8

Caminé con brío por el campus, intentando disipar la ridícula idea de que mis sueños pudieran ser algo más que el resultado de una imaginación sobrecalentada, la mía o la de Dahlia. Todo aquello tenía una explicación sencilla: había crecido escuchando cuentos de hadas y, a partir de ellos, me había inventado mi propio príncipe. Además, había pasado años leyendo los libros de Dahlia, e incluso en la versiones editadas y publicadas había un erotismo latente y numerosas referencias a la luz de la luna y las sombras. El hecho de instalarme en la antigua casa de Dahlia había avivado esa sexualidad latente, que hasta había llegado a colarse en mis sueños. «Saber que ella había descrito las escenas eróticas de un modo más gráfico en el manuscrito original es un gran descubrimiento académico —me dije mientras entraba en el pabellón Briggs—, pero solo es eso». No significaba que mis sueños fueran algo más que sueños.

Al igual que el pabellón Fraser, el Briggs era un edificio de estilo Tudor, aunque bastante más grande. Cuando entré en el salón principal me pareció estar entrando en el viejo castillo de William Dougall. Una pared estaba cubierta con tapices enormes y pesados y el techo de vigas tenía unos cuatro metros de altura. Alcé la vista y observé que las vigas estaban decoradas con caracteres y diseños celtas, que se repetían en inserciones pintadas en los oscuros paneles de roble. Por encima de la chimenea de piedra al fondo de la habitación había un cuadro gigantesco en el que aparecían unas figuras enormes vestidas con ropas medievales. La sala era tan impresionante que me quedé en la entrada varios minutos, admirándola y recuperando el aliento tras mi marcha apresurada por el campus. Pero, de pronto, me sentí observada. Elizabeth Book, ataviada con un vestido de brocado y un collar de perlas que le concedían un aspecto muy chic al tiempo que una elegancia clásica, me estaba haciendo señas. La decana, de pie junto a una alta mujer vestida de verde, me pedía que me acercara a ellas. Obedecí, como si me estuviera llamando una reina.

A pesar de la majestuosidad que irradiaba Elizabeth Book, la otra mujer la eclipsaba. Medía al menos un metro ochenta y llevaba un vestido midi de punto verde que se ajustaba a su esbelta silueta. Su larga melena rubia platino le llegaba hasta la cintura. Desde el otro lado de la sala me había parecido bastante joven, pero cuando me acerqué vi que tenía unas arrugas finas en el rostro y el cabello canoso. Sus ojos eran verdes y nítidos como esmeraldas y me observaban con una atención desconcertante, como un puma acechando mis pasos por la gran sala.

—Me alegro de que hayas venido, Callie —dijo Elizabeth Book, tuteándome por primera vez y tendiéndome ambas manos—. ¡Estás estupenda!

—Gracias. —Me había puesto mi vestido de cóctel favorito: un Dolce & Gabbana retro azul eléctrico que me marcaba las curvas lo justo, hacía que mi cabello cobrizo brillara y me realzaba los ojos. No obstante, a la sombra de aquella deslumbrante mujer de pronto me sentí como una fregona.

—Cailleach McFay, me gustaría presentarte a Fiona Eldritch, nuestra especialista en el período isabelino.

Fiona Eldritch inclinó su afilada barbilla en mi dirección y entornó sus felinos ojos verdes.

—Liz me ha estado hablando de ti, Cailleach… ¿Te importa que te llame así? Me encantan los nombres celtas antiguos. Son muy románticos.

—Claro —contesté, preguntándome qué le habría contado de mí la decana—. Pero me temo que el mío no es un nombre especialmente romántico. Significa «bruja vieja».

Fiona sacudió la cabeza y oí un tintineo, seguramente procedente de sus pendientes, unas diminutas bolas de plata suspendidas de cadenitas. De pronto me sentí un poco entonada, aunque no había bebido nada.

—Bueno, esa es una corrupción del nombre —insistió Fiona—. Las Cailleachs eran diosas veneradas por los celtas de antaño. Liz me ha comentado que viviste un aventura interesante en el bosque.

—No fue nada —dije, sorprendida de que hubieran comentado eso, en lugar de mis títulos académicos—. Había un pájaro atrapado en el matorral y lo ayudé a salir. Eso fue todo.

