Le llamó al trabajo, pero acababa de salir; ya no volvería en todo el día. Dijo que probaría en casa, pero la voz al otro lado del hilo telefónico le dijo que él no estaba allí: quería hacer un poco de ejercicio, así que iba a subir a pie hasta las Trinity Falls.
Ginny cerró bruscamente su móvil y corrió a la camioneta. ¿Cómo podía no haberlo visto? Cuando abrió los ojos y realmente miró, el parecido estaba allí. Condujo con la atención puesta a medias en la carretera, llegando al inicio del sendero más deprisa de lo que habría pensado que permitían las leyes de la física. Estacionó sobre el barro compacto del desvío, suficientemente ancho para cuatro coches, pero donde sólo había otro más.
Su equipo de atletismo había subido este camino corriendo varias veces, pero eso fue años atrás. La ruta ya no le resultaba familiar, y tuvo que seguir las marcas. Estuviera en buena forma o no, correr a paso ligero en línea recta cuesta arriba la dejó sin resuello, y tuvo que detenerse cada 800 metros para recuperar el aliento.
Estaba casi en la cima cuando oyó la cascada, gorgoteando sobre ella en la otra falda de la montaña. Quizá fuese simplemente porque estaba destrozada por el esfuerzo, pero juraría que bajo el sonido de la cascada había una acusación. «Lo teníais justo delante de los ojos —decía—. Justo delante de todos vosotros, pero por alguna razón no pudisteis verlo».
Consiguió llegar a la cima, se inclinó hacia delante y apoyó las palmas de las manos en sus muslos, y esperó a que su ritmo cardíaco volviera a ser normal. A su derecha fluía un arroyo; algo engañosamente lento, pero que pronto se convertía en una fuerte corriente que corría hasta el borde de las rocas y caía por la montaña con un salto suicida.
Al cabo de aproximadamente un minuto Ginny se irguió. Él estaba a tan sólo unos 40 metros de distancia, en el mirador de las cascadas.
—¿Ginny?
Ella no le tenía miedo. La policía local le había confiscado su revólver, pero no le cabía en la cabeza que él fuese a hacerle nunca daño. Aun así, después de lo que le había hecho a Danny, debía de haber algo perverso latente debajo de la superficie. Palpó la navaja de Pete, asegurándose de que la tenía al alcance de la mano en su bolsillo trasero, y caminó hacia él.
—Entrenador Hank.
—¡Qué curioso encontrarte aquí arriba! Hace una tarde preciosa, ¿eh?
—Lo estaba buscando a usted —dijo ella—. En la escuela me han dicho que se había ido a caminar.
Estaban lo bastante cerca como para mirarse a los ojos. La expresión de Hank seguía siendo plácida y amable; sin embargo, en cuanto vio el semblante de Ginny, todo cambió. Él había estado aproximándose para acortar la distancia entre ellos, pero frenó en seco.
—¿A mí?
Ella asintió.
—Creo que sabe por qué.
El entrenador se sacó la mochila y abrió la cremallera. Por unos instantes Ginny pensó que quizá sacaría realmente un arma, pero extrajo una botella de Nalgene. Tomó un sorbo y se la ofreció a ella. Tenía sed, pero sacudió la cabeza.
—No deberías haber subido hasta aquí sin agua —comentó Hank.
Parecía verdaderamente preocupado por ella, cosa extraña en este momento pero en absoluta concordancia con los veinte años anteriores. ¿Y si se equivocaba con él? Sin duda, Ginny quería estar equivocada. Pero algo le decía que, por fin, tenía toda la razón.
Aceptó la botella y tomó un sorbo. Luego se la devolvió y dijo:
—No me puedo creer que nunca viera el parecido.
Hank volvió a guardar la botella en la mochila y la dejó a sus pies.
—Nadie lo vio —repuso él—. Ni siquiera yo.
Ginny se apartó de la frente el flequillo sudoroso. La situación entera era absolutamente surrealista.
—¿Cómo lo dedujo?
Los labios de Hank dibujaron una tensa sonrisa.
—Podría hacerte a ti la misma pregunta.
—Su sangre estaba en la escena del crimen —concluyó ella—. La sangre del padre de Danny.
Él asintió. No era la explicación completa, pero de momento parecía bastante. Hank se volvió y anduvo varios pasos hacia la cascada, entonces se detuvo y miró de nuevo a Ginny.
—Únicamente me acosté con ella una vez, ¿sabes? Sólo una vez. Pero tal como les digo a mis hijas, una vez es suficiente.
