—Imposible —replicó Jimmy—. Es imposible que tú hicieras algo así. Simplemente no eres ese tipo de persona.
Ginny notó que le escocían los ojos por las lágrimas, y parpadeó frenéticamente para devolverlas al sitio del que procedían. «Por eso —pensó—. Por eso lo amaba. Jimmy Griffin siempre ha visto mi mejor yo, siempre ha creído que merecía ser amada. Hasta que le fallé».
Pero todo lo que dijo fue:
—Llevo mucho tiempo esperando oír eso.
Jimmy arrugó el rostro por la confusión.
—Pero tus compañeros de trabajo… ¿no te apoyaron?
—Algunos de ellos. Pero tienes que entender que esto es una maldita caza de brujas; a todo el mundo le da un miedo horrible ser el siguiente. Si lo que Mike dice es verdad, el escándalo Rampart de Los Ángeles no sería nada al lado de esto.
—Pero tú no creerás que es para tanto.
—Lo único que sé es que soy inocente. Sólo puedo presuponer que algunos de los demás también lo son. Pero Mike tiene la oportunidad de salvar su culo y ajustar viejas cuentas, y lo está aprovechando al máximo; sobre todo contra mí. En cuanto averigüé en qué andaba metido, no quise saber nada más de él, y eso lo enfureció. Nadie deja a Mike Scott en la estacada.
—¿Qué dice que hiciste? Todo lo que me habías dicho es que fue un caso de violación.
Ginny se pasó los dedos por el pelo. Era una historia larga, sórdida, y en este momento apenas tenía energías para la versión corta.
—Había un chico llamado Alexander Van Vlick; veinte años, de una familia de clase alta de Park Avenue. Vuelve de la universidad para pasar en casa las Navidades, pero sus padres están fuera esquiando, así que tiene el piso para él solo. Liga con una chica en un club y se la lleva a casa junto con un par de amigos suyos, y los dos se meten en su habitación para juguetear.
»Al principio ella está encantada, pero resulta que a Alexander le gusta el sexo duro. Está borracho, y cuando ella no cede, se enfada. Le pega y la viola. Por lo visto no era la primera vez.
—¿Y sus amigos no tenían ni idea de lo que él estaba haciendo?
—Dicen que no pasó nada malo. Ella dice que en un momento dado logró escapar y llegar hasta el salón. Alexander la arrastró de vuelta a la habitación, y por la forma en que ella lo describe, sus amigos creyeron que lo hacían para divertirse.
—¿Me estás diciendo que este chico fue absuelto?
—No has oído lo peor del tema. Ella sólo tenía quince años. Parecía mayor, pero la chica estudiaba cuarto de secundaría.
Encima del escritorio de Jimmy había una botella de agua, y Ginny tomó un sorbo. Después de todo, la versión corta estaba resultando no ser tan corta.
—Yo no era la detective principal —continuó—. Pero fue un caso muy sonado en los medios de comunicación, lo que algunos policías llaman un caso mediático, así que éramos cuatro los que trabajábamos los distintos aspectos del mismo: yo, Mike y otros dos.
»Como la chica era tan joven, aun cuando el chico pudiese convencer a un jurado que había sido sexo consentido, lo acusarían igualmente de violar a una menor. Su semen estaba por todo el cuerpo de ella. El único modo en que podía librarse era si pasaba algo con las pruebas forenses de la agresión sexual.
Ginny hizo un alto, aparentemente para tomar otro sorbo, pero en realidad para retrasar lo inevitable. Lo que había hecho era tan estúpido que le horrorizaba que Jimmy lo supiera. Pero mejor que lo supiera por ella que por el periódico matutino.
—Al día siguiente de la detención de Van Vlick, Mike me llamó realmente temprano. Dijo que había cometido un error con las pruebas forenses. Que había confundido las muestras con las de otro caso, y que podía perder el empleo. Me suplicó que me acercase al laboratorio antes de que las procesaran… me dijo que estaba liado con sus hijos, y que como yo también trabajaba en el caso, no se rompería la cadena de pruebas. Así que, como una imbécil, firmé al salir del laboratorio y se las di a Mike, y él arregló las cosas y trajo otras muestras.
