Por la mañana desperté con la satisfacción que acompaña a una noche de buen sexo, rápidamente seguida de un arrebato de vergüenza al comprender que el sexo en cuestión había sido fruto de mi imaginación. Algunas veces me había sentido avergonzada de mis sueños de adolescencia, pero nunca habían llegado tan lejos. Aquel príncipe siempre se había quedado entre la luz y la oscuridad. La primera vez que habló fue después de que mis padres murieran. Yo estaba llorando en mi nueva habitación, en el piso de mi abuela, procurando reprimir los sollozos para que no me oyera, cuando de pronto la habitación se llenó del aroma de la madreselva y el océano, y supe que él estaba allí.
—Deja que te cuente una historia —me dijo entonces.
Y me narró un cuento sobre una valiente niña escocesa llamada Jennet que salvó al príncipe Tam Lin, a quien el hada reina había secuestrado. Mis padres también me habían contado esa historia. Me quedé dormida al son de su voz reconfortante, decidida a ser tan valiente como Jennet. Desde entonces, siempre que lloraba oía su voz desgranándola misma historia. Con el paso de los años comprendí que había convertido al príncipe de esa historia en mi cuentacuentos para que ocupara el lugar de mis padres fallecidos. Era una fantasía inofensiva. Él nunca se había acercado… ni me había penetrado del modo en que esta criatura lo había hecho. Y mucho menos me había sentido dolorida en la ingle después de una de sus visitas…
Me levanté con ganas de borrar esa inquietante idea. No tenía tiempo para sueños eróticos. La decana Book me iba a llamar esa mañana y tenía que decidir qué decirle en caso de que me ofreciera el trabajo. Además, quería entrar en la Casa Madreselva antes de irme. No me había pasado la noche regodeándome solo en fantasías sexuales, sino que en algún momento tuve la idea de escribir un artículo sobre el trabajo de Dahlia LaMotte, quizás incluso un ensayo… Y recordaba haber garabateado algunas notas en la libreta que tenía junto a la cama. Decidí echarle un vistazo.
«El umbral —había escrito en letra redondeada y grande en el cuaderno— entre las sombras y la luz de la luna». Pero no logré recordar el significado de esa anotación.
Decidí salir a correr para aclararme las ideas. Una parte del sueño que no me había imaginado era el cielo despejado. El aire frío, seco y vigorizante se colaba por la soleada ventana abierta, la misma que había dejado entrar el resplandor de la luna la noche anterior. Cuando corrí las cortinas descubrí un cielo azul y despejado. El seto que había al otro lado de la carretera centelleaba al sol. Entre las ramas se veían destellos rosas y rojos; unas flores largas y tubulares que parecían una variedad exótica de madreselva. Pero, para mi sorpresa, me percaté de que no había ninguna rama cerca de mi ventana, nada que pudiera haber proyectado las sombras que había visto la noche anterior. Incluso aquello había sido un sueño.
Dejé de lado el recuerdo de esas ramas fantasmagóricas y me puse el pantalón de chándal, una camiseta y las zapatillas de deporte. Bajé las escaleras con cuidado, haciendo el menor ruido posible en los escalones de madera, a pesar de que era la única huésped de la casa. Me pregunté si Diana estaría despierta preparando el desayuno, pero no oí ningún ruido procedente de la cocina. Miré la hora: las seis y cuarto, y en la Dulce Posada Hart el desayuno no se servía hasta las ocho y media. De manera que tenía tiempo de sobra para correr un buen rato y ducharme.
Mientras estiraba los músculos de las piernas en el porche, pensé en las posibles rutas que podía tomar. El campus era la opción más lógica, pero no quería toparme con la decana Book de esa guisa, vestida con el chándal. También podía ir hacia el pueblo, pero entonces tendría que detenerme en los semáforos y estar pendiente del tráfico. En la ciudad solía ir a correr al parque Van Cortland, donde los senderos eran de tierra y mis rodillas no sufrían tanto.