Ginny lo siguió.
—Fue el entrenador de Danny durante cuatro años —comentó ella—. ¿Me está diciendo que nunca se dio cuenta de que era usted su padre?
Hank se encogió de hombros, un gesto que a Ginny le impresionó por ser de una tristeza indescifrable.
—Me he hecho a mí mismo esa pregunta mil veces —respondió—. Lo único que se me ocurre es que nunca miramos realmente las cosas que vemos a diario. ¿Sabes? Entonces una vez fuimos a jugar fuera de casa, contra un equipo con el que nunca habíamos jugado antes. El otro entrenador vio a Danny y me preguntó: «¿Ése es tu hijo?». Dijo que teníamos exactamente los mismos ojos. No es que fuera un calco mío… excepto los ojos. Y Dios es testigo de que ésa fue la primera vez que pensé en ello. Paula y yo nos acostamos sólo esa única vez. Ella era una alumna y yo un profesor; y Lucie y yo ya estábamos prometidos, ¡por Dios! Con una vez hubo suficiente.
—¿Cómo lo averiguó Danny?
Hank sacudió la cabeza.
—No lo hizo. Le cogí una toalla sudorosa de la taquilla y la envié a uno de esos laboratorios, junto con un frotis bucal del interior de mi mejilla. Y, naturalmente, el test dio positivo. Pero nunca quise decírselo. —Negó con la cabeza, dando otro paso hacia la cascada—. Desde luego, jamás fue mi intención hacerle daño.
En el fondo de sus ojos apareció una mirada trastornada. Cuando dio otro paso más hacia el precipicio, Ginny le agarró instintivamente del brazo y lo sujetó con fuerza. Hank parecía sobresaltado, y ella se dio cuenta de que lo único que él había pretendido hacer era sentarse en los escalones que conducían al mirador.
—Estaba esperando a que tú lo descubrieras —explicó él—. Me llegaron rumores de que tenías problemas con el Departamento de Policía de Nueva York, pero aun así sabía que debías de ser buena en tu trabajo. Cuando me dijiste que Sonya te había pedido que averiguaras quién mató a Danny, supe que era simplemente cuestión de tiempo.
Ella se sentó junto a él.
—¿Qué ocurrió?
—En cuanto descubrí que Danny era hijo mío, empecé a interesarme por él; ya sabes, más incluso que antes. Ya no era simplemente uno de mis atletas. Era mi hijo. Mi único hijo varón.
Ginny pensó en esas cinco hijas de pelo dorado, recordó la historia que Hank contó con desenfado sobre su intento de ir a por el niño y acabar con gemelas. Pero ese hijo anhelado había estado todo el tiempo justo delante de sus ojos.
—Después de que se graduara no lo vi mucho —prosiguió Hank—. Pero a veces yo iba al Skillet los fines de semana sólo para no perderlo de vista, para saber qué tal estaba. Todo eso que te conté acerca de que preguntaba por su madre era verdad. Y entonces en cierta ocasión me encontré a Pete echando chispas, y me dijo que a Danny le pasaba algo. Salía con esos chicos de Nueva York, y Pete creía que le habían metido en la cabeza algunas ideas malas. Pete no le había dicho nada a Sonya, pero tenía miedo de que estuviese consumiendo drogas.
»Como entrenador, he visto muchas drogas en el instituto. Uno de mis corredores sufrió una sobredosis de metanfetamina y por poco se murió. Había oído que esa cafetería donde trabajaba Danny era mala cosa, que si querías comprar droga tenías que preguntar por Dobson. Sabía que Danny necesitaba ganar dinero para ir a la universidad. Me daba miedo que esa gente de la ciudad le hubiese sorbido el seso.
Ginny lo asimiló todo sin interrumpir. Desde direcciones opuestas, Hank y ella habían llegado exactamente a la misma conclusión.
—Empecé a seguirlo —explicó Hank—. Sé que parece una locura, pero sentí como si fuera mi responsabilidad cuidar de él. Finalmente, una noche lo seguí hasta el Fish Pond. Estaba convencido de que Dobson y él tramaban algún trapicheo con drogas, y si los pillaba in fraganti, él se llevaría un buen susto.
Hank había dirigido la vista hacia el suelo, como si no pudiese explicar la historia y mirar a Ginny a los ojos. Estuvo tanto rato callado que ella no pudo aguantarlo más.
—Pero no se trataba de drogas —dijo—, ¿verdad?