Cuando llamé a Paul desde Manhattan esa misma noche, me sorprendió que se tomara tan bien la noticia de mi puesto en Fairwick.
—He estado preguntando por ahí y la verdad es que la universidad tiene buena reputación. Tienen un curso para alumnos de alto rendimiento académico con una generosa ayuda financiera que reúne a algunos de los mejores estudiantes del país y del mundo —me explicó. Oía el rumor de fondo de sus dedos tecleando en el portátil. Debía de llevar horas buscando en Google información del pueblo y la universidad—. Y según el MapQuest está solo a tres horas de la ciudad. De manera que cuando el año que viene encuentre trabajo en Nueva York será bastante fácil venir a verte.
Lo que no le hizo ninguna gracia fue que hubiera comprado una casa victoriana de cinco habitaciones.
—Pensaba que íbamos a utilizar ese dinero para comprar un piso más grande en la ciudad —protestó—. Al menos podrías habérmelo consultado, ¿no?
Me defendí recordándole que siempre habíamos dicho que aceptaríamos el trabajo (o escuela de posgrado) que más nos conviniese sin preocuparnos de lo que pensara el otro.
—Ya, pero una casa… —repuso—. Es demasiado… permanente.
—Un puesto de trabajo sí que es algo permanente —refuté—. Una casa es… —Quería decir que una casa se podía comprar y vender, pero sabía que nunca iba a resultar fácil vender la Madreselva. Y la sola idea de perderla ya me producía una punzada extraña en el pecho—. Es como una casa de veraneo. Podrías venir los fines de semana y pasaríamos los veranos juntos aquí. Ya verás, en cuanto estés bien instalado en la ciudad te morirás de ganas de salir de ahí, como todos los neoyorquinos.
—Pero deberías habérmelo consultado antes de comprarla —insistió con una pena impropia de él. Normalmente, Paul era el tío más tranquilo y comprensivo del mundo y casi nunca discutíamos. Y tampoco lo hicimos ahora. Se excusó diciendo que tenía que corregir unos trabajos y colgó.
Con la esperanza de conseguir un poco de comprensión y apoyo, tomé el metro hasta Brooklyn y me dirigí a la panadería de mi amiga Annie para explicarle lo que había hecho. Era mi mejor amiga desde el instituto y, a pesar de que no salía con hombres (había admitido su homosexualidad cuando estudiábamos segundo de bachillerato), siempre me daba buenos consejos. Además, llevaba años intentando convencerme de que dejara esa relación a distancia con Paul y me buscara un novio en la ciudad.
—Lo siento, Cal, pero está vez apoyo a Paul —me dijo, cubriendo una hilera de magdalenas con una capa de caramelo de color amarillo para darles aspecto de girasol—. Has actuado como un hombre: con total prepotencia. Y no me creo todo ese rollo de hacer lo que sea mejor para cada uno de vosotros sin pensar en la relación. Me da la sensación de que a ninguno de los dos os importa lo suficiente estar juntos como para sacrificaros para que funcione.
Había olvidado que desde que Annie vivía con su novia, Maxine, se había vuelto un poco moralista con el tema del compromiso.
—¿Crees que debería sacrificar mi carrera y trasladarme a Los Ángeles? —pregunté, cogiendo una de las magdalenas medio terminadas. De pronto sentí que necesitaba azúcar, cosa que atribuía a la gran cantidad de dulces que había ingerido en la Dulce Posada Hart.
—Yo no he dicho eso. Pero si realmente quisierais estar juntos, ya habríais hallado la manera. Y una persona enamorada no se compraría una casa para ella sola.
«A no ser que esté enamorada de un hombre que se le aparece en sueños», pensé. Pero no lo dije.
Curiosamente, era la misma actitud que mi abuela Adelaide había adoptado cuando la llamé a Santa Fe (donde se había retirado cuando acabé la secundaria) para contarle las novedades.
—Fairwick es una universidad de segunda con un personal de segunda —espetó mi abuela, alargando las palabras con su acartonada voz de Nueva Inglaterra. Utilizó el mismo tono que cuando me habló de la decisión de mi madre de ir a la universidad en Escocia («Las mujeres de nuestra familia siempre han estudiado en Radcliffe o Barnard»), del matrimonio de mi madre con mi padre, de mi decisión de estudiar en la Universidad de Nueva York y de la elección del tema de mi tesis («¡Los cuentos de hadas son para niños!», había dicho).
Cuando acabó de criticar a la universidad, me preguntó si eso significaba que había roto con «ese chico de California». Cuando le dije que no, opinó que era solo cuestión de tiempo y que si de verdad nos queríamos ya hubiéramos conseguido vivir en el mismo lado del país.
