—Lo que intento que comprenda —continuó Ginny— es que esas cincuenta y tres llamadas no cuadran con un hombre tan horrorizado por lo que ha hecho que se flagela hasta sangrar y se confiesa con la primera persona que aparece en su oficina y le menciona el nombre de Paula.
»Así que quizá llamase porque se sentía culpable. Pero eso tampoco tiene sentido; Arthur Dulaine no es su confesor. Los he visto a los dos juntos; en lo que atañe a la moralidad ni siquiera se rigen por el mismo código. Sonya tenía razón sobre usted, padre. Aun cuando se acostara con Paula, es usted un buen hombre. Y Arthur Dulaine es un puritano hijo de puta.
LeGrand parpadeó (no tenía otra opción, fisiológicamente hablando) y las lágrimas resbalaron por su cara en dos líneas claras.
—Dígame la verdad, padre. Hasta que lo leyó en el periódico ni siquiera sabía que Paula estaba muerta, ¿verdad? —Hubo una leve reacción en sus ojos. No era gran cosa, pero la animó a seguir—. Por eso llamó a Dulaine esas cincuenta y tres veces; porque se dio cuenta de lo que realmente le había pasado a Paula.
El cura cerró los ojos con fuerza, haciendo que el resto de lágrimas cayera por sus mejillas. Tenía las manos cerradas en un puño, que presionaba contra su cara, como si la falta de visión pudiera hacerlo desaparecer. Ginny se levantó de la cama y se arrodilló a su lado.
—No ha sido sólo ahora que Dulaine lo ha encubierto —dijo—. Fue hace dieciocho años, cuando usted era joven y estaba atemorizado. Me contó usted lo inocente que era en aquel entonces. Yo debería haber sabido que usted hubiese sido incapaz de matar a una mujer embarazada y enterrarla con sus propias manos. Pero parecía tan culpable.
LeGrand sollozaba, sus grandes gemidos desgarradores reverberaban en las paredes vacías de la celda, brutales y desesperados.
—Escúcheme, padre. No voy a dejar que muera aquí otro hombre inocente. Tiene que decirme la verdad. Recurrió a Dulaine en busca de ayuda hace dieciocho años, ¿verdad? Le dijo que había dejado a Paula embarazada, y él le dijo que se ocuparía del tema, ¿verdad?
Su única respuesta fue otra tanda de gritos de lamento. Ginny lo agarró de los brazos y le apartó las manos de la cara, obligándolo a mirarla.
—¿Qué le dijo? ¿Que el bebé crecía en una amable familia en alguna parte? ¿Y todo este tiempo usted ha pensado que su hijo estaba sano y salvo mientras se pudría bajo tierra dentro del útero de su madre?
El cura se alejó de ella y se arrodilló, en su agonía se inclinaba en la oximorónica postura de un musulmán creyente orientado a La Meca como mandaba su religión. Lo había presionado demasiado. Sus brazos estaban extendidos frente a él, los sollozos convulsionaban su cuerpo contra el cemento implacable. Le tocó la espalda, que subía y bajaba, pero si notó el contacto, no supuso diferencia alguna.
—Nunca fue su intención que pasara esto —susurró Ginny—. Se acostó con Paula. Rompió sus votos. Pero fue Dulaine quien la mató, ¿verdad? Cincuenta y tres llamadas, padre. Cincuenta y tres veces llamó para preguntar: «¿Qué hiciste?».
La diminuta celda reverberó con el sonido de su sufrimiento. Entonces, por encima de éste se oyó una voz de hombre.
—Pierdes el tiempo —dijo—. Jamás hablará.
Ella alzó la vista. De pie en la puerta abierta de la celda estaba Arthur Dulaine, con un impoluto abrigo negro y una arrogante sonrisa.
—Sí lo hará —repuso Ginny. Miró al banquero y luego al cura. Seguía arrodillado, pero con la cabeza erguida, reparando en Dulaine con la mirada hueca.
El banquero sacudió la cabeza; sus ojos sonreían detrás de una máscara de arrepentimiento fingido.
