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—Señorita McFay, ¿podría explicarme de dónde surgió su interés por la vida sexual de los íncubos?

La pregunta desentonaba un poco con quien la formulaba: una señora de cabello gris recogido en un moño, collar de perlas y traje de Chanel rosa. Pero ya me había acostumbrado a ese tipo de preguntas. Desde que escribí el exitoso libro La vida sexual de los íncubos (título adaptado de mi tesis «El demonio amante en la literatura gótica: vampiros, bestias e íncubos»), había participado en varias conferencias, presentaciones y, en los últimos meses, algunas entrevistas que centraban su atención en la palabra «sexual». Sin embargo, me había dado la impresión de que Elizabeth Book, presidenta del departamento de Folclore de la Universidad de Fairwick, podía estar más interesada por «los íncubos».

De hecho, la razón principal que me había conducido a esa entrevista era precisamente el departamento de Folclore. No me atraía en absoluto la Universidad de Fairwick en sí: una universidad de segundo nivel con 1600 estudiantes, 120 profesores a tiempo completo y 30 a tiempo parcial. («Estamos muy orgullosos de nuestro ratio de alumnos por profesor», había afirmado la decana Book). Tampoco había ido a la entrevista por la ubicación de la universidad: Fairwick (estado de Nueva York), con una población de 4203 habitantes, era un pueblo rodeado de montañas y cientos de hectáreas de bosque virgen. Un lugar fantástico para los amantes de las raquetas de nieve y la pesca en hielo, pero poco atractivo para los que prefieren, como era mi caso, ver la exposición de O’Keefe en el museo Whitney, ir de compras a los grandes almacenes Barney’s y cenar en el nuevo restaurante de Bobby Flay.

Tampoco era que me faltaran entrevistas. Mientras que la mayoría de estudiantes de posgrado tenían que pelearse por las ofertas de trabajo, gracias a la publicidad que había obtenido Vidas sexuales, yo ya había recibido dos ofertas (de universidades muy pequeñas del norte-centro del país) que había rechazado y la Universidad de Nueva York también había mostrado bastante interés. De hecho, esta última, la universidad donde me había licenciado, era mi primera opción ya que estaba decidida a quedarme en Nueva York. Además, tampoco estaba desesperada a nivel económico, como era el caso de muchos de mis amigos, que tenían que devolver los préstamos para estudiantes que habían solicitado. Con un pequeño fondo fiduciario que me habían dejado mis padres me pagué la universidad y el posgrado, y todavía me quedaba algo para complementar mi sueldo de profesora. Sin embargo, lo de la Universidad de Nueva York todavía no era seguro y valía la pena tener en cuenta a Fairwick, aunque solo fuera por su departamento de Folclore. Muy pocas universidades contaban con un departamento así, y me fascinó el enfoque que adoptaba, combinando Antropología, Literatura Inglesa e Historia en un mismo departamento interdisciplinar. Encajaba a la perfección con mis principales temas de estudio (cuentos de hadas y ficción gótica) y había sido estimulante que me entrevistara un comité de profesores interdisciplinar cuyo interés iba más allá de la clase de vampiros que yo impartía. Tampoco es que todos se mostraran entusiasmados. De hecho, un profesor de Historia de Estados Unidos llamado Frank Delmarco, un tipo fornido con una camisa vaquera bien arremangada que dejaba al descubierto sus musculosos y peludos antebrazos, me había preguntado si no creía que estaba atendiendo al «mínimo denominador común» recurriendo a la tendencia de moda de las noveluchas de vampiros.

—En mis clases estudiamos a Byron, Coleridge y las hermanas Bronte —repuse, devolviéndole la sonrisa irónica—. Yo no me atrevería a calificar sus obras de noveluchas.

No mencioné que en mis clases también veíamos episodios de la serie Dark Shadows y leíamos a Anne Rice. Ni que mi propio interés en los demonios amantes no era exclusivamente académico. Ya estaba acostumbrada a ese tipo de esnobs intelectuales que menospreciaban mi tema de estudio. De modo que, ahora que estábamos a solas con Elizabeth Book en su despacho, respondí a la pregunta con cautela:

—Cuando era pequeña mis padres solían contarme cuentos de hadas escoceses… —empecé. Pero la decana me interrumpió.

—¿Y de allí procede su inusual nombre, Cailleach? —Para mi sorpresa, lo pronunció correctamente.

