4

Cuando salí del bosque ya eran las ocho y media. Lo primero que vi fue la Casa Madreselva. Los postigos y las ventanas estaban abiertos, y las cortinas blancas de encaje, que se hinchaban y deshinchaban a través de las ventanas abiertas, revoloteaban entre las parras de madreselva. La casa parecía estar respirando. La persona de la inmobiliaria debía de haber venido temprano para airearla antes de enseñármela. Me sentí culpable por hacer que se tomara tantas molestias cuando en realidad no tenía ninguna intención de comprar la casa.

¿O quizá lo que sentía eran dudas?

Después del percance matutino debería haber estado más resuelta que nunca a salir de allí, pero a pesar de sentirme dolorida y cansada (y hambrienta), también me sentía un tanto eufórica. La caída había sido dolorosa, pero ese beso… ¿Cuándo había sido la última vez que Paul me había besado así? O mejor dicho, ¿lo había hecho alguna vez? Ese beso me había hecho sentir viva. Los aromas del café, los huevos y el sirope de arce que me llegaban desde el otro lado de la calle me dieron ganas de echar a correr, pero me contuve por respeto a mis músculos doloridos.

En cuanto abrí la puerta principal oí la voz de Diana Hart llamándome desde la cocina:

—¿Eres tú, Callie? —Salió secándose las manos en un trapo de cuadros rojos y blancos. Llevaba una sudadera en la que ponía: LO QUE ELLA DICE VA A MISA—. Ya pensaba que te habías olvidado de la hora del desayuno… —Pero al verme se calló—. Madre mía, ¿te has caído? ¿Estás bien? ¿Te traigo un poco de hielo?

—No hace falta, estoy bien —contesté—. Es que he salido a correr por el bosque…

—¿Por el bosque? —preguntó alguien que salió de la cocina detrás de Diana: una mujer menuda de unos treinta años, cabello rubio y ojos azul intenso. Llevaba un peinado estilo paje que le enmarcaba el rostro en forma de corazón. Vestía un pichi vaquero, una blusa blanca de marinero y unos zapatos de salón azules y blancos. Era tan adorable que parecía salida de uno de los cuadros de Mary Engelbreit que adornaban la cocina y el comedor de Diana.

—¡Tenías razón, Dory! Se había ido a correr al bosque… ¡Ay, perdonad! —Diana movió las manos entre la mujer rubia y yo para presentarnos—. Callie McFay, Dory Browne, de la Inmobiliaria Browne. Ha venido para enseñarte la casa y me dijo que creía haberte visto caminando hacia el bosque. Si hubiera sabido que ibas a correr, te hubiera sugerido otra ruta. El bosque… puede ser un tanto peliagudo.

—El sendero que se interna en el bosque está perfecto, pero he sido un poco torpe. ¿Tengo tiempo para una ducha rápida antes de desayunar?

—¡Por supuesto! —exclamó Diana. Tenía la impresión que si le pedía que me sirviera el desayuno en el tejado hubiera hecho lo imposible por complacerme.

—Seré rápida —prometí.

Subí cojeando las escaleras hasta mi habitación. Empezaba a acusar el dolor muscular, pero el agua caliente me alivió. Me tomé dos ibuprofenos, me puse un vestido de algodón (alentada por el conjunto mojigato de Dory) y unas sandalias, me recogí el cabello mojado en un moño y me apresuré escaleras abajo. Las dos estaban sentadas en el comedor, bien arrimadas y hablando entre susurros. Cuando entré, una tabla del suelo crujió bajo mis pies y Diana levantó la cabeza; sus grandes ojos marrones mostraban sobresalto.

—Caray, ya tienes mucho mejor aspecto. Siéntate y tómate una taza café mientras voy a buscarte el desayuno. Dory te hará compañía.

No entendía por qué necesitaba compañía, pero sonreí a la mujer de la inmobiliaria y me senté delante de ella. Dory me sirvió café y me ofreció la jarra de leche, que yo acepté, y la azucarera, que decliné.

—He traído información sobre otras propiedades disponibles —dijo, dando unos golpecitos a una carpeta estampada que tenía junto a su taza. Me di cuenta entonces de que el estampado de cachemir de la carpeta iba a juego con la bolsa acolchada de Dory—. Tengo un chalé pequeño monísimo muy cerca de aquí que podría ser perfecto para ti.

Debería de haber imaginado que, tal como estaba el mercado, pedirle a un agente inmobiliario que me enseñara una casa era como pedirle a un alcohólico que se tomara un aperitivo.

