Capítulo 36

—No te muevas.

Era una voz de hombre, quizá vagamente familiar, ciertamente nada amigable. Se quedó petrificada, valorando la situación. ¿Estaba solo? ¿Y de dónde demonios había salido?

—No te muevas —repitió la voz—. O te rebano la jodida garganta, ¿lo entiendes?

El hombre era un manojo de nervios. El cuchillo en su garganta era todo menos firme; la punta de la hoja le había rascado la piel, dejándole un rastro en forma de delgada línea de sangre que le corría por el cuelo.

—No me estoy moviendo —contestó ella—. ¿Qué quieres?

—Vuelve a subir a la camioneta —ordenó él—. Nos vamos a dar una vuelta.

—Por favor, no me hagas daño —pidió Ginny. Estaba intentando sonar indefensa; si él consideraba que era una histérica, quizá bajase la guardia—. Haré todo lo que quieras —dijo sin mover un músculo—. Pero, por favor, no me hagas daño.

Ginny podía notar cómo él respiraba hondo detrás de ella; su cuerpo entero apestaba a tabaco. Lanzó una cautelosa mirada hacia el brazo que rodeaba su cuello. Aun con la camisa de franela pudo deducir que el hijo de puta era fornido. La única razón por la que casi eran igual de altos era que ella estaba sobre un peldaño a un palmo de distancia del suelo.

—Ahora baja, muy despacio.

¿Cómo había salido de la nada este tipo? No la había seguido ningún coche; de eso estaba segura. Desde que le cortaron los frenos no había dejado de estar alerta. No se lleva un revólver metido en la cintura de los pantalones para luego moverse despreocupadamente como si nada fuese mal; de lo contrario, lo que le ocurriese le estaría bien merecido.

¿Se había el hombre enterado de alguna forma de que ella vendría a ver a Jimmy? Parecía improbable. «Estaba escondido en la parte trasera de la camioneta —pensó—. Es la única explicación. Y yo estaba tan emocionada con mi gran cita que ni siquiera me he dado cuenta. ¡Dios! Tal vez sí merezca que me destripen como a un pez».

Todo cruzó por su cerebro en cuestión de segundos. Pero saltaba a la vista que era demasiado tiempo para el señor del brazo fornido, que presionó con más fuerza el cuchillo contra su garganta.

—He dicho que bajes —gruñó en su oído—. Y ni se te ocurra chillar pidiendo ayuda. Te rebanaré el cuello antes de que salga alguien de la casa.

—Vale, vale —concedió ella—. Pero, por favor, no me hagas daño.

Ginny tenía la mano derecha aún en la barandilla; en la izquierda llevaba una bolsa de papel que contenía una botella de vino Shiraz australiano de doce dólares. Levantó las dos como si se rindiera. Entonces, conjeturando que el volumen y la velocidad no eran compatibles, se volvió rápidamente y estrelló la botella contra la cabeza del otro con ambas manos. Lo había hecho a ciegas y sólo lo rozó, pero fue suficiente para romper la botella, y que el vino de color rojo sangre se derramara encima de los dos.

Él se tambaleó hacia atrás, no tanto asombrado como tremendamente enfadado. La cabeza de ese hombre debía de estar hecha de cemento. Pero había soltado el cuchillo; algo es algo.

Ginny quiso coger el revólver que llevaba en la espalda, pero estaba cubierto por varias capas de jersey y chaqueta de piel, y no fue lo bastante rápida. ¡Maldita sea!; realmente, debería haber invertido en una pistolera de tobillo.

Él la agarró de los hombros y la llamó bruja loca, y ella le propinó un rodillazo tan fuerte en la entrepierna que le dolió hasta a ella. Él soltó un grito pero no cayó al suelo, de modo que lo golpeó una segunda vez, una derecha cruzada seguida de un gancho a la cara, al igual que en el saco de boxeo del gimnasio de la Liga Atlética de la Policía.

Ni aun así se cayó. Por fin se hizo con el revólver calibre 38 y lo apuntó con él, con la mano derecha ayudada de la izquierda. Empezó a apretar el gatillo; el sonido fue uno de los más agradables que había oído en toda su vida.

—Quieto —le ordenó.

Él se quedó ahí de pie jadeando, aún parcialmente doblado por el dolor en los testículos.

—¡Joder!

El hombre tenía aproximadamente 45 años; medía más de metro ochenta de estatura y pesaba alrededor de 110 kilos. Su barriga era incluso más grande de lo que ella se había imaginado cuando le presionaba la espalda. Llevaba una vieja gorra de tela en la que ponía JOHN DEERE, unos sucios pantalones marrones de trabajo Carhartt, guantes de cuero, y un deshilachado chaleco de plumas encima de una camisa de franela a cuadros rojos y azules. A diferencia de su voz, su cara redonda y de barba espesa no le resultaba familiar.

—¿Quién eres? —le espetó. Él la miró furioso—. Si te estás preguntando si sé usar este cacharro, deja que te informe de que soy policía y sé usarlo perfectamente.

Él no contestó, se limitó a seguirla mirando furioso con una expresión que revelaba que de verdad, de verdad quería recuperar su cuchillo.

—¿Ginny?

Era la voz de Jimmy, procedente de lo más alto de las escaleras, y la distrajo durante medio segundo; no mucho tiempo, pero justo lo suficiente para que el tipo desapareciera en el bosque.

Ginny corrió tras él, procurando seguir el sonido de su cuerpo mientras se movía pesadamente haciendo crujir los matorrales, pero fue inútil. No había luna, y Jimmy vivía en medio de la nada. Al salir entre los árboles se encontró a su anfitrión al pie de las escaleras.

