6

A la mañana siguiente me despertó el camión de las mudanzas en el camino de entrada. Me quedé en la cama un momento, tumbada entre un revoltijo de sábanas, intentando recordar dónde estaba. ¿No me había ahogado? Enseguida comprendí que no había sido más que un sueño.

No obstante, mientras recuperaba la ropa que había dejado tirada la noche anterior, vi que había cristales rotos en el suelo y que tenía un buen corte en la mano. Me acerqué a la ventana con cuidado y descubrí, entre los cristales rotos, el carillón de metal. Me quedé observándolo un instante recordando la violencia del sueño, pero un golpe en la puerta principal me sobresaltó y me hizo abandonar el recuerdo. Supuse que el ruido del carillón golpeando el cristal me había desvelado, y al levantarme para cerrar la ventana, debí de haberme cortado la mano. El resto del sueño debió de ser fruto de la unión entre el viento, los cristales y el deseo reprimido de reencontrarme con mi oscuro amante. «Esa es la única explicación posible —me dije mientras me apresuraba escaleras abajo—. Al menos, la única que tiene cierta lógica».

Los dos hombres y las dos mujeres de Traslados Verdes (la empresa de mudanzas ecológica de Maxine, la novia de Annie) no tardaron en descargar las cosas de mi apartamento de Inwood y las cajas del trastero, y cuando acabaron la casa todavía se veía vacía. Les invité a compartir una cesta de sándwiches que había recibido por gentileza de la charcutería Deena’s Deli («¡Estamos encantados de que seas nuestra nueva vecina!», ponía en la nota). Y nos sentamos en el porche para disfrutar de la brisa fresca que llegaba desde el bosque.

—Los veranos son fantásticos aquí —dijo una de las mujeres—. Mi novio y yo tenemos una casa en Margaretville, a unos cuarenta minutos al este. Pero los inviernos…

Se llamaba Yvonne y me contó de una pareja que tras instalarse en la zona habían perdido la chaveta, aunque siempre habían tenido «sus cosas». Bromeé acerca del peligro de volverme loca en el campo, y todos dijeron que mi situación era diferente porque iba a trabajar en la universidad. Cuando se marcharon, la casa se me antojó todavía más silenciosa y vacía que antes.

Antes de que pudiera plantearme si uno de los primeros síntomas de la locura consistía en tener sueños eróticos extraños, me metí de lleno en la tarea de desembalar mis escasas pertenencias, pues creí que una de las maneras más eficaces de prevenir la melancolía era sentirme en casa. Colgué algunas fotografías e ilustraciones en la biblioteca y el salón, y coloqué mi colección de tazas y platos desiguales en las vitrinas empotradas del comedor. Pensé entonces que sería divertido comprar algunas cosas en las tiendas de antigüedades para decorar la casa.

Después de cenar (una pizza que recibí por gentileza de Mama Esta’s Pizzeria y una botella de Shiraz de un viñedo de la zona), me di el tan anhelado baño en la bañera antigua, aprovechando el aceite de rosas que había recibido en la cesta de bienvenida de una tienda llamada Res Botanica («¡Haz de tu nueva casa un dulce hogar!»). Después me puse un camisón holgado y empecé a organizar mis carpetas y el material de oficina en la mesa de trabajo que había en el despacho, a la vez que disfrutaba de una copa de vino. Fue divertido abrir todos los cajoncitos del escritorio. Además del huevo de petirrojo que había encontrado el primer día, encontré una vaina negra y brillante con forma de cabeza de cabra, la cabeza de una muñeca de porcelana a la que le faltaba un ojo azul y un nido de pájaro. Uno de los cajones estaba cerrado con llave. Busqué la llave en los otros cajones, en vano.