—Estoy segura de que fue mucho más que eso —comentó Fiona Eldritch sacudiendo la cabeza—. Pero solo el tiempo lo dirá.

No supe responder a esa afirmación tan enigmática, de modo que hubo un silencio incómodo que al final decidí romper preguntándole qué autores del período isabelino le interesaban más.

—Edmund Spenser, por supuesto —contestó como si fuera la respuesta más obvia del mundo, y seguidamente se disculpó para ir a buscar una copa de champán.

—No te preocupes por Fiona —dijo la decana—. A veces puede resultar arrogante, pero se debe al modo en que se crio. Ven, quiero presentarte a Casper Van der Aart, el director del departamento de Ciencias de la Tierra. Te caerá bien.

No estaba segura de qué podría tener yo en común con un profesor de Ciencias de la Tierra, pero después de cinco minutos con aquel hombre de cabello blanco, bajo y jovial comprendí que no importaba. Me alabó el vestido y me dijo que le recordaba a una «chavala escocesa» de la que se había quedado prendado cuando había impartido clase un semestre en la Universidad de Edimburgo, y me contó divertidas anécdotas de sus compañeros de trabajo.

Cogí una copa de champán de la bandeja de un camarero que pasaba.

—Aquella de allá es Alice Hubbard, de Psicología —explicó, señalando a una mujer desaliñada con un desacertado corte de pelo estilo paje—. El año pasado, en una conferencia en Montreal, un periodista la confundió con Betty Friedan y ella le concedió una entrevista de dos horas sin aclarar la confusión. Y la vikinga alta que está a su lado es su mejor amiga, Joan Ryan, de Química. —Las dos mujeres llevaban el mismo corte de pelo. Me pregunté si la razón era que solo había una peluquería en Fairwick y decidí que para cortarme el pelo sería mejor que fuera a la ciudad—. Joan voló por los aires el laboratorio de química hace dos años y perdió las cejas. Nunca le han vuelto a crecer.

Casper Van der Aart meneó sus pobladas cejas al estilo Groucho Marx, y me reí tanto que el champán me subió hasta la nariz.

—¿Y esos quiénes son? —pregunté, inclinando la copa sutilmente hacia un grupo de recién llegados: dos hombres, uno alto y rubio, otro bajo y calvo, y una mujer menuda de cabello castaño; ellos vestidos con trajes oscuros y el rostro pálido de los académicos que pululan por las bibliotecas.

—Son del Instituto de Europa del Este y Rusia —contestó Casper, cortante—. No se relacionan mucho… Pero, mira, aquí viene una de mis preferidas, Soheila Lilly.

La delgada mujer que me presentó tenía piel aceitunada y visibles curvas. Su cabello oscuro tenía un bonito corte (tomé nota mental de preguntarle más tarde dónde se lo había cortado). Iba vestida de colores terrosos con varias prendas de cachemir ajustadas que parecían demasiado calurosas para esa época del año, pero lo cierto era que le sentaban de maravilla.

—Soy muy friolera —comentó cuando le dije que me gustaba su conjunto—. Y la humedad me sienta fatal.

—Soheila es de Oriente Medio —intervino Casper.

—Sí —afirmó ella—. Vine por tierra desde Irán cuando derrocaron al sah.

Ahí estaba otra vez la expresión que Brock había utilizado cuando hablaba de la familia LaMotte: «por tierra».

—Pues en la universidad conocí a una chica de Great Neck cuya familia también se trasladó aquí por entonces… Pero ¿por qué dices «por tierra»?

Soheila se encogió de hombros y cruzó los brazos; los diamantes que llevaba en los dedos destellaron mientras se frotaba los brazos. Ella y Casper intercambiaron una mirada.

—Ah, no es más que una expresión que utilizamos los exiliados —respondió.

—Aquí en Fairwick —explicó Casper— tenemos una larga tradición de ofrecer asilo a los refugiados. Eso es precisamente lo que representa la pintura de las puertas exteriores del tríptico. Se llama El adiós de las hadas —añadió, moviendo la cabeza hacia el gran cuadro que había al fondo de la sala.

