Hadas convierte a un joven en un demonio. Solo cuando William Dougall le confiesa su amor al final del libro, Violet es capaz de renunciar al íncubo, el visitante oscuro, para casarse con su amante mortal.
La noche en que acabé de leer el borrador manuscrito de El visitante oscuro, permanecí despierta un buen rato pensando en el amante de Violet y en el que me visitaba en sueños, reacia a quedarme dormida. Me había estado diciendo que aquellos sueños derivaban de la lectura de las escenas de sexo de Dahlia LaMotte en combinación con el ambiente de esa antigua casa, e intentaba convencerme de que el amante de la luz de la luna era una versión adulta y bastante porno del príncipe de mi adolescencia. Pero los sueños habían empezado antes de que comenzara a leer los borradores de Dahlia y mi príncipe nunca me había asustado tanto como aquella criatura. Comencé a dar vueltas de un lado a otro intentando hallar la solución del misterio, pero por mucho que me esforzase no daba con una explicación racional de cómo era posible que tuviera el mismo sueño erótico que un personaje ficticio creado mucho tiempo atrás. El esfuerzo me dejó agotada y, finalmente, me quedé dormida.
Cuando llegó ya lo estaba esperando. Las sombras de las ramas se acercaron y crecieron y la luna me envolvió con su brillante resplandor plateado, pero mantuve los ojos abiertos. Observé cómo tomaba forma encima de mí. Por primera vez comprendí que tomaba forma porque yo lo miraba y que solo respiraba después de soplar aire en mi boca y de absorber mi aliento… ¿Se movería si no me movía yo primero? Me quede quieta, a pesar de cada célula de mi cuerpo se sentía atraída por cada átomo de la materia oscura de que él estaba hecho. Posó sus ojos en los míos y me miró sorprendido.
—¿Quién eres? —pregunté, asombrada de atreverme a hablarle, pero no tan asombrada como pareció él.
Vislumbré una expresión de sorpresa en su rostro… un rostro que nunca me había parecido tan completo ni tan bello… Y entonces desapareció. La luz de la luna retrocedió hasta las sombras con un sonido áspero, como el de una ola que se arrastra por encima de un guijarro rugoso. Las sombras se arrugaron, se encogieron y se esfumaron. Y yo me quedé sola, jadeando como un pez abandonado en la orilla por una marea furiosa.