—¿De quién es la casa que hay al otro lado de la calle? —le pregunté más tarde a Diana Hart, mientras tomábamos el té en el porche de la casa de huéspedes.
Diana, una mujer delgada de unos cincuenta años repleta de pecas, se movió nerviosa en su mecedora de mimbre.
—¿Qué casa? —preguntó, abriendo de par en par sus grandes ojos marrones. Su cabello castaño y corto le acentuaba los ojos.
Señalé hacia el otro lado de la calle, a pesar de que desde donde estábamos no se veía la casa.
—Detrás de aquel seto tan frondoso. Una bonita casa amarilla estilo victoriano y de carpintería verde. Tiene una vidriera muy original encima de la puerta.
—¿Has llegado hasta la puerta? —preguntó Diana. Depositó la delicada taza de porcelana en su platillo a juego y el té con leche rebosó el borde de la taza.
—Es que parece abandonada… —expliqué.
—Sí, sí, hace más de veinte años que nadie vive ahí, desde que la sobrina de Dahlia LaMotte murió.
—¿Dahlia LaMotte? ¿La novelista?
—¿Has oído hablar de ella? —Bajó la vista y se añadió más azúcar en el té. Habría jurado que ya se había puesto dos cucharaditas, pero era una mujer bastante aficionada a los dulces, tal como evidenciaban el bizcocho de fresas y nata y los bollos de chocolate que había en la mesa de mimbre del porche—. Pensaba que sus libros habían pasado de moda hace tiempo.
Diana estaba en lo cierto. Dahlia LaMotte había escrito media docena de romances góticos a principios del siglo XX; historias en las que una joven pierde a sus padres y se encuentra a merced de un héroe byroniano autoritario que la encierra en una torre gótica y amenaza su virginidad. Pero al final de la historia el héroe se enamora de ella y le propone un matrimonio honorable. Obviamente influenciada por Ann Radcliffe y las hermanas Bronte, sus libros tuvieron un gran éxito a principios de siglo, pero más tarde pasaron al olvido. Volvieron a publicarlos en los años sesenta, cuando autoras como Mary Stewart y Victoria Holt reavivaron la popularidad de los romances góticos. Y todavía se podían encontrar copias de esas reediciones en Internet; libros en rústica medio despedazados cuyas portadas mostraban a heroínas en camisón huyendo de un amenazante castillo. Pero yo no tuve que comprarlos en Internet, sino que los había encontrado en la estantería de mi abuela escondidos detrás de los «libros buenos»; una docena de volúmenes con el nombre Emmeline Stoddart escrito en la guarda. Y los devoré el verano de mis doce años; esta era otra de mis teorías de la procedencia del hombre oscuro de mis sueños: ¡sus visitas derivaban de la lectura de todos aquellos libros eróticos de Dahlia LaMotte!
—He estado estudiando la intersección entre los cuentos de hadas y la imaginación gótica —dije con remilgo; un remilgo arruinado por el rubor que me subió a las mejillas al recordar una escena realmente obscena de mi libro favorito de Dahlia LaMotte, El visitante oscuro—. Sabía que había vivido en el norte del estado de Nueva York, pero no sabía que era aquí.
—Sí, sí. En Fairwick hemos tenido bastantes autores famosos. Dahlia era hija de Silas LaMotte, que hizo su fortuna importando té de Extremo Oriente. Silas construyó la Casa Madreselva en 1893 para su mujer y su hija. Plantó madreselva japonesa alrededor de toda la casa porque a su mujer, Eugenia, le encantaba su olor. Desafortunadamente, Eugenia murió un par de meses después de que se instalaran en la casa, y Silas falleció poco después. Así que Dahlia vivió sola en la Casa Madreselva, escribiendo novelas, hasta su muerte en 1934. Entonces la heredó una prima suya, Matilda Lindquist, quien también vivió allí sola hasta que falleció en 1990.
—¿Y Matilda nunca se casó?
—No, no —respondió Diana con los ojos bien abiertos. Bajó la vista, dio cuenta del té que se había derramado en el platillo y lo limpió con una servilleta de tela bordada con corazones y flores—. Matilda era una mujer dulce, pero muy infantil y con muy poca imaginación. La persona idónea para la Casa Madreselva.
—¿Por qué lo dices?
—Pues porque a cualquier persona con una imaginación activa podría darle miedo vivir junto al bosque —contestó, sirviéndose otra taza de té. A continuación, sostuvo la tetera sobre mi taza y arqueó una ceja. Asentí para indicarle que aceptaba otra taza, aunque lo cierto es que soy más de café.
