Pasó la noche en casa de Jimmy, cambiándose al otro lado de la cama para evitar su hombro lesionado. A él le había sorprendido verla; había dado por sentado que ella querría estar cerca de Sonya mientras ésta hacía frente a la noticia del padre LeGrand. Y fue entonces cuando Ginny le explicó que Sonya se había enterado de algo incluso peor.
El nombre garabateado en el libro, el que Sonya había encontrado entre los trofeos de las hazañas sexuales de Paula, era Pete Markowicz.
Su marido se había acostado con su hermana Paula.
Ginny se había ofrecido a estar allí cuando Sonya le plantase cara (le había suplicado que la dejara quedarse), pero su amiga prácticamente la había arrastrado hasta la puerta. Quería estar a solas con él, dijo, mirarle a los ojos y hacerle jurar que no era verdad. Pero nada más ver su letra en ese viejo libro en rústica de bachillerato, lo había sabido en su fuero interno: algún recuerdo fragmentado, algún vestigio de antiguos celos o recelo, le dijeron que tenía razón.
Ginny le preguntó a su amiga qué haría si él lo reconocía; Sonya no tenía una respuesta. Y cuando Ginny llamó a la casa hacia las diez de la noche para ver cómo estaba, el teléfono simplemente sonó y sonó.
A la mañana siguiente dejó a Jimmy en la pastelería y se fue directamente a casa de Sonya. No había nadie, ninguno de los niños que ella cuidaba a la vista. Condujo hasta Construcciones Libanski y descubrió que Pete, por primera vez desde siempre, no había ido a trabajar.
¿Dónde estaban?
Condujo en dirección a la cárcel, prácticamente pegándose un susto de muerte cuando alguien le dio un bocinazo estando el semáforo en rojo, y recordó sobresaltada que por aquí tocar el claxon significaba «hola» en lugar de «mueve el culo». Efectivamente, allí estaba Lizzie Erickson, la médico de urgencias de su antigua tropa de niñas exploradoras, dedicándole un alegre saludo con la mano desde el carril contiguo.
Estacionó frente a la cárcel y entró con la esperanza de intentar otra vez que Lance Pecor hablara, pero se enteró de que su madre se lo había llevado bajo fianza, poniendo su terreno como garantía. De modo que pidió ver al padre LeGrand y le dijeron que estaba con otro cura; le dio la impresión de que Rolly disfrutaba especialmente al decirle que los dos habían estado rezando juntos durante horas, y que sólo Dios sabía cuánto tiempo más estarían.
Frustrada y furiosa, Ginny caminó hasta la Caja de Ahorros Tunnel City y pidió hablar con Arthur Dulaine. Su secretaria, una mujer fea y ñoña, le dijo que estaría reunido todo el día, pero que si le dejaba su nombre, el genial hombre procuraría hacerle un hueco en su apretada agenda.
Salió al sol matutino, mirando a derecha e izquierda, desesperada por darle un puñetazo a algo.
«¡Maldito sea Pete Markowicz! Salía con la chica más guapa del mundo, cuyo padre lo nombró heredero del negocio familiar, y aun así fue incapaz de mantener el pene en sus pantalones hasta la noche de bodas. Y ya puestos, maldita fuera Paula Libanski por necesitar seducir a todos los chicos que se le ponían delante, incluido el tonto que tenía su pobre hermana por novio».
Pero, por supuesto, pensó Ginny, la Paula que había conocido en las últimas semanas habría considerado a Pete una conquista irresistible. Francamente, habría sido un milagro que hubiese mantenido sus garras lejos de él.
Anduvo por la acera que había frente al banco, preguntándose qué hacer a continuación. Consideró la posibilidad de tomarse una tortilla de beicon y queso en el Golden Skillet, pero decidió que no tenía hambre; pensó en pedir un café en el Café des Artistes, y entonces recordó que estaba cerrado. Podía volver a Molly’s en busca de un poco de compasión, pero Jimmy tenía que ocuparse de la contabilidad, y sólo con una mano.
Ginny sintió el peso del revólver calibre 38, que a estas alturas probablemente había tatuado su forma sobre su columna vertebral. Lance Pecor tendría que ser un idiota para intentar hacer algo estando en libertad bajo fianza; lo que significaba que sería mejor que se guardara las espaldas.
¿Realmente había sido Dulaine quien lo contrató? La carta del banco difícilmente era una prueba irrefutable. Pero había en él algo tan desagradable, tan quebradizo y puritano. Desde el instante en que lo conoció, le había parecido la clase de persona que veía el mundo en blanco y negro. Sabía cómo eran ese tipo de personas, que dividían a la gente en santos y pecadores. Los primeros eran incapaces de hacer el mal, y los últimos simplemente no importaban.
Si el padre LeGrand le había confiado a Dulaine lo que le había hecho a Paula, bien podía ser que el banquero lo hubiese considerado un buen hombre envilecido por una perversa Jezabel (despiadada reina bíblica); francamente, Ginny no estaba segura de si eso se alejaba demasiado de la verdad. En lugar de apremiar al cura para que confesara, quizá se hubiese ofrecido para ayudarle a encubrirlo: habría pagado a Lance para que trasladase el cadáver antes de que la cuadrilla de la constructora lo desenterrara, y para que se deshiciese de la gente que había amenazado con poner al descubierto el secreto de LeGrand. De cualquier forma, todos eran pecadores: un hijo bastardo que practicaba la sodomía, un traficante de drogas. Y una policía corrupta.
