Capítulo 19

No era metanfetamina; eso lo supo al instante. El paquete era delgado y flexible, no pesaba más de unos cuantos gramos. Salió de debajo de la furgoneta arrastrándose, y lo examinó a la luz oblicua de la tarde. Eran un montón de papeles, metidos en una bolsa de cierre hermético reforzado con abundante cinta aislante.

Antes de abrirla se limpió las manos con las toallitas húmedas que Danny guardaba en el compartimento del salpicadero junto con el abrillantador y la cera, y se puso un par de guantes de látex. Después troceó la cinta con una navaja y abrió la cremallera de la bolsa. En el interior había un pequeño montón de documentos, doblados por la mitad y con las esquinas arrugadas por haberlos embutido dentro de la rueda de recambio.

El primero era una fotocopia de la partida de nacimiento de Danny; sus diminutas huellas dactilares formaban un par de manchas negras al pie de ésta. Daniel Michael Libanski había nacido el 8 de enero con un peso de tres kilos trescientos gramos; no se convertiría en un Markowicz hasta cinco años después, cuando Pete y Sonya lo adoptaron formalmente.

Junto a MADRE aparecía el nombre de Paula Marie Libanski; junto a PADRE ponía desconocido. Ginny recordó que el hospital local solía decorar sus partidas de nacimiento con sellos dorados y lazos rosas o azules, pero en la fotocopia no había rastro de lo uno ni de lo otro. Se preguntó si su ausencia se debería a la antigua indignación moral de algún funcionario: ninguna floritura para los niños bastardos.

Pasó a la página siguiente y se dio cuenta con un sobresalto de que había visto este papel antes; lo había incluso sostenido en sus manos. Era un original, gastado y manchado, doblado y desdoblado innumerables veces hasta amenazar con descomponerse.

Hola, Sonya:

No te enfades conmigo pero tengo que irme. Tengo que tener una vida, ¿vale? Tú eres realmente buena con Danny y le gustas mucho y mamá puede ayudar, así que no pasa nada. ¿Vale? Serán sólo un par de meses o así y él es tan pequeño que ni siquiera sabrá que me he ido. Si puedo, quizá te envíe unos cuantos dólares para pagar su comida y sus cosas. ¿Vale?

Te quiere mucho, tu hermana mayor.

Ginny recordaba cuándo había llegado esa carta: dos días después de que Paula le hubiese pedido a Sonya que cuidase del pequeño y ya no regresó nunca. El hecho de que esa noche no volviese a casa no le había sorprendido a nadie; aunque los padres de Sonya le habían dejado gratis el piso del sótano nada más nacer el bebé, dónde dormía Paula por las noches era un misterio para todos.

Al día siguiente su ausencia fue digna de mención únicamente porque no apareció para comer gratis, o para robarle a su madre otros cinco dólares del monedero. Sólo cuando llegó la carta en el correo de la tarde siguiente, en un sencillo sobre blanco sin remite, la familia sospechó que Paula había abandonado la ciudad.

Sonya fue la única que esperó a que apareciese el dinero prometido, la única que hasta dos meses más tarde estuvo pendiente de que su hermana se presentase en el umbral de su puerta. Tras casi diez años de decepciones, sus padres habían aprendido a esperar lo peor. Podrían haber intentado encontrarla, podrían haber contratado la clase de detective privado bigotudo que les gustaba ver en las series de acción de televisión emitidas en la hora de mayor audiencia, pero buscarla habría incrementado el riesgo de que pudiese realmente volver.

Ginny tocó la nota con los dedos, recordando la cara de desesperación de Sonya cuando ésta le dijo lo que había hecho su hermana. «¿Cómo ha podido? —inquirió Sonya—. ¿Cómo ha podido dejarlo sin madre cuando ni siquiera tiene un padre?».

La carta en sí era tan indignante como Ginny recordaba, y el doble de patética: la horrible ortografía, el pequeño corazón que hacía de punto sobre la «i» de la palabra «quiere». Pero, ahora igual que entonces, era la repetición de la palabra «¿vale?», lo que realmente exasperaba a Ginny. Era como si Paula le estuviese suplicando a Sonya que le perdonara lo que había hecho; no sólo abandonar a su hijo de un año, sino endosárselo a su hermana adolescente. Incluso en aquel entonces, la madre de Sonya tenía problemas de corazón; era tan incapaz de criar a su nieto como de bajar Main Street haciendo cabriolas.