—Pero Dahlia LaMotte también vivió allí sola —señalé—. Y está claro que ella sí tenía imaginación.
—Sí, tienes razón, pero a Dahlia le gustaba el miedo. De hecho, así obtenía las ideas para sus libros.
—Mmm, interesante —comenté—. Me encantaría ver la casa. ¿Sabes de quién es ahora?
—De algún familiar que LaMotte tenía en Rochester. Dory Browne de la Inmobiliaria Browne tiene la llave, se ocupa del mantenimiento y, de vez en cuando, se la muestra a alguna persona interesada. El año pasado vino a verla una pareja gay encantadora y estuvieron a punto de comprarla. Habrían sido perfectos para la casa, pero al final se echaron atrás.
—Y si quisiera verla por dentro, ¿crees que Dory me la podría enseñar?
Diana levantó la vista del té y pestañeó; tenía pestañas oscuras y largas.
—¿Estás pensando en comprarla?
Estuve a punto de decirle que no, pero me lo repensé. En realidad solo quería ver la casa por curiosidad literaria, pero si se lo decía a Diana quizá no pudiera convencer a Dory Browne para que me la enseñara.
—Bueno, si me ofrecen el trabajo aquí, tendré que instalarme en algún sitio. Y ya estoy harta de vivir en un apartamento diminuto y abarrotado de cosas. —Esto último era cierto. El estudio que tenía en Inwood era del tamaño de un clóset.
Diana me observó con atención. Por un momento temí que hubiera descubierto que mentía, pero no fue así.
—Llamaré a Dory y le pediré que venga mañana por la mañana para enseñártela. No estoy segura de que la Casa Madreselva sea lo que más te convenga —añadió—. Pero desde luego serías la propietaria perfecta.
Después de acabarnos todo el té que Diana había preparado, decidí que, aunque estaba demasiado empachada para salir a correr, me convendría dar un largo paseo para quemar los bollos y la nata montada. Eché a andar en dirección a la calle Main y pasé junto a varias casas victorianas; algunas restauradas con mucho encanto, como la Dulce Posada Hart, y otras en diversos grados de deterioro y restauración. A medida que me acercaba a Main, las casas eran más grandes pero también se veían más descuidadas. Sin lugar a dudas, el pueblo de Fairwick había tenido una época de prosperidad a finales del siglo XIX. En las paredes de ladrillo colgaban carteles descoloridos que anunciaban antiguos negocios: Compañía del Té LaMotte, Moda de Hombre Fisk y, en letras gigantes en un enorme edificio de ladrillos, Ferrocarriles Ulster & Clare. Me sonaba que el pueblo había sido un importante centro ferroviario a finales del siglo XIX, pero Ulster & Clare quebró y los trenes dejaron de llegar a Fairwick. Desde entonces el pueblo entró en una larga y lenta decadencia, marcada por la pobreza y la degradación. No obstante, todavía contaba con algunas construcciones muy elegantes, como la biblioteca de estilo neogriego que se alzaba en el centro de un parque verde en su día diseñado con buen gusto, aunque ahora los rosales estaban esmirriados y un arbusto de aspecto extraño con las flores grises y plumosas, como una gigantesca fregona, se había apoderado de los senderos y parterres. Los patios de algunas casas, antes majestuosas, estaban llenos de maleza y atestados de estatuas de jardín. Por lo que parecía, los habitantes de Fairwick sentían debilidad por los gnomos, los ciervos de plástico y los recortes metálicos de siluetas de hadas con alas. No había ninguna Virgen, ni ningún Niño Jesús; pero quizás esos los dejaban para Navidad.
La calle Main se me antojó triste y lóbrega. La mitad de los comercios estaban abandonados, y los que parecían más prósperos eran el estudio de tatuajes (negocio omnipresente en los pueblos universitarios, tal como había comprobado durante mi reciente gira de conferencias), un antiguo restaurante en forma de caravana, un grow shop y una cafetería llamada Fair Grounds. Al menos parecía que en esta última servían un café decente. Compré un café con leche de soja, el New York Times y un sándwich, por si acaso tenía hambre más tarde, a pesar de que seguramente con el té y los dulces de Diana aguantaría hasta la hora de irme a dormir.
De regreso a la casa de huéspedes pasé la Inmobiliaria Browne. Eché un vistazo a los anuncios del escaparate y vi que las casas del pueblo se estaban vendiendo realmente baratas. Por el precio de un piso de una sola habitación en Manhattan allí podía comprarme una casa victoriana de cinco dormitorios. ¿Cuánto pedirían por la Casa Madreselva?