Las opiniones de Adelaide y Annie me persiguieron en el camino hacia California; iba a visitar a Paul. Por extraño que parezca, el sueño que había tenido en la Dulce Posada Hart me hacía preguntarme que quizá tenían razón, como si le hubiera sido infiel a Paul y hubiera comprado la Casa Madreselva con el fin de entrar en contacto con ese amante nocturno. El hecho de que me flaqueasen las rodillas cada vez que rememoraba el sueño corroboraba esa teoría, al igual que el hecho de que el amante nocturno me recordara al príncipe de mis fantasías de adolescente. Era como si hubiera traicionado a Paul con mi ex, y me preguntaba si en el fondo una parte de mí siempre había estado esperando el regreso de mi príncipe azul; la misma parte de mí que aceptaba vivir a cinco mil kilómetros de distancia de mi novio.
A pesar de todo, cuando llegué a Los Ángeles le hablé a Paul de las cajas llenas de cuadernos de Dahlia LaMotte que había en el altillo de la casa y él empezó a cambiar de actitud.
—¿Me estás diciendo que puedes escribir sobre ellos e incluso reproducirlos, siempre y cuando permanezcan en la casa?
Le mostré el testamento adjunto a la escritura que lo especificaba.
—¿Y por qué no empezaste por ahí? —preguntó, recompensándome con la sonrisa irónica con que me había conquistado en la clase de Literatura Inglesa en el segundo año de universidad—. Eso es fantástico, Cal. Cuando publiques tu próximo libro, ¡tendremos suficiente dinero para comprarnos un piso en Manhattan!
Aunque fue un alivio que me perdonara, sentí la incómoda sensación de que solo lo había hecho porque consideraba que a la larga mi decisión precipitada (y la infidelidad espectral de la que no tenía conocimiento) podía ser rentable. De manera que me pasé dos semanas en Los Ángeles sintiéndome como una prostituta de lujo e intentando convencerme de que tener fantasías eróticas con un amante imaginario no era lo mismo que serle infiel a mi novio. ¿Qué importancia tenía que cuando mirase a Paul recordara la manera en que la luz de la luna había tallado unos músculos sinuosos en la sombra? ¿O que recordara el tacto de sus labios carnosos cuando Paul me besaba? No era más que un sueño, y no se había repetido desde aquella primera noche en la casa de huéspedes. Además, si decidía adelantar un día la vuelta para tener tiempo de instalarme en la casa nueva antes de que empezara el trimestre, no significaba que estuviera deseando regresar a la Casa Madreselva para ver si el sueño se repetía. ¿O sí?
Si hubiera creído en la patética metáfora de que en las novelas las condiciones meteorológicas son un reflejo de las emociones de la heroína, hubiera sospechado que la adquisición de la Casa Madreselva había estado dictada por una fuerza malevolente. Mientras conducía hasta Fairwick una lluvia torrencial amenazaba con llevarse a la cuneta mi nuevo Honda FIT verde. Cuando llegué al pueblo, todas las casas de la calle tenían las luces apagadas. «Debe de haberse ido la luz», pensé. ¿Sucedería muy a menudo? Pensé en ir a la posada para pedirle a Diana una habitación, o al menos una linterna y unas velas, pero en cuanto vi la Casa Madreselva supe que no podía esperar más. Incluso el viento pareció empujarme escalones arriba (¡ahí estaba de nuevo la metáfora patética!), precipitándome hacia la puerta principal. Levanté la vista hacia la vidriera, pero el rostro tallado estaba a oscuras y, de alguna manera, parecía cobijarse en esa oscuridad. Como el amante de mis sueños antes de que el claro de luna lo despertase. Me dio la impresión que él estaba en algún lugar de la casa, esperando a que el ruido de mi llave lo despertara. Tenía la llave grande y antigua que Dory me había enviado envuelta en papel marrón y atada con un cordel, y la sostuve cerca de la cerradura. En su peso noté el de todas las decisiones cuestionables que había tomado en el último mes.
Había dejado pasar una posible carrera en Manhattan, el centro de mi mundo, por un trabajo en una universidad de segunda en un pueblucho donde no conocía a nadie. Me había comprado una casa de más cien años que, a pesar del positivo informe de su estado actual, lo más probable es que fuera a requerir un mantenimiento que yo, que me había pasado la vida de apartamento en apartamento, no pudiera ni imaginar. A pesar de que había decidido mantener el estudio de Inwood, lo había subarrendado en el último momento cuando una antigua profesora mía me dijo que no tenía donde vivir. De manera que si decidía regresar a la ciudad, no tendría donde alojarme. Y lo peor era que había puesto en riesgo una relación de ocho años con un buen hombre del que creía estar enamorada. Y todo por un sueño que me recordaba al príncipe imaginario de mi adolescencia.
