7

Esa noche dormí con la luz encendida y a la mañana siguiente llamé a Brock Olsen para que viniera a arreglar la ventana de mi habitación. Un cuarto de hora después ya estaba llamando a la puerta. Era bajo, fuerte y llevaba barba. Podría haber tenido un rostro bonito, pero debía de haber sufrido un acné muy agresivo en la adolescencia que le había dejado la piel rugosa y picada. Cuando le mostré la ventana rota, se acarició la barba como si estuviera contemplando la Mona Lisa.

—Sucedió hace dos noches, cuando hubo ese viento tan fuerte —expliqué—. Este carillón chocó contra el cristal y lo rompió. —Recuperé el juego de tubos de metal de uno de los cajones del escritorio y se lo enseñé para confirmar mis palabras.

Brock me miró con desconfianza.

—¿Y así es como se hizo ese corte? —preguntó, bajando la vista a mi mano.

Me había quitado la venda porque la herida ya había cicatrizado, pero todavía me escocía. Asentí y Brock me tomó la mano y la apoyó sobre la suya, ancha y callosa. Se quedó tanto tiempo estudiando el corte que empecé a sentirme incómoda. Entonces pasó la punta de un dedo por la herida, gesto que debería haberme incomodado más, pero me causó el efecto contrario. Mientras él me acariciaba la mano, una oleada de confort y bienestar me recorrió el cuerpo. Pensé en las historias que había leído sobre los curanderos, personas cuyo tacto puede aliviar el sufrimiento. Las manos de Brock Olsen parecían haber sufrido lo suyo; tenían rasguños, cicatrices y unas marcas de quemaduras blancas que destacaban en su piel oscura, y le faltaba la falange superior del dedo anular izquierdo. Quizás el haber sufrido tanto le daba poder para aliviar el dolor de otros. Cuando me soltó la mano, el picor había desaparecido.

—Será mejor que tenga más cuidado la próxima vez —dijo mirándome con sus amables ojos castaños. Esperó hasta que le prometí que así lo haría y entonces se fue a buscar las herramientas a la camioneta.

Pasé la mañana ordenando los papeles de Dahlia LaMotte mientras Brock Olsen trabajaba repasando todas las puertas y ventanas. El ruido de fondo del martillo y las lijas me pareció una buena compañía. Preparé una cafetera para los dos y calenté un plato de hojaldres de canela que Diana Hart me había dejado ante la puerta con una nota explicativa: los dulces le habían sobrado de la noche anterior. Los aromas del café y la canela se mezclaban con el olor a pino del serrín. Era agradable tener a alguien en casa. Quizá Frank Delmarco tenía razón. Era una casa demasiado grande para una sola persona, aunque tal vez no para alguien que tuviera tantos libros como yo.

Decidí que no quería guardar todas aquellas cajas en el despacho de la torrecilla, así que las arrastré hasta uno de los dormitorios vacíos. Cuando Brock vio lo que estaba haciendo, vino a echarme una mano. A continuación empecé a vaciar las cajas y apilar los papeles en el suelo, organizándolos por categorías y utilizando los ratones de hierro como pisapapeles.

Había muchos cuadernos (libros de contabilidad de la empresa de transporte del padre de Dahlia encuadernados en papel jaspeado y con estrechos renglones horizontales y columnas verticales rojas en sus hojas), donde por lo visto Dahlia había escrito los primeros borradores de sus libros; montones de hojas escritas a máquina y gran cantidad de cartas. Ordené las cartas cronológicamente e hice una pila para cada década de su vida, y luego organicé los cuadernos y los textos a máquina según el libro al que correspondían.

En algún momento de la tarde Brock me trajo un plato de queso y pan, unos trozos de manzana y una taza de café recién hecho.

—¡Lo siento, Brock! —me disculpé—. Debería haberle preparado algo para comer.

—No se preocupe, ya he visto que estaba inmersa en lo que sea que está haciendo. ¿Son estas las cosas de Dolly? —preguntó.

—¿Dolly?

—Sí, así la llamábamos en Fairwick. Para el resto del mundo era Dahlia LaMotte.

—¿Todavía hay gente que la recuerde? —quise saber, sorprendida de que la memoria del pueblo llegara tan atrás.

Brock sonrió.

—Este es un pueblo pequeño y hay muchas familias que llevan aquí muchísimo tiempo. Mi familia, por ejemplo, vive aquí desde hace más de cien años.

—¿En serio? ¿Vinieron de algún lugar de Escandinavia?

—Más o menos —contestó—. Hicimos algunas paradas más por el camino. La familia de Dolly llegó más tarde, y por tierra.

—¿Por tierra? —repetí, preguntándome a qué diablos se refería. Fairwick era un pueblo rodeado de montañas, ¿cómo iban a venir sino?—. ¿Quiere decir que vinieron en tren o carruaje?

El perfil izquierdo de Brock se sonrojó en cuestión de segundos, resaltando un verdugón que tenía en el pómulo; parecía que le hubiera picado un insecto.

