—Padre —dijo Ginny—, deme la pistola.
Él hizo caso omiso.
—Deja de agitar esa cosa en el aire —comentó Dulaine—. Ni siquiera sabes lo que haces.
—Mi padre me enseñó —repuso LeGrand.
Dulaine no parecía impresionado.
—Sabes que no serías capaz de matar ni a una mosca. —Al ver que el cura no contestaba, Dulaine chilló—: ¡Agente!
No vino nadie. Solamente había dos policías de guardia en la comisaría, y ninguno de ellos podía oír a Dulaine.
—¡Cállate! —le gritó LeGrand—. Y no te muevas.
Su tono de voz rozaba la histeria, en abierta contradicción con la firmeza con que sujetaba el revólver. Dulaine miró hacia el arma, su rostro de pronto dejó traslucir un considerable respeto por la capacidad de ésta para hacer daño.
—¿Qué piensas hacer, Pierre? —preguntó con una voz todavía teñida de arrogancia—. ¿Dispararme? Eres cura.
—Y tú, diácono —replicó LeGrand—. ¿Cómo pudiste?
La arrogancia venció al miedo.
—Ten cuidado —le advirtió Dulaine—. No puedes romper el secreto de confesión.
LeGrand se disponía a apretar el gatillo del revólver.
—¿Cómo osas esconderte detrás de la Iglesia? Durante años te he visto pavonearte por ahí, como si tú fueras el único lo bastante santo para distinguir el bien del mal. Pero no eres más que un hipócrita.
—¡Agente!
El segundo grito de Dulaine pidiendo ayuda no tuvo más éxito que el primero, pero enfureció al cura. LeGrand se acercó más y presionó la boca del cañón contra la frente de Dulaine. Ginny dio unos pasos hacia delante, aproximándose a él con un brazo extendido.
—Padre —le dijo—, por favor, deme la pistola.
—Si das un paso más —le advirtió el cura—, lo mato ahora mismo. Lo juro.
Ginny bajó el brazo.
—Nadie tiene que resultar herido —comentó—. Dulaine pagará por lo que ha hecho. Lo prometo.
Él la ignoró, concentrándose de nuevo en Dulaine.
—Arrodíllate —le ordenó.
El banquero alzó las manos en posición de rendición.
—Tranquilo, Pierre. No…
—¡Arrodíllate!
Dulaine hizo lo que le ordenaban con los brazos todavía alzados.
—Ahora —siguió el cura—, reza para pedir perdón.
LeGrand retrocedió un paso, apuntando aún con la pistola a la cabeza de Dulaine. El banquero juntó las palmas de sus manos, el anillo de diamantes que llevaba en el dedo meñique centelleaba bajo la luz de la única bombilla que había.
—Lo siento —dijo Dulaine con una voz finalmente desprovista de fanfarronería—. Por favor, perdóname.
—Ahora, dile a ella lo que hiciste. Dile que mataste a esa pobre chica.
Dulaine miró a Ginny suplicante.
—No puedes simplemente dejar que…
—¡Díselo!
Algo en la voz del cura asustó a Dulaine incluso más que antes. Cerró los ojos con fuerza, las manos presionadas una contra otra en posición de rezo, mientras el impoluto abrigo se ensuciaba de polvo.
—Pierre me pidió ayuda —gimoteó Dulaine con los ojos aún cerrados—. Un día lo encontré llorando en la rectoría, y me lo contó todo. Que Paula estaba embarazada y que quería que él se fuese con ella. —Abrió los ojos, suplicando de nuevo a Ginny—. Por favor, no puedes simplemente quedarte ahí y…
—¡He dicho que se lo digas!
El cura estaba de pie frente a él, la mirada furibunda. Dulaine respiró deprisa, aterrorizado.