En ese momento empezó a lloviznar, así que apreté el paso. Cuando llegué a la posada todavía no llovía demasiado, de manera que me detuve al otro lado de la calle y, mirando a través del seto, contemplé una vez más la Casa Madreselva. El rostro del frontón parecía devolverme la mirada. Las gotas de lluvia que se deslizaban por sus mejillas semejaban lágrimas. Justo entonces empezó a llover con más fuerza. Crucé la calle, subí corriendo los escalones del porche y me detuve para sacudirme la lluvia del pelo y la chaqueta para no mojar las alfombras y los muebles tapizados. De pronto, oí un ruido sordo al pie de los escalones de madera y me volví, segura de que alguien me había seguido, pero no había nadie. Nada excepto la lluvia, que ya caía con tanta fuerza que parecía una cortina de muaré gris hinchada por el viento. Por un momento me pareció distinguir una figura: una cara, como si alguien estuviera justo detrás de la cortina de agua. Conocía aquel rostro, pero ¿de qué? Antes de que pudiera ubicarlo, la cara se esfumó como arrastrada por una ráfaga de viento. Y entonces recordé dónde la había visto: tallada en el frontón de la Casa Madreselva.
«Seguro que ha sido un efecto óptico», me dije más tarde, ya tumbada en el mullido colchón de la cama con dosel mientras escuchaba la lluvia, que no había amainado en toda la tarde. Había observado la cara que había en el frontón tanto rato que después la evoqué en la lluvia. Al fin y al cabo, un rostro era el dibujo más fácil de reconocer entre formas aleatorias. Y ese rostro en particular, con sus grandes ojos oscuros, la frente ancha, los pómulos marcados, la nariz aguileña y los labios carnosos, era realmente especial. Tanto que incluso había llegado a imaginar, por un instante, que se trataba del rostro del príncipe oscuro de mis sueños de adolescente; pero eso era imposible porque nunca le había visto la cara. Siempre se quedaba al filo de la oscuridad, a escasos centímetros de la luz de la luna que habría revelado su rostro. Casi podía verlo, cobrando forma detrás del velo de mis párpados.
Me forcé a abrir los ojos de nuevo. Estaba agotada, pero le había dicho a Paul que lo llamaría a las nueve, hora de California, de manera que tenía que aguantar despierta hasta medianoche. A las doce menos cuarto marqué su número, con la esperanza de que hubiera regresado antes del seminario de la tarde. Tuve suerte.
—Hola —dijo—. ¿Cómo te ha ido la entrevista?
—Bastante bien, supongo. Creo que me van ofrecer el puesto.
—¿En serio? ¿Tan pronto? Eso no es muy habitual… —Me pareció detectar un sutil atisbo de envidia en su voz; un tono similar al que había empleado cuando me aceptaron en Columbia y a él no, y cuando conseguí un contrato editorial para mi tesis después de que a él lo rechazaran—. ¿Y qué vas a decirles?
—No lo sé. No me imagino viviendo aquí y me parece ridículo dejar la ciudad sabiendo que el año que viene empezarás a buscar trabajo allá. Supongo que puedo rechazar la oferta y ya está…
—Mmm… Deberías posponer tu decisión hasta que tengas una oferta firme de la Universidad de Nueva York. ¿A qué distancia dijiste que está de la ciudad? ¿A un par de horas? Yo podría visitarte los fines de semana.
—Son tres horas en coche por carreteras de montaña. Está en el quinto pino. La casa de huéspedes donde me alojo se llama Dulce Posada Hart. —Paul rio—. Y hay un sitio al otro lado de la carretera que se llama Casa Madreselva…
—Déjame adivinar, hay vacas de plástico por todas partes y el bar del pueblo se llama Rocío Pastoril.
—Ciervos de plástico —dije, bostezando—, y el bar se llama Traspié.
—Bueno, pues sí que parece bastante insoportable. Y seguro que en invierno hace un frío que pela. De todos modos, no rechaces el puesto hasta que tengas una oferta segura en la ciudad. Seguro que encuentras el modo de mantener abiertas las opciones.