Recordé que cerca de la posada también había un sendero de tierra que se internaba en el bosque detrás de la Casa Madreselva. No sabía hasta dónde llegaba, pero como el primero se extendía varios kilómetros, era muy probable que el segundo también. Además, así podría comprobar si el bosque era tan inspirador como la decana Book decía.
Crucé la calle a buen paso y aminoré en la entrada del sendero para acostumbrar los ojos a la penumbra boscosa. Y después de adaptarme a la escasa luz continué a ritmo lento para evitar tropezar con raíces o ramas. La superficie del sendero era bastante llana y gratamente blanda, como si en el pasado hubiera sido una ciénaga. El camino giraba ligeramente hacia el norte. A juzgar por el mapa que había visto el día anterior, suponía que rodearía todo el terreno del campus. Decidí correr unos veinte minutos (unos tres kilómetros al ritmo al que iba), regresar corriendo otros diez minutos y caminar el último trecho para enfriar los músculos.
Durante el primer kilómetro ensayé varias maneras educadas de pedirle a la decana Book que me diera más tiempo para considerar la oferta de trabajo. Luego dejé la mente en blanco y me di cuenta de lo bien que me sentaba el aire puro que respiraba. La tierra estaba tan mullida que no me dolieron las rodillas en ningún momento. Aceleré el ritmo, sintiendo el chute de endorfinas que hacía que mereciera la pena levantarse al amanecer para salir a correr. ¡Era un lugar increíble! Si viviera en la Casa Madreselva ese sendero estaría justo frente a mi puerta y podría correr por el bosque todas las mañanas.
Pero no iba a vivir en la Casa Madreselva. ¿De dónde salía esa idea? Aunque aceptara el puesto en Fairwick, ¿para qué iba a necesitar una casa tan grande y vieja?
No obstante, sería agradable poder tener al fin espacio suficiente para todos mis libros y zapatos. En mi apartamento, cada año debía elegir cuáles guardaba en el trastero y cuáles no.
Me reí en voz alta ante la posibilidad de que aceptara un trabajo con la finalidad de tener el espacio que necesitaba. Mi risa resonó en el bosque. En esa parte del camino los árboles eran más bajos. De hecho, ya ni siquiera eran árboles; eran como arbustos muy altos y frondosos que se extendían por encima del camino y se entrelazaban hasta formar una columnata arqueada, a unos dos metros y medio del suelo, decorada con gran cantidad de enredaderas que se retorcían y salpicada de flores blancas y amarillas que olían a…
Aspiré una gran bocanada de aire.
¡Olían deliciosamente!
Los arbustos de madreselva y las enredaderas que Silas LaMotte había plantado alrededor de su casa, ¡se habían extendido casi dos kilómetros hacia el interior del bosque! Toda la casa debía de oler así. Seguro que por la noche la brisa del bosque se colaba a través de las ventanas e impregnaba las habitaciones con su aroma.
Al imaginar un dormitorio con el aroma de la madreselva e iluminado por la luna, me vinieron a la mente imágenes del sueño de la noche anterior: sombras de ramas proyectadas en el suelo de la habitación, la silueta de un hombre tallada en esas sombras y él haciéndome el amor como una ola…
Estaba claro. El hombre de mi sueño era un amante demonio. Los amantes demonios siempre se aparecen en sueños. Uno de sus nombres esmare, de donde deriva la palabra nightmare (pesadilla, en inglés). Aunque lo cierto era que lo que había experimentado la noche anterior no se parecía en absoluto a una pesadilla.
Llevaba años escribiendo acerca de los amantes demonios. De hecho, había empezado a interesarme por el tema a raíz de mi príncipe azul. Pero el príncipe se había esfumado en cuanto empecé a catalogar y estudiar las diversas variedades de íncubos, amantes demonios, vampiros y fantasmas. ¿Por qué regresaba ahora?