—He visto tus luces delanteras, pero no subías. —Reparó en el revólver que Ginny tenía en la mano, los fragmentos de cristal verde y el papel empapado de vino; las manchas en su sudadera tan parecidas a la sangre—. ¿Qué demonios ha pasado?

Ella le explicó lo que acababa de suceder, se detuvo para ponerse un guante y coger la navaja con la hoja serrada del lugar donde el hombre la había tirado, y al terminar, tuvo que persuadir a Jimmy de que no la subiera por las escaleras como a una inválida. Las subió por su propio pie; Jimmy rodeándole la cintura insistentemente; Ginny recordándole que muchas gracias, pero que había sido ella la que había golpeado al tipo.

Él la hizo entrar en su casa, un espacio de estilo rústico con grandes ventanales mirando a la montaña negra azabache. La mesa de la esquina del salón había sido preparada para dos, con vasos de vino y luces de velas, pero Jimmy la acompañó al sofá y la obligó a quitarse el jersey para poderla examinar.

Desapareció durante un minuto y volvió con un frasco de alcohol y unas cuantas bolitas de algodón, que aplicó sobre las diminutas gotas de sangre que se deslizaban por su garganta como uno de esos juegos para niños donde hay que unir los puntos; ella permaneció allí sentada e hizo muecas de dolor, desnuda de cintura para arriba salvo por su sujetador negro. Sus pantalones de color caqui también estaban impregnados de vino, ásperos y húmedos, y tras desaparecer otra vez, él volvió con una camiseta y un par de pantalones cortos de gimnasia.

—¡Tanto acicalarme para nada! —se lamentó ella mientras se los ponía.

—¿Te has acicalado? —Jimmy esbozó la primera sonrisa de la noche—. Lo aceptaré como un cumplido.

—Y yo aceptaría una bolsa de hielo —pidió ella—. Me he aplastado los nudillos al golpear a ese tipo. —Él le trajo el hielo, se sentó de nuevo y simplemente la miró—. ¿Qué miras? —inquirió Ginny.

—Has dicho que ese tipo pesaba como el doble que tú.

Ella dibujó círculos hacia atrás con los hombros, y con el cuello. Su espalda no había estado realmente bien desde el accidente de coche.

—Sí —afirmó Ginny—, pero era lento.

—Te has convertido en una mujer de armas tomar —comentó Jimmy—. Lo sabes, ¿verdad?

—¡Oh, naturalmente! —replicó ella—. Soy una poli que ha caído en desgracia y que ni siquiera es capaz de averiguar quién mató al hijo de su mejor amiga. Me sorprende que nadie haya organizado un desfile en mi honor.

—Calla. Acabas de enfrentarte a un psicópata en mi jardín delantero, y ni siquiera se te ve una gota de sudor.

—De acuerdo —dijo ella, cambiando la bolsa de hielo de una mano a la otra—. ¡Pero de qué sirve!

Él sacudió la cabeza, exasperado y divertido.

—¿Qué piensas hacer con este tipo?

—Dar parte al sheriff del condado. Al menos estamos fuera de la jurisdicción de Rolly. —La expresión de la cara de Jimmy le indicó lo contrario—. ¡Oh, no! Me tomas el pelo.

—La ciudad contrata sus zonas de cobertura. Nos toca Rolly.

—¡Oh, mierda! —exclamó ella—. Entonces supongo que tendré que hablar con él. Me imagino que repasaré algunos libros con fotos de sospechosos por la mañana y veré si tiene antecedentes; eso, si tienen libros de sospechosos aquí. Y podría rastrear su navaja. Parece cara.

Jimmy se levantó y se dirigió hacia el otro lado de la encimera de granito que dividía el salón de la cocina.

—¿Quieres beber algo? Yo desde luego que sí.

—He traído vino —explicó ella—, pero lo he usado para abrirle la cabeza a ese tipo. —Él dijo que era un buen motivo y cogió un botellín de Heineken para cada uno—. ¿Sabes? —continuó ella—. Viviendo aquí arriba, me extraña que no tengas un perro. Querías con locura a aquella perrita que tenías en el último curso de bachillerato.

—Esa perrita vivió quince años —comentó él—. Murió justamente la Semana Santa pasada. Todavía no me veo capaz de tener otro perro.

—Lo siento.

Jimmy lo agradeció asintiendo con la cabeza, luego dijo:

—¿Tienes hambre? Había pensado hacer un par de filetes a la parrilla. Hay patatas asadas en el horno. Y ensalada.

—Eso —repuso ella— es muy casero.

Él abrió las cervezas y le dio una a Ginny.

—Estoy pensando en abrir una cafetería en el centro; donde se sirvan ensaladas y bocadillos calientes y zumos de frutas y cosas así. El local que está en Marshall acaba de salir a la venta. No sirven comidas, pero supongo que puedo ampliar el negocio.

—¿El Café des Artistes?

—Ése es.

La noticia le produjo una tristeza inexplicable. Topher había perdido al hombre que amaba, y luego, además, había dejado de idealizarlo. Ahora dejaba el negocio que había empezado desde cero. ¡Una gran pena!

—¿Podemos posponer la cena? —inquirió Ginny—. En estos momentos estoy demasiado tensa.

—¿Demasiado tensa para hablar?

De pronto había un tono distinto en la voz de él; un tanto grave y serio, como si hubiese pasado de hablar del tiempo a debatir la paz en Oriente Medio.

—Mmm… no.

Jimmy se sentó en el sofá, y su botellín de cerveza entró en contacto con el cristal de la mesa de centro con un suave tintineo. Ella sostuvo el suyo en su regazo como si fuera un escudo.

Él inspiró hondo, y Ginny tuvo la clara sensación de que estaba haciendo acopio de valor. Al parecer, lo encontró.

—Te sigo queriendo —anunció él.