—Todavía no sé ni si me darán el trabajo —repuse—, pero la casa del otro lado de la calle parece tan especial…

—Sí, tienes razón, la Madreselva es una de las casas victorianas más bonitas que tenemos. Los LaMotte fueron una de las familias más prominentes de Fairwick en el pasado, cuando el ferrocarril convirtió el pueblo en un importante centro comercial. Y Silas LaMotte no reparó en gastos a la hora de construirle la casa a su esposa.

—Es una pena que no viviera para disfrutarla más tiempo —comenté, y bebí un sorbo de café.

—Sí, fue una pena —repuso Dory Browne entornando sus penetrantes ojos azules como si acabara de decir algo original—. Creo que el chalé te resultará más alegre…

El discurso comercial de Dory quedó interrumpido por la aparición de Diana con un plato de tostadas cubiertas de mermelada de arándanos, un bol de fresas y una cesta de magdalenas y bollos variados. Normalmente, solo desayunaba medio panecillo, pero el footing me había abierto el apetito. Le di un mordisco a la tostada, que estaba tan tierna que casi se me derritió en la boca.

—Le estaba comentado a Callie que quizás el chalé de la señora Ramsay le resultará más acogedor que la Casa Madreselva —le explicó Dory a Diana, que ya se había sentado a la mesa—. Esas casas viejas tan grandes son difíciles de calentar en invierno y algunas personas consideran que el bosque de detrás es muy lúgubre.

—Pues a mí me ha parecido bonito —comenté entre mordisco y mordisco de tostada—. He encontrado un matorral de madreselva. Supongo que debe haberse expandido desde la casa.

—¿Has llegado hasta el matorral? —preguntó Diana, tan sorprendida como si le hubiera dicho que había corrido todo el camino hasta Nueva York—. La gente no suele llegar tan lejos.

Levanté la vista del plato y me percaté de que las dos intercambiaban una mirada de alarma. Era obvio que algo les preocupaba de mi incursión en el bosque.

—¿Es el bosque propiedad privada? —quise saber—. No he visto ningún letrero… ¿Acaso me he colado sin permiso?

—El bosque pertenece a la finca de LaMotte, aunque siempre ha estado abierto al público —respondió Dory—. Pero es que está tan lleno de maleza…

—Sí, ya lo he visto. Es tan denso que un pájaro se ha quedado atrapado en el sotobosque y he tenido que ayudarlo a salir.

Me esperaba alguna exclamación de sorpresa o aprobación por parte de Diana, quien alababa todas las palabras que salían de mi boca. Además, en su casa tenía una colección tan extensa de criaturas del bosque de cerámica que había deducido que sentía una gran debilidad por la fauna y flora. Sin embargo, reaccionó con un largo silencio. Diana se había quedado pálida y miraba fijamente a Dory.

—Has rescatado un pájaro del matorral de madreselva —dijo Dory hablando muy despacio.

—Bueno, supongo que podría interpretarse así, aunque creo que al final habría logrado salir por sí solo.

—No; cuando se quedan atrapados en el matorral, ya les es imposible salir —repuso Diana sacudiendo la cabeza—. Las criaturas que se pierden allí, suelen morir allí.

Recordé los huesos diminutos que habían caído del nido y me estremecí.

—¡Es horrible! ¿Y por qué no lo limpia nadie?

—Pues porque volvería a crecer —contestó Dory—. ¿Entiendes ahora por qué la gente no llega tan lejos? En cambio, el chalé de la señora Ramsay está delante de un parque precioso…

—Me gustaría ver la Casa Madreselva —dije, dejando la servilleta en la mesa. Ya había dado buena cuenta de todas las tostadas y un bollo de calabaza—. Además, ya te has tomado la molestia de abrir las ventanas.

Dory Browne me miró.

—Qué va, yo no he abierto ninguna ventana —repuso.

Diana y Dory se pusieron de pie y salieron hacia la casa antes de que yo pudiera siquiera levantarme de la mesa. Me dolía todo el cuerpo y solo podía moverme muy despacio. Cuando llegué fuera, las dos ya estaban al otro lado de la calle, observando la casa desde el seto.

—¿Va todo bien? —quise saber. Ambas la miraban como si estuviera en llamas.

—Ah, sí, sí —respondió Dory—. Había olvidado que le pedí al manitas de Brock que viniera antes a airear la casa. ¿Diana? —Se volvió poco a poco hacia ella y habló con parsimonia—: ¿Me harías el favor de hacer esa llamada de la que hemos hablado antes?