Desde lejos no me había percatado de que era un tríptico, pero cuando me acerqué comprobé que había una junta en el medio y dos pequeños pomos dorados para abrir el cuadro para mostrar las tres escenas interiores. Me pareció inusual que un tríptico estuviera expuesto cerrado, pero merecía la pena observar el dibujo de las puertas exteriores. La imagen representaba una procesión de hadas aladas y elfos con cara de zorro, liderados por un hombre y una mujer montados a caballo. Se desplazaban de izquierda a derecha a través de un prado, en dirección a una entrada abovedada que conducía a un bosque espeso. El hombre montaba un caballo blanco, vestía una capa negra y tenía el rostro ensombrecido. La mujer, en un caballo negro, llevaba un largo vestido medieval de color verde, ajustado a la cintura con cinturón dorado decorado con diseños celtas, similares a los que había en las vigas y los paneles de la sala. Su largo cabello blanco estaba entrelazado con flores y hojas, y me di cuenta, sorprendida, de que se parecía mucho a Fiona Eldritch. Me volví para mirar a Fiona, quien en ese momento estaba hablando con un profesor de Estudios Rusos que iba vestido de oscuro.

—Te has percatado del parecido, ¿eh? —preguntó Casper. Por primera vez desde que nos habían presentado me pareció un poco nervioso—. Fiona es la nieta de una de las personas que nos donaron el cuadro. De hecho, su abuela posó de modelo para la Reina de las Hadas.

—Ah, ahora lo entiendo —contesté, a pesar de que me dio la sensación de que Casper me estaba ocultando algo—. Así que ella es la Reina de las Hadas, y ¿quién es…? —Quería preguntarle por el hombre que aparecía a su lado, pero cuando me acerqué más a la pintura y observé de cerca aquel rostro ensombrecido las palabras murieron en mi garganta. Era él. El hombre de mis sueños.

—Lo has reconocido… —dijo Soheila.

Aparté la mirada del rostro pintado y miré a Soheila aterrada.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué iba a reconocerle?

—Porque has hecho un estudio sobre él —respondió Soheila con calma y mirándome de un modo inquisitivo—. Ese es Ganconer, tal como se le conoce en la mitología celta; su nombre significa «el galanteador». Y en la mitología sumeria lo llamaban Lilu. Es el íncubo que a lomos de su corcel, la Yegua Nocturna, visita los sueños de las mujeres a las que seduce. Se acerca a ellas mientras duermen, las hechiza y las absorbe hasta dejarlas secas, como un vampiro. Él es de quien hablas en tu libro: el amante demonio. —Soheila se cubrió un poco más con el suéter y escondió las manos dentro de las mangas; parecía aterida—. En mi país llevamos siglos tratando con demonios —susurró. Por un momento me pareció que su aliento se condensaba en una pequeña nube de vaho—. Pero este es el demonio más peligroso por ser el más hermoso. Los otros… —Inclinó la barbilla hacia el extremo derecho del cuadro, dónde aparecía el bosque al que se dirigía la procesión. En el espeso matorral habitaban unas figuras oscuras. Mientras que las criaturas de la procesión eran hadas y elfos preciosos, los seres que se escondían entre las ramas eran duendes atrofiados, enanos con piel de lagarto, demonios de lengua bífida y diablillos con cara de murciélago—. Es fácil reconocer que estas criaturas son demonios, pero Ganconer es capaz de adoptar la forma del deseo de tu corazón.

—¿Y por qué encabeza él la procesión? —pregunté—. ¿Acaso está con ella? —Señalé a la Reina de la Hadas, sintiendo una extraña punzada de celos.

Soheila me miró unos segundos antes de contestar.

—Algunos dicen que la reina lo secuestró y lo hechizó cuando era joven y humano, y que cuando Ganconer seduce a una mujer está intentando recuperar su humanidad alimentándose del espíritu de esta. No obstante, siempre acaba consumiendo a su amante antes de conseguirlo.

—Qué triste —comenté. Y para mostrar un aire de objetividad académica, añadí—: Conozco algunos relatos que hablan de hombres jóvenes secuestrados por hadas, por supuesto… —Titubeé, recordándome que ese era el tipo de historias que me había contado mi príncipe azul—, pero es la primera vez que oigo una versión en la que el joven se convierte en un amante demonio. —Me volví hacia el cuadro—. ¿Y adónde se dirigen?