—El secreto del confesionario —comentó— es sagrado.
—Espabilado hijo de puta —lo insultó Ginny—. Se lo confesó todo al padre. Pero lo hizo en la iglesia para asegurarse de que jamás pudiese testificar en su contra.
El banquero examinó la manga de su abrigo y se sacó una pelusa microscópica. Ginny se puso de pie y lo miró a la cara.
—Da igual que no testifique —soltó ella—. Sé que contrató a Lance Pecor para que hiciera el trabajo sucio por usted. Eso será suficiente para que lo encierren durante mucho tiempo. ¿Y qué edad tiene… sesenta y cinco? Quizá signifique cadena perpetua.
El elegante abrigo de Dulaine debía de ser de teflón: sus amenazas volaron por la celda, pero no se pegaron a él. Ginny observó cómo se las sacudía con una plácida sonrisa en su cara bien afeitada.
—No sé de qué me hablas —replicó.
Ginny lo miró, escudriñó su rostro buscando un ápice de culpa y no lo encontró.
—¿Sabe? —le dijo—. Nunca he podido entender a la gente como usted. Personas que pueden justificar cualquier cosa en nombre de la protección de la Iglesia. Como si fuera mejor arruinarle la vida a un pobre niño que admitir que su cura abusaba de él… transfiriendo a un pervertido a otra parroquia en lugar de llamar a la policía.
Se quedaron allí de pie mirándose con odio el uno al otro en un silencio relativo; los sollozos de LeGrand se habían reducido a un patético resuello. El cura seguía arrodillado, con aspecto tan desdichado que Ginny pensó que la crucifixión constituiría un gran paso adelante.
—Es usted un maldito hipócrita —lo acusó Ginny—. ¿Qué ocurrió? ¿Paula no quiso huir discretamente? ¿Apareció en el Fish Pond esperando huir con su novio y en vez de eso se encontró con usted?
Dulaine entornó los ojos. Al principio ella pensó que había dado en el clavo, pero entonces algo en su actitud le indicó lo contrario. Pensó en el esqueleto de Paula, envuelto en plástico como si fuera basura, sus posesiones favoritas enterradas junto a ella como si fuera una reina egipcia; una reina que no pudiera ir al más allá sin un par de botas Frye. O un radiocasete, o un llavero del conejo de la suerte, o el rosario de su novio.
«El rosario».
—Espere un momento —dijo Ginny—. ¿Cómo llegó a saber que el rosario estaba en la maleta de Paula?
Él la miró inquisitivamente. Ella tuvo la clara sensación de que no tenía ni idea de lo que hablaba.
—El padre LeGrand creyó que ella estaba en alguna otra parte dando a luz a su hijo —conjeturó Ginny—. Lo que desde luego no se hubiera imaginado es que su maleta estaba enterrada en el bosque con ella. De modo que si usted no tenía miedo de que alguien siguiese la pista del rosario hasta él, ¿por qué intentaba desenterrarla? ¿Qué podía justificar el riesgo que se estaba tomando?
La tensión había aparecido alrededor de la mandíbula de Dulaine; por fin estaba averiguando la verdad. Por primera vez a Ginny le pareció ver un destello de miedo en sus ojos.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Qué idiota he sido! No era el absurdo rosario lo que le preocupaba. Era el bebé.
Ginny empezó a reírse; no de forma tan histérica como había hecho Sonya unas cuantas horas antes, pero con el suficiente entusiasmo como para hacer que ambos hombres la miraran fijamente como si le faltara un tornillo.
—¡Virgen santa! —exclamó—. Desde que lo asocié con Lance, he estado pensando que mató usted a Paula para salvarle el pellejo al padre LeGrand. Creí que era usted un hijo de puta mal aconsejado. Pero resulta que tenía demasiado buen concepto de usted.
Dulaine permaneció de pie rígido, su alargado cuerpo enmarcado por las firmes líneas negras de los barrotes de la cárcel. Era un buen sitio para él, dijo Ginny para sí. Se volvió al cura.