—Mi padre era escocés —expliqué—. A mi madre le apasionaban las historias y la cultura de ese país y decidió irse a estudiar a la Universidad de St. Andrew’s, donde conoció a mi padre. Eran arqueólogos y les fascinaban las costumbres celtas antiguas, y de allá sacaron mi nombre. Pero mis amigos me llaman Callie. —Lo que no añadí es que mis padres murieron en un accidente de avión cuando yo tenía doce años y que me había ido a vivir con mi abuela en el Upper West Side de Manhattan. Ni que apenas recordaba nada de mis padres, aparte de los cuentos de hadas que me explicaban. Ni que esos cuentos habían llegado a parecer tan reales que uno de los personajes de esas historias me estuvo visitando en sueños durante toda mi adolescencia.

Por el contrario, me volqué de lleno en la perorata que ya había soltado una docena de veces antes, en la carta de motivación de la universidad, en las entrevistas del posgrado y en el lanzamiento de mi libro. Le expliqué que escuchando esas viejas historias que mis padres me contaban había desarrollado un amor por el folclore y los cuentos de hadas que, a su vez, me había llevado a estudiar las apariciones de las hadas, los demonios y los vampiros en la literatura romántica y gótica. Había contado esa historia tantas veces que ya empezaba a sonarme falsa. Pero sabía que era cierta, o al menos lo había sido cuando empecé a contarla. Cuando descubrí que las historias que me contaban mis padres de pequeña existían en el mundo exterior empecé a apasionarme por el tema. Hallé rastros de aquellas historias en las colecciones de cuentos de hadas y en las novelas góticas, desde El jardín secreto y La princesa y los duendes hasta Jane Eyre y Drácula. Quizás había pensado que si rastreaba esas historias hasta sus orígenes recuperaría la infancia que había perdido cuando mis padres murieron y tuve que irme a vivir con mi distante y severa abuela. Quizá también creía que podría descubrir alguna pista de por qué había tenido unos sueños tan extraños después de su muerte; unos sueños en los que un joven atractivo pero oscuro, al que yo consideraba mi príncipe azul, aparecía en mi habitación y me narraba historias, tal como habían hecho mis padres. Pero en vez de inspirarme, esas historias habían perdido fuerza, como si se hubieran gastado de tanto usarlas. Me convertí en una investigadora muy competente, me doctoré, recibí varios premios por mi tesis y publiqué un libro de éxito. Pero paralelamente también dejé de tener esos sueños, como si los hubiera exorcizado con tantos estudios y análisis académicos; lo que en cierto modo había sido mi motivación principal. ¿O no? Con la desaparición de mis sueños y de mi príncipe azul, la chispa inicial que había motivado mi trabajo también se esfumó y me estaba costando encontrar ideas para mi próximo libro.

A veces me preguntaba si los cuentacuentos que documentaba (los chamanes que se sentaban alrededor de una hoguera y las ancianas que hilaban lana mientras desgranaban sus relatos) se aburrían alguna vez de contar las mismas historias una y otra vez.

A pesar de todo, esa explicación todavía funcionaba.

—Es usted justo lo que estamos buscando —comentó Elizabeth Book cuando acabé de hablar.

¿Acaso ya me estaba ofreciendo el puesto? Las otras universidades que me habían entrevistado esperaban unos prudentes diez días antes de volver a ponerse en contacto conmigo. Y a pesar de que en la Universidad de Nueva York ya me habían entrevistados dos veces y hasta había impartido una clase de prueba, todavía no estaba segura de si iban a contratarme. Si la decana Book realmente me estaba ofreciendo el trabajo, su propuesta resultaba alentadora, o quizás un tanto desesperada.

—Me siento muy halagada —afirmé.

La decana se inclinó hacia delante y juntó las manos; las perlas de su collar tintinearon.

—Dada la popularidad de su asignatura, no me cabe duda de que ya habrá recibido otras ofertas. Los vampiros están a la última, ¿verdad? Y supongo que la Universidad de Fairwick le puede parecer bastante humilde en comparación con las de Nueva York y Columbia, pero le ruego que nos tenga en cuenta. Desde su fundación, Fairwick otorga una gran importancia al folclore, y el departamento se ha nutrido de folcloristas tan destacados como Matthew Briggs y Angus Fraser. Nos tomamos muy en serio el estudio de las leyendas y los mitos… —Hizo una pausa, como si la emoción le impidiera continuar. Sus ojos se posaron en una fotografía enmarcada que tenía encima de la mesa y, por un momento, pensé que iba a llorar. Pero entonces apretó las manos y endureció la expresión de su rostro—. Y creo que podría ser una gran inspiración para su trabajo.