Sin duda a causa de aquella casa: la Casa Madreselva, una casa victoriana rodeada e invadida de arbustos y parras con el bonito rostro de un hombre tallado encima de la puerta. La visión de la casa había hecho aparecer el espejismo que había visto en la lluvia, y esa era la imagen del hombre que me había visitado en el sueño la noche anterior. Recordé entonces que en el sueño me había parecido que la luz de la luna procedía del otro lado de la calle. No cabía duda: la casa me había embrujado. ¿Y por qué no? En las novelas góticas la casa siempre representa por sí misma uno de los personajes principales (el castillo de Otranto, Thornfield Hall, Manderley) y con frecuencia la aventura de la heroína comienza en cuanto cruza el umbral de la casa.
Me vino a la mente una frase de El héroe de las mil caras de Joseph Campbell: «… solo atravesando esos límites… pasa el individuo, ya sea vivo o muerto, a una nueva zona de experiencia».
Y por esa razón la noche anterior había garabateado aquella nota que hacía referencia al umbral. La entrada de la casa era el umbral de la aventura para la heroína de una novela gótica, especialmente para mujeres como Emily Dickinson o Dahlia LaMotte, quienes se habían recluido por completo en sus casas. Sería interesante escribir sobre la influencia que la Casa Madreselva había tenido en las obras de Dahlia LaMotte. Mientras consideraba la idea, empecé a correr más rápido; mis pies apenas tocaban el suelo. Lo llamaría El umbral entre la luz de la luna y…
De pronto fue como si volara, elevándome del suelo con cada paso que daba; y un instante después estaba de bruces en el sendero, con la cara hundida en la tierra y sin aliento. Intenté tomar aire, pero el suelo me apretaba el pecho con demasiada fuerza. Tuve la confusa sensación de que el propio suelo se había elevado para aplastarme. Me presionaba el pecho, la boca, la nariz… arrastrándome hacia la oscuridad. Mis dedos intentaban agarrarse a la tierra blanda y caliente. Me estaba ahogando…
De pronto, vi que el rostro del hombre que me había visitado la noche anterior emergía de lo más profundo de la oscuridad para venir a mi encuentro. Esta vez sus facciones se veían más nítidas, pero no porque hubiera más luz (él estaba en un lugar muy oscuro), sino porque parecía haber ganado solidez. Estaba creciendo… Entonces me sonrió, como si me felicitara por la perspicacia. Separó los bonitos labios y se inclinó sobre mí, hasta que sus labios tocaron los míos. Me introdujo la lengua en la boca, caliente y húmeda, y sentí un cosquilleo en la entrepierna, también caliente, húmeda y todavía dolorida de la noche anterior. El deseo me embargó y sentí que me hundía en la oscuridad… Justo entonces, él exhaló aire en mi boca.
Su aliento me abrasó los pulmones, pero aun así lo absorbí con ansias, y con el oxígeno recobré la conciencia. Abrí los ojos. Estaba tumbada de espaldas, mirando a un dosel formado por parras de madreselva enredadas. Las ramas creaban una abovedada capilla verde salpicada de flores blancas y amarillas. «Como una capilla nupcial», pensé aturdida; la fuerza erótica de ese beso me había dejado jadeando. «O quizá como una capilla funeraria, si no hubiera recobrado la respiración».
Me palpé el pecho, pensando que quizá me había roto una costilla, pero todo parecía intacto. Poco a poco me incorporé y moví los dedos del pie. Me dolía un poco el tobillo derecho, pero por lo demás estaba sorprendentemente ilesa. ¿Cómo me había caído? Miré el sendero, en busca de alguna rama o raíz con que pudiera haber tropezado, pero la tierra estaba despejada. Por lo visto, me había caído sola.
Avergonzada de mi propia torpeza (y por lo calenturienta que se mostraba mi imaginación desde el sueño de la noche anterior), me levanté despacio y me sacudí la tierra de los pantalones. Con cautela, estiré los brazos por encima de la cabeza y me incliné hacia delante para tocarme los dedos del pie. Más tarde me dolería todo el cuerpo por culpa de la caída y por haberme parado de repente sin haber enfriado los músculos, pero de momento parecía estar bien. De todos modos, sería mejor que no corriera más; volvería andando.