—Sí, sí, en carruaje. ¿Cómo si no? Me refería que algunas familias no teníamos carruajes ni disponíamos de dinero para el billete de tren. Mi gente vino a pie, a través del bosque, pasando apuros y peligros. —Se frotó el verdugón con el dorso de su cicatrizada mano. Parecía enfadado, pero no conmigo, ni siquiera con el pueblo, sino consigo mismo por no ser capaz de expresarse mejor. Me pregunté si las marcas de su rostro eran vestigios de alguna enfermedad infantil que además de dejarle marcas le hubiera afectado de algún modo al cerebro. ¿Varicela? ¿Sarampión?

—Sus antepasados debieron de esforzarse mucho para encontrar un lugar seguro para vivir y criar a sus hijos —dije con dulzura—. Debería estar orgulloso de ello.

Brock asintió y el sonrojo fue remitiendo.

—Dolly lo entendía —comentó, señalando las pilas de cuadernos—. Nos ayudó… a mis tíos abuelos, quiero decir, a abrir la tienda de jardinería cuando ya no había trabajo para los herreros, y siempre les llamaba para arreglar alguna cosa de la casa. Le gustaba escuchar las viejas historias que le contaban.

—¿Ah, sí? —dije, echando un vistazo a los libros de contabilidad. ¿Habría utilizado esas historias en sus libros?—. Qué interesante. Quizá podría ayudarme a identificar algunas de esas historias en los libros de Dolly.

Brock sonrió y su rostro se embelleció de pronto.

—Sí, me encantaría. Estoy aquí para ayudarla en lo que necesite.

Pasé el resto de la tarde haciendo un inventario de los cuadernos y cartas de Dahlia LaMotte. Desafortunadamente, todas las cartas eran de trabajo e iban dirigidas a su editor en Nueva York o a su abogado en Boston. No parecía haber ningún amor clandestino ni oscuros secretos de familia escondidos en esas cartas, pero las del editor servirían para ordenar su proceso de escritura en el tiempo. Eché un vistazo a una de ellas; en todas informaba del progreso de sus novelas. «Hoy he terminado el borrador manuscrito de Destino oscuro y empezaré a pasarlo a máquina mañana», ponía.

Me pareció extraño que no hubiese contratado a un mecanógrafo. ¿Acaso era tan ermitaña que no soportaba la interacción humana? No obstante, Brock había dicho que a Dahlia le gustaba hablar con la gente del pueblo y escuchar sus historias. Si pudiera encontrar anotaciones de esas conversaciones, sería fascinante comparar las referencias a las criaturas sobrenaturales, hadas, brujas y demonios que aparecían en sus libros con las del folclore local.

Solo cuando acabé la lista de todos los cuadernos (clasificados por las fechas y los títulos de las novelas) y un listado de las copias mecanografiadas, me permití echar un vistazo a uno de los cuadernos. Elegí El visitante oscuro, su novela más conocida y también mi preferida. Empecé a leer las primeras líneas, que tan bien conocía, sintiendo un escalofrío de emoción.

Desde el momento en que crucé el umbral de la Guarida del León supe que mi destino estaba escrito. Ya había estado allí en mis sueños desesperados y mis fantasías febriles. Y siempre sentí que aquel era el lugar donde él al fin me atraparía, el hombre de mis sueños, el íncubo de mis pesadillas. El visitante oscuro, mi amante demonio…

Dejé de leer. No recordaba que la palabra «íncubo» apareciera en el primer párrafo de El visitante oscuro, ni la expresión «amante demonio». A pesar de que Dahlia LaMotte hacía referencia a lo sobrenatural a través de los sueños de sus protagonistas, los presagios, las escaleras chirriantes, las sombras y las voces telepáticas, nunca lo hacía de forma abierta. Al final de cada libro, todos los acontecimientos se explicaban con detalle. Sus antihéroes presentaban todas las características de los desenfadados héroes byronianos del romance gótico, pero eran de carne y hueso; no eran íncubos, demonios o vampiros. Quizá Dahlia estaba jugando con el imaginario, pero ese imaginario no había logrado llegar hasta los borradores finales. ¿Cuándo lo habrían suprimido?

Pasé a la primera página mecanografiada de El visitante oscuro. En el papel amarillento y quebradizo leí el primer párrafo. Ponía lo mismo que en el cuaderno, salvo en la última línea:

… el hombre de mis sueños, la figura de mis pesadillas.

Interesante.