—Y cuando comprobaron el ADN —intervino Jimmy—, no coincidía con el del niño rico.
—Naturalmente que no. Fue absuelto.
—¿Y este Mike te culpó a ti de todo?
—Tenía mi firma en el archivo de pruebas. Además de mi ficha bancaria. Le guardé algún dinero, como una subnormal, supuestamente para impedir que su mujer lo desplumase al divorciarse. De modo que estoy jodida. No me esposaron ni me encausaron, pero me han cesado hasta que decidan de qué árbol colgarme.
—¿No tienes abogado?
—De la Asociación Benevolente de la Policía, y un delegado sindical, pero con todo lo que está ocurriendo no dan abasto. Y, de cualquier forma, todo sucedió unas cuantas semanas antes de que Danny muriera. Realmente, no he tenido ocasión de ocuparme del tema.
—¿Qué pasó con la chica?
—Su familia interpuso una demanda judicial contra los Van Vlick, y por supuesto los periódicos la trataron de mentirosa y avariciosa. Nunca publicaron su nombre, pero apareció en Internet y tuvo que dejar la escuela. Un par de semanas después me enteré de que había sufrido una sobredosis.
—¿Y murió? —inquirió él.
—Y murió —contestó ella.
Dicen que confesarse es bueno para el alma. Para empezar, Ginny no tenía ni idea de si tenía un alma (o, de tenerla, a dónde iría a parar), pero debía reconocer que desahogarse con Jimmy hizo que se sintiera cincuenta kilos más ligera.
Cuando hubo acabado, como si él no pudiese soportar dejarla tan indefensa, le dijo que quería explicarle lo de sus rondas de reparto por las tardes. Ella le aseguró que no tenía por qué hacerlo; él le dijo que cerrara el pico y escuchase.
Se sentía solo, dijo, y ellas también; no había significado nada, y las mujeres únicamente habían pagado los pasteles. Juró que su última parada fue esa tarde con la señora Marchand. Últimamente, todo el asunto había empezado a parecerle absurdo y sórdido.
—Fue una coincidencia brutal —comentó Ginny—. Te vi saliendo de la misma casa de la que Danny cogió ese revólver.
—No hay tal coincidencia —replicó él—. Podría decirse que Danny estaba ahí por mí.
—¿Eh?
—Lorna, la señora Marchand, estaba buscando a alguien que le construyese un nuevo garaje. Le recomendé la empresa de Pete.
—¡Oh!
Se sentía agotada y pegajosa, como si hubiese estado corriendo a toda velocidad y sin aliento cuesta arriba por Bradley Street. Jimmy debió de notarlo, porque se levantó de su silla y se arrodilló frente a ella y le puso las manos sobre los hombros.
—No hiciste nada malo —le dijo—, salvo equivocarte de hombre al enamorarte.
Ella sacudió la cabeza, se mordió el labio inferior.
—No era amor —replicó ella—. No sé lo que fue.
Él levantó una mano de su hombro y le acarició la mejilla. Ginny empezó a sonreírle, pero todo en sí era simplemente demasiado, y tuvo que concentrarse para no llorar como una idiota. Pero él se dio cuenta y le dedicó una leve sonrisa, y luego se inclinó y la besó.
Fue diferente de antes; diferente de cuando eran unos niños y de la semana anterior, cuando habían estado fornicando como locos. Le resultaba difícil explicarlo; lo único que sabía era que el beso era juguetón y serio al mismo tiempo. Fue muy largo, y después él se apartó y dijo:
—Pasa la noche conmigo.
—¿Aquí?
—No, tonta. En mi casa. Quiero enseñártela.
—He estado mil veces en tu casa.
—No me refiero a la de mis padres. Ahí es donde viven mi hermano y su mujer. Me refiero a la casa que me he construido en la montaña.
—¿En serio? ¿Dónde?
—Apartada del camino, cerca de donde fuimos el otro día.
Ginny pensó unos instantes en ello. Entonces dijo:
—Vale.
—¿Sí? —Una amplia sonrisa había aparecido en el rostro de Jimmy. Lo cierto es que a veces parecía que tuviese 16 años, ni un minuto más.