Me dedicó una sonrisa tan elocuente que pensé que sabía lo mucho que me estaba costando escribir mi segundo libro. Como si supiera que, por primera vez en mi vida, el folclore y los cuentos de hadas que me habían parecido tan vivos se me antojaban ahora aburridos como el cartón. Pero era obvio que no podía saberlo y enseguida pasó a temas más prácticos.

—El comité tiene que reunirse esta tarde. Usted era la última candidata que queríamos entrevistar. Y, francamente, la mejor con diferencia. Mañana nos pondremos en contacto con usted. Se hospeda en la Dulce Posada Hart, ¿verdad?

—Sí —respondí, procurando disimular lo cursi que me parecía aquel nombre—. La propietaria ha sido muy amable…

—Diana Hart es una buena amiga mía —comentó—. Una de las cosas maravillosas de trabajar aquí, en Fairwick, es la buena relación que existe entre el pueblo y el profesorado. Los habitantes son unos vecinos excelentes.

—Eso está bien… —No sabía qué más decir. Ninguna de las otras universidades se había molestado en hablar de las comodidades de los alrededores (ni siquiera la de Nueva York, que podía presumir de su excelente ubicación en el corazón de Manhattan)—. Le agradezco mucho que se tome la molestia de estudiar mi solicitud. Fairwick es una magnífica universidad y cualquier persona estaría orgullosa de impartir clases aquí.

La decana Book ladeó la cabeza y me miró en actitud pensativa. ¿Había sonado demasiado condescendiente? Pero entonces sonrió, se levantó y me tendió la mano. Cuando se la estreché me sorprendió la energía que me transmitió. Imaginé que debajo de aquel traje rosa latía el corazón de una presidenta de convicciones férreas.

—Espero recibir noticias suyas —dije.

Mientras caminaba por el campus bajo los árboles frondosos y ancestrales, y dejaba atrás la biblioteca de estilo gótico, cuya fachada estaba cubierta de hiedra, me pregunté si podría soportar vivir en un lugar así. El campus era bonito, pero el pueblo estaba muy abandonado. Su oferta culinaria no iba más allá de un par de pizzerías, un restaurante chino de comida a domicilio y uno de cocina griega. Las opciones para ir de compras eran un par de boutiques de estilo vintage para estudiantes en la calle Main y un centro comercial en la autovía. Me detuve en el extremo del campus para contemplar la vista. Desde allá el pueblo no tenía tan mal aspecto y detrás de él había unas montañas boscosas que seguro que se pondrían preciosas en otoño, pero en noviembre se quedarían peladas y cubiertas de nieve.

Tenía que admitir que mi mayor ilusión era vivir en Nueva York, y también la de mi novio Paul, con quien salía desde hacía ocho años. Nos habíamos conocido en nuestro segundo año de carrera en la Universidad de Nueva York y, a pesar de que él era de Connecticut, le encantaba la ciudad y habíamos dicho que algún día viviríamos ahí. Incluso cuando no consiguió entrar en la escuela de posgrado de la ciudad y tuvo que irse a estudiar a la Universidad de California, insistió en que yo fuera a Columbia. Nuestro plan era que cuando acabase de reescribir su tesis doctoral y obtuviese el doctorado en economía, solicitaría un puesto en alguna de las universidades de la ciudad. Así pues, estaba convencida de que Paul me pediría que esperara a recibir noticias de la Universidad de Nueva York antes de aceptar un trabajo fuera de la ciudad.

Pero ¿acaso podía rechazar la oferta de Fairwick sin tener un sí definitivo de la de Nueva York? Lo mejor sería hallar el modo de pedirle a la decana Book un poco más de tiempo para decidirme. Tenía hasta el día siguiente para dar con una táctica dilatoria adecuada.

