Sonya asimiló la información, las dos sentadas en silencio durante un par de minutos. Entonces oyeron gritos al otro lado de la puerta, y Sonya se levantó de un brinco para intervenir.
—¡Ah, casi se me olvida decírtelo! El padre LeGrand llamó anoche preguntando por ti. Me dijo que no contestabas en el móvil.
—En casa de Jimmy no hay cobertura. ¿Qué dijo?
—Que estará en su despacho toda la tarde. Hoy es su día de descanso, pero tiene papeleo que poner al día. Puedes pasar a verlo.
—¿Le explicaste de qué iba la cosa?
Sonya sacudió la cabeza.
—La verdad —respondió—, creo que tiene la esperanza de que hayas decidido volver al redil.
Ginny se lo tomó a broma y se metió en la ducha. Se puso el traje de pantalón negro (no le parecía bien ir a ver a un cura en tejanos), y reconoció que tendría que comprarse un poco de ropa nueva. La idea era tan apetecible como darse otro chapuzón en el río Hoosic.
Dado que aún no eran ni siquiera las doce, condujo hasta el centro para dar parte del ataque de la noche anterior. Estaba a dos manzanas de la comisaría de policía cuando vio a una rubia menuda por la acera, dirigiéndose hacia una de las tiendas de Main Street. Ginny frenó y aparcó. Había querido hablar con Monique desde que la Princesa Láctea le habló de la pelea con Danny en el Golden Skillet. No sabía con certeza si Monique tenía alguna información de utilidad, pero cuando la interrogó, la joven se había inventado un montón de patrañas; ¿quién sabe qué más podía estar ocultando?
El establecimiento donde había entrado era la sofisticada tienda de artículos de regalo que había sustituido a la vieja tienda Newberry de baratillo. Resultó que Monique no iba a comprar; se había plantado detrás del mostrador, donde le estaba sacando brillo a una vitrina.
—¡Oh! —exclamó cuando levantó la vista y vio a Ginny—. Es usted.
—No sabía que trabajabas aquí —dijo Ginny para romper el hielo.
—Es mi empleo a tiempo parcial —explicó Monique—. Los fines de semana y siempre que no tengo clase. Cuando el dueño no está aquí, yo estoy a cargo.
La última frase la pronunció sin disimular su orgullo; si bien la autoridad de Monique no impresionaba demasiado dado que en la tienda no había ni un solo cliente.
—Necesito que hablemos —dijo Ginny, pensando que sería mejor entrar en materia antes de que apareciese alguien—. Sobre Danny.
La mirada de Monique era inexpresiva.
—Ya lo hicimos —replicó ella.
—Me contaste trolas —le espetó Ginny—. Ahora necesito la verdad.
—No sé qué…
—Danny y tú no estabais prometidos, Monique. Sé lo de vuestra pelea en el Skillet. Sé que sabes que Danny se veía con otras personas. Concretamente… con otros hombres.
La cara de Monique se enrojeció; era tan pronunciado el contraste con su piel blanca que resultaba casi gracioso. Tiró el trapo del polvo sobre el mostrador; su expresión se había vuelto intensamente furiosa.
—Es usted una mentirosa —replicó la chica.
—¡Para! —ordenó Ginny—. ¡Despierta, por Dios! Danny y tú no ibais a vivir felices para siempre. Sé que descubriste que era gay…
Monique le propinó una bofetada en la cara. Ginny no se la esperaba, y la pilló por sorpresa. Con escozor en la mejilla, hizo lo único lógico: devolverle la bofetada, más fuerte.
—¡Ay! —chilló Monique. Miró a Ginny estupefacta, como si no pudiera creerse que alguien tuviese el descaro de hacerle a ella algo semejante. Entonces empezó a llorar; sollozos realmente sentidos, no las lágrimas de cocodrilo que había derramado junto a la caravana de su familia. Esta vez se le estropearía todo el maquillaje de los ojos.