—¿Seguro que no prefieres que os acompañe?

—No te preocupes. Por lo visto, la casa quiere ser enseñada. —Rio nerviosa mientras sacaba la llave de su bolsa acolchada.

Diana le dio un apretón en el brazo.

—Bueno, pues si necesitáis algo estaré justo al otro lado de la calle.

No comprendía qué les preocupaba tanto. ¿Ratones, quizás? ¿Tablones podridos? No obstante, cuando subimos los escalones del porche la madera me pareció firme y en buen estado. El rostro tallado que había en el frontón relucía como si la lluvia del día anterior lo hubiera lavado a conciencia; brillaba a la luz de la mañana con el aspecto de un joven tras una buena noche de descanso. Y cuando Dory abrió la puerta principal (con una larga llave de hierro que giró con suavidad en la cerradura), noté que la casa no olía ni a moho ni a ratones, sino que el interior estaba impregnado del aroma de la madreselva.

Dory aguantó la puerta abierta y yo entré primero. En el gran recibidor, la luz que entraba por la vidriera caía sobre el suelo de madera como si fueran pétalos de rosa que nos daban la bienvenida.

—Los suelos son de roble —explicó Dory, cerrando la puerta—. Al igual que la barandilla. —Deslizó la mano por un balaustre tallado que había al pie de una amplia escalera—. Milas hizo que tallaran la madera en su astillero, pues quería que todo estuviera hecho como en los barcos. Y por eso, las puertas que conducen a los dos salones son correderas. —Abrió una puerta doble, y ambos lados se deslizaron entre las paredes con un chirrido que resonó en la casa grande y vacía.

Cuando entramos en el oscuro salón noté una corriente de aire procedente de la escalera. A pesar de que los postigos estaban abiertos, la madreselva había crecido por encima de las ventanas y bloqueaba la luz. Dory accionó un interruptor y una araña de cristal se iluminó por encima de nuestras cabezas.

—Como ves, los techos son muy altos —comentó Dory—. Y esa lámpara es de Venecia.

—Es preciosa —dije, maravillada por las originales formas y colores de las gotas de cristal—. Bastante exótica para un lugar así, ¿no?

—Silas hizo fortuna con el transporte marítimo y trajo tesoros de todos los rincones del mundo. Las baldosas de cerámica que hay alrededor de la chimenea son de Inglaterra —añadió, señalándolas—. Y la caoba de la repisa proviene de un castillo italiano.

Me acerqué a la chimenea y pasé la mano por la bonita madera tallada. El rostro de un sátiro me miraba fijamente desde el medallón central, y el friso superior estaba adornado con una procesión de deidades griegas.

—Esta repisa representa el casamiento de Cupido y Psique —explicó Dory con voz de guía turístico—. El mismo tema se repite en el friso del comedor…

Abrió otra puerta corredera que conducía a una gran sala octogonal con vitrinas empotradas en cada esquina. Unas figuras de yeso desfilaban por las paredes por debajo de abigarradas ramas de pino y bellotas.

—Y aquí está la cocina. Me temo que nadie ha vuelto a modernizarla desde los años sesenta…

La «modernización» consistía en una cocina de gas y una nevera Amana, ambas de un verde lima espantoso. Y el suelo de linóleo, a cuadros negros y blancos, estaba descolorido.

—Matilda construyó este añadido y pasaba la mayor parte del tiempo aquí atrás —explicó Dory, abriendo una puerta que conducía a un vestíbulo donde había una lavadora, una secadora y otra puerta. Esta conducía a un dormitorio bastante soso, con un empapelado amarillento medio despegado. En el centro había un antiguo somier de hierro pintado del mismo tono amarillento—. A causa de la artritis le costaba subir y bajar la escalera; además, le resultaba más barato calentar solo la planta principal. Incluso cerró la biblioteca…

—¿La biblioteca? —pregunté, deseosa de abandonar el pequeño apartamento de Matilda. Esa zona tenía la atmósfera propia de una residencia de ancianos y, curiosamente, parecía más vieja que el resto de la casa, a pesar de ser un añadido.

—Matilda no leía mucho, de modo que no utilizaba la biblioteca para nada. Donó todos los libros de su tía a la Universidad de Fairwick y cerró la habitación.