—Levántese —le ordenó—. Este no es su sitio. —Él no se movió. Ella fijó sus ojos en Dulaine—. Corrió un riesgo bastante grande contratando a Lance. Quizá lo haya puesto entre la espada y la pared con la hipoteca de su casa, pero aun así podría revolverse contra usted. Jamás debería haberme creído que se jugaría usted el tipo de esta forma por nadie que no fuera usted mismo.
El padre LeGrand miraba a Ginny y a Dulaine respectivamente, con los ojos desmesuradamente abiertos pero secos. Por fin, por primera vez desde que ella entró en la celda, se levantó del suelo y habló.
—Arthur —dijo—, ¿qué está pasando?
El cura se tambaleó, como si hubiese estado tanto tiempo arrodillado que hubiera olvidado cómo andar. Se balanceó hacía atrás y se sentó en el catre, abrazándose a sí mismo con los brazos cruzados. Ginny dio un paso hacia él, sin dejar de vigilar a Dulaine. Le costaba creer que intentara cometer alguna estupidez en una dependencia de una comisaría, pero de hacerlo, sin duda lo reduciría.
—Contrató a alguien para que intentara matarme —le explicó Ginny al padre LeGrand, que seguía observando al banquero—. Y lo que es peor, mató a su propio hijo.
Eso lo hizo reaccionar al fin.
—No la escuches —dijo Dulaine—. Es una maldita mentirosa.
Ginny se dirigió al cura:
—Que Paula le dijera que el bebé era suyo no quiere decir que sea verdad. Se acostaba con la mitad de los hombres de la ciudad. Y uno de ellos la mató.
El cura hizo una mueca de disgusto, como si sus palabras le hubieran abofeteado la cara. Incluso con su frente arrugada y su pelo cano, le recordó a un niño extraviado. Ella se sentó junto a él en el catre y puso una mano sobre su rodilla.
—Sólo se me ocurre una razón por la que Dulaine habría corrido el riesgo de intentar desenterrar el cadáver de Paula —continuó Ginny—. Hace dieciocho años no se hubiera preocupado por el ADN del bebé. —LeGrand estaba boquiabierto, recorría la celda con los ojos pero no veía nada—. Pero ahora, con la construcción de los apartamentos junto al lago…
—Cierra el pico —espetó Dulaine.
Ginny lo ignoró.
—Sonya me dijo que su hermana había recibido un poco de dinero antes de desaparecer. Dudo que fuera usted quien se lo diera. —LeGrand sacudió la cabeza, casi imperceptiblemente, y se mordió el labio inferior—. Ella era incapaz de conservar un trabajo. Así pues ¿de dónde saca el dinero una chica como ella? De un novio rico.
Una expresión de desdén se había apoderado del rostro de Dulaine. LeGrand, por otra parte, empezaba a dar la impresión de que estaba medio ausente.
—¿Cómo te atreves a acusarme de liarme con esa zorra? —le soltó Dulaine—. No tengo ni idea de lo que les pasó a Paula y a su mocoso bastardo, pero fuera lo que fuera se lo merecía.
Ginny había estado en guardia por Dulaine. No se le había ocurrido preocuparse por el cura, pensar que este hombre angustiado y atormentado por la culpa, que era una sombra de sí mismo, pudiera intentar doblegarla a ella mientras estaba sentada a su lado consolándolo.
Debería habérselo imaginado; la rabia puede ser más potente que los esteroides. Aun así, no estaba preparada para que el cura la empujara hacia delante, contra el suelo, haciendo que perdiera el equilibrio y cogiéndole el revólver que llevaba en la cintura.
Lo siguiente que supo Ginny es que el padre LeGrand se había puesto de pie de un brinco, con más agilidad de la que ella se había imaginado que tenía. Permaneció allí de pie, sosteniendo el revólver de calibre 38 con sorprendente firmeza, apuntando directamente a Dulaine.
Entonces, con la destreza de alguien que sencillamente sabía cómo funcionaba una pistola, le quitó el seguro.