Crucé las puertas de hierro del campus y continué andando por la calle que conducía a la casa de huéspedes. Desde allí veía la casa azul de estilo victoriano con sus banderas decorativas y las macetas desbordantes de flores. El lado opuesto de la calle estaba flanqueado por unos pinos enormes, el comienzo de un vasto terreno de reserva natural. Me detuve un instante al borde de un sendero y eché un vistazo al bosque. A pesar de que el sol brillaba, el bosque estaba oscuro. Las parras, que saltaban de árbol en árbol, llenaban todos los huecos y se retorcían creando formas curiosas. «Aquí es donde empiezan todas las historias —pensé—, cerca de un bosque oscuro». ¿Por eso la decana pensaba que vivir en Fairwick sería una inspiración para mí? ¿Porque los bosques eran el hábitat natural de las hadas y los demonios? Intenté tomármelo a broma, pero no lo conseguí. Noté que una ráfaga de viento soplaba desde el bosque hacia mí; el aire estaba impregnado del aroma fresco de las agujas de pino, de la tierra húmeda y de algo dulce. ¿Madreselva? Miré hacia el bosque y comprobé que la oscura arboleda estaba, en efecto, salpicada de flores blancas y amarillas. Cerré los ojos y aspiré profundamente. La brisa se arremolinó a mi alrededor y me levantó las puntas del cabello, y noté que la humedad me hacía cosquillas en la nuca, como si una mano me acariciara. Esa sensación me recordó mis sueños de adolescente, en los que aquel hombre oscuro aparecía a los pies de mi cama y la habitación se llenaba del aroma de la madreselva y la sal. En los sueños oía el sonido del océano y me invadía un deseo incipiente que, de algún modo, sabía que era el anhelo que él sentía. Estaba atrapado en la oscuridad y solo yo podía liberarlo.

El psiquiatra al que mi abuela me había llevado dijo que esos sueños eran una expresión de la pena que sentía por la muerte de mis padres, pero siempre me costó creerlo. Lo que había sentido por el hombre de las sombras no era en absoluto un sentimiento filial.

En ese momento, la mano invisible tiró de mí y di un paso al frente. Abandoné el asfalto y pisé el sendero de tierra; los tacones de mis botas se hundieron en la tierra blanda y margosa.

Abrí los ojos, tambaleándome, como si despertara de un sueño, y empecé a seguir el sendero… Fue entonces cuando vi la casa. Estaba escondida detrás de un frondoso seto, aunque de todos modos era difícil divisarla porque se hallaba totalmente integrada en el entorno. Una casa victoriana de estilo reina Ana con la madera pintada de un amarillo pálido, pero la pintura se estaba desconchando por tantos puntos que parecía una mariposa ingeniosamente camuflada. El tejado de pizarra estaba cubierto de musgo, y las cornisas decorativas, los aleros en punta y la torrecilla estaban pintados del verde oscuro de los pinos. La madreselva del bosque había invadido la barandilla del porche; más bien, la madreselva del jardín de la casa se había extendido hasta el bosque. Las parras y los arbustos eran tan densos que parecía que la casa descansara sobre un nido. Me acerqué un poco más y un golpe de aire agitó una parra que colgaba suelta por encima de la puerta. La rama se meció, como si me hiciera señas para que me acercara más.

Miré alrededor en busca de algún indicio de que la casa estuviera habitada, pero el camino de entrada se veía vacío, los postigos de las ventanas, cerrados, y una capa de polvo verde en los escalones del porche, que no tenían ninguna marca de pisadas. «Qué pena que una casa tan bonita esté deshabitada», pensé. La brisa susurró a través del bosque, como si estuviera de acuerdo conmigo. Cuando me acerqué más, percibí que el borde de los aleros estaba tallado con formas de flores y parras. Por encima de la entrada, en el frontón, había un rostro de hombre tallado en la madera. «Un dios pagano del bosque», pensé al ver la corona de piña que descansaba sobre su larga melena. Había visto una cara parecida en algún sitio, quizás en algún libro de deidades del bosque… Encima de la puerta principal había una vidriera en la que aparecía el mismo rostro.

Sorprendida, me percaté de que había subido todos los escalones del porche y estaba plantada ante la puerta con la mano apoyada en el picaporte de bronce, que tenía forma de ciervo. ¿En qué estaba pensando? Aunque nadie viviera ahí, seguía siendo propiedad privada.

Me di la vuelta para marcharme. El viento sopló de nuevo y levantó el polen que cubría verdoso el suelo del porche, que se arremolinó bajo mis pies mientras bajaba los escalones. Las parras que se retorcían alrededor de las columnas del porche crujieron y se tensaron y una rama suelta me golpeó el brazo. Tal fue mi sobresalto que a punto estuve de tropezar, pero recuperé el equilibrio y me apresuré de vuelta al sendero. Solo bajé el ritmo al ver lo resbaladizo que era el terreno a causa del musgo que crecía entre las piedras. Cuando llegué al seto me volví para contemplar la casa una vez más. El viento dejó de soplar y me pareció que la casa suspiraba y sus paredes de madera gemían, como si lamentasen verme marchar. Pero entonces se acomodó de nuevo en sus cimientos y se asentó, observándome.