Devolví todo a su sitio y añadí mi propia colección de piedras y conchas, así como los bolígrafos y lápices, la cinta adhesiva, la grapadora, un abridor de cartas con forma de daga (recuerdo de un castillo escocés), los archivadores y las libretas. También saqué de las cajas los libros de consulta que me gustaba tener cerca cuando escribía: el Diccionario Oxford (un regalo de mi abuela cuando acabé la universidad), el Diccionario de los símbolos, el Tesauro de Roget, La rama dorada, From the Beast to the Blonde, La loca y el desván de Gilbert y Gubar, y otra media docena de volúmenes sobre los cuentos de hadas y el folclore. En uno de los estantes coloqué mis novelas favoritas, desde Los misterios de Udolfo y Jane Eyre hasta Rebeca y El extraño oscuro de Dahlia LaMotte. Después de meter los bolígrafos en una taza de la Universidad de Oxford (un souvenir de mi año de intercambio en el extranjero) y de vaciar un puñado de clips en una taza de té de Sevres medio desconchada, lo único que quedaba de la porcelana de mi tatarabuela (según mi abuela), al fin me sentí como en casa.

Me recosté y, al alzar la vista, me topé con mis propios ojos reflejados en el oscurecido cristal de la ventana. Me había recogido el cabello para bañarme, pero unos mechones se habían escapado y se rizaban alrededor de la cara; mi pelo cobrizo se veía casi negro al lado de mi piel blanca. Me di cuenta de que mi camisón era bastante transparente y, por un momento, imaginé la impresión que podría causarle a alguien que me mirara desde fuera: una doncella atrapada en una torre, como en la portada de un romance gótico de Dahlia LaMotte. Me reí de esa idea; muy pronto estaría corriendo con mi camisón diáfano hacia un acantilado con un amenazante castillo al fondo… En ese instante, un destello blanco en el jardín trasero captó mi atención. El hecho de que mi habitación diese al bosque no significaba que nadie pudiera rondar por ahí. A pesar de que las clases no empezaban hasta la semana siguiente, los estudiantes de primero ya habían empezado a llegar para asistir al curso de orientación y no tardarían en descubrir que el bosque era un buen lugar para colocarse y emborracharse.

Me puse una sudadera de Columbia por encima del camisón y me asomé a la ventana. Había algo en el césped, justo en el linde del bosque: una figura blanca que se mecía con la brisa. Por un momento me pareció ver a un hombre vestido con camisa blanca y pantalones oscuros mirando hacia mi ventana. Distinguí un rostro pálido y unos ojos oscuros… Sus ojos empezaron a ensancharse hasta ocupar toda su cara y siguieron creciendo hasta borrar el resto de la figura. Entonces comprendí que era una ilusión óptica. La forma blanca no era más que una columna de neblina que ascendía del suelo y se dispersaba con la brisa.

«Estupendo», pensé. Me estaba comportando como una de las heroínas de los libros sobre los que escribía, quienes saltaban al mínimo ruido e imaginaban rostros en la niebla. Violet Grey, en El extraño oscuro, imaginaba la visita de un amante fantasma a la luz de la luna; lo mismo que yo había soñado la noche anterior. Con la diferencia de que en mi sueño no me había visitado ningún amante oscuro y romántico, sino una fuerza de la naturaleza, urgente e impaciente, que había avanzado sobre mí en forma de diluvio de luz de luna.

«Fue así por todo el tiempo que llevas esperándolo —susurró una voz en mi cabeza—. Fue así por todo el tiempo que le has hecho esperar».

—Eso es ridículo —dije en voz alta, cerrando la ventana con pestillo. Era mi primer día en una casa extraña, nada más. Además, ya empezaba a sentirme como si estuviera en mi hogar.

De todos modos, esa noche tardé un buen rato en dormirme. Me quedé tumbada escuchando los crujidos y ruidos de la vieja casa, que parecía asentarse en sus cimientos, y observando las sombras irregulares que la luna proyectaba a través de la ventana. No quería bajar la guardia ante lo que pudiera aparecer entre la luz de la luna y las sombras, temerosa de que el sueño violento de la noche anterior se repitiera.

No obstante, cuando al fin me quedé dormida el sueño que tuve fue totalmente distinto. Las sombras se deslizaron por el suelo con sigilo, bordeando los rayos de luna como si fueran de vidrio. Se metieron en mi cama y me envolvieron, murmurando palabras que no entendía pero que sonaban igual que el zumbido del mar dentro de una caracola. Ese sonido se coló en mis oídos como si fuera aceite caliente y difundió en todo mi cuerpo una sensación de bienestar y satisfacción. Era como si me estuvieran masajeando todo el cuerpo a la vez. Las sombras me cubrían por completo, como un baño caliente con dedos y labios, chupándome la boca, los pezones y la entrepierna. Parecían alimentarse de mí y ganar fuerza con cada uno de los orgasmos que me provocaban.