—Danny fue asesinado —declaró Ginny—. Estoy aquí para descubrir quién lo hizo, y tus estúpidas historias no han hecho otra cosa que dificultarme un montón el trabajo. Ahora necesito que me expliques lo que sabes.
Todavía sollozando, Monique alargó el brazo hacia una pila de servilletas y usó una para enjugarse la cara. Cuando por fin habló, lo hizo con un hilo de voz.
—Yo no sé nada —dijo.
—Encontraste el envoltorio de un condón —la aguijoneó Ginny—, ¿no es así?
La joven asintió y se sonó la nariz.
—Era de una clase extraña, Seven algo. Lo encontré en una chaqueta que Danny se dejó en mi coche. Y cuando le pregunté por ello, se echó a reír. Y luego me dijo… —Se le trabó la lengua, después empezó de nuevo—. Me dijo que ya no sabía quién era. Dijo que tal vez se había enamorado de otra persona. Y luego, cuando me puse furiosa, me dijo que ni siquiera se trataba de otra chica, como si eso lo hiciese más fácil. ¿En serio creyó que yo preferiría descubrir que me había enamorado de un pervertido? Y luego simplemente se fue a trabajar al Skillet. Así, sin más, como si yo no le importara. Como si no me debiese…
Empezó a llorar más fuerte. Ginny alargó el brazo y le puso una mano sobre el suyo. Puede que Monique no fuese su nominada a alumna del año, pero descubrir que el chico al que amas se acuesta con otro hombre… eso tiene que inspirar compasión en cualquier mujer.
—Así que le desinflaste las ruedas para vengarte. —Monique asintió, aún resoplando y gimoteando—. ¿Es eso todo lo que hiciste? Dime la verdad.
Monique alzó la vista y la miró con ojos de mapache. Saltaba a la vista que su rímel no era resistente al agua.
—Eso es todo —respondió—. Lo juro. ¡Estaba como loca!
—¿No cometiste ninguna locura? ¿Como convencer a alguien de que le diera una lección a Danny?
Sus ojos se abrieron desmesuradamente ante la inconfundible sorpresa.
—¿Qué? No. Yo jamás le habría hecho daño a Danny. Lo amaba. Aunque me engañó, lo seguía queriendo. —Le sobrevino un recuerdo que le hizo llorar aún con más fuerza—. Le dije que ojalá se muriese —confesó—. Y luego realmente murió. Pero no lo dije en serio. En ningún momento lo dije en serio. Le dije tantas cosas horribles… y ni siquiera tuve la oportunidad de retirarlas.
Estaba diciendo la verdad; en cualquier caso, eso es lo que le decía a Ginny su instinto. Monique parecía demasiado abatida para mentir. Siguió sollozando y sollozando hasta que, por fin, Ginny colgó el letrero de CERRADO en la puerta de la tienda para que no entrara ningún cliente y se encontrara detrás del mostrador a una exanimadora histérica.
Ginny se quedó con ella hasta que volvió el dueño, al que explicó que la pobre Monique había tenido una reacción tardía al shock por la muerte de Danny y que no estaba en condiciones de trabajar. Subió a la joven en la camioneta de Danny (la sola visión de ella le provocó toda una oleada nueva de lágrimas), la llevó a casa y dejó que se desplomara en un sillón del pequeño pero ordenado salón de la caravana.
Después condujo de vuelta a la ciudad, llegando finalmente a donde iba antes de desviarse: la comisaría de policía. El agente, el señor Minifalda-de-Topos de su juventud, le tomó declaración acerca de la agresión de la noche anterior y señaló que su descripción podía encajar con la mitad de los hombres del condado. Hojeó lo que hacía las veces de libros con fotos de sospechosos, pero su agresor no estaba allí.
—Curioso —comentó el policía—. El tipo ni siquiera se molestó en ponerse una máscara.
La idea ya se le había ocurrido a ella. O el hombre que la había atacado era demasiado tonto para pensar en ocultar su cara, o creyó que no importaba: supuestamente Ginny no tenía que vivir tanto como para identificarlo.
—Soltó la navaja —contó ella—. La tengo. Esperaba que pudierais comprobar las huellas dactilares.
