Capítulo 37

Daba igual la cerveza; Ginny se quedó sin aliento como si le hubiesen dado a ella una patada en la entrepierna.

—¡Virgen santa! —exclamó—. No te andas por las ramas.

Él se encogió de hombros, pasándose nervioso una mano por su pelo rubio cobrizo.

—Ya no tenemos edad para tontear. Y me conoces, Gin. No soy un tío complicado. En mi opinión, la mayoría de la gente puede considerarse afortunada, si se cruza una vez con la persona adecuada. No son muchos los que tienen una segunda oportunidad.

Ella no respondió; lo cual no era una casualidad, porque no tenía ni idea de lo que decir.

—Míranos —continuó Jimmy—. Tenemos casi treinta y cinco años. Ninguno de los dos ha tenido una relación decente desde el día en que rompimos. ¿Has estado siquiera a punto de casarte con alguien? —Ella cabeceó—. Yo tampoco. Eso significará algo.

—Quizá signifique que los dos somos unos bichos raros e inadaptados.

—Entonces lo mejor será que estemos juntos —replicó él—. Porque no nos querrá nadie más.

Ginny sonrió; no pudo evitarlo.

—De eso estoy segura.

—Entonces, ¿qué me dices?

—Perdona —contestó ella—, pero ¿te has fijado en que vivimos en dos planetas distintos?

—Lo sé. Créeme. Y a mí me sería imposible vivir en esa ciudad, y sé que es imposible que tú quieras volver aquí.

—¿Y pues?

—Intentémoslo igualmente.

Ella tomó un sorbo de cerveza, simplemente para hacer algo, pero le supo amarga en la boca, y lo devolvió de nuevo al botellín.

—¡Santo Dios, soy yo la mujer! —constató—. Pensaba que debía ser yo la romántica empedernida.

—Nuestros papeles están invertidos —comentó él soltando una carcajada—. Yo hago el pan y tú pegas a tipos que te doblan en tamaño. Menos mal que estoy seguro de mi masculinidad.

Ginny sacudió la cabeza, procurando no reírse, pero la expresión seria de su rostro simplemente no se mantuvo en su sitio. Lo miró, ahí sentado junto a ella en el sofá, los ojos chispeantes por los nervios y el humor y la esperanza. Había estado enamorada de él desde los 15 años, y los viejos hábitos son obstinados. Pero también sabía que en ocasiones el amor no es suficiente.

—Antes tengo que preguntarte algo —habló ella—. Necesito saber que entiendes por qué me fui entonces. —Él no dijo nada—. Jimmy, sé que estabas entusiasmado con ello en ese momento, pero ¿de verdad crees que estabas preparado para ser padre a los dieciocho años? Porque yo no estaba en absoluto preparada para ser la madre de nadie.

Ginny lo vio meditar sobre ello, aunque siguió sin decir nada.

—Lamento lo del aborto —confesó ella—. De verdad. No lo hice ni mucho menos con la arrogancia con la que crees que lo hice. Pero pensé que era lo mejor para los dos en ese momento, y lo sigo pensando. —Él desvió la vista hacia el gran ventanal y la oscuridad—. ¡Venga! No éramos más que unos críos, ¡por Dios! Yo tenía una beca para ir a la Universidad de Massachusetts, y tú estabas emocionado con estudiar administración de empresas en la Estatal. Si nos hubiéramos casado y hubiésemos tenido un hijo tan jóvenes, ¡sólo Dios sabe cuánto nos habríamos podido arrepentir ahora mismo!

Tras otro largo silencio Jimmy dijo:

—Eso lo sé.

—Sí, a lo mejor racionalmente lo sabes. Pero si piensas echármelo en cara el resto de mi vida, entonces no entiendo cómo va a funcionar lo nuestro.

Él no contestó de inmediato. Pero después de mirar un rato más hacia el vacío que había detrás de la ventana, dijo:

—Supongo que tienes razón.

—¿La tengo?

—No estoy diciendo que esté de acuerdo con lo que hiciste. Pero supongo que entiendo por qué lo hiciste. —Al fin se volvió y la miró—. Y como sigo estando loco por ti… me imagino que tengo que pasar página.

—¿Sí?

—Sí.

Ella le miró detenidamente, tratando de asegurarse de que lo decía en serio. Cuando se quedó tranquila, dijo:

—De acuerdo.

—De acuerdo, ¿qué?

Ginny echó la cabeza hacia atrás y miró hacia el techo.

—No vas a parar hasta que lo diga como una boba cursi, ¿verdad?

—¡Ya lo creo!

—Está bien. Tú ganas. Siempre te he querido, y aún te quiero. Para que negarlo. Y que Dios nos ampare cuando lleguen las facturas de teléfono.

Él exhaló un largo suspiro, como si acabara de esquivar una furgoneta corriendo a toda velocidad.

—¡Gracias a Dios!

Ella se burló, pero no con maldad.