La idea hizo que le doliera la cabeza y que se le secara la boca. Bajó por Main Street y giró a la izquierda por Eagle, pasando por delante de Molly’s y la tienda de artículos deportivos. En la esquina de la manzana había un McDonald’s, donde pidió una Coca-Cola grande y se sentó a pensar en un banco corrido.
«Paula seduce al cura LeGrand. Se queda embarazada, le dice que él es el padre. Si lo es o no lo es, ¿quién sabe? Pero él se lo cree. Ella le dice que acuda a su encuentro en el Fish Pond. Pero algo va mal, y en lugar de huir con ella, la mata y la entierra allí.
»Salto de dieciocho años hacia el futuro. Danny empieza a buscar a su madre. Tal vez le pide consejo al cura. LeGrand comienza a alarmarse. Le confiesa su asesinato a Dulaine, quien dice que se ocupará del tema. Hace intervenir a un matón para darle una lección a Danny, para que escarmiente un poco, pero las cosas se le van de las manos y Danny acaba muerto.
»De un modo o de otro, Geoffrey Dobson sabe lo que hizo Lance, y amenaza con ir a la policía; adiós a Geoffrey. Entonces Ginny empieza a meter las narices en todo; una policía e hija de lugareños y la mayor amenaza de todas».
Era un resumen impecable y muy razonable. Pero ¿era la verdad? ¿O se le escapaba algo? Pensó en el juez Sweringen, cuya amenaza de humillarla en el periódico local aún no se había materializado. ¿Tenía simplemente miedo de que su cita con Paula saliese a la luz, o había más? ¿Y qué pasaba con Rolly, que tan alegremente había robado el dinero que Geoffrey ganó traficando? ¿Era sólo ligeramente deshonesto… o un auténtico corrupto?
Ginny hizo un inventario mental de la chabacana colección de trofeos de Paula: tantos hombres como ocasiones para los celos y la venganza. El pensamiento desembocó en otra pregunta: ¿dónde demonios estaban Sonya y Pete?
Marcó de nuevo su número de teléfono; seguían sin contestar. Se acabó el refresco, decidió que estaba lo bastante hambrienta para un sandwich de huevo McMuffin, y se lo comió mientras caminaba hasta la iglesia francesa. La pasó de largo; el ojo de cíclope del rosetón la miraba fija y reprobadamente sin pestañear, como si supiera lo que pretendía hacer.
Dobló la esquina hacia la casita de ladrillo en la que vivía el padre LeGrand. La puerta no estaba cerrada con llave. No sabía con seguridad qué buscaba (únicamente tenía una idea general de dar con una conexión entre LeGrand y Dulaine, algo que fuese más allá de la actividad parroquial normal). LeGrand resultó ser un maniático de la limpieza doméstica, y no era lo que se dice un consumado acumulador compulsivo; no había mucho que buscar.
¿Qué esperaba? ¿Una nota que dijera: «Apreciado Arthur, estrangulé a mi exnovia embarazada hace veinte años. Por favor, encúbreme, y merci beaucoup?».
Estaba hojeando el insignificante contenido del perfectamente ordenado archivador de LeGrand cuando sonó su teléfono móvil. El identificador de llamadas indicaba en la pantalla NO DISPONIBLE.
—¿Diga?
—¿Virginia? Soy Sylvia Zweig.
A Ginny le dio un vuelco el estómago. No había hablado con Sylvia desde hacía tres meses, desde que habían soltado al hombre que la violó tras interponer un recurso de apelación. Durante el largo y difícil camino entre la investigación y el juicio, Ginny y ella se habían hecho amigas; no habían hecho vida social, pero se habían tenido un gran respeto mutuo. Incluso después de que liberaran al hijo de puta, Sylvia no había culpado a Ginny de los errores del fiscal. Pero las semanas transcurridas desde entonces en las que había tenido que mirar si alguien la seguía podían haber cambiado eso perfectamente.
A Sylvia Zweig la habían violado en el camino de vuelta a casa tras salir de su trabajo en un laboratorio médico. O llamaba porque tenía información acerca de las muestras que Ginny le había enviado (acompañadas de una disculpa por abusar de su relación), o para decirle que se fuera a la mierda.
—Hola —saludó Ginny—. ¿Qué tal estás?
—Tengo lo que me enviaste —anunció Sylvia. Hablaba con un hilo de voz, como si la llamada se realizara desde mucho más lejos que Manhattan. La conexión era pésima, y Ginny no pudo saber de qué humor estaba—. ¿Estás ahí?
—Estoy aquí. ¿Has podido procesarlo?
—Sí. Siento haber tardado tanto.
—No pasa nada.
—Resulta que las muestras procedían de dos personas distintas.
De nuevo el estómago le dio un vuelco. Había albergado la esperanza de que el asesino de Danny hubiese podido dejar alguna prueba en la escena del crimen; ¿cómo era posible que alguien saliera incólume de esa violencia?
—Los dos donantes eran hombres —continuó Sylvia—. Uno tenía sangre A positiva.
—Esa es la víctima.
—El otro era del tipo AB negativo.
—¿Y has analizado el ADN?
—Sí. No había anomalías genéticas ni enfermedades que puedan ayudarte a identificar a ninguno de los dos, si es eso lo que pretendes.
—De acuerdo. Gracias.
—No hay de qué —repuso Sylvia—. Sabes que haría cualquier cosa por ti.
—Te lo agradezco mucho.
—Pero reparé en algo más. En primer lugar, la sangre de tipo AB negativo procedía del mismo donante que el vómito. Y comparada con la otra, su inhibidor de carboxipeptidasa superaba los tres mil.
—¿Eso qué significa?
—Que los dos donantes —contestó Sylvia— eran padre e hijo.