Entre el borrador manuscrito y la copia mecanografiada Dahlia LaMotte había eliminado las palabras «íncubo» y «amante demonio». ¿Cuánto cambios más habría realizado? Hojeé otro de los cuadernos de El visitante oscuro y di con una escena que recordaba bien. Violet Grey, la tímida institutriz, oía un grito en plena noche y salía corriendo al rellano…

… Salí con tal urgencia, que ni siquiera me preocupé de cubrirme el camisón. Cuando llegué al rellano vi, horrorizada, que William Dougall estaba reprendiendo a la lavandera por chillar a causa de un ratón. No soportaba la idea de que el altivo William Dougall pensara que le estaba espiando, ni que me viese vestida con aquel camisón transparente. Aprovechando que la descuidada sirvienta había dejado entreabierta la puerta del vestidor y armario de la ropa blanca, me colé dentro y me escondí entre una estantería llena de sábanas dobladas y la puerta. Suspiré aliviada y me apoyé contra la fragante ropa. Por suerte, no estaba totalmente a oscuras. Un rayo de luna se colaba a través de una ventanita que había al fondo del vestidor y salía por un resquicio de la puerta. Gracias a ello, podría ver cuándo Dougall se marchase del descansillo. Todavía la estaba regañando.

—No deberías salir de tu habitación por la noche. Aquí fuera hay cosas mucho peores que un ratón, que te harían chillar de verdad. Regresa a tu dormitorio. Cierra la puerta con llave, y también las ventanas. Y corre las cortinas. La luz de la luna te puede jugar una mala pasada, créeme.

Dougall bajó la vista hasta el rayo de luz que salía del armario. Por un momento me dio la sensación de que sus ojos se posaban en los míos y un temblor me recorrió hasta la boca del estómago. Me flaquearon las piernas y me hundí un poco más en las cálidas sábanas. ¿Me habría visto?

Pero acto seguido dio media vuelta y se marchó. La sirvienta, que seguía aterrorizada, también se fue presurosa a su habitación.

Yo debería haber hecho lo mismo, pero todavía me flaqueaban las piernas. ¿Qué había querido decir William Dougall con que la luz de la luna podía jugar malas pasadas? Sin duda, esa luz había estado jugando conmigo desde mi llegada a la Guarida del León. Al recordar esos sueños extraños se me aceleró el corazón. ¿Acaso sabía Dougall que un amante oscuro se había colado en mi cama… y entre mis piernas? Al pensarlo, sentí una calentura en mis partes íntimas. Apreté los muslos como si pudiera sofocar esa llama, pero el calor aumentó. Me retorcí contra las sábanas… y sentí que estas se retorcían contra mí.

No estaba sola en el armario.

Alguien, o algo, se había escabullido detrás de mí… O quizá ya estuviera allí escondido antes de que entrara yo.

Con cautela, di un paso hacia la puerta…

Pero unos brazos fuertes me envolvieron y me tiraron hacia atrás.

Intenté gritar pero una mano me cubrió la boca. Otra mano bajó hasta mi cuello, me rozó la garganta, me sobó los pechos, descendió hasta mi vientre… y se deslizó entre mis piernas. Forcejeé, pero mis movimientos solo consiguieron excitarlo más. Sentí que algo duro y caliente me presionaba las nalgas. Su mano me levantó el camisón y me separó las piernas mientras su miembro se abría camino entre mis piernas para penetrarme.

Mordí la mano que me tapaba la boca y él me devolvió el mordisco en el hombro. Me penetró más a fondo, retrocedió y volvió a embestirme una y otra vez, avivando una llama dentro de mí que al final estalló. La luna pareció explotar a mi alrededor, disolviéndose en una lluvia de estrellas…

—¿Señorita?

Di un respingo y, avergonzada, cerré de golpe el cuaderno que describía el orgasmo de Violet Grey.

Alcé la vista, con la esperanza de que mis mejillas no estuvieran tan rojas como me temía. Brock se hallaba en el pasillo, con el abrigo puesto y la caja de herramientas en la mano.

—Seguirán aquí cuando vuelva —dijo.

—¿Quién? ¿Quién va a volver? —pregunté.

—Los libros, quiero decir —respondió, mirándome extrañado—. Seguirán aquí cuando vuelva de la recepción de profesores.

Miré el reloj; eran las cinco menos cuarto y la recepción empezaba a las seis. Me había pasado toda la tarde ordenando los papeles de Dahlia y, además de perder la noción del tiempo, me había sumido en una nube de erotismo.

¡Dahlia LaMotte había escrito literatura erótica! Y más tarde, en la copia mecanografiada, había suprimido todo aquel erotismo. ¡Menudo descubrimiento! ¡Sería un libro fascinante! Quería revisar todos los cuadernos en aquel momento, pero Brock tenía razón. Tenía que ir a la recepción de profesores.

—Gracias por recordármelo.

Empecé a levantarme, pero había pasado tanto tiempo sentada en la misma posición que las piernas se me habían quedado dormidas. Brock me tendió la mano para ayudarme y en cuanto su mano ancha y rugosa envolvió la mía volví a sentir una increíble sensación de bienestar. Bajé la vista a las pilas de papeles, cada una custodiada por su propio ratón centinela, y sentí una gran emoción… seguida por un terror de igual intensidad. Dahlia LaMotte había escrito acerca de un amante que aparecía a la luz de la luna y violaba a sus heroínas del mismo modo que la criatura de mis sueños me había violado a mí. O bien Dahlia había tenido los mismos sueños que yo… o no eran sueños en absoluto.