—De regreso al Reino de las Hadas. Cuenta la leyenda que hubo un tiempo en que todas las hadas y demonios convivían con los mortales y se movían libremente entre los dos mundos. Pero a medida que la población de mortales iba creciendo, los humanos empezaron a dejar de creer en los dioses antiguos y las puertas entre ambos mundos comenzaron a cerrarse. De manera que las hadas y los demonios tuvieron que escoger en qué mundo querían vivir. La mayoría regresaron al Reino de las Hadas, pero los que se habían enamorado de la humanidad se quedaron aquí. Las puertas se cerraron y poco después incluso empezaron a desaparecer. Solo quedó una puerta, pero estaba muy escondida y resultaba peligroso cruzarla. A su alrededor crecieron matorrales muy espesos que bloquearon el paso entre los dos mundos. Y cada año son más espesos. Ya son muy pocos los que intentan pasar, y aquellos que lo hacen se pierden con frecuencia entre los dos mundos, atrapados en un limbo incorpóreo de dolor. Y por esa razón las puertas del tríptico están cerradas. Solo las abrimos cuatro veces al año, en los solsticios y los equinoccios, que son los momentos en que la tradición dice que las puertas entre ambos mundos pueden abrirse…

Soheila balbuceó las últimas palabras y percibí el dolor en su voz. Sorprendida, me volví para mirarla. Las lágrimas brillaban en sus ojos almendrados, y no solo en los suyos. Su historia había atraído a un pequeño círculo de personas: Alice Hubbard y Joan Ryan, que se estaban secando los ojos con sendos pañuelos; Fiona Eldritch, con el rostro marcado por el dolor, estaba al lado de Elizabeth Book, que le daba palmaditas en la mano a una mujer asiática muy menuda; los tres profesores de Estudios Rusos, que permanecían al margen y parecían sentirse incómodos, estaban absortos en el cuadro. No comprendía por qué ese cuento de hadas significaba tanto para ellos. ¿Acaso eran todos exiliados de países devastados por la guerra, como Mara Marinka y Soheila Lilly?

De pronto, una voz que me resultó familiar rompió el ambiente sombrío.

—¿Qué estáis mirando todos?

Era Phoenix, vestida con un llamativo y ceñido vestido rojo y unos zapatos con tacón de aguja de unos diez centímetros. Estaba colgada del brazo de Frank Delmarco, que no parecía muy seguro de cómo había asumido ese rol de chico florero.

El círculo se dispersó enseguida y los profesores de Estudios Rusos se dirigieron hacia el otro extremo de la sala, aunque uno de ellos se volvió para admirar a Phoenix.

—Soheila me estaba relatando la historia de este cuadro… —respondí.

Frank entabló una conversación con Casper sobre béisbol, una excusa perfecta para separarse de Phoenix. Soheila, que parecía exhausta y helada tras haber explicado aquella historia, se excusó para ir por una taza de té caliente.

—Parecía que estuvierais haciendo una sesión de espiritismo. El ambiente era fúnebre. Es que soy muy empática, ¿sabes?

—La verdad es que ha sido un poco extrañó —admití bajando la voz. Y le expliqué la historia del cuadro y la reacción que habían tenido los demás.

—Ah, pues si él se colara en mis sueños —dijo Phoenix, mirando al hombre oscuro que iba a caballo—, no creo que quisiera volver a despertarme.

Asentí volviéndome para que no viera que me ruborizaba. Tenía que haber una razón por la cual se pareciera tanto al amante de mis sueños. El pintor del tríptico debía de haber diseñado también el frontón que había encima de la puerta de la Casa Madreselva. O quizás había utilizado el mismo modelo… Y eso explicaría que yo le hubiera puesto ese rostro al hombre de mis sueños.

—… Y cuando Frank me lo dijo pensé que era perfecto. ¿Qué opinas?

Estaba tan concentrada en el hombre del cuadro que había perdido el hilo de la conversación de Phoenix.

—Lo siento, es que hay tanto bullicio aquí… ¿Qué decías?

—Hablaba de tu cuarto de invitados. Frank me ha dicho que estás buscando a un inquilino. Yo pensaba instalarme en uno de los apartamentos de las residencias de estudiantes, pero entre tú y yo, no creo que ser la mami de una de las residencias sea lo mío. ¡Seguro que nosotras nos lo pasaríamos mucho mejor!