—Está bien —replicó él—, pero no lo hacemos aquí. Si nos la dejas, podemos enviarla a…
Ginny se lo agradeció, pero dijo que prefería no desprenderse de ella; de ninguna manera perdería de vista la navaja. A continuación, porque no podía resistirse, fue de la comisaría de policía a la pastelería, donde Jimmy y ella estuvieron tonteando como un par de idiotas. Después de más o menos diez minutos de tonteo, se marchó con una bolsa gratuita de pastelitos de nueces y anduvo calle abajo por delante de varios escaparates hasta Accesorios Deportivos Couture. Siempre le había resultado extraño que «deportivo» fuera sinónimo de «caza»; como si los ciervos fueran armados y pudieran defenderse.
La tienda tenía el mismo tamaño que Molly’s (los edificios habían sido construidos en la misma época por el mismo promotor), pero en lugar de galletas y pasteles, las vitrinas estaban repletas de armas y munición. Una hilera de cañas de pescar decoraban una pared, y en un expositor de cristal había una selección de cuchillos, de acero pulido y reluciente.
Había dos clientes frente al mostrador, cerrando el trato de ciertos servicios de taxidermia. Cuando se fueron, el señor Couture sonrió a Ginny y le preguntó en qué podía ayudarle, y aparte de eso ¿qué tal le iba a su padre en el sur, en Florida?
Ella le mostró la navaja, dentro de una bolsa de plástico.
—La verdad —dijo—, esperaba que usted pudiera ayudarme. La encontré en el bosque, en la montaña, y pensé que quizás podría saber de quién es para devolvérsela.
Él cogió la bolsa y admiró la navaja. Medía 18 centímetros de largo con la peligrosa hoja serrada doblada en el interior del mango, y más de 33 centímetros extendida. El mango había sido labrado utilizando un cuerno de animal de color marfil, y grabado al aguafuerte en negro con la imagen de unos faisanes en el borde de un estanque.
—Es una maravilla —comentó él—. Es un bonito gesto por tu parte que se la devuelvas a su propietario.
—Me imagino que probablemente significará mucho para él. ¿Fue comprada aquí?
—No recientemente, pero quizás el año pasado. Solía fabricarlas un artesano de Becket.
—¿Y ésta es la única tienda a la que se las suministraba?
—No. Creo que las vendía en todo el este de Springfield.
—¿Hay alguna forma de averiguar quién compró precisamente esta navaja? Bueno, suponiendo que la comprara aquí.
Él se encogió de hombros.
—Todas se fabricaban por encargo. Podría consultarlo, si no te importa esperar.
Ella dijo que no le importaba; el hombre se fue a la trastienda y apareció con una caja archivero de plástico y rebuscó en ella hasta que encontró la carpeta adecuada.
—Toe Preminger.
—¿Ése es quien compró la navaja?
—No. Ése es el artesano que la hizo. —Abrió la carpeta y repasó un montón de papeles amarillos, hojas de pedido impresas de antemano que habían sido rellenadas a mano.
—Mmm… déjame ver. Por lo visto sólo vendimos una con faisanes. La mayoría de la gente eligió los ciervos o las truchas. Aunque nunca acabé de entender por qué se necesita una navaja como ésta para destripar un pez. O tal vez simplemente les gustara el grabado. La de las truchas que saltaban del estanque era realmente bonita. Vale… ya lo tengo. —Extrajo un folio del montón—. La compró Josie Pecor. Como regalo de Navidad para su hijo.
—¿Se refiere a Steve Pecor, el que vive en River Street?
Él sacudió la cabeza.
—Ella no es su madre. Y, de todas formas, Steve no caza. Desde que tuvo un accidente de moto, apenas puede cruzar la calle. Era para su hermanastro Lance.
—¿Un chico fornido, de aproximadamente un metro noventa de estatura y más de cien kilos de peso? ¿Con barba espesa?
—¿Lo conoces?
—No personalmente —contestó Ginny—. Pero creo que presencié cuando se le cayó.