Miré el reloj: las siete y diez. Había corrido casi una hora entera a un ritmo bastante bueno. «¡Maldita sea!», pensé. ¡Puede que me hubiera alejado unos seis kilómetros de la posada! Debía ponerme en marcha ya mismo. Me volví para emprender el regreso… y me volví otra vez. Di dos giros completos antes de admitir que no tenía ni idea de qué lado había venido. Inspeccioné el sendero en busca de mis propias huellas, pero en algún punto del camino había pasado de marga blanda a una tierra tan firme y dura que no mostraba marcas de pisadas. Me agaché y estudié el terreno para ver la marca que mi cuerpo habría dejado con la caída. Pero no había ninguna marca.
Me incorporé demasiado rápido y la cabeza me dio vueltas. Quizá me había golpeado y tenía una conmoción. Eso explicaría la confusión y la alucinación. No podía ser que me hubiera perdido en el bosque, ¿no?
Respiré hondo para calmarme. Podía solucionarlo. Había estado corriendo hacia el norte, de modo que lo único que tenía que hacer era encontrar el sol para saber dónde estaba el este, y entonces solo tendría que ir hacia el sur. Parecía fácil, pero cuando alcé la vista solo vi un par de metros más allá. Los arbustos y las enredaderas formaban un sotobosque tan denso que resultaba imposible ver el cielo. Estaba perdida en medio de un matorral gigantesco.
Y no estaba sola.
Algo se movía en el sotobosque, a poca distancia del sendero. Lo oía sacudirse entre las ramas secas.
—¿Hola? —llamé, sintiéndome un poco ridícula.
Aparté una rama hacia abajo para intentar verlo, pero la frondosa vegetación estaba tan entrelazada que cuando movía una rama todo el matorral crujía. Era como un canasto de mimbre, o como un nido… Justo al pensar en la palabra «nido» rocé con los dedos algo blando y peludo.
Saqué la mano rápidamente, imaginando que había encontrado un nido de ratones entre las ramas, pero si era eso llevaba tiempo abandonado, pues unos huesos diminutos me cayeron a los pies.
Los golpes en el sotobosque cobraron fuerza. No cabía duda de que había algo atrapado allí. Sentí mucha rabia; ese asqueroso matorral le estaba quitando la vida a un pobre animal indefenso. «Y lo mismo haría contigo», me susurró al oído una voz provocadora.
Ya enfadada, empecé a romper las ramas y las enredaderas, algunas de las cuales tenían espinas, con la intención de abrir un túnel en el sotobosque. La criatura atrapada se sacudía con más fuerza a medida que me acercaba, bien porque sabía que la ayuda estaba llegando o porque pensaba que el cazador venía a por ella, imposible saberlo. Y esa incertidumbre impulsó mis ganas de liberarla. De pronto, me invadió una aprensión espantosa de que el animal pudiera estar herido, una sensación que se mezclaba con el miedo de que pudiera atacarme cuando me viese. La voz de la lógica me decía que era una locura intentar acercarme a un animal salvaje atrapado, pero hice caso omiso.
Aparté una brazada de enredaderas de baya y algo pasó volando junto a mí. Me asusté tanto que caí hacia atrás, pero no era más que un pájaro… un pajarillo negro que voló un par de metros antes de caer de nuevo al suelo. ¿En serio había podido hacer tanto ruido una cosa tan pequeña? Pero ya no se oía nada entre el matorral, de modo que supuse que sí. El pobre animal se había sacudido con tal fuerza que se había lastimado el ala. Me acerqué para ver si podía volar, y entonces se volvió y me miró con unos penetrantes ojos amarillos. Nos quedamos observándonos, hasta que se alejó unos centímetros de un saltito, batió las alas y salió volando. En ese preciso instante divisé el sol a través de la brecha que había abierto en el matorral, a mi derecha.
Eso era el este, de manera que el pájaro se había ido hacia el norte. Me volví para mirarlo una vez más, pero ya había desaparecido entre los árboles. Entonces di media vuelta y empecé a caminar hacia el sur.