«Debería dar media vuelta ahora mismo —pensé—, regresar a Nueva York, decirle a Dory Browne que ponga la casa a la venta y trabajar como profesora adjunta hasta que pueda solicitar un puesto el año que viene en alguna universidad más cerca de Manhattan. Sí, eso es lo que debería hacer, pero…».
Oí un clic. Algo metálico.
Bajé la vista a mi mano y vi que la llave ya estaba encajada en la cerradura. ¿Cómo había sucedido? La extraje y la sostuve a unos centímetros de la cerradura. Se zarandeó en el aire. ¿Me estaba temblando la mano o…? La llave rozó el ojo de la cerradura y entonces me percaté de que el agujero para la llave estaba rodeado de una placa de hierro con forma de gallo. Sentí un tirón en la mano, la llave se movió y se metió en la cerradura con suavidad.
«¡Maldita sea! ¿Qué está pasando?». Me quedé mirando la llave durante todo un minuto hasta que la idea hizo clic en mi cabeza con el mismo sonido que la llave había hecho al deslizarse en la cerradura. «Debe de ser una cerradura magnética». Parecía una tecnología demasiado sofisticada para una casa del siglo XIX, pero recordé lo que Dory Browne me había explicado de Silas LaMotte: había construido la casa como si fuera un barco y para que resistiera el paso del tiempo y, según el arquitecto que contraté para que la examinara, estaba en perfectas condiciones. «Solo necesita una mano de pintura y algún retoque de masilla», había dicho, antes de recomendarme a su primo Brock Olsen para que se ocupara de las pequeñas reparaciones.
Dory había dejado entrar a Brock la semana anterior y se había ofrecido a supervisar el trabajo. De manera que no tenía nada de lo que preocuparme. No había sido una locura comprar la casa, pero sí que sería una locura huir ahora.
Giré la llave. Lo hizo con suavidad y la puerta se abrió sin hacer ruido sobre unas bisagras bien engrasadas; nada que ver con las puertas chirriantes de un romance gótico. Al entrar tampoco me topé con telarañas ni miasmas húmedos, sino que la casa olía a pintura fresca y barniz. Un olor limpio y práctico que derrocó la ridícula idea de que hubiera comprado la casa a causa de un sueño.
Al fin y al cabo, era una casa bonita. Justo cuando estaba en el umbral, un rayo de luna se coló entre las nubes y se deslizó por el suelo recién barnizado, como una piedra rebotando en un estanque. Entré, y el viento que se coló por mis talones alborotó las cortinas de encaje del salón e hizo vibrar el cristal de las ventanas. La casa crujió como un barco en plena tormenta; quizás eso era justo lo que Silas LaMotte había pretendido. Incluso me dio la sensación de que podía oler a aire marino debajo de la pintura y el barniz, pero cuando cerré la puerta todo pareció calmarse. La tormenta estaba amainando y el claro de luna que se colaba en el interior hacía que la pintura blanca resplandeciera como mármol pulido y proyectaba un reflejo distorsionado de la vidriera en el suelo del vestíbulo: el rostro del dios pagano se alargaba y retorcía, dando la sensación de estar sonriendo satisfecho.
Me estremecí con esa idea… pero también porque me había mojado y el largo viaje en coche me había dejado exhausta. Necesitaba un baño caliente (suponiendo que el calentador del agua funcionase sin electricidad) y tenderme en la cama (suponiendo que la cama que había encargado ya hubiera llegado y estuviera montada). Los de la empresa de mudanzas llegarían por la mañana. En cuanto hubiera descansado y llenado la casa con mis libros y mis muebles no se me haría tan raro… ni resonaría tanto el eco.
Subí las escaleras; en la casa vacía el ruido de las pisadas asemejaba el estruendo de los petardos. Me acordé entonces de lo que le había dicho a Dory Browne acerca de no tener que preocuparse por los ladrones y también de su contestación: «No, nadie entraría a hurtadillas». Había enfatizado la palabra «entraría». ¿Por qué? ¿Acaso había algo peligroso que ya merodeaba por la casa?
Temí que el vestíbulo de la primera planta estuviera completamente a oscuras, pero la luna también había hallado el modo de entrar ahí: por las ventanas de los dormitorios pequeños, cuyas puertas estaban abiertas. La única que estaba cerrada era la del fondo del pasillo, la de la habitación principal.