Por la mañana desperté sintiéndome muy descansada. Era extraño que a pesar de todo el peso que había cargado el día anterior no me doliera nada el cuerpo. Desempaqué una docena de cajas antes del desayuno y después decidí aprovechar esa energía para instalarme en mi despacho de la universidad.

Crucé el campus en coche y vi que todavía no había mucho movimiento, excepto por los alumnos de primero que asistían al curso de orientación. Se les reconocía al instante por la manera de moverse en grupos de cinco o seis, como si el bucólico campus cubierto de hiedras fuese una jungla peligrosa que solo una expedición en grupo pudiera superar. Recordé entonces mi primera semana en la Universidad de Nueva York. Todos los chicos de fuera de la ciudad se movían en manada. Y yo, como chica de ciudad que era, había despreciado su timidez y dependencia, de modo que pasaba la mayor parte del tiempo sola o con mis amigos del instituto. Y por esa misma razón no había hecho muchos amigos nuevos en la universidad. Pero más tarde conocí a Paul y casi no me separaba de él. Cuando me aceptaron en Columbia (donde la camaradería fácil de la universidad cedió a la competencia propia de una escuela de posgrado) supuse que había valido la pena, pero en ese momento, observando a esos chicos que reían y bromeaban bajo los majestuosos árboles teñidos de otoño, sentí que me había perdido algo.

Aparqué delante del pabellón Fraser, un edificio de estilo Tudor de cuatro plantas con entramado de madera, que albergaba las oficinas del departamento de Folclore. Se llamaba así en honor de Angus Fraser, el famoso folclorista fundador de la Real Orden de Folcloristas a principios del siglo pasado. Fraser fue autor de una docena de libros sobre el folclore celta y había impartido clases en Fairwick cien años atrás. Mi despacho estaba en el último piso del edificio, que, tal como descubrí, carecía de ascensor. Afortunadamente, en mi segundo viaje por la empinada escalera cargada de cajas, un par de brazos musculosos me liberaron del peso.

—Parece que vayas a caer rendida de agotamiento.

Era Frank Delmarco, el profesor de Historia de Estados Unidos que se había burlado de la inclusión de los libros de vampiros en mi plan de estudios durante la entrevista de trabajo. Y ahora, por lo visto, estaba criticando mi capacidad para subir escaleras.

—Estoy… bien —dije jadeando—. Es que… he estado de mudanzas.

—Sí, ya me he enterado de que has comprado la vieja casa de los LaMotte. ¿No te parece un poco grande para ti sola?

Estuve a punto de decirle que no estaba sola, y sentí que me sonrojaba al recordar la compañía que tenía en mis sueños. Afortunadamente, el camarada Delmarco (ese día llevaba una camiseta con los retratos de Marx y Lenin con unos sombreros en los que ponía: ÚNETE AL PARTIDO COMUNISTA) debió de pensar que sentía embarazo por acaparar una casa tan grande para mí sola.

—Puede que alquile una habitación —respondí, aunque en realidad no tenía ninguna intención de hacerlo y no me apetecía nada tener que compartir la casa con alguien.

—¿Sí? Buena idea… —empezó, pero le interrumpí.

—¿Sabes? Es curioso que alguien que desaprueba las atenciones al «mínimo denominador común» sea socialista.

—¿Socialista? Yo no soy socialista —espetó, dejando una caja en el suelo de mi nuevo despacho—. ¿Tienes más cajas?

—Sí, pero no hace falta que te molestes por mí. —Me volví y me dirigí escaleras abajo. Él me siguió.

—No pasa nada. A nosotros los socialistas nos gusta ayudar a los camaradas. Ostras, aunque fuera socialista no veo qué tiene que ver mi desprecio hacia toda esa basura comercial de los vampiros con…

—¿Basura? ¡Menudo creído estás hecho! ¿Has leído alguna vez a Anne Rice?

—No.

—¿Y a Stephenie Meyer?

—Tampoco.

—¿Charlaine Harris?