«Tengo que tener una vida», había dicho Paula, ignorando alegremente el hecho de que dejando a Danny en el regazo de Sonya alteraba para siempre el modo en que su hermana viviría su propia vida.

Puso la carta a un lado. Debajo había una pequeña libreta de espiral comprada en una tienda de la cadena CVS. Estaba llena de notas escritas con la letra de Danny. Ginny tuvo dificultades para descifrarlas todas, pero al echarles un vistazo supo una cosa con certeza.

Danny había estado buscando a su madre.

Empezaba a hacer frío, pero Ginny no quería volver a casa de Sonya todavía. Condujo hasta Main Street y entró en un Café des Artistes prácticamente vacío, donde se acurrucó en una esquina con la libreta de Danny y un café «moka». El café, con leche y chocolate, estaba sumamente bueno; mucho mejor que cualquier cosa que hubiese podido tomar en el Dunkin' Donuts o el Golden Skillet, que eran sus otras opciones. Se puede sacar a la chica de la ciudad, pero la ciudad no puede ser arrancada del corazón de la chica.

Abrió la libreta, imaginándose a Danny inclinado sobre ella, anotando los escasos detalles de la vida de su madre con letra inclinada y descuidada.

El registro de Danny de los pecados y errores de su madre seguía así durante varias páginas. Ginny ignoraba cómo había recopilado toda la información; sin duda, si Danny hubiese estado haciendo preguntas sobre su madre, Sonya lo habría mencionado.

Aparte de unos cuantos detalles inofensivos sobre los escasos logros de Paula en su infancia (había ganado una especie de concurso de belleza infantil que patrocinó la revista Elks cuando ella estaba en segundo), las páginas a rayas azules y de mala calidad contenían pocos elementos sobresalientes. Ginny sonrió cuando llegó a una frase que decía ¡Yo, nacido el 8 de enero! Pero el año durante el cual Paula estuvo de verdad presente en la vida de su hijo transcurría prácticamente sin comentarios. El 6 de abril, cuando Danny tenía casi 15 meses, lo abandonó para siempre.

Volviendo la vista atrás, había dicho Sonya, debería de haber sabido que algo no iba bien. Paula solía sentarle a Danny en el regazo sin siquiera parpadear. Pero ese día, ese último día, se había arrodillado y había besado a su hijo en la frente; lo había abrazado con tanta fuerza que éste empezó a gimotear, y le había dicho tres veces que mami lo quería cuando normalmente no se molestaba en decirlo para nada. Volviendo la vista atrás, dijo Sonya, podía ver que Paula se había despedido.

Estaba ahí, en la libreta, escrito con dureza en primera persona: 6 de abril, nueve de la noche; me deja con mamá. A pie de página había una anotación sobre la carta de Paula que llegó por correo. Pero entre ambas había una frase que Ginny no se esperaba: 10.15; autostop hasta el bosque del Fish Pond w/B. McSheen, maleta grande.

Así que, en cierto modo, Danny había rastreado la primera parte de la salida de su madre de la ciudad. Ginny podía visualizarlo: Paula cargando una maleta que había cogido a escondidas del apartamento del sótano sin que su familia se diera cuenta, arrastrándola cuesta arriba por Gallup Street, y el viejo Bob McSheen pasando por delante en su coche Oldsmobile azul claro y ofreciéndose a llevarla.

Un viaje hasta el Fish Pond; el mismo lugar donde la camioneta pick-up de Danny había sido encontrada la noche de su desaparición. ¿Había alguna conexión? ¿Y la búsqueda de su madre tendría algo que ver con el revólver cargado de su habitación?

—Hola, ¿qué sabes? Eres de la pasma.

Ella levantó la vista de la libreta. Había un hombre delante de ella, de cara huesuda y barba incipiente, con gafas rectangulares de montura negra y un aro plateado en la ceja izquierda. Era el tipo que había estado sentado con Topher; su novio, el ayudante del conservador del museo. ¿Cómo se llamaba? Sonaba pretencioso. Geoffrey; eso era. Pronunciado Joff-rey.