Me pregunté si los libros de Dahlia LaMotte seguirían en la biblioteca universitaria. Quizá tuvieran anotaciones…

Dejé de darle vueltas a esa idea en cuanto Dory abrió las puertas de la biblioteca. Daba al este y recibía la luz de la mañana, que se colaba a través de una pantalla de arbustos y teñía la estancia de un verde vidrioso, como si fuera el claro de un bosque, pero en lugar de estar rodeado de árboles, estaba rodeado de librerías empotradas que llegaban hasta el techo. Había suficiente espacio para archivar todos los libros que tenía en mi apartamento y en el trastero, y todavía quedaría sitio para más.

—¿Es aquí donde Dahlia escribía? —pregunté.

—No. Su estudio estaba en el piso de arriba, en la habitación de la torre, junto a su dormitorio.

¡Un estudio y una biblioteca! En mi apartamento de Inwood tenía que escribir en la mesa de la cocina y guardaba los archivos y los libros en los armarios al lado de la nevera. Pensé en lo fascinante que sería tener una mesa de trabajo decente y poder pasear por mi propia biblioteca para encontrar el libro que necesitara. Ahora entendía que Dahlia LaMotte hubiera sido tan prolífica (¡escribió más de sesenta novelas!); esta era la casa perfecta para una escritora.

Dory me guio escaleras arriba. Sus zapatos de tacón apenas resonaban en la madera, mientras que mis sandalias de suela de caucho despertaron un coro de crujidos similar a un enjambre de grillos.

—Con estos escalones no habría peligro de que entrasen a robar —comenté—. Son como un sistema de alarma.

Dory se volvió hacia mí en el rellano de la primera planta.

—No —repuso, tomándose en serio mi comentario—. Nadie entraría a hurtadillas. Además, el pueblo es bastante seguro.

Me mostró cuatro dormitorios pequeños y me explicó que el que tenía la cama y el armario empotrados, como el camarote de un barco, había sido la habitación de Silas. Después me enseñó un closet para la ropa de casa, un lavabo con una enorme bañera antigua y, por fin, abrió la última puerta que había al fondo del pasillo.

—Y este es el dormitorio principal —anunció.

También daba al lado este de la casa. Tenía dos ventanas grandes con vistas a un jardín lleno de maleza y las montañas a lo lejos. La cama estaba apoyada contra la pared oeste, de manera que si te tumbabas en ella veías las montañas. Seguro que por la noche se vería la salida de la luna. En la esquina sureste la habitación conectaba con una torrecilla octogonal; una mesa ocupaba tres lados de la torrecilla, y en los otros tres había librerías empotradas por debajo de las ventanas. Frente a la mesa había una silla de madera con el respaldo recto y un cojín de punto de cruz. Me senté en la silla y vi que el escritorio estaba equipado con docenas de pequeños cajones y estanterías. Abrí un cajón y hallé, gratamente sorprendida, el huevo turquesa de un petirrojo.

—Supongo que los cuadernos y notas de Dahlia LaMotte también fueron donados a la biblioteca junto con sus libros, ¿no? —dije, intentando abrir otro cajón, pero estaba cerrado con llave.

—Bueno, creo que en realidad Matilda dejó todos los papeles de su tía en el altillo.

—¿En el altillo? —repetí.

Dory Browne suspiró.

—Supongo que también querrás verlo, ¿verdad?

Como había pasado la mayor parte de mi vida en apartamentos, la verdad es que no tenía mucha experiencia con altillos. Me estaba imaginando un espacio encima de una escalera destartalada, cubierto de polvo y telarañas; pero la sala en cuestión, a la que llegamos a través de una escalera estrecha, estaba limpia y olía a té. Ese agradable aroma se debía a que todos los papeles de Dahlia LaMotte estaban guardados en cajas de té, todas marcadas con el logo de la Compañía de Té LaMotte y el tipo de té que contenía cada una: Darjeeling, Earl Grey, Lapsang y otras variedades exóticas.

—Son las que sobraron de los almacenes de su padre —explicó Dory.

Había doce cajas. Abrí una con cautela, un tanto temerosa de que un ratón pudiera saltarme del interior, pero lo único que salió de la caja fue el aroma de la bergamota. En el interior había tres cuadernos encuadernados con el mismo papel jaspeado. Cogí uno y vi que debajo había otro cuaderno idéntico. Eché un vistazo a la primera página y hallé la firma de Dahlia LaMottecon las fechas «15 de agosto de 1901 - 26 de septiembre de 1901» escritas con una letra recargada pero legible. Dahlia había llenado la libreta rápido.

—¿Y cómo es que no están en la biblioteca? —pregunté, hojeando un par de páginas. «Hoy he empezado La luna salvaje», leí en una; «Ayer por la noche volví a tener el mismo sueño», leí en otra.