—¿Quién?

Seguimos discutiendo mientras me ayudaba a subir el resto de libros y archivadores. Tuvimos que hacer tres viajes y al acabar ambos respirábamos con dificultad, empapados de sudor.

—Caray, qué calor que hace —comentó, secándose la frente con un pañuelo rojo—. ¿Una cerveza?

—¿A las diez de la mañana? —contesté.

—¿Quién es la creída ahora? —exclamó, levantando los brazos mientras salía de mi despacho.

Desempaqueté mis cosas con un arrebato de mal humor que poco a poco se fue convirtiendo en unas ganas insaciables de tomarme una cerveza y en un fuerte remordimiento por no haberle dado las gracias a Frank Delmarco por su ayuda.

Salí al pasillo en busca de su despacho. Seguí el sonido de unas risas hasta la vuelta de la esquina y vi, a través de una puerta abierta, el perfil de una chica guapa y joven sentada en una silla de oficina junto a un gran escritorio. Lo único que alcanzaba a ver del hombre sentado al otro lado de la mesa eran unas botas de montaña Timberland apoyadas encima de una pila de libros, pero por su risa escandalosa reconocí a Frank Delmarco. La chica se unió a su risa, se echó atrás su larga y brillante melena (que le llegaba hasta la cintura) y cruzó sus largas y desnudas piernas. De pronto sentí que ya había socializado bastante con mis nuevos colegas y decidí marcharme a casa.

Pero cuando regresé a mi despacho para cerrarlo con llave descubrí que tenía una visita. Una estudiante (o quizá la hermana pequeña de algún estudiante, pues parecía muy joven) estaba sentada en la silla que había junto a mi escritorio. Tenía la espalda encorvada y su media melena, del color del té con leche, le tapaba el rostro. Cuando entré, se estremeció y alzó la vista. Sus ojos eran enormes y del mismo color que su cabello.

—Ay, discúlpeme, profesora McFay, espero que no le moleste que haya entrado… La puerta estaba abierta y en el pasillo había mucha corriente de aire.

En el pasillo la temperatura rondaba los veinticinco grados, pero daba la sensación de que aquella muchacha podría salir volando impulsada por la brisa veraniega. Ahora entendí por qué sus ojos se veían tan grandes: estaba delgadísima.

—No te preocupes —dije sin mucha convicción. Estaba agotada y tenía ganas de volver a casa—. Las horas de consulta todavía no han empezado…

—Ay, ¡lo siento! —exclamó, levantándose de la silla. Vestía una blusa campesina azul claro que le hacía bolsas encima de su delgadísimo pecho. La chica no solo era flaca, sino que estaba desnutrida. ¿Anorexia?—. Es que he llegado tarde y aún no me he matriculado.

Me percaté entonces de su acento. «De Europa del Este», pensé.

—No te preocupes. Siéntate, por favor. Es que hoy no esperaba recibir ninguna visita. Soy nueva aquí y todavía no conozco las rutinas.

—Yo también. ¡Yo también soy nueva! —Sonrió. Sus dientes todavía no se habían beneficiado de la odontología norteamericana y su sonrisa no conseguía iluminar la palidez de su rostro—. Soy… ¿Cómo se dice? ¿Estudiante de cambio?

—Estudiante de intercambio —la corregí con delicadeza. Parecía que fuese a desmoronarse ante la mínima rudeza.

—Sí, estudiante de intercambio —repitió. Pero enseguida frunció el ceño, confundida—. No, eso no puede ser correcto. Intercambiar significa cambiar una cosa por otra, ¿no?

Asentí con la cabeza.

—Y no creo que la Universidad de Fairwick envíe a ningún estudiante americano al sitio de donde vengo —dijo con una gravedad que me hizo estremecer.

—¿Y de dónde eres exactamente?

Ella sacudió la cabeza, y su cabello lacio se apoyó en sus delgados hombros. Tenía las puntas del pelo abiertas y húmedas, como si se las hubiera estado chupando.

—Las fronteras cambian tan a menudo que ya apenas lo sé con exactitud.