—Hola —saludó Ginny, cerrando la libreta y guardándosela en el bolsillo—. ¿Te gustaría sentarte conmigo?

La invitación pareció cogerlo por sorpresa. Pero se encogió de hombros, se sentó y encendió un cigarrillo, tirando el paquete encima de la mesa sin ofrecerle uno a ella. Sus malos modales exasperaron a Ginny lo bastante como para que sacara uno de sus American Spirits y lo encendiera sin pronunciar palabra. La expresión del rostro de Geoffrey era una mezcla de hosquedad y curiosidad.

—Tú eres la poli que hacía indagaciones sobre Danny.

—Exacto. Tenía la esperanza de hablar contigo sobre él.

—Eres amiga de su vieja.

—Su vieja —matizó ella— tiene treinta y cuatro años.

Una de las comisuras de la boca de él se curvó hacia arriba.

—Un fósil.

—¿Ah, sí? ¿Cuántos tienes tú?

Él sonrió, expulsando el humo entre sus dientes, que se dispersó en un amplio círculo. Ella tuvo la sensación de que era algo que había practicado. Todo el mundo necesita tener algún talento.

—Veintisiete —contestó él.

—¿Dónde creciste?

—En Brooklyn Heights.

—Topher me ha dicho que eres conservador del museo. ¿Fuiste a la universidad para eso?

—Me especialicé en historia del arte en Bard.

—¿Es ahí donde conociste a Topher?

Él sacudió la cabeza. Empezaba a parecer molesto.

—Creía que querías saber cosas de Danny.

—Sólo estaba siendo educada. Pero podemos ir al grano. Tengo entendido que Danny y tú os veíais mucho.

—No mucho —replicó él—. A veces.

—Para hablar de arte y esas cosas, ¿verdad?

—Sí —contestó—. ¿Y qué?

—Quiero saber cómo era la vida de Danny las semanas antes de su muerte. Si pasabas tiempo con él, quizá puedas ayudarme.

Geoffrey dio otra larga calada a su cigarrillo, retuvo el humo como si se tratara de una pipa de agua y, finalmente lo expelió. Alrededor del antebrazo derecho tenía tatuada una serpiente.

—¿Qué quieres saber?

—¿Mencionó Danny alguna vez que estuviera buscando a su madre?

Ginny lo observó mientras reflexionaba sobre ello. Tuvo la impresión de que no estaba tanto considerando la pregunta como pensando si quería contestarla.

—Sí —afirmó Geoffrey.

—¿Llegó muy lejos?

Geoffrey se encogió de hombros.

—Indagó por ahí. Por lo visto estaba en un punto muerto. Pero el chico quería saber de dónde venía.

—De eso no se le puede culpar.

Él dio otra larga calada, luego expelió el humo.

—Le dije que lo mandara todo a la mierda, que se fuera de la ciudad y viviera su vida y no mirara atrás. Pero supongo que necesitaba… no lo sé. Comprobarlo o lo que sea.

—¿Sabes si tenía problemas con alguien? ¿Si le daba miedo alguien?

Geoffrey se encogió de hombros.

—Nada demasiado grave.

—¿Qué tal si dejas que sea yo la que juzgue lo que es grave?

De nuevo se encogió de hombros.

—Una vez se peleó con un chico, eso es todo.

—¿Con quién?

—No lo dijo. Danny podía ser bastante reservado a veces.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Hará un par de meses.

—¿Y no tienes ni idea del motivo de la pelea?

—Creo que el chico simplemente lo atacó. Le dije a Danny que debería buscarse protección.

—¿Te refieres a una pistola?

—No —contestó, poniendo los ojos en blanco—. Me refiero a una caja de condones. Para que se la tirara al chico, si volvía.

—¿Y tienes alguna idea de lo que podía estar haciendo en el Fish Pond la noche de su muerte?

Geoffrey se reclinó en la silla y la miró fijamente con los ojos desmesuradamente abiertos detrás de las gafas geométricas.

—No, en absoluto —respondió.

Ginny le devolvió la mirada segura de dos cosas. Que el hombre no era ni mucho menos tan atractivo como se creía, y que mentía.