Su respuesta le provocó mil preguntas, pero Ginny se las guardó para sí; se limitó a dejar que el silencio bajara flotando desde el techo y se suspendiera de nuevo sobre ellos. Siguió mirándolo, pero su mente visualizó a toda velocidad los posibles escenarios. Visualizó al padre LeGrand dándole a Paula el rosario en un acto de fe, como el cura que le da los candelabros de plata a Jean Valjean al principio de Los Miserables (el musical, no la novela que ella había sido demasiado impaciente para leer en la universidad).
Pero la expresión del rostro de LeGrand le decía que la historia ni mucho menos acababa ahí. Parecía un zorro con una pata atrapada en una trampa, muriéndose de dolor y muy consciente de que la única manera de liberarse era prescindir de algo muy valioso.
—Ella dijo que quería ese rosario —comentó él, hablando tan súbitamente que Ginny se sobresaltó—. Dado que las iniciales eran iguales que las suyas, dijo que era como el destino.
—¿Y usted se lo dio sin más ni más? ¿Algo con tanto valor sentimental? —Él asintió con las manos todavía fuertemente entrelazadas—. ¿Por qué?
—No tengo ni idea —respondió el padre.
Ginny supo que decía la verdad; también supo que la verdad era más compleja que eso.
—Padre —inquirió ella—, ¿conocía mucho a Paula Libanski?
Él tenía los antebrazos apoyados sobre el escritorio. Ahora, sin desenlazar sus dedos, los levantó hasta apoyarse en los codos con la frente hundida en sus manos entrelazadas. Al cabo de unos instantes irguió la cabeza y dijo:
—No te mentiré. —Dio la impresión de que la frase iba tanto dirigida hacia ella como a sí mismo.
—Padre —preguntó Ginny—, ¿tuvo usted relaciones sexuales con ella?
Otro largo silencio. Seguido de la palabra «sí».
—¿Es usted el padre de Danny Markowicz?
—No —respondió—. Daniel ya había nacido.
—¿Sabe que Paula estaba embarazada de tres meses cuando la asesinaron?
Él dio un respingo al comprender el alcance de la pregunta; la información no era nueva, pensó, sino más bien como poner el dedo en la llaga. El padre asintió.
—¿Era suyo el bebé?
Asintió de nuevo, después apoyó otra vez la frente en sus manos entrelazadas. Ginny estaba a punto de hacerle otra pregunta (la pregunta) cuando él levantó la cabeza, implorando comprensión con la mirada.
—No era de mi parroquia —explicó—. Su familia iba a la iglesia polaca, en Adams, y por aquel entonces me acababan de destinar aquí. No lo digo como excusa. Es sólo una explicación. Cuando la conocí, ya tenía dieciocho años.
Ella escuchó sin interrumpirle. Desde luego, a ella sí le sonaba a excusa.
—La conocí en un picnic de verano del campamento católico —continuó el cura—. Sonya quería ir, y sus padres obligaron a Paula a llevarla en coche. No creo que hablase con ella ni cinco minutos. Pero después de eso empezó a… —Buscó la palabra pero no la encontró. Al fin, Ginny se compadeció de él.
—¿Perseguirlo?
Él asintió con los ojos desmesuradamente abiertos, como si ella acabase de realizar un perfecto truco de magia.
—Al principio pensé que quería orientación espiritual. Eso es lo que me dijo. Pero ése no era el caso. Y era muy decidida.
Ginny pensó en lo que le había oído decir al padre de Paula hacía más de veinte años: «Es como si no pudiera soportar que algo sea bueno, puro y limpio. Tiene que ir y estropearlo, al igual que una persona normal necesita rascarse una picadura».
—¿Está diciendo que ella lo sedujo?
Él no contestó enseguida. Ella vio cómo el recuerdo se materializaba en la expresión de su cara. El padre LeGrand debía de tener poco más de cuarenta años, pero parecía unos diez años mayor. Tenía unas arrugas marcadas entre los ojos, y una araña de venas rosas que trepaban por su nariz.
—Yo era… —Empezó a hablar, se detuvo, empezó de nuevo—. Ésta era mi primera parroquia. Yo era joven e… inexperto. Había pasado de un colegio de chicos directamente al seminario. Sentí mi vocación a una edad muy temprana. Nunca había tenido siquiera una cita. ¡Y ella era tan guapa! No me podía creer que me quisiera a mí.
Ginny se imaginó al cura a los 25 años, torpe e introvertido y puro como la maldita nieve virgen. Paula debió de comérselo vivo.
—Y se quedó embarazada —apuntó ella. Otro asentimiento, de nuevo casi imperceptible—. ¿Qué le hace estar tan seguro de que el bebé era suyo? No es que Paula tuviera precisamente reputación de monógama.
La pregunta pareció sobresaltarle. La idea, se percató Ginny, ni siquiera se le había ocurrido nunca.
—Ella me dijo que el niño era mío —respondió.
El padre había empezado a sudar. El despacho estaba mal ventilado y olía a cerrado, y las gotas de transpiración bajaban en zigzag por el cabello cano de sus sienes. Se quitó la chaqueta y se desabrochó los dos botones superiores de su camisa blanca lisa, que la había llevado abrochada hasta el cuello. A continuación volvió a entrelazar las manos, como si las hubiera juntado una fuerza magnética.
—¿Lo amenazó con contarlo? —Él sacudió la cabeza—. ¿Le pidió dinero?
—Hice voto de pobreza —contestó—. No tengo dinero.
«También hizo voto de celibato —dijo Ginny para sí—, y mire lo bien que lo ha cumplido».
—¿Qué quería Paula? —inquirió Ginny.