—Pierre no sabía que yo también me veía con ella. Hacía años que nos veíamos. Ella me prometió dejar de acostarse con todo el mundo y dar a su hijo bastardo en adopción y serme fiel. Así que le di dinero, y le dije que le pondría un piso. —Se volvió a Ginny buscando patéticamente su comprensión—. Yo la quería. Estaba obsesionado con ella. No tienes ni idea de lo guapa que era, de lo increíblemente sensual que era. Me hacía sentir tan vivo. Mi mujer sólo tiene relaciones conmigo con las luces apagadas, es como hacer el amor con un cadáver…
—Arthur.
Era una sola palabra, pero contenía suficiente malicia para hacer que Dulaine volviera a cerrar los ojos con fuerza, como si fuera demasiado horrible ver a LeGrand y su pistola.
—Estaba celoso —continuó Dulaine—. Trastornado. Lo planeé todo. Paula le había dicho a Pierre que se encontrara con ella en el Fish Pond. Yo le dije a él que iría yo en su lugar; intentaría que recobrara la sensatez y la metería en un autobús para que abandonara la ciudad. Cuando llegó allí, estaba nerviosísima pensando que huiría con otro hombre. Verme a mí la desconcertó. Le dije que no tenía ningún derecho. Ningún derecho a chuparme la sangre y burlarse de mí… a quedarse con mi dinero y luego ponerme los cuernos con un cura.
A Dulaine le había salido el discurso a borbotones; las palabras se le atropellaban, la saliva regaba el suelo, y el cura seguía frente a él. La respiración era muy agitada, la pechera de la camisa subía y bajaba debajo de su corbata y su abrigo.
—Acaba —ordenó LeGrand.
Su voz asustó a Dulaine, quien levantó las manos otra vez en señal de rendición. Cuando reparó en lo que había hecho, juntó de nuevo las palmas de las manos; desesperadamente, como si esperara que el cura no se hubiera dado cuenta.
—La estrangulé —confesó—. Ni siquiera le di la oportunidad de explicarse. Me daba igual lo que hubiera podido decirme. Fui preparado. Había llevado una pala y varias bolsas de basura. Excavé un agujero y la enterré con su maleta. Le dije a Pierre que todo había salido exactamente según lo previsto. Que era la verdad.
Los ojos del cura se habían llenado de lágrimas. Corrían por su cara, pero Ginny pensó que ni siquiera las notaba. Empezó a temblarle la mano con que sujetaba el revólver.
—¡Venga, padre! —exclamó ella—. Ya está. Él ha confesado lo que hizo. Ahora tiene que bajar el revólver.
Ginny dio unos pasos hacia él, tratando de calibrar si podía desarmarlo antes de que disparase a Dulaine, Pero, al parecer, el cura intuyó que ella se disponía a actuar y empuñó la pistola con más fuerza. Ginny observó la distancia que había entre ellos; ella era rápida, pero no tanto.
En el momentáneo silencio, procuró detectar cualquier indicio de que uno de los policías pudiera estar viniendo hacia ellos. Pero había una gruesa puerta entre el bloque de celdas y el resto de la comisaría, y ninguna razón por la que los hombres de Rolly tuvieran que ir a ver a LeGrand en un futuro próximo. Francamente, Ginny tenía la esperanza de que se mantuvieran alejados; si se sumaban al cóctel un par de policías inexpertos y con el dedo puesto en el gatillo, alguien acabaría muerto.
—Háblame de Daniel —le ordenó el cura.
Al principio Dulaine pareció confuso, como si no supiera con seguridad de quién estaba hablando LeGrand. Tosió y se aclaró la garganta. Cuando habló de nuevo, lo hizo con monotonía, como un hombre bajo hipnosis.
—Buscaba a su madre —dijo Dulaine mirando el suelo de la celda—. Se dedicó a preguntar por ahí. No podía dejar que descubriera lo que había pasado entre Paula y yo… ¿Y si alguien recordaba habernos visto juntos? Así que le pedí a mi sobrino Lance…
—¿Sobrino?
Ginny soltó la palabra sin pensar. Por lo visto Dulaine se sobresaltó, como si momentáneamente se hubiera olvidado de que ella estaba allí.