Al entrar había pensado que la chica parecía más joven que la mayoría de estudiantes universitarios, pero ahora, mientras hablaba de su país, de pronto me parecía mucho mayor. Me pregunté de dónde sería. ¿De Bosnia? ¿Chechenia? ¿Serbia? Pero si ella no quería decir de qué rincón asolado de Europa del Este provenía, ¿quién era yo para entrometerme?

—¿En qué puedo ayudarte? —pregunté al fin.

Relajó los hombros y me sonrió, dejando al descubierto su perjudicada dentadura.

—Me gustaría matricularme en su clase de Vampiros e Imaginación Gótica —dijo con cuidado, como si lo hubiera estado ensayando—. Pero está llena. —Frunció el ceño y enseguida sonrió de nuevo (empezaba a parecerme un poco maníaca)—. ¡Es usted una profesora muy popular! ¡Todo el mundo quiere asistir a su clase!

—Es mi primer semestre aquí —le recordé—. De manera que esta popularidad se debe a que los vampiros y los seres sobrenaturales están de moda. ¿Es esa la razón por la que quieres inscribirte en mi clase? ¿Porque te ha gustado la saga Crepúsculo?

—No sé qué es Crepúsculo. He leído la descripción de su clase, en la que dice que la heroína de la novela gótica se enfrenta al mal, por dentro y por fuera, y lo supera. Eso es lo que me gustaría saber: ¿cómo se puede vencer al mal?

La chica estaba inclinada con las manos juntas en el regazo y con sus pálidos ojos castaños bien abiertos y vidriosos. Tenía las pupilas dilatadas y el negro se deslizaba por encima del iris como si algo oscuro despertara en su interior. Por un momento, mirándolos fijamente, me dio la sensación de que vislumbraba los horrores que esos ojos habían visto. Sentí una oleada de frío y me estremecí.

—Por supuesto que puedes apuntarte a mi clase —afirmé, deseando que hubiera algo más que pudiera hacer por esa chica—. ¿Necesitas que te firme algo?

Después de firmar la solicitud de inscripción de Mara Marinka decidí que era hora de irme a casa a echar una cabezadita. Toda la energía con que me había despertado se había esfumado. El esfuerzo de subir todas aquellas cajas por la escalera me había dejado agotada y me sentía como si realmente hubiera bebido la cerveza que Frank Delmarco me había ofrecido; bueno, de hecho, como si hubiera tomado varias.

Mientras salía del edificio me crucé con una mujer cargada con dos cajas que estaba pasando apuros para subir la escalera. Las cajas rebosaban de periódicos y revistas que no dejaban de caerse, de manera que la pobre tenía que detenerse cada dos por tres para recogerlas del suelo. Además, parecía que las cajas fueran a desmontarse en cualquier momento.

—Espera —dije, compadeciéndome de ella—, deja que te eche una mano.

—Dios mío, ¡eres un ángel caído del cielo! —declamó de manera teatral, alzando sus grandes ojos azules al techo. Iba más vestida para una interpretación dramática que para hacer una mudanza: un kimono con mangas de campana y una falda larga y vaporosa. Y el cabello rubio recogido con una pinza que se le cayó dos veces antes de que llegáramos a su despacho con las maltrechas cajas.

—¡Muchas gracias! —exclamó, volcando el contenido de una caja encima de otro montón de periódicos y revistas desparramados por el suelo del despacho—. He estado recopilando todos los diarios y revistas que han reseñado mi libro este año y todavía no he tenido ni un segundo para ordenarlos.

—Caray —suspiré, mirando con admiración las publicaciones. Las revistas The New Yorker, People y Vanity Fair se mezclaban con otras publicaciones literarias como The Hudson Review y Blueline y revistas especializadas como Poets & Writers y The Writer’s Chronicle. Alcé la vista hasta una pila de libros que tenía encima de la mesa: ejemplares de Phoenix. Renacer de la cenizas.

—Eres Phoenix… —comenté, sintiéndome un tanto extraña por llamarla por su nombre de pila, pero al igual que Cher o Sting, así se la conocía—. He oído hablar de tus memorias. —De hecho, la mayoría de estadounidenses con formación escolar conocían su historia: un relato desgarrador sobre una muchacha que crece en un agujero de pobreza extrema en los montes Apalaches y es víctima de abuso infantil e incesto. Se había hablado de Phoenix en una docena de programas de televisión y había recibido una reseña excelente de una cronista del New York Times, conocida por haber hundido a varios autores con sus reseñas.