—Quería que abandonase la Iglesia y me casara con ella —fue su respuesta—. Quería que le demostrara que la amaba más a ella que a Dios.
El recuerdo le produjo demasiada agitación para permanecer sentado. Se puso de pie y caminó detrás del escritorio, de espaldas a ella para mirar por la diminuta ventana de cristal emplomado.
—Padre —dijo ella—, ¿qué le sucedió?
Ginny no se refería a su hundimiento moral. Al volverse de espaldas, ella había visto las líneas rojas entrecruzadas, inflamadas marcas sangrientas que habían traspasado su camisa blanca. De modo que por eso había hecho una mueca de dolor al coger la tetera.
—¿Le ha hecho daño alguien?
Él negó con la cabeza, todavía de espaldas a ella. Finalmente, con una voz más cercana a un susurro, oyó que decía:
—Es mi castigo.
—¿Se ha hecho eso usted mismo? —Algo afloró en la memoria de Ginny, una antigua lección de antes de que dejara de asistir a catequesis, y de pronto lo entendió.
—Después de que hallaran el cadáver de Paula —dijo ella—, usted se flageló. —El silencio del padre provocó su crueldad—. ¿Qué ocurre? —inquirió—. ¿No pudo encontrar un cilicio y una cama de pinchos?
Él no contestó; tampoco ella esperaba que lo hiciera. Pero no importaba; era el momento de formular la pregunta.
—Padre —dijo—, ¿la mató usted?
Él siguió mirando por la ventana. Cuando por fin se volvió, había lágrimas en sus ojos.
—Asumo toda la responsabilidad —confesó.
—No ha respondido a la pregunta.
—Sí —afirmó él—. Yo la maté. ¡Dios me asista, porque maté a mi propio hijo!
La acompañó a la comisaría, donde un sorprendidísimo jefe de policía Rolly tomó nota de la confesión del padre LeGrand como si se tratase de un caso de indigestión. Ginny no estaba en la sala; Rolly no lo consintió. Antes de separarse de él, por compasión o un simple sentido de la rectitud, ella le preguntó a LeGrand si quería asesoramiento legal. Él dijo que no quería un abogado; quería un cura.
Ginny condujo otra vez montaña arriba. No quería que Jimmy estuviera solo al despertarse, y todavía no podía decirle la verdad a Sonya. ¿Cómo iba a decirle que a su hermana la había matado un cura? ¿Y no sólo cualquier cura, sino un hombre al que ella había recurrido para que la guiara durante su vida adulta?
Se lo encontró ya despierto, echado en la cama, viendo una carrera de ciclismo en el canal ESPN2. Era perverso hacer eso después de lo que le acababa de pasar, y así se lo expresó. Entonces, como necesitaba sus consejos, le explicó lo del padre LeGrand.
—¿Estás segura? —replicó él, que parecía mucho más despierto de lo que ella se había imaginado—. No me lo puedo creer.
—Ha confesado —dijo Ginny—. Estoy convencida de que eso no es todo; Rolly no me ha dejado escuchar los detalles. Pero sé a qué suena la culpa, y él es absolutamente culpable.
—Quizá fuese un accidente. No lo sé… o en defensa propia o algo.
—¿Estás buscando excusas simplemente porque es un cura?
—No. Pero al hombre le debe martirizar la culpa —contestó Jimmy—. Flagelarse hasta sangrar…
—No perdamos de vista lo ocurrido, ¿vale? Pierre LeGrand no es la víctima. El tipo mató a una mujer embarazada. A la madre de su hijo, ¡por Dios! Él mismo lo ha dicho.
Jimmy lo asimiló con una expresión de angustia en el rostro. Si a él le estaba costando tanto aceptarlo, ¿cómo iba a darle la noticia a Sonya?
—¿Crees que Lance Pecor trabajaba para el padre LeGrand? —inquirió Jimmy—. ¿Y podría realmente un cura liquidar la hipoteca de ese tío?
—No, a menos que heredara dinero de su familia. Y sus padres le compraron ese caro rosario, así que quizá… —Hizo un alto—. Pero la carta no se limitaba a decir que la hipoteca estaba liquidada. Decía que todo el asunto había sido un error.
—¿Y qué?
—Pues que ¿quién podría hacer eso excepto alguien que trabajase en el banco? —Ginny se levantó de la cama de un brinco, hundiendo el colchón y haciendo que Jimmy gimiese de dolor—. Perdona —se disculpó. Entonces dijo—: Creo que a lo mejor sé quién lo contrató. El maldito Arthur Dulaine. Es el presidente del Tunnel City. Apuesto a que ha podido liquidar la hipoteca de Lance mandando un escrito sin que el dinero haya cambiado de manos en ningún momento.
—¿Y por qué iba a hacer eso?
—Porque es un peso pesado de la parroquia. Tal vez estuviese encubriendo a LeGrand.
—¿De verdad crees que el padre LeGrand le dejaría matar a alguien para encubrir lo que él mismo le hizo a Paula?
Ginny reflexionó sobre ello.
—Quizá LeGrand le pidió ayuda, y a Dulaine se le fue la mano. Quizá con todos los escándalos por acoso en Boston pensó que la Iglesia no podría aguantar más mala prensa. Me lo he encontrado un par de veces. Es un beato hijo de puta.
—¿No le hace eso —masculló Jimmy— menos proclive a infringir la ley?
Ginny ahogó una carcajada; si Jimmy y ella tenían alguna clase de futuro, debería respetar su fe al igual que respetaba la de Sonya. Pero no podía quedarse completamente callada.
—A veces esos fanáticos religiosos —comentó— son los más hipócritas de todos.