Le dio la dirección, y ella prometió estar allí a las siete. Volvió a casa de Sonya para darse otra ducha y (por si acaso el juez Sweringen cumplía su amenaza) para contarle a Sonya todo lo que le acababa de contar a Jimmy.
Sonya escuchó sin decir una palabra hasta que hubo terminado. Ginny esperaba que su amiga la sermoneara por liarse con un hombre casado, que le dijera que le había decepcionado que se hubiese apartado tanto de los valores que le habían inculcado de pequeña, pero algo había cambiado en Sonya en las últimas 24 horas. Era como si hubiese soltado amarras y se precipitara por aguas desconocidas donde no hubiera principios morales absolutos. Había dicho que mataría al hombre que había asesinado a Danny; Ginny empezaba a pensar que no era una amenaza vacua.
A pesar de todo, a las seis y media Ginny estaba tan nerviosa como una estudiante en la noche del baile de fin de curso. Había venido a la ciudad con tres pares de pantalones: unos tejanos, otros de color caqui, y los pantalones negros que había llevado en los dos funerales. Se decantó por los caqui por un proceso de eliminación, y cuando todas sus camisas le parecieron demasiado masculinas, Sonya se compadeció de ella y le ofreció un jersey de angora azul claro que extrajo de una caja de su armario rotulada como ROPA PEQUEÑA.
Se subió a la camioneta de Danny, pero en lugar de ponerla en marcha cogió primero su teléfono móvil.
—Doctor Zeigler.
—Hola —saludó ella—. Soy la detective Lavoie. Quería darle las gracias por haberme llamado antes. Lamento que fuera un poco surrealista.
—La próxima vez —pidió él— no ponga el altavoz.
—Lo sé. Lo siento. La hermana de la víctima creyó por aquel entonces que ésta había huido. Enterarse de que fue asesinada ha sido un golpe bastante duro para ella.
—Por eso soy patólogo —confesó—. Es mucho más fácil tratar con los muertos que con los vivos.
—Me preguntaba si podría hacerme un favor más. ¿Sería posible obtener el ADN de los restos del feto?
—Teóricamente sí. ¿Por qué?
—Si le envío una muestra del otro hijo de la víctima, ¿podría decirme si los dos son del mismo padre?
—¿Se refiere al caso de Danny Markowicz?
—Exacto.
—Entonces no es necesario que me envíe una muestra. Mi oficina ha realizado algunas pruebas para su juez de instrucción local. Hay suficiente material excedente para procesar el ADN. Aunque tardará una semana por lo menos. Estamos bastante saturados de trabajo.
—Le agradeceré cualquier cosa que pueda hacer —repuso ella. Tomó nota mentalmente de mandarle una botella de whisky escocés y puso en marcha el motor.
La casa de Jimmy estaba en Florida, una diminuta aldea conocida principalmente por sus colinabos; los vecinos decían que era debido a la tierra. La ironía de semejante nombre aplicado a una ciudad de las montañas nevadas de Berkshire no le pasaba a nadie por alto: todos los años el periódico local hacía una foto del cartel BIENVENIDO A FLORIDA con carámbanos y la publicaba en primera plana como si fuera una broma novedosa.
Tenía suerte de conducir la camioneta de Danny mientras subía lo que debía de ser el camino de acceso a la casa de Jímmy, un pronunciado camino de tierra repleto de piedras y baches. Estacionó la camioneta junto a la de Jimmy, todavía a considerable distancia de la casa ubicada encima de una larga y empinada escalera de madera.
Se puso a comprobar su aspecto en el espejo retrovisor: pelo impecable, pintalabios intacto, nada notorio entre los dientes. Estaba todo lo bien que podía estar.
Bajó de la camioneta y se dirigió hacia la casa; unos focos fijados en los árboles iluminaban la oscuridad. No sabía con seguridad qué pasaría esta noche, pero su instinto le decía que estaba exactamente donde tenía que estar.
Sin embargo, por lo visto se equivocó. Nada más poner un pie en el primer escalón notó el cuchillo en su garganta.