—El testamento de Dahlia especificaba que sus cuadernos debían permanecer en la casa.

—Qué extraño…

Dory se sentó en una caja de té (una con la etiqueta «Ceylan») y se encogió de hombros.

—Dahlia era un poco extraña. Es lo que les pasa a las personas que viven solas tanto tiempo, inmersas en sus propias fantasías.

—¿Y en su testamento se estipula qué uso puede hacerse de estos cuadernos?

—Quienquiera que compre la casa será dueño de los papeles. Siempre y cuando no salgan de aquí, puedes leerlos, escribir sobre ellos, copiarlos e incluso publicarlos, aunque el cincuenta por ciento de los royalties de cualquier obra publicada corresponderá a los herederos de Dahlia, que son quienes se hacen cargo del mantenimiento de la casa.

—Nunca había oído algo tan raro —comenté, deslizando las manos por la desgastada tapa de papel de un cuaderno.

Dory sonrió con condescendencia.

—Cosas más raras se han visto… —Suspiró de nuevo—. Supongo que ya no te interesa ver el chalé, ¿no?

La ayudé a cerrar la casa. La verdad es que era todo un trabajo: los postigos aleteaban con el viento, sus bisagras crujían y nos pillaban la punta de los dedos a traición. Las ventanas de doble marco, ocho en total, protestaron cuando las bajamos, como unos niños que tienen que abandonar una fiesta de cumpleaños antes de que hayan repartido el pastel. Mientras Dory cerraba la puerta principal y me explicaba que el precio de venta (que me pareció ridículamente bajo) era demasiado elevado, se pilló el pulgar en el quicio de la puerta.

—Es como si no quisiera que nos marchásemos —dije, mirando la casa desde el jardín delantero. Con los postigos cerrados, se la veía triste y ceñuda.

—Podría ser —espetó Dory, chupándose el dedo gordo—, pero no siempre podemos tener todo lo que queremos.

No le pregunté a qué se refería, ni por qué parecía poco dispuesta a no cerrar esa venta; sino que empecé a hacer números en mi cabeza mientras regresábamos a la casa de huéspedes. Aparte del fondo fiduciario que me habían dejado mis padres, había recibido un buen anticipo por La vida sexual de los íncubos. Paul y yo habíamos hablado de utilizarlo para comprar un piso más grande en Nueva York, en caso de que encontrara trabajo en la ciudad, pero por el mismo dinero podía comprarme esa casa y conservar mi apartamento de renta protegida para tener un pie en la ciudad. Podría ser nuestra casa de campo, incluso si no conseguía el trabajo en Fairwick…

Estaba tan inmersa en mis pensamientos que no me di cuenta, hasta que subí los escalones de la posada, de que la decana Book me estaba esperando en el porche. Diana Hart estaba con ella, sentada en el balancín de mimbre con los brazos cruzados y los labios tensos como si estuviera enfadada. ¿Habrían estado discutiendo? No obstante, Elizabeth Book, que llevaba un vestido de lino de color marfil y un suéter de algodón a juego echado sobre los hombros, parecía contenta.

—Señorita McFay —dijo—. Siéntese aquí conmigo, por favor. Diana estaba a punto de ir a buscar otra jarra de té frío.

Diana fulminó a la decana con la mirada, pero obedeció y se levantó.

—No es necesario… —repuse, pero Diana ya había entrado en la casa, dejando que la puerta se cerrara con un golpe a su espalda.

Dory Browne la miró, pero se quedó en el porche. Me dejé caer en uno de los balancines de mimbre, cansada de pronto por todo el dramatismo de la mañana. Afortunadamente, Elizabeth Book no perdió el tiempo y fue al grano.

—En nombre del comité, me gustaría ofrecerle el puesto de profesora adjunta de Literatura y Folclore —anunció—. Por supuesto, soy consciente de que puede estar considerando otras ofertas, de modo que si necesita tiempo…

—No será necesario —repuse. De repente estaba segura de lo que quería (o debía) hacer—. Acepto el puesto y… —Miré al otro lado de la calle. No veía la casa pero la olía: madreselva y aire salado, como si estuviera al borde de un acantilado encima del mar, en lugar de en una calle de un remoto pueblo montañoso. Era el olor de mis sueños; el aroma que siempre acompañaba a mi príncipe. Aunque esa no era la razón por la que tenía que hacerlo. Me volví hacia Dory y añadí—: Y voy a comprar la Casa Madreselva.