—¿Y ahora qué?

—Ahora viene la parte en que te cojo en brazos y te llevo a la cama —contestó Jimmy—. Antes de que tú te adelantes.

El despertador de Jimmy sonó a las cuatro de la mañana. Lo silenció, realizó una llamada y volvió a acostarse. Lo siguiente que Ginny supo es que eran las siete, y él le dio huevos con beicon y le explicó que aun cuando era la Reina de las Amazonas, no había querido dejarla sola en su casa del bosque en plena madrugada. Pero tampoco había querido despertarla tan temprano, de modo que le había dicho a sus empleados que se las apañaran sin él durante unas cuantas horas.

Se quedaron en la cama, comiendo las galletas caseras de Jimmy untadas con mermelada de arce y escuchando las noticias por la radio. En un momento dado ella lo miró y él hizo lo propio, y sus expresiones fueron idénticas: «No me puedo creer la suerte que tengo». Entonces ella sonrió y lo besó, y de lo siguiente que se enteró fue de que eran las ocho y media.

Salieron juntos, conduciendo montaña abajo y separándose cuando él se fue a su trabajo y ella giró a la izquierda para ir a casa de Sonya y cambiarse de ropa. Los niños que su amiga cuidaba durante el día ya estaban en la casa, y Sonya los había puesto a pintar con las manos alrededor de la mesa de la cocina. Los dejó allí, tras advertirles que no armaran follón, y siguió a Ginny hasta la habitación de Danny y cerró la puerta.

—Supongo que lo habrás pasado bien —dijo Sonya. A Ginny le pareció notar una pizca de censura en su voz, pero tal vez fuera sólo estrés.

—Eso depende de a qué parte de la noche te refieras. —Hablando en voz baja para asegurarse de que los niños no la oían (la pequeña Britney probablemente tuviese una oreja pegada a la puerta, pendiente de las palabrotas que dijera), le explicó a Sonya que había sido atacada delante de la casa de Jimmy. Dos días antes su amiga hubiese soltado un grito de sorpresa preocupada por haber estado a punto de perderla; ahora se limitó a permanecer allí escuchando, como si el mundo ya no pudiera sorprenderla.

—¿Y no sabes quién era? —Ginny negó con la cabeza—. ¿Qué crees que tenía en mente?

—Nada bueno.

Sonya asintió, abrió la puerta para comprobar que los niños no se habían alborotado, y la volvió a cerrar.

—¿Qué tal con Jimmy?

—Quiere que volvamos juntos.

—¿Y?

—Y yo también.

Sonya la abrazó con fuerza, lo cual, dado su humor crispado, era lo último que Ginny se esperaba. Pero cuando se separaron, el rostro de su amiga seguía estando apesadumbrado.

—¿Vas a dormir allí arriba cada noche?

—Él lo quiere. Yo le he dicho que, de momento, seguiré aquí.

Sonya exhaló con alivio.

—Soy una egoísta —dijo—, pero lo cierto es que no quiero que te vayas.

—Tranquila. De todas formas, instalarme allí en pleno bosque probablemente sería complicarme la vida. Quiero decir que ¡vete a saber lo que este tipo puede intentar la próxima vez! —Entonces se le ocurrió algo—. ¿Sabes? Quizá sí debería trasladarme. ¿Y si os estoy poniendo a ti y a Pete en peligro, o incluso a los niños que cuidas?

—¿Qué crees? —inquirió Sonya—. ¿Que incendiará la casa mientras estamos durmiendo?

—Desde luego espero que no. Pero Rolly ya ha amenazado con cerrar la tienda de Jimmy. ¿Quién sabe qué más es capaz de intentar?

—¿No creerás que Rolly ha tenido nada que ver con tu ataque de anoche? Me refiero a que sé que es un pésimo jefe de policía, pero…

—Ya te he contado que robó un fajo de billetes del coche de ese traficante de drogas. Cuando uno es un corrupto, una cosa simplemente lleva a la otra.

—¿Y el juez Sweringen?

Ginny pensó en ello.

—Es obvio que no quiere que averigüe con quién se veía Paula —contestó—. Pero si él es quien está detrás de mi ataque, entonces ¿por qué iba a amenazarme mirándome a la cara? Es, sencillamente, demasiado obvio.

Sonya echó otro vistazo a los niños, después se sentó en el borde de la cama. Algún temor cruzó su rostro, y Ginny se limitó a observarla. Por fin, dijo:

—Soy realmente egoísta.

—¿De qué estás hablando?

—Sé que debería pedirte que te fueras a casa y te olvidaras de todo esto. Debería decirte que no vale la pena descubrir quién mató a Danny y a Paula… que quizá te hagan daño o algo peor. Pero es que simplemente no puedo.

Ginny se sentó en la cama y rodeó a Sonya con un brazo.

—Aunque me dijeras todo eso —repuso—, de ningún modo me iría.