—El hijo de la hermana de mi mujer. Me había hecho… favores en el pasado. Sabía que no se negaría a ensuciarse las manos. Y estuvo dispuesto a ayudarme en cuanto le prometí devolverle su casa. Pero juro que jamás quise que le hiciera daño al chico Markowicz; sólo que lo asustara para convencerlo de que dejara el tema. Pero no me hizo caso.
Levantó la vista hacia LeGrand con los ojos implorando comprensión; no la obtuvo. Una larga pausa, varias inspiraciones y volvió a clavar los ojos en el suelo.
—Entonces el Ayuntamiento vendió el terreno donde estaba enterrada Paula. Sabía que era sólo cuestión de tiempo que descubrieran su cadáver. En cuanto empezara la construcción de esos edificios de apartamentos frente al lago, seguro que la desenterrarían, y al bebé también. Yo sabía que el bebé era mío. Habíamos estado juntos muchísimas veces. ¿Cómo no iba ser mío? Así que había que deshacerse de ella. Pero fue hace tanto tiempo que no podía recordar con exactitud dónde la había enterrado.
Alzó la vista hacia Ginny.
—Y luego viniste a la ciudad. Sabía que te darías cuenta de todo. Había que detenerte. No matarte, simplemente detenerte. Le dije a Lance que manipulara tu coche, pero seguiste sin rendirte. Así que le dije que se ocupara de ti, pero pudiste con él. Y entonces te vi con Jimmy Griffin. Todo el mundo sabía que habíais salido juntos durante todo el bachillerato. Pensé que si a él le pasaba algo, pararías. —Sacudió la cabeza—. Pero no paraste. Incluso encontraste a Paula, cosa que ni yo mismo fui capaz de hacer.
Dulaine cabeceó de nuevo, pero esta vez parecía que volvía a la realidad, que entraba en razón.
—Nada de esto importa —dijo—. Una confesión obtenida a punta de pistola. Ningún juez la aceptaría en un tribunal.
—No ha acabado —puntualizó Ginny—. Dígame lo que le hizo a Danny. —El banquero sacudió una vez más la cabeza, apretando la mandíbula—. Cuénteme cómo lo mató a golpes. Cómo mató a Geoffrey Dobson cuando intentó chantajearlo.
Dulaine no respondió. Por su parte, LeGrand había recuperado la firmeza empuñando la pistola, ahora dirigida hacia el pecho del banquero.
—Una mujer embarazada —dijo el cura—. Una criatura inocente. Te los envié como corderos que van al matadero.
La boca del banquero se curvó en un mínimo esbozo de una sonrisa. Dulaine empezaba a recuperar su chulería.
—No hace falta que seas tan dramático, Pierre —repuso—. Paula era cualquier cosa menos inocente. ¿Quién sabe a cuántos hombres los habré librado de ella?
El revólver empezó a temblar de nuevo, y el cura levantó la mano izquierda para estabilizar la derecha. Ginny pensó que se le debía de estar cansando el brazo. Tendría que actuar.
—Sólo tenía diecinueve años —contestó LeGrand.
—Te libré de ella, Pierre —insistió Dulaine—. Ambos nos libramos. ¿Cuántos hombres buenos han sido corrompidos por…?
LeGrand le disparó. El sonido fue ensordecedor en el interior de la diminuta celda, la explosión rebotó en las paredes, dando la impresión de que se intensificaba en lugar de disiparse.
Dulaine miró fijamente hacia la pechera de su camisa, hacia la mancha que se extendía por el prístino lino blanco. Entonces, sin decir palabra, se desplomó hacia delante.
El cura se volvió a Ginny, empuñando aún el arma; durante medio segundo Ginny se sintió en apuros. Pero entonces él giró el revólver y se lo dio por la culata, como debió de enseñarle su padre.
Se sentó en el catre y levantó la vista hacia Ginny con una expresión sorprendentemente plácida en su rostro.
—Ojo por ojo —dijo.