Estuvimos charlando un rato más antes de desearnos las buenas noches. Cuando colgué el auricular sentí una sensación de agobio, tan sutil como las ráfagas de aire que se colaban por la ventana abierta de mi habitación. Supuse que se debía a la presión de mantener una relación a distancia; la incertidumbre de no saber cuándo nos las ingeniaríamos para estar juntos por un período más largo que las vacaciones de verano o de invierno. Pero ya sabíamos dónde nos metíamos cuando en el último año de universidad acordamos que ninguno de los dos comprometería su carrera profesional por nuestra relación. Nos había ido mejor que a la mayoría de nuestros amigos y teníamos muchas posibilidades de acabar en el mismo lado del país el año próximo. De modo que para mí tenía sentido esperar a que me dieran el trabajo en la Universidad de Nueva York. Si la decana Bookme ofrecía el puesto, hallaría el modo de demorar mi decisión y llamaría a Nueva York para explicarles que había recibido otra oferta. Quizás así se decidirían a contratarme.
Una vez tomada la decisión, sentí que me había quitado un peso de encima; una liberación que dejaba un espacio para que entrara el sueño. Cuando me estaba quedando roque, mi último pensamiento fue que debería levantarme a cerrar la ventana para que no entrara la lluvia, pero ya estaba demasiado adormecida para moverme.
No podía moverme. Tenía que levantarme para cerrar la ventana, pero no conseguía desplazarme ni un centímetro. Tenía un peso apoyado en el pecho que me inmovilizaba contra la cama, empujándome contra el mullido colchón, que me envolvía como en un abrazo. No podía mover ningún músculo, ni tomar aire. Ni siquiera podía abrir los ojos, como si tuviera los párpados enganchados. Me esforcé y al fin logré abrirlos a la luz.
¿Luz?
Había dejado de llover. En lugar de ráfagas húmedas de aire, el claro de luna se colaba por las ventanas. Era precisamente aquella luz lo que me inmovilizaba en la cama. Veía como se extendía por encima de los anchos tablones de pino del suelo; un manto blanco que arrastraba las sombras de las ramas que se mecían con la brisa, como si intentaran alcanzarme. Pensé en los árboles y arbustos que rodeaban la Casa Madreselva y tuve la confusa impresión de que la luz de la luna venía de allí. Eso no tenía mucho sentido, pero estaba demasiado cansada para pensar en ello y la luz era tan fuerte que no pude mantener los ojos abiertos por más tiempo. Se me cerraron los párpados, y entonces lo vi: el príncipe azul de mis sueños de adolescencia. Traía consigo el aroma de la madreselva y el aire salado que envolvía a aquellos sueños, y el anhelo que siempre había percibido. Estaba de pie junto a la ventana, entre la sombra y la luz de la luna, donde siempre vacilaba…
Dio un paso al frente, hacia la luz. Era él, el hombre de la casa al otro lado de la calle. Me obligué a abrir los ojos y comprobé que seguía suspendido encima de mí, mirándome. Tenía el rostro a contraluz y la luz de la luna le caía en cascada sobre la espalda como una capa de plata. De manera que solo veía los pocos puntos de su cuerpo que estaban iluminados: un trozo de pómulo, un mechón de pelo que le caía por la frente, la forma del omóplato… Cada parte de él adquiría forma y espesor cuando la luna lo rozaba. Era como si estuviera hecho de oscuridad y la luna fuera el cuchillo que lo esculpía y convertía en humano. Cada movimiento del cuchillo lo modelaba un poco más.
Le esculpió una costilla y sentí que presionaba su pecho contra el mío; le definió una rodilla y la apoyó en mi pelvis; le talló una pierna musculosa y la apretó contra las mías.
Di un grito ahogado… o al menos lo intenté. Abrí la boca, pero no podía respirar a causa del peso que tenía encima del pecho. Él abrió los labios, húmedos y sedosos, y me sopló aire en la boca; mis pulmones se hincharon bajo su peso. Cuando espiré, se tragó mi aliento y su peso pasó de estar frío como el mármol a caliente como un cuerpo vivo. Un cuerpo que se movía. Sentí que su pecho se alzaba y bajaba de nuevo hacia el mío, que sus caderas oprimían las mías y que me separaba las piernas con las suyas… Aspiró todo mi aliento y sentí que tenía una erección encima de mí. Comenzó a mecerse y llenar mis pulmones de aire al tiempo que se abría paso entre mis piernas y dentro de mí. Era como una ola que rompía contra mí, una ola de claro de luna que me absorbía y me arrastraba hacia el mar, hasta la cresta y abajo de nuevo… una y otra vez. Nos movimos al ritmo del océano hasta que dejé de distinguir donde acababa yo y donde empezaba él, hasta que nos convertimos en la cresta de la ola y acabamos aterrizando en la arena.
Me quedé tumbada, jadeando como una náufraga, empapada de sudor y sola en una cama inundada por el claro de luna.