Recorrí el pasillo sintiéndome peculiarmente observada. Bajé la vista y reconocí la sombra de un ratón a mis pies. Chillé y di un buen salto, antes de comprender que la sombra pertenecía al tope de la puerta, que era de hierro fundido y tenía forma de ratón.
Maldije la pasión de Diana Hart por las figuras de animales (supuse que esos extraños topes eran cosa suya) y giré el pomo de la puerta de mi dormitorio, pero no se movió. Imaginé que debía de haberse cerrado de un golpe cuando la pintura todavía no se había secado. Apoyé el hombro contra la hoja, quejándome entre dientes. «Venga, ábrete, maldita…». La puerta se abrió tan de repente que me caí al suelo y vi que una ráfaga furiosa de viento sacudía las cortinas y alborotaba las sábanas de la cama.
Ahí estaba la cama.
Le había pedido a Dory Browne que les abriera la puerta a los mozos que me traerían la cama que había encargado y esperaba que la hubieran montado, pero había dado por hecho que esa noche me tocaría dormir sobre el colchón en el suelo. No obstante y contra todo pronóstico, no solo habían montado la cama de pino con dosel, sino que alguien también la había hecho con sábanas blancas, almohadas mullidas y un elegante edredón de plumas. Todo del mismo tono blanco lunar. Parecía preparada para una novia, pero yo estaba sudada y llevaba una camiseta y unos shorts zarrapastrosos.
«Tendría que darme un baño», pensé, pero estaba demasiado cansada. Caminé hasta la cama y me golpeé el dedo del pie con algo duro. Maldiciendo, busqué en el suelo a tientas y cogí algo pesado y frío. Lo sostuve a la escasa luz y vi que se trataba de uno de los ratones de hierro. El viento debía de haberlo arrastrado. El ratoncito tenía una salpicadura blanca en el pecho (probablemente de cuando Brock pintó la habitación) y le faltaba la punta de la cola. Eché otro vistazo al suelo y encontré el apéndice que faltaba. Lo recogí para asegurarme de que no me pinchaba el pie más tarde y lo sostuve delante de la pequeña cara con bigotes del ratón.
—Herido en acto de servicio, ¿eh? —le dije—. No te preocupes, soldado. Te doy la noche libre. —Lo llevé hasta el vestíbulo, lo dejé con el resto de sus compañeros y cerré la puerta. Entonces me deshice de mi ropa sudorosa, me metí en la cama blanca y virginal y, abrazada a la almohada, caí en un sueño profundo.
Pero no por mucho tiempo.
Alguien estaba dando golpecitos en la ventana. Me levanté y crucé la oscura habitación. La luz de la luna se apoyaba contra el cristal, como el agua que hace presión contra un dique. Yo estaba de pie en la oscuridad, en el umbral entre la sombra y la luz donde él siempre me esperaba, y alguien estaba dando golpecitos. Me acerqué a la ventana y vi que había algo metálico colgando del marco de madera: un medallón redondo con tres radios (como los de una rueda) y tres llaves colgando. A pesar de que estaba hecho de algún tipo de metal oscuro, me recordó a un atrapasueños. Estaba golpeando el cristal, impulsado por el viento que silbaba a través de un resquicio en el marco. Si no lo descolgaba acabaría rompiendo el cristal, pero cuando tiré de él rompí la cinta que lo sujetaba. Al instante se abrió una grieta en el vidrio, que se hizo añicos. Los trozos y esquirlas cayeron a mis pies y la luz de la luna entró impulsada por una ráfaga de viento que olía a madreselva y sal. La tromba de aire se arremolinó a mi alrededor con la furia de las aguas revueltas y me empujó contra la ventana; golpeé un cristal con la espalda y el resto de ellos se hicieron pedazos. La luna brillaba con tanta fuerza que su luz me cegó. Cerré los ojos, pero seguía ahí, debajo de mis párpados, reteniéndome contra la ventana. De pronto, una fuerza fría y sólida me empujó las caderas contra el alféizar, me separó las piernas y arremetió contra mí… Me agarré al marco de la ventana para mantener el equilibrio y me corté la mano con un cristal roto. Di un grito ahogado y la boca se me llenó de agua salada. Intenté zafarme, pero solo conseguí que aquella fuerza arremetiese contra mí de nuevo… una y otra vez, sumergiéndome en las aguas revueltas.
Había oído en alguna parte que en caso de estar ahogándose lo mejor es relajarse y dejarse llevar por la corriente, de manera que eso fue lo que hice. La corriente se volvió caliente y me arrastró hasta la oscuridad, como si un amante me llevara a la cama, hacia la oscuridad donde vivía.