Capítulo 34

—¿Sabe? —continuó Ginny—. Hay unas cuantas cosas que recuerdo de Paula; unas cuantas cosas que tengo muy presentes. ¿Quiere saber cuáles son?

La camarera se acercó para llenar hasta arriba la taza de café del juez. Cogió con brusquedad de la barra el vaso vacío de Fanta de Ginny y le sirvió otro, aunque la hamburguesa Skillet no incluía más de un refresco. Le guiñó un ojo, como si fueran íntimas amigas y cómplices.

Cuando no podía escucharlos, Ginny le sonrió al juez, con dulzura y picardía, encantadora. Le dijo:

—Primero, Paula era sumamente guapa. Dos, era capaz de hacer casi cualquier cosa para conseguir lo que quería. Tres, tenía tanta facilidad para acostarse con cualquiera como la gente para saludarse dándose la mano. Y cuatro, le atraían los hombres mayores que ella. —El juez mantuvo la mirada fija en su plato, donde el jugo de la carne había teñido el queso fresco de un tono rosa nauseabundo—. Quizá no lo sepa —siguió ella—, pero Paula estaba embarazada cuando murió. ¿No le parece triste?

Él trató de disimularlo, pero aun así ella lo notó: la respiración más marcada, la tensión refleja de los músculos de la mandíbula Su corazonada era correcta. Sweringen se había acostado con Paula.

—Tal vez no te acuerdes —habló el juez—, pero el editor del Transcript es íntimo amigo mío.

Ella le dedicó de nuevo su dulce sonrisa.

—Me alegro por los dos.

Él le devolvió la sonrisa.

—Sería una pena si esos problemas tuyos aparecieran en el periódico.

—¡Una tragedia! —puntualizó Ginny.

Él hubiera querido contestarle otra vez con astucia, pero no tuvo la oportunidad de hacerlo. Rolly había entrado y se dirigía directamente hacia ella, con las mejillas enrojecidas por la indignación.

—¡Mira quién está aquí! —dijo—. La detective Buttinski.

«¡Oh, Dios!». Por lo menos ya no la llamaba Angie Dickinson.

—Hola, señor jefe de policía.

—Nada de «hola, señor jefe de policía» —gruñó él—. ¿Quién te crees que eres para llamar a mis espaldas a la policía estatal y al médico forense de Pittsfield?

Ginny abrió desmesuradamente los ojos, pestañeando deprisa.

—Lo siento —se disculpó—. ¿No era eso lo que debía hacer?

Le pareció oír a la camarera riéndose con disimulo, pero no pudo verla por ahí cerca. Empezaba a caerle bien a Ginny. Rolly, por otra parte, tenía la cara de un tono morado más oscuro.

—Ahora, escúchame bien —ordenó él—. Que seas poli en una gran ciudad no significa que puedas pasearte por mi ciudad como el maldito Perry Mason.

—Perry Mason es un abogado —replicó ella.

—Lo que sea. No pienso quedarme aquí a discutir contigo. —Señaló con su grasiento dedo pulgar a un hombre que estaba solo sentado en un banco corrido, leyendo el periódico—. Voy a comer con ese colega —anunció—. ¿Sabes quién es?

—¡Claro! —exclamó Ginny—. Bob Gianelli. Fui al colegio con su hija.

—Bien, pues ahora es el alcalde Gianelli. Por si quizá no te habías enterado.

Ella miró a Gianelli, a Rolly y al juez respectivamente, el cual la miraba como si fuese la hamburguesa de su plato.

—¿Y eso qué quiere decir?

—El alcalde controla prácticamente todo por aquí —contestó Rolly—. La oficina de la inspección de inmuebles, por ejemplo. Y tengo entendido que Molly’s quiere obtener la cédula de habitabilidad. —Le guiñó un ojo a Ginny, y ella percibió que hasta sus pestañas eran gordas—. Sería una pena tremenda que no fuese aprobada y que Jimmy Griffin tuviese que cerrar.

Ginny miró a Rolly y a Sweringen y viceversa. No le sorprendería que los dos se pusieran a cantar, como el coro de un musical de Broadway.

—¡Por Dios! —exclamó ella—. ¿Habían ensayado ustedes esto con anterioridad? Son un auténtico espectáculo. Son unos auténticos campeones, pero no de patinaje sobre hielo sino de la extorsión. —Ginny había esbozado una amplia sonrisa, algo que pareció dejar a Rolly fuera de juego—. Pero, a ver, cuantos más, mejor. Quizás al señor alcalde le gustaría venir y amenazar con arrestar a Sonya por montar una guardería sin licencia.