—¿De veras? —preguntó, pestañeando. Noté su acento sureño y recordé que era de Carolina del Norte—. Todo el mundo ha sido muy amable. Y después de escribir un libro tan duro, es muy gratificante comprobar que la gente se emociona con mi historia. ¡Algunos de los mensajes que recibo en mi página web me hacen llorar como un bebé!

—Supongo que tu honestidad a la hora de explicar tus desgraciadas experiencias anima a tus lectores a abrirse y hablar de sus propias penurias —comenté. Aunque Vidas sexuales me había dado bastante publicidad, al menos no había tenido que leer una sarta de emails con secretos inconfesables.

—¡Exacto! —exclamó Phoenix, asintiendo efusivamente—. Supongo que tú también debes de ser escritora, ¿no? Pues no todo el mundo lo entiende.

Asentí y me presenté. Ella también afirmó haber oído hablar de mi libro, pero dijo que no había tenido ocasión de leerlo porque ese año había estado muy ocupada con las presentaciones de sus memorias. Me pidió un ejemplar de mi libro para así intercambiar ejemplares firmados («¡La verdad te hará libre!», escribió en el suyo, y dibujó un pajarito en llamas al lado de su firma). También me sugirió que quedásemos un día del fin de semana para «charlar y emborracharnos» antes de que empezaran las clases. Phoenix iba a impartir un seminario de escritura.

—Sé que cuando me vuelque en mis alumnos no tendré ni un minuto para mí. ¡No puedo evitarlo! —dijo.

Mientras se presentaba a Frank Delmarco («A un hombretón tan fuerte como tú no le importaría ayudarme a subir unas cajitas, ¿verdad?») aproveché para irme. A esas alturas estaba exhausta.

Cuando llegué a casa no me vi con fuerzas para subir ni un escalón más. De modo que me desplomé en el sofá de la biblioteca, sin siquiera preocuparme de bajar las persianas para evitar el sol de la tarde, y me quedé roque.

Debí de dormir varias horas pues cuando desperté la habitación estaba casi a oscuras. Los últimos rayos de sol teñían el sofá de ámbar y varias sombras se extendían por el suelo.

«Ven aquí», ordenó de pronto una voz desde las sombras.

«Todavía estoy dormida —pensé—. Estoy soñando».

«¡Ven aquí!».

Esa segunda vez, la voz fue más brusca. No había ni rastro del suave murmuro oceánico de la noche anterior y percibí cierta desesperación; él no podía alcanzarme en la luz. Aún no era tan fuerte.

«En cuanto me alimente de ti, sí que podré», susurró.

Me estremecí, pero no de miedo, sino del deseo que sentí al recordar esos labios de sombras que me habían chupado la noche anterior. Me excité con solo pensar en él… En realidad no era «él», sino una cosa que decía estar esperando para alimentarse de mí, y aunque solo fuera un sueño tenía que imponerme. ¿O no?

Estiré el brazo hacia atrás para encender la lámpara, pero al tocarla recordé que todavía no la había enchufado. Las sombras se acercaron un poco más y la voz me llamó de nuevo: «¡Ven aquí!». Se estaba enfadando. Balanceé las piernas y planté los pies en una franja de luz. La madera estaba caliente. Sólida. ¿De verdad estaba soñando?

«Sí, es solo un sueño —dijo la voz con más suavidad—. Pero un sueño precioso. ¡Ven a mí!».

Era cierto que los sueños eran preciosos… Bueno, el de la noche anterior lo había sido. Pero un atisbo de conciencia me decía que todo tenía un límite; que si dejaba que esa cosa entrara a la luz del día, quizá nunca me despertaría de esos sueños.

Me levanté y seguí el camino del sol hasta el interruptor de la pared. Y encendí la luz.

Me volví pensando que él seguiría ahí, mi amante nocturno, fulminándome con la mirada por haberle desobedecido. Y sentí que su enfado me erizaba la nuca. No obstante, enseguida comprobé que la habitación, inundada ahora de luz eléctrica, estaba vacía.