Rolly se había quedado sin palabras. El juez no.

—Cometes un error —advirtió.

—No sería la primera vez —repuso Ginny—. Pero, claro, soy una aficionada. Es difícil superar la construcción de una cabaña de caza nueva con dinero robado a un traficante de drogas. —Se volvió al juez—. O dejar en libertad a la puta de la ciudad a cambio de una mamada.

Sweringen dejó caer el tenedor en el plato con estrépito.

—Por cierto —le dijo Ginny—, asegúrese de decirle a su amigo del Transcript que me he cambiado el nombre. Ahora me llamo Virginia. Con «a», no con «e». Virginie simplemente no me gustaba. —Volvió a dirigirse a Rolly—. ¡Ah…, una cosa más! Si tocan a Jimmy Griffin, les daré tal patada en sus gordos culos que los mandaré de aquí a Nueva York.

Ginny tiró sobre la barra un billete de 10 dólares, se despidió del nuevo alcalde electo con un gesto desenvuelto, y salió a la luz del sol. Sus axilas estaban empapadas de sudor. Pero, por lo demás, estaba tranquila.

—Se llamaba —explicó ella— Michael Scott. Era un detective de mi equipo. Y estaba casado.

Jimmy se sentó frente a ella en una silla plegable de su despacho, un espacio diminuto que había sido llenado con un escritorio y una bici de carreras que colgaba de un gancho en el techo. El aire que los rodeaba era denso debido al olor de las galletas con pepitas de chocolate. Ginny estaba bastante convencida de que también podía detectar otro olor (posiblemente emparentado con la culpabilidad), pero probablemente eran sólo imaginaciones suyas.

—Verás —repuso él—, no tienes por qué contarme esto.

—Me parece que sí —insistió ella—. Prefiero que lo sepas por mí a que lo leas en la primera plana del periodicucho local.

—¿Crees realmente que Sweringen cumplirá con su amenaza? ¿Aunque tú sepas que él se acostaba con Paula?

—Quizá sí —contestó Ginny—. Quizá no. De cualquier forma creo que ha llegado el momento de sincerarse.

Respiró profundamente. No es que no hubiera estado dándole vueltas a la historia todas las noches desde hacía dos meses, pero expresarla con palabras era harina de otro costal.

—Mike no era colega mío —continuó—, pero trabajamos juntos en un par de casos grandes. —Examinó su dedo meñique, luego se empezó a morder la uña—. Me enamoré de él. No sé cómo explicarlo. Pero sabía que estaba casado, y me importaba un comino. Lo que no sabía es que era un corrupto.

—¿Corrupto en qué sentido?

—Llámalo como quieras. Se dejó sobornar prácticamente desde el día de su graduación en la academia. Nada grave al principio; sólo aceptaba favores de las tiendas que estaban dentro de su ronda. «Mantén a los niños callejeros lejos de mi tienda, y te daré una televisión de pantalla grande». Ese tipo de cosas. Con el tiempo, aceptó sobornos de abogados defensores por ayudarles a que sus clientes salieran sin cargos… a cambio de cuarenta, cincuenta mil dólares por caso.

—Pero ¿cómo…?

—¿Cómo lo hacía? De muchas maneras distintas. Si el caso era suyo, se enredaba al testificar en el estrado, no de forma que pudieras cazarlo, pero le creaba al jurado dudas razonables. Mike es un hijo de puta, pero no es estúpido. O pedía un favor, y un testigo esencial se volvía amnésico.

¿Y te viste en cierto modo arrastrada?

—Asuntos Internos lo vigilaba desde hacía años. Un día estábamos trabajando en nuestros casos cuando aparecieron dos tipos de Asuntos Internos y le leyeron sus derechos. Y allí estaba yo, boquiabierta… creía que era todo un error.

—¿Y qué te pasó a ti? ¿Eras culpable por asociación?

Ginny negó con la cabeza.

—Mike no es lo que llamarías una persona recta. Lo primero que hizo fue empezar a dar nombres. Pactó una reducción de condena, y la Oficina de Asuntos Internos empezó a investigar a cincuenta policías más. Entre ellos estaba yo. Y lo peor fue que —volvió a inspirar profundamente y luego exhaló— él